Queridos amigos de este blog: ¡vuelvo a Imagen a partir del 5 de agosto! Mi colaboración será los martes y los jueves a la hora acostumbrada. Mientras tanto, aquí les pongo algo para leer. Gracias a todos.
Al autor de un paper científico –artículo técnico que reporta los resultados de una investigación— se le exige ir al grano, en orden y sin desviaciones: informe usted lo que hizo y lo que encontró. Punto. No se ande con rodeos, que la vida es breve. El paper es un modelo de concisión y frugalidad.
Al mismo tiempo, suele ser bastante aburrido. Lleno de voces pasivas y escaso en pronombres personales, el artículo de investigación rara vez deja ver, ni entre líneas, los triunfos y los sinsabores de la investigación científica. No narra lo que salió mal ni reporta la sensación de serenidad oriental que invadió al autor cuando por fin salió bien. Tampoco da cuenta de las noches que el investigador pasó en vela por la angustia de que la competencia publicara primero, ni si la hipótesis que lo condujo al éxito resultó ser, en retrospectiva, una estupidez afortunada. La elocuencia narrativa y el arrebato lírico escasean en las revistas científicas especializadas.
Como consecuencia, muchos científicos piensan que extirpar del texto todo rastro de naturalidad y elocuencia es la mejor manera de escribir no sólo en ciencia, sino en general. Esos científicos pueden ser personas agradables y hasta expresivas en el trato cotidiano, pero cuando toman la pluma se ciñen la camisa de fuerza e imparten cátedra desde un pedestal de hielo.
Ya se ha iniciado un movimiento que pugna por aflojar las ataduras. Henry Gee, editor de ciencias biológicas de la revista Nature, recomienda a los científicos leer a John Keats y a Jane Austen para escribir mejores papers. Dice Gee: “la prosa enredada de los científicos produce una frustración parecida a la de un boxeador que, con las manos enguantadas, tratara de pelar un plátano". Pero el mensaje de Henry Gee (y otros editores de ciencia) tardará en penetrar en la conciencia de la comunidad. Entre tanto, la elocuencia de la mayoría sigue encadenada.
El físico estadounidense Richard Feynman, premio Nobel 1965, se lamenta, en el discurso que pronunció cuando le entregaron el premio, de no tener dónde publicar “de manera digna” lo que hizo de verdad, en vez de la historia lineal y aséptica que narra (es un decir) el artículo de investigación. Feynman añade: “usaré este discurso Nobel como oportunidad para hacer algo de menos valor, pero que no puedo permitirme en otro sitio”. He aquí lo que pretende hacer: “les contaré anécdotas sin valor científico y que no sirven para entender el desarrollo de las ideas. Las incluyo sólo para hacer el discurso más entretenido”.
Feynman desahogó sus ansias de expresión en sus libros de memorias, ¿Está usted de broma, señor Feynman? y ¿Qué te importa lo que piensen los demás?. El segundo de éstos es una colección de anécdotas breves que recorren toda la gama afectiva como una buena pieza para piano que visita todo el teclado. El registro grave es la historia del matrimonio de Feynman con su novia de la adolescencia, Arlene. Los jóvenes se casaron muy enamorados y a sabiendas de que Arlene moriría en cinco años. Feynman conseguía empleo en sitios donde hubiera un buen hospital no demasiado lejos del laboratorio de investigación. Arlene, desde el hospital, se divertía ideando bromas cuyo fin, por lo general, era avergonzar a Richard ante sus colegas (“¿qué te importa lo que piensen los demás?”, machacaba Arlene, haciendo eco de una frase que él le dijera en cierta ocasión). Muchos años después, en un viaje a Japón, Feynman cuenta que él y su tercera esposa, Gweneth, buscaban desde Tokio alojamiento en un hotel tradicional de un pueblito remoto al que no llegaban turistas. El establecimiento no tenía baños de tipo occidental y el dueño se mostró aprensivo. Feynman lo tranquilizó informándole que en su último viaje él y su esposa resolvieron la falta de retrete llevando papel higiénico y una pala. El dueño les comunica entonces en un mensaje que acepta. Y que no es necesario llevar la pala.
La expresión personal puede tomar otro derrotero. El químico Roald Hoffmann, premio Nobel 1981, dice: “escribo poesía para penetrar el mundo que me rodea y para comprender mis reacciones ante él”. Si se puede escribir poesía acerca de la vida de un leñador, ¿por qué no de la de un científico? Sólo algunos de sus poemas tratan el tema de la ciencia, pero con ellos Roald Hoffmann amplió un sendero poco explorado en la poesía. Los científicos obligan a las palabras a describir cosas casi indescriptibles: ecuaciones, estructuras químicas, relaciones ocultas entre fenómenos naturales. “Por ser un idioma natural en tensión, el idioma de la ciencia es inherentemente poético”, dice Hoffmann. “La ciencia está repleta de metáforas”.
Y de historias, añadamos: de material dramatizable. Hoffmann es también autor, con el químico y novelista Carl Djerassi, de una pieza teatral titulada Oxígeno. El comité Nobel decide otorgar un premio retrospectivo para celebrar sus cien años. Los seis miembros optan por dárselo al descubridor del oxígeno. Tres personajes del siglo XVIII pueden disputarse el honor de ese título: Antoine Laurent Lavoisier, Joseph Priestley y el modesto farmacéutico sueco Carl Wilhelm Scheele. Los equívocos y discusiones de los químicos y sus esposas en el siglo XVIII, así como los del comité Nobel en el XXI, muestran que la cosa no es nada clara porque los científicos –¡ay de mí!— son tan terrenales y biodegradables como cualquier hijo de vecino.
Si el tema de la ciencia da material para la novela y la poesía, la elocuencia científica tiene un hogar natural en la divulgación. El género creció como universo en expansión en la primera mitad del siglo XX, con las dos revoluciones de la física de la época: la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. En la divulgación de la nueva física los premios Nobel medraron como champiñones. Albert Einstein explicó sus aportaciones, y se explicó a sí mismo, en varios volúmenes de exposición simplificada y colecciones de ensayos filosóficos que se dejan leer muy bien. Werner Heisenberg y Niels Bohr discutieron con un público más amplio las implicaciones filosóficas de la nueva física. Max Planck, adusto patriarca de los físicos alemanes de la época, se soltó el chongo (metafóricamente: era calvísimo) en su Autobiografía científica, en la que raya en la maledicencia cuando describe las clases de algunos de sus profesores al tiempo que muestra con sus peripecias cómo opera la ciencia. Y Louis de Broglie, el físico príncipe, resumió para el gran público la turbulenta historia de la mecánica cuántica cuando las aguas empezaron a calmarse.
Hasta hace unos años los físicos Nobel entregados a la divulgación eran más bien solemnes. Exponían, como los próceres del párrafo anterior, en una prosa correcta, pero un poco desierta, sin personajes que la habitaran y sin colorido. Su lenguaje descendía del artículo científico (que en esa época se escribía con más donaire, dicho sea de paso). Hoy la divulgación va adoptando, cada vez más convencida, las herramientas de la literatura y se va haciendo más apta en retórica y seducción. Los ensayos de Steven Weinberg (premio Nobel de física 1979), por ejemplo en Plantar cara, se leen con interés, pero también con deleite. La historia que narra Gerard ´t Hooft (Nobel 1999) en In search of the ultimate building blocks está poblada de las personas que han participado en esa búsqueda.
Pese a todo, confieso que la divulgación científica que más me gusta, la que en mi opinión se confunde con la literatura, es obra de científicos que no han ganado el premio Nobel, unos porque no hay Nobel de biología, otros porque sus investigaciones no son materia nobelable o porque se han dedicado principalmente a la divulgación. Stephen Jay Gould, paleontólogo y escritor científico, toma declaradamente al escritor francés del siglo XVI Michel de Montaigne como modelo de unos ensayos casi tan sabrosos como los del francés. El neurofisiólogo Oliver Sacks narra sus experiencias como investigador y sus recuerdos de niño judío británico embelesado con la química en el Londres de la Segunda Guerra Mundial con la fuerza evocativa de los buenos escritores.
Esos autores podrían dirigir sus aspiraciones muy alto, según el etólogo británico Richard Dawkins, escritor científico de nada malos bigotes. “Ningún científico ha ganado el premio Nobel de literatura”, escribe Dawkins (Bertrand Russell no cuenta porque las matemáticas no son ciencia, pero eso es harina de otro costal). “¿Por qué? Sospecho que simplemente porque no se les ha ocurrido a los jueces. Cuando se dice literatura se piensa naturalmente en novelistas y poetas. Pero, ¿puede haber mejor tema para la literatura que la trama espaciotemporal del universo? ¿O que la evolución de la vida?”
“Los novelistas se llevan las palmas”, dice Dawkins, “pero no son los únicos que tienen buenas historias que contar”. Cierto. Quizá por lo mismo un día habrá menos escritores científicos y más escritores a secas, sin que al tema de la ciencia le falten exponentes.
lunes, 21 de julio de 2008
sábado, 28 de junio de 2008
El festín de Einstein
Hace muchos años fui al cine a ver El festín de Babette, película basada en el cuento de Isak Dinesen del mismo título. Babette es la magistral chef de un célebre restaurant parisino que se ve obligada a huir de Francia, acusada de agitadora. Se refugia en un rústico caserío nórdico, donde dos ancianas hermanas le dan empleo de sirivienta y le enseñan a preparar una tosca “sopa de pan” para los pobres del pueblo. Babette la prepara obedientemente, pero le añade a escondidas su toque personal, por lo cual se gana el aprecio de la comunidad.
Película y cuento terminan cuando, al cabo de los años, Babette les revela su identidad a sus protectoras. “Yo soy una artista, señoras”, dice la pretendida sirvienta irguiéndose para mostrar todo su porte. Sus interlocutoras se quedan mudas de asombro, como si una gallina desplegara ante sus ojos la más vistosa cola de pavorreal. Luego Babette les confiesa por qué decidió gastarse sus ahorros de toda la vida en preparar un banquete para sus amas y los otros miembros de la congregación religiosa de éstas. Lo peor que le puede ocurrir a un artista, dice Babette, es recibir loas por una obra hecha a medias, por un trabajo mediocre que no requiere el pleno de las facultades de su autor.
El mes pasado leí en un periódico una nota que pretendía ser un elogio de Albert Einstein. Para demostrar lo listo que había sido Einstein, el autor de la nota recogía frases atribuidas a éste. Buena idea. Lo malo es que su antología dejaba la impresión de que Einstein fue comediante de televisión. Por ejemplo: “Cuando estás sentado en una estufa caliente, cinco minutos te parecen eternos. En cambio cuando estás con una muchacha guapa, cinco minutos no son nada. Eso es la relatividad”. No tiene nada de malo ser comediante de televisión. De hecho, Einstein se reía mucho y podía ser un payaso si la ocasión lo ameritaba. Pero la intención declarada del articulista era dar una idea de la estatura intelectual de Einstein. No lo consiguió. Nos dio a probar la sopa de pan en vez de invitarnos al festín de Babette.
Además dudo mucho que la frase citada sea de Einstein. Al personaje le fastidiaba de lo lindo que lo malinterpretaran, cosa que ocurría todo el tiempo. Si oía a alguien explicar que la teoría de la relatividad dice que “todo es relativo”, se le ponían de punta los ya de suyo alborotados pelos. La tonta frasecita reduce una de las mejores ideas que tuvo Einstein en su vida a la observación trivial de que cada cual tiene su punto de vista, o que la sensación de transcurso del tiempo tiene mucho de subjetiva. Eso nos lo podría haber dicho nuestra abuelita. No hacía falta Einstein.
Por suerte para todos, la relatividad es más interesante. Einstein la expuso hace poco más de 100 años para consumar el matrimonio de las dos grandes teorías de la física clásica, que no se llevaban bien. El casamiento tuvo consecuencias asombrosas. Una de las más notables es que el tiempo transcurre más despacio cuando uno se mueve. Otra es que ya no se puede considerar al espacio divorciado del tiempo. Vivimos en un espacio-tiempo de cuatro dimensiones, lo cual implica, al parecer, que el tiempo no es un eterno fluir. Así lo percibimos, pero en los hechos está totalmente desplegado en una realidad inaccesible a los sentidos. El tiempo no pasa; el tiempo simplemente es.
La autora de El festín de Babette lo entendía bien. Isak Dinesen es el seudónimo de la baronesa Karen Blixen, escritora danesa que vivió mucho tiempo alejada de su familia en una plantación de café en Kenia. Su hermano Thomas tenía inclinaciones científicas. Se interesaba especialmente en las teorías de Einstein, que por aquella época causaban furor. En una carta fechada en septiembre de 1922, la baronesa le escribe a su madre: “Es extraño cómo se acostumbra uno aquí a vivir de los recuerdos, o pensando en cosas que están lejos, a tal grado que uno pierde el sentido de la separación, no sólo en el espacio, sino en el tiempo” Sigue la cita:
No puedo explicarlo bien, pero ya no noto la diferencia entre el pasado y el presente. Según Thomas, Einstein dice lo mismo: que iguales leyes gobiernan el tiempo y el espacio; es cierto que tenemos conciencia de estar en un sitio en particular, pero es sólo un prejuicio suponer que los otros sitios en el espacio y en el tiempo no existen del mismo modo exactamente [...] Si algún día vuelvo a casa, el antiguo camino que atravesaba la arboleda, por ejemplo, sería para mí tan real como [el nuevo]. Y del mismo modo te imagino muchas veces como nuestra jovencísima madre, tal cual te recuerdo, con un vestido de algodón decorado con listas azules y blancas.
No es así como lo expondría una revista científica, pero no está nada mal. La obra maestra de Karen Blixen es Memorias de África, libro escrito años después de volver la autora a Dinamarca para siempre. En esa obra la baronesa pone en práctica su concepto relativista del tiempo y narra como si lo que recuerda ocurriera continuamente en una eternidad que está a la vuelta de la esquina. ¿Qué mejor elogio para Einstein que nombrarlo en sus cartas Karen Blixen?
A veces es mejor una payasada que una idea interesante. Hay momentos para la comedia televisiva y momentos para Ingmar Bergman. Tal vez incluso se pueda preferir momentáneamente la tosca sopa de pan. Pero también puede ser que las ideas profundas no sean para todo el mundo. Quizá al autor de aquella nota sobre Einstein le sucedió lo que a la señora que estaba sentada delante de mí en la función de cine de El festín de Babette. Abrumada por tanta profundidad, al encenderse las luces la mujer se levantó y en dos palabras resumió la opinión que le había merecido la película:
--Demasiada filosofía.
Dicho lo cual recogió sus cosas y se fue.
Película y cuento terminan cuando, al cabo de los años, Babette les revela su identidad a sus protectoras. “Yo soy una artista, señoras”, dice la pretendida sirvienta irguiéndose para mostrar todo su porte. Sus interlocutoras se quedan mudas de asombro, como si una gallina desplegara ante sus ojos la más vistosa cola de pavorreal. Luego Babette les confiesa por qué decidió gastarse sus ahorros de toda la vida en preparar un banquete para sus amas y los otros miembros de la congregación religiosa de éstas. Lo peor que le puede ocurrir a un artista, dice Babette, es recibir loas por una obra hecha a medias, por un trabajo mediocre que no requiere el pleno de las facultades de su autor.
El mes pasado leí en un periódico una nota que pretendía ser un elogio de Albert Einstein. Para demostrar lo listo que había sido Einstein, el autor de la nota recogía frases atribuidas a éste. Buena idea. Lo malo es que su antología dejaba la impresión de que Einstein fue comediante de televisión. Por ejemplo: “Cuando estás sentado en una estufa caliente, cinco minutos te parecen eternos. En cambio cuando estás con una muchacha guapa, cinco minutos no son nada. Eso es la relatividad”. No tiene nada de malo ser comediante de televisión. De hecho, Einstein se reía mucho y podía ser un payaso si la ocasión lo ameritaba. Pero la intención declarada del articulista era dar una idea de la estatura intelectual de Einstein. No lo consiguió. Nos dio a probar la sopa de pan en vez de invitarnos al festín de Babette.
Además dudo mucho que la frase citada sea de Einstein. Al personaje le fastidiaba de lo lindo que lo malinterpretaran, cosa que ocurría todo el tiempo. Si oía a alguien explicar que la teoría de la relatividad dice que “todo es relativo”, se le ponían de punta los ya de suyo alborotados pelos. La tonta frasecita reduce una de las mejores ideas que tuvo Einstein en su vida a la observación trivial de que cada cual tiene su punto de vista, o que la sensación de transcurso del tiempo tiene mucho de subjetiva. Eso nos lo podría haber dicho nuestra abuelita. No hacía falta Einstein.
Por suerte para todos, la relatividad es más interesante. Einstein la expuso hace poco más de 100 años para consumar el matrimonio de las dos grandes teorías de la física clásica, que no se llevaban bien. El casamiento tuvo consecuencias asombrosas. Una de las más notables es que el tiempo transcurre más despacio cuando uno se mueve. Otra es que ya no se puede considerar al espacio divorciado del tiempo. Vivimos en un espacio-tiempo de cuatro dimensiones, lo cual implica, al parecer, que el tiempo no es un eterno fluir. Así lo percibimos, pero en los hechos está totalmente desplegado en una realidad inaccesible a los sentidos. El tiempo no pasa; el tiempo simplemente es.
La autora de El festín de Babette lo entendía bien. Isak Dinesen es el seudónimo de la baronesa Karen Blixen, escritora danesa que vivió mucho tiempo alejada de su familia en una plantación de café en Kenia. Su hermano Thomas tenía inclinaciones científicas. Se interesaba especialmente en las teorías de Einstein, que por aquella época causaban furor. En una carta fechada en septiembre de 1922, la baronesa le escribe a su madre: “Es extraño cómo se acostumbra uno aquí a vivir de los recuerdos, o pensando en cosas que están lejos, a tal grado que uno pierde el sentido de la separación, no sólo en el espacio, sino en el tiempo” Sigue la cita:
No puedo explicarlo bien, pero ya no noto la diferencia entre el pasado y el presente. Según Thomas, Einstein dice lo mismo: que iguales leyes gobiernan el tiempo y el espacio; es cierto que tenemos conciencia de estar en un sitio en particular, pero es sólo un prejuicio suponer que los otros sitios en el espacio y en el tiempo no existen del mismo modo exactamente [...] Si algún día vuelvo a casa, el antiguo camino que atravesaba la arboleda, por ejemplo, sería para mí tan real como [el nuevo]. Y del mismo modo te imagino muchas veces como nuestra jovencísima madre, tal cual te recuerdo, con un vestido de algodón decorado con listas azules y blancas.
No es así como lo expondría una revista científica, pero no está nada mal. La obra maestra de Karen Blixen es Memorias de África, libro escrito años después de volver la autora a Dinamarca para siempre. En esa obra la baronesa pone en práctica su concepto relativista del tiempo y narra como si lo que recuerda ocurriera continuamente en una eternidad que está a la vuelta de la esquina. ¿Qué mejor elogio para Einstein que nombrarlo en sus cartas Karen Blixen?
A veces es mejor una payasada que una idea interesante. Hay momentos para la comedia televisiva y momentos para Ingmar Bergman. Tal vez incluso se pueda preferir momentáneamente la tosca sopa de pan. Pero también puede ser que las ideas profundas no sean para todo el mundo. Quizá al autor de aquella nota sobre Einstein le sucedió lo que a la señora que estaba sentada delante de mí en la función de cine de El festín de Babette. Abrumada por tanta profundidad, al encenderse las luces la mujer se levantó y en dos palabras resumió la opinión que le había merecido la película:
--Demasiada filosofía.
Dicho lo cual recogió sus cosas y se fue.
miércoles, 18 de junio de 2008
El guardarropas de Einstein
Tengo a la vista una foto tomada en 1898 o 1899. Muestra a un grupo de jóvenes de unos 19 años formados en dos hileras frente a una fuente, unos de pie, otros sentados en una banca. Ninguno mira a la cámara, pero todos posan, inmóviles, esperando a que la película fotográfica registre su imagen para el futuro.
Uno de los muchachos se distingue de los otros. Tiene el pelo muy negro, complexión robusta, ojos grandes e intensos, vueltos hacia la izquierda. Se distingue porque lleva la corbata floja y tiene una expresión de autosuficiencia, incluso de altanería. Tiene una pierna cruzada y se recarga indolentemente en el respaldo de la banca, el brazo izquierdo colgando detrás de éste en una pose que expresa desinterés.
Otra foto del mismo individuo, tomada pocos años después, muestra a un joven de expresión despreocupada. Tiene las manos en los bolsillos, la cadera inclinada hacia un lado con coquetería y lleva puesto un traje de tres piezas con corbata. La cabeza, también ladeada, hace gala de una cabellera no demasiado larga, pero sí descuidada. El joven no debe ser una persona convencional. La boca apretada tiende a la risa y en los ojos un poco caídos se nota la ironía con que el individuo ha accedido a posar para la foto.
De joven Albert Einstein era un dandy. Una amiga de su segunda esposa dijo de él: “en su juventud, e incluso ya en la madurez, Einstein tenía los rasgos regulares, las mejillas rollizas, la barbilla redondeada; una belleza masculina del tipo que causó tantos estragos a principios de siglo”. ¿Einstein, el hermoso? ¿Einstein chic?
Pues sí, así parece. El sabio sereno y mal vestido de la aureola de pelo blanco es un personaje inventado por Einstein en sus últimos años de vida, a partir de 1933, cuando se estableció definitivamente en Princeton, Nueva Jersey, en la casa ubicada en el número 112 de la calle Mercer. Antes de esa época Einstein aparece en todas las fotos con traje de tres piezas, o incluso vestido de etiqueta. En el peor de los casos lleva pantalones de casimir y un suéter de botones, quizá un poco apretado sobre el vientre en expansión. Eso sí, el pelo va sufriendo un deterioro continuo a partir de 1920, cuando Einstein tenía 40 años.
Se cuenta que, en cierta ocasión, el embajador de Alemania se presentó en el número 112 de Mercer Street. Cuando Elsa, la segunda esposa de Einstein, le pidió a éste que se arreglara un poco para recibir al dignatario, el científico le contestó: “Si quieren verme, aquí estoy. Si quieren ver mi ropa, abre el armario y muéstrales mis trajes”. Sospecho que Elsa no lo hizo, pero si hubiera obedecido, el embajador de Alemania habría comprobado que en cuestiones de vestuario Albert Einstein tendía al minimalismo: pocas prendas y todas de la mayor simplicidad. “Uso la misma ropa todo el año”, le dijo una vez Einstein a un amigo de la familia en tono de jactancia. “Sí”, confirmó Elsa. “Para su primera esposa se arreglaba, para mí no”.
La física de Einstein se parece a su guardarropas de los últimos años: pocos postulados y todos de la mayor simplicidad. Pero de esos postulados sencillos Einstein era capaz de extraer las consecuencias más asombrosas. Por ejemplo, de exigir que la velocidad de la luz sea siempre igual, sin importar si la mide uno desde su sillón preferido o desde una nave espacial que surca el espacio como bólido, y que las leyes de la física no cambien de forma al pasar del sillón a la nave, Einstein concluye que el tiempo transcurre más despacio en ésta que en el sillón (entre otras cosas). Los postulados serán sencillos, pero las implicaciones son tremendas. ¿Se parece en esto también el vestuario de Einstein a su física? ¿Cuáles son las implicaciones del contenido de un armario?
Concedo que buscarlas sería llevar demasiado lejos la metáfora del guardarropas. Con todo, permítanme empujarla sólo un poquito más. La naturaleza se le presenta al físico como una colección de sucesos tan variados como el guardarropa de una diva o de una primera dama. La aspiración del físico es poner orden en lo que ve, encontrar detrás del caos unos cuantos principios rectores que lo expliquen. Los trajes de la diva, por ejemplo, podrían ser todos del mismo diseñador, o sólo de unos cuantos; o quizá prefiere los tonos ocres y en consecuencia éstos predominan entre sus prendas. Y cuantos menos principios rectores, más contento está el físico. Dicho de otro modo, la física es una búsqueda de la simplicidad (sí, sí, aunque no lo crean). De hecho, los físicos no construyen sus teorías sólo sobre datos empíricos y mediciones. Al darles forma aplican pautas de simetría, de unidad en la multiplicidad, de máxima eficacia con un mínimo de recursos. Este rechazo de lo farragoso, de lo enredado y de lo que confunde, de lo feo por apiñado y variopinto, tiene más de estético que de estrictamente científico. La física es una estética minimalista.
Albert Einstein, cuya fermosura en la juventud alabara la amiga de Elsa, se puso feo en la vejez, pero su pensamiento se fue volviendo cada vez más estético. Durante los últimos 20 años de su vida se dedicó a tratar de construir una visión unificada de todas las fuerzas de la naturaleza que se conocían en la época. Al mismo tiempo, su guardarropas se fue despojando de lo superfluo. Se cuenta que en los años 50 el dandy de otrora no usaba calcetines y se sujetaba el pantalón con un mecate, un hippie avant la lettre.
El catrín de la juventud de Einstein había muerto, pero ahora, en compensación, el pensamiento del físico se había unificado para siempre con su concepto de la moda.
Uno de los muchachos se distingue de los otros. Tiene el pelo muy negro, complexión robusta, ojos grandes e intensos, vueltos hacia la izquierda. Se distingue porque lleva la corbata floja y tiene una expresión de autosuficiencia, incluso de altanería. Tiene una pierna cruzada y se recarga indolentemente en el respaldo de la banca, el brazo izquierdo colgando detrás de éste en una pose que expresa desinterés.
Otra foto del mismo individuo, tomada pocos años después, muestra a un joven de expresión despreocupada. Tiene las manos en los bolsillos, la cadera inclinada hacia un lado con coquetería y lleva puesto un traje de tres piezas con corbata. La cabeza, también ladeada, hace gala de una cabellera no demasiado larga, pero sí descuidada. El joven no debe ser una persona convencional. La boca apretada tiende a la risa y en los ojos un poco caídos se nota la ironía con que el individuo ha accedido a posar para la foto.
De joven Albert Einstein era un dandy. Una amiga de su segunda esposa dijo de él: “en su juventud, e incluso ya en la madurez, Einstein tenía los rasgos regulares, las mejillas rollizas, la barbilla redondeada; una belleza masculina del tipo que causó tantos estragos a principios de siglo”. ¿Einstein, el hermoso? ¿Einstein chic?
Pues sí, así parece. El sabio sereno y mal vestido de la aureola de pelo blanco es un personaje inventado por Einstein en sus últimos años de vida, a partir de 1933, cuando se estableció definitivamente en Princeton, Nueva Jersey, en la casa ubicada en el número 112 de la calle Mercer. Antes de esa época Einstein aparece en todas las fotos con traje de tres piezas, o incluso vestido de etiqueta. En el peor de los casos lleva pantalones de casimir y un suéter de botones, quizá un poco apretado sobre el vientre en expansión. Eso sí, el pelo va sufriendo un deterioro continuo a partir de 1920, cuando Einstein tenía 40 años.
Se cuenta que, en cierta ocasión, el embajador de Alemania se presentó en el número 112 de Mercer Street. Cuando Elsa, la segunda esposa de Einstein, le pidió a éste que se arreglara un poco para recibir al dignatario, el científico le contestó: “Si quieren verme, aquí estoy. Si quieren ver mi ropa, abre el armario y muéstrales mis trajes”. Sospecho que Elsa no lo hizo, pero si hubiera obedecido, el embajador de Alemania habría comprobado que en cuestiones de vestuario Albert Einstein tendía al minimalismo: pocas prendas y todas de la mayor simplicidad. “Uso la misma ropa todo el año”, le dijo una vez Einstein a un amigo de la familia en tono de jactancia. “Sí”, confirmó Elsa. “Para su primera esposa se arreglaba, para mí no”.
La física de Einstein se parece a su guardarropas de los últimos años: pocos postulados y todos de la mayor simplicidad. Pero de esos postulados sencillos Einstein era capaz de extraer las consecuencias más asombrosas. Por ejemplo, de exigir que la velocidad de la luz sea siempre igual, sin importar si la mide uno desde su sillón preferido o desde una nave espacial que surca el espacio como bólido, y que las leyes de la física no cambien de forma al pasar del sillón a la nave, Einstein concluye que el tiempo transcurre más despacio en ésta que en el sillón (entre otras cosas). Los postulados serán sencillos, pero las implicaciones son tremendas. ¿Se parece en esto también el vestuario de Einstein a su física? ¿Cuáles son las implicaciones del contenido de un armario?
Concedo que buscarlas sería llevar demasiado lejos la metáfora del guardarropas. Con todo, permítanme empujarla sólo un poquito más. La naturaleza se le presenta al físico como una colección de sucesos tan variados como el guardarropa de una diva o de una primera dama. La aspiración del físico es poner orden en lo que ve, encontrar detrás del caos unos cuantos principios rectores que lo expliquen. Los trajes de la diva, por ejemplo, podrían ser todos del mismo diseñador, o sólo de unos cuantos; o quizá prefiere los tonos ocres y en consecuencia éstos predominan entre sus prendas. Y cuantos menos principios rectores, más contento está el físico. Dicho de otro modo, la física es una búsqueda de la simplicidad (sí, sí, aunque no lo crean). De hecho, los físicos no construyen sus teorías sólo sobre datos empíricos y mediciones. Al darles forma aplican pautas de simetría, de unidad en la multiplicidad, de máxima eficacia con un mínimo de recursos. Este rechazo de lo farragoso, de lo enredado y de lo que confunde, de lo feo por apiñado y variopinto, tiene más de estético que de estrictamente científico. La física es una estética minimalista.
Albert Einstein, cuya fermosura en la juventud alabara la amiga de Elsa, se puso feo en la vejez, pero su pensamiento se fue volviendo cada vez más estético. Durante los últimos 20 años de su vida se dedicó a tratar de construir una visión unificada de todas las fuerzas de la naturaleza que se conocían en la época. Al mismo tiempo, su guardarropas se fue despojando de lo superfluo. Se cuenta que en los años 50 el dandy de otrora no usaba calcetines y se sujetaba el pantalón con un mecate, un hippie avant la lettre.
El catrín de la juventud de Einstein había muerto, pero ahora, en compensación, el pensamiento del físico se había unificado para siempre con su concepto de la moda.
jueves, 12 de junio de 2008
El color del tiempo
Frank Zappa –polifacético compositor que pasaba con desparpajo del rock a la música orquestal de vanguardia—decía que componer es, en esencia, decorar el tiempo.
El tiempo, como la casa, se puede decorar con mal gusto o con bueno. La música de, digamos, Julio Iglesias, es como colgar del techo del tiempo candilejas con gotas de plexiglás y poner en los estantes payasitos de porcelana sobre carpetas tejidas a gancho: una pesadilla decorativa. La música de Zappa, en cambio, puede pintar los muros con motivos psicodélicos, narrar historias alucinadas de cerditos en Volkswagen (contar cuentos también es cronodecoración), o dejar las salas del tiempo como recintos diseñados por Frank Lloyd Wright.
Uno de los cronodecoradores más originales del siglo XX fue el compositor francés Olivier Messiaen, quien murió en 1992. Si ustedes creen que ya lo han oído todo, escuchen a Messiaen; el encuentro puede ser un shock. Messiaen, como muchos compositores del siglo XX, no aplicaba la teoría de la armonía tradicional de la música occidental, que prescribe cómo combinar notas en acordes y cómo construir series de acordes para que suenen "bien". Sonar bien, claro, es una cualidad relativa. Hay quien no soporta la menor disonancia (en cuyo caso no podría escuchar ni la tercera sinfonía de Beethoven, obra con 200 años largos encima). Hay, en cambio, quien admite en la música cualquier combinación, melodiosa o disonante, dulce o estridente, con tal de que resulte interesante. Messiaen no era un fabricante de papel tapiz sonoro para adormecer los sentidos, sino un explorador, un investigador del ritmo, la armonía y el color orquestal. Estudió la música de la India y se apropió de su extenso catálogo de ritmos complejos y cargados de significados filosóficos. Se interesó por el canto de las aves y recorrió el mundo grabadora en mano para recoger las vocalizaciones de un gran número de pájaros, las cuales luego convirtió meticulosamente en música por medio del piano o de la orquesta.
Pero Messiaen se distingue sobre todo por pintar el tiempo de colores. Messiaen era una de esas raras personas que nacen con una especie de corto circuito de los sentidos llamado sinestesia (“sin”, en conjunto; “aistesis”, percepción). Las personas dotadas de sinestesia pueden oír colores, o ver sensaciones tactiles, por ejemplo. Como cuenta él mismo en una entrevista, Messiaen veía colores al oír acordes (combinaciones de notas que suenan juntas). Para asegurarse de que el efecto era fisiológico y no solamente psicológico, Messiaen hizo experimentos con su propia percepción. Notó que un mismo acorde le evocaba siempre la misma mezcla de colores. También observó que al transportar el acorde a escalas superiores el color se hacía más tenue. En vez de usar la sintaxis de la armonía tradicional, Messiaen decidió construir su música como sucesiones de colores, las cuales a veces indicaba en la partitura (y las mezclas podían ser tan insólitas como bolas púrpura con borde dorado sobre fondo verde). Como resultado, la música de Olivier Messiaen no se parece a nada que haya usted escuchado en las salas de concierto de México (es raro que se interprete a Messiaen en nuestro país).
Una de las obras más características de la técnica del color de Messiaen es Chronocromie, compuesta en 1959. Los sinestésicos tienen el don de la metáfora (después de todo, una metáfora es una manera de relacionar ideas muy distintas, que es lo que hace el cerebro sinestésico). El título de esta obra de Messiaen se puede traducir como “el color del tiempo”.
Durante mucho tiempo la sinestesia se interpretó como efecto de una simple asociación de recuerdos en la psique de los afectados. Pero Vilayanur S. Ramachandran y Edward M. Hubbard, investigadores de la Universidad de California en San Diego, han esclarecido por medio de experimentos que la sinestesia va más allá: al parecer, se trata, en efecto, de un corto circuito, o una mutua activación de regiones del cerebro que manipulan distintos estímulos, como sonidos y colores en el caso de Messiaen. Según estos investigadores, la sinestesia podría deberse a una mutación. Ramachandran y Hubbard calculan que una de cada 200 personas tiene algún tipo de sinestesia notable. También se preguntan si la destreza metaforizante de los artistas podría deberse a cierto grado de sinestesia (esta facultad es siete veces más frecuente entre las personas que se dedican a actividades creativas).
Un investigador ruso relata el caso de un individuo que tenía todos los sentidos conectados. Me pregunto cómo verá el mundo esa persona y si su facultad será para él un don o una maldición. ¿Qué música compondría semejante individuo? ¿Cómo decoraría el tiempo?
(La selección de Olivier Messiaen que escucharon es "Le désert", primera parte de la obra Des canyons aux étoiles, estrenada en 1974).
El tiempo, como la casa, se puede decorar con mal gusto o con bueno. La música de, digamos, Julio Iglesias, es como colgar del techo del tiempo candilejas con gotas de plexiglás y poner en los estantes payasitos de porcelana sobre carpetas tejidas a gancho: una pesadilla decorativa. La música de Zappa, en cambio, puede pintar los muros con motivos psicodélicos, narrar historias alucinadas de cerditos en Volkswagen (contar cuentos también es cronodecoración), o dejar las salas del tiempo como recintos diseñados por Frank Lloyd Wright.
Uno de los cronodecoradores más originales del siglo XX fue el compositor francés Olivier Messiaen, quien murió en 1992. Si ustedes creen que ya lo han oído todo, escuchen a Messiaen; el encuentro puede ser un shock. Messiaen, como muchos compositores del siglo XX, no aplicaba la teoría de la armonía tradicional de la música occidental, que prescribe cómo combinar notas en acordes y cómo construir series de acordes para que suenen "bien". Sonar bien, claro, es una cualidad relativa. Hay quien no soporta la menor disonancia (en cuyo caso no podría escuchar ni la tercera sinfonía de Beethoven, obra con 200 años largos encima). Hay, en cambio, quien admite en la música cualquier combinación, melodiosa o disonante, dulce o estridente, con tal de que resulte interesante. Messiaen no era un fabricante de papel tapiz sonoro para adormecer los sentidos, sino un explorador, un investigador del ritmo, la armonía y el color orquestal. Estudió la música de la India y se apropió de su extenso catálogo de ritmos complejos y cargados de significados filosóficos. Se interesó por el canto de las aves y recorrió el mundo grabadora en mano para recoger las vocalizaciones de un gran número de pájaros, las cuales luego convirtió meticulosamente en música por medio del piano o de la orquesta.
Pero Messiaen se distingue sobre todo por pintar el tiempo de colores. Messiaen era una de esas raras personas que nacen con una especie de corto circuito de los sentidos llamado sinestesia (“sin”, en conjunto; “aistesis”, percepción). Las personas dotadas de sinestesia pueden oír colores, o ver sensaciones tactiles, por ejemplo. Como cuenta él mismo en una entrevista, Messiaen veía colores al oír acordes (combinaciones de notas que suenan juntas). Para asegurarse de que el efecto era fisiológico y no solamente psicológico, Messiaen hizo experimentos con su propia percepción. Notó que un mismo acorde le evocaba siempre la misma mezcla de colores. También observó que al transportar el acorde a escalas superiores el color se hacía más tenue. En vez de usar la sintaxis de la armonía tradicional, Messiaen decidió construir su música como sucesiones de colores, las cuales a veces indicaba en la partitura (y las mezclas podían ser tan insólitas como bolas púrpura con borde dorado sobre fondo verde). Como resultado, la música de Olivier Messiaen no se parece a nada que haya usted escuchado en las salas de concierto de México (es raro que se interprete a Messiaen en nuestro país).
Una de las obras más características de la técnica del color de Messiaen es Chronocromie, compuesta en 1959. Los sinestésicos tienen el don de la metáfora (después de todo, una metáfora es una manera de relacionar ideas muy distintas, que es lo que hace el cerebro sinestésico). El título de esta obra de Messiaen se puede traducir como “el color del tiempo”.
Durante mucho tiempo la sinestesia se interpretó como efecto de una simple asociación de recuerdos en la psique de los afectados. Pero Vilayanur S. Ramachandran y Edward M. Hubbard, investigadores de la Universidad de California en San Diego, han esclarecido por medio de experimentos que la sinestesia va más allá: al parecer, se trata, en efecto, de un corto circuito, o una mutua activación de regiones del cerebro que manipulan distintos estímulos, como sonidos y colores en el caso de Messiaen. Según estos investigadores, la sinestesia podría deberse a una mutación. Ramachandran y Hubbard calculan que una de cada 200 personas tiene algún tipo de sinestesia notable. También se preguntan si la destreza metaforizante de los artistas podría deberse a cierto grado de sinestesia (esta facultad es siete veces más frecuente entre las personas que se dedican a actividades creativas).
Un investigador ruso relata el caso de un individuo que tenía todos los sentidos conectados. Me pregunto cómo verá el mundo esa persona y si su facultad será para él un don o una maldición. ¿Qué música compondría semejante individuo? ¿Cómo decoraría el tiempo?
(La selección de Olivier Messiaen que escucharon es "Le désert", primera parte de la obra Des canyons aux étoiles, estrenada en 1974).
martes, 3 de junio de 2008
Forster, el visionario
Mensaje del autor: bienvenidos a la época post-Imagen, que bien puede ser sólo un interregnum. Este blog no se acaba. The show must go on.
Corría la época feliz en que los presidentes de Estados Unidos sólo fastidiaban al mundo con escándalos sexuales que no le hacían daño a nadie. En un rapto de impudicia, el vicepresidente Al Gore se declaró inventor de la worldwide web. Falso. La www la inventó en los años 80 Tim Berners Lee, experto en informática que trabajaba en el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares; y la red mundial de comunicaciones de la que la www forma parte fue creada a su vez en los años 70 por militares estadounidenses.
Pero la idea de una red mundial de comunicaciones tiene un precursor más antiguo e insospechado. Se llama E. M. Forster, nació en Londres en 1879 y no fue militar ni inventor, sino escritor.
Forster es autor de célebres novelas luego convertidas en películas como Una habitación con vistas y Pasaje a la India. Su lado cuentístico es menos conocido, pero inmerecidamente. Tengo una colección de cuentos de Forster que van desde la fantasía típicamente inglesa con hadas y dioses griegos que aparecen en la campiña italiana hasta la ciencia ficción.
“Imagínense, si pueden, un cuarto pequeño de forma hexagonal como las celdas de un panal”, escribe Forster al principio de “The Machine Stops” (“La máquina se detiene”). Sigue el cuento:
Aunque no hay ventanas ni lámparas, la habitación está bañada en un suave resplandor. No hay instrumentos musicales, pero el cuarto está lleno de sonidos melodiosos. En el centro hay un sillón, junto a éste una mesa de lectura. En el sillón está sentado un bulto de carne envuelto en frazadas –una mujer de cara blancuzca como un hongo. A ella le pertenece el cuarto [E. M. Forster, Collected short stories, p. 109].
Las personas viven bajo tierra, cada individuo en un cuarto hexagonal del que no sale casi nunca. Se supone que la superficie del planeta ya no es habitable, aunque el autor no explica por qué. Al lector poco curioso la situación que se narra en “La máquina se detiene” le puede parecer poco original —¿no ha sido tema de muchísimos cuentos y películas?— pero la apreciación cambia cuando uno se entera de que Forster escribió este cuento en 1909, mucho antes de las explosiones nucleares, las guerras mundiales y el calentamiento global.
Las celdas hexagonales que sirven de casa a las personas están equipadas con todas las comodidades: luz al gusto, agua caliente y fría, una cama que se guarda automáticamente cuando el ocupante está despierto, un aparato que produce alimentos y medicinas según se requieran… Pero lo más interesante del mundo de Forster es el modo de comunicarse los humanos.
Se oyó sonar un timbre.
La mujer pulsó un botón y la música cesó.
“Supongo que tendré que ver quién es”, pensó, tras lo cual puso el sillón en movimiento. El sillón, lo mismo que la música, estaba operado por máquinas, y la trasladó al otro lado de la habitación, donde el timbre seguía sonando con insistencia.
—¿Quién es? —dijo.
Hablaba con irritación porque la habían interrumpido varias veces desde que empezó la música. Conocía a varios miles de personas; en ciertos aspectos las relaciones humanas habían avanzado muchísimo.
Pero al oír la voz de la otra persona por el auricular sonrió y la cara blanca se le llenó de arrugas. Dijo:
—Está bien. Hablemos. Me aislaré. No creo que suceda nada importante en los próximos cinco minutos... porque te puedo conceder cinco minutos completos, Kuno. Luego tengo que impartir mi conferencia “La música durante el periodo australiano” [p. 109].
El sistema de comunicaciones le permite al ocupante de la celda oír música, leer, enterarse de las noticias, hablar con otras personas, verlas en una pantalla, impartir conferencias y asistir a las de otros sin salir de su celda. ¿Les suena conocido?
A Forster no se le escapa que tal prontitud para satisfacer las necesidades de las personas puede conducir a una malsana impaciencia generalizada:
Pulsó el botón de aislamiento para que nadie más pudiera llamarle. Luego tocó el aparato de luz y el cuartito se oscureció.
—¡Date prisa! —dijo la mujer, otra vez con irritación—. Date prisa, Kuno, que estoy aquí a oscuras, perdiendo el tiempo.
Pero aún transcurrieron quince segundos hasta que la placa redonda que tenía en las manos empezara a emitir luz. Un tenue resplandor azul surcó la pantalla, luego se ensombreció hasta ponerse violeta, y entonces la mujer vio la imagen de su hijo, que vivía al otro lado de la Tierra, y él la veía a ella.
—Kuno, qué lento eres [p. 110].
Tampoco deja de ver Forster que la tecnología convertida en magia puede inspirar una reverencia religiosa inadecuada:
—Te he llamado otras veces, madre, pero siempre estabas ocupada o aislada. Tengo una cosa importante que contarte.
—¿Qué cosa? ¿Por qué no me la enviaste por correo neumático?
—Porque estas cosas prefiero decirlas. Quiero...
—¿Sí?
—Quiero que vengas a verme.
Vashti observó la cara del otro en la placa azul.
—¡Te estoy viendo! —exclamó—. ¿Qué más quieres?
—Quiero verte, pero no por medio de la Máquina —dijo Kuno—. Quiero hablar contigo, pero sin la engorrosa Máquina.
—¡Calla! —dijo su madre—. No debes hablar mal de la Máquina.
—¿Por qué no?
—Porque no se debe.
—Te expresas como si un dios hubiera construido la Máquina. Hasta creo que le rezas cuando te sientes descontenta. Fueron hombres los que la construyeron, no lo olvides [p. 110].
Para desgracia de Al Gore y todos los que se creen padres de una idea, no se puede ser precursor absoluto. Siempre hay alguien que ideó lo mismo antes que nosotros. ¿Quién habrá ideado estas cosas antes que Forster? ¿Y antes?…¿y antes?
Corría la época feliz en que los presidentes de Estados Unidos sólo fastidiaban al mundo con escándalos sexuales que no le hacían daño a nadie. En un rapto de impudicia, el vicepresidente Al Gore se declaró inventor de la worldwide web. Falso. La www la inventó en los años 80 Tim Berners Lee, experto en informática que trabajaba en el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares; y la red mundial de comunicaciones de la que la www forma parte fue creada a su vez en los años 70 por militares estadounidenses.
Pero la idea de una red mundial de comunicaciones tiene un precursor más antiguo e insospechado. Se llama E. M. Forster, nació en Londres en 1879 y no fue militar ni inventor, sino escritor.
Forster es autor de célebres novelas luego convertidas en películas como Una habitación con vistas y Pasaje a la India. Su lado cuentístico es menos conocido, pero inmerecidamente. Tengo una colección de cuentos de Forster que van desde la fantasía típicamente inglesa con hadas y dioses griegos que aparecen en la campiña italiana hasta la ciencia ficción.
“Imagínense, si pueden, un cuarto pequeño de forma hexagonal como las celdas de un panal”, escribe Forster al principio de “The Machine Stops” (“La máquina se detiene”). Sigue el cuento:
Aunque no hay ventanas ni lámparas, la habitación está bañada en un suave resplandor. No hay instrumentos musicales, pero el cuarto está lleno de sonidos melodiosos. En el centro hay un sillón, junto a éste una mesa de lectura. En el sillón está sentado un bulto de carne envuelto en frazadas –una mujer de cara blancuzca como un hongo. A ella le pertenece el cuarto [E. M. Forster, Collected short stories, p. 109].
Las personas viven bajo tierra, cada individuo en un cuarto hexagonal del que no sale casi nunca. Se supone que la superficie del planeta ya no es habitable, aunque el autor no explica por qué. Al lector poco curioso la situación que se narra en “La máquina se detiene” le puede parecer poco original —¿no ha sido tema de muchísimos cuentos y películas?— pero la apreciación cambia cuando uno se entera de que Forster escribió este cuento en 1909, mucho antes de las explosiones nucleares, las guerras mundiales y el calentamiento global.
Las celdas hexagonales que sirven de casa a las personas están equipadas con todas las comodidades: luz al gusto, agua caliente y fría, una cama que se guarda automáticamente cuando el ocupante está despierto, un aparato que produce alimentos y medicinas según se requieran… Pero lo más interesante del mundo de Forster es el modo de comunicarse los humanos.
Se oyó sonar un timbre.
La mujer pulsó un botón y la música cesó.
“Supongo que tendré que ver quién es”, pensó, tras lo cual puso el sillón en movimiento. El sillón, lo mismo que la música, estaba operado por máquinas, y la trasladó al otro lado de la habitación, donde el timbre seguía sonando con insistencia.
—¿Quién es? —dijo.
Hablaba con irritación porque la habían interrumpido varias veces desde que empezó la música. Conocía a varios miles de personas; en ciertos aspectos las relaciones humanas habían avanzado muchísimo.
Pero al oír la voz de la otra persona por el auricular sonrió y la cara blanca se le llenó de arrugas. Dijo:
—Está bien. Hablemos. Me aislaré. No creo que suceda nada importante en los próximos cinco minutos... porque te puedo conceder cinco minutos completos, Kuno. Luego tengo que impartir mi conferencia “La música durante el periodo australiano” [p. 109].
El sistema de comunicaciones le permite al ocupante de la celda oír música, leer, enterarse de las noticias, hablar con otras personas, verlas en una pantalla, impartir conferencias y asistir a las de otros sin salir de su celda. ¿Les suena conocido?
A Forster no se le escapa que tal prontitud para satisfacer las necesidades de las personas puede conducir a una malsana impaciencia generalizada:
Pulsó el botón de aislamiento para que nadie más pudiera llamarle. Luego tocó el aparato de luz y el cuartito se oscureció.
—¡Date prisa! —dijo la mujer, otra vez con irritación—. Date prisa, Kuno, que estoy aquí a oscuras, perdiendo el tiempo.
Pero aún transcurrieron quince segundos hasta que la placa redonda que tenía en las manos empezara a emitir luz. Un tenue resplandor azul surcó la pantalla, luego se ensombreció hasta ponerse violeta, y entonces la mujer vio la imagen de su hijo, que vivía al otro lado de la Tierra, y él la veía a ella.
—Kuno, qué lento eres [p. 110].
Tampoco deja de ver Forster que la tecnología convertida en magia puede inspirar una reverencia religiosa inadecuada:
—Te he llamado otras veces, madre, pero siempre estabas ocupada o aislada. Tengo una cosa importante que contarte.
—¿Qué cosa? ¿Por qué no me la enviaste por correo neumático?
—Porque estas cosas prefiero decirlas. Quiero...
—¿Sí?
—Quiero que vengas a verme.
Vashti observó la cara del otro en la placa azul.
—¡Te estoy viendo! —exclamó—. ¿Qué más quieres?
—Quiero verte, pero no por medio de la Máquina —dijo Kuno—. Quiero hablar contigo, pero sin la engorrosa Máquina.
—¡Calla! —dijo su madre—. No debes hablar mal de la Máquina.
—¿Por qué no?
—Porque no se debe.
—Te expresas como si un dios hubiera construido la Máquina. Hasta creo que le rezas cuando te sientes descontenta. Fueron hombres los que la construyeron, no lo olvides [p. 110].
Para desgracia de Al Gore y todos los que se creen padres de una idea, no se puede ser precursor absoluto. Siempre hay alguien que ideó lo mismo antes que nosotros. ¿Quién habrá ideado estas cosas antes que Forster? ¿Y antes?…¿y antes?
jueves, 22 de mayo de 2008
¿La inmortalidad por 10 dólares?
¿Tienes diez dólares que te sobren? Puedes invertirlos en el Fondo para los Viajes en el Tiempo (The Time Travel Fund). Por esta escuálida suma los organizadores te ofrecen venir a recogerte para llevarte al futuro. La cosa funciona así: uno invierte sus diez dólares, ellos establecen un fondo que se conserva (generando intereses) hasta que se invente la máquina del tiempo. Cuando eso suceda, se saca la lista de los inscritos y se les transporta desde su época. Los organizadores estiman que los viajes en el tiempo sí son posibles y que se inventarán en unos 500 años. Un dólar depositado en este fondo se convierte, al cabo de 500 años y con un interés compuesto del 5 por ciento, en unos 40 mil millones de dólares (y la página web del fondo incluye un applet para calcular cuánto tendrías con diversos parámetros).
¿Cuándo vendrán por ti? Podría ser, por ejemplo, que la limusina cronomovilizadora se presente unos minutos antes de tu muerte. Yo francamente no veo para qué. ¿Para terminar de morirse en el futuro lejano? Mejor que vengan antes. Creo que uno puede especificar. Lo que no puede --y en esto los organizadores hacen mucho énfasis-- es suicidarse para que lo recojan a uno antes. En cambio sí se puede mandar diez dólares a nombre de otra persona, viva o muerta, y hasta de una mascota querida.
Yo lo estoy pensando. La física de hoy permite por lo menos los viajes al futuro, que son los que nos interesan (lo permite la física, pero la técnica no, hay que añadir). Para el pasado la cosa se pone más peliaguda. No sabemos cómo hacerle, pero está claro que habría dificultades. Por ejemplo, con una máquina que nos permita viajar al pasado podríamos ir y suprimir a nuestros progenitores antes de nuestro nacimiento... En fin, que tal vez no sea tan mala idea invertir ese dinero. Después de todo, son sólo diez dólares.
Sí, creo que mandaré los míos y especificaré que vengan a recogerme en este preciso insta
¿Cuándo vendrán por ti? Podría ser, por ejemplo, que la limusina cronomovilizadora se presente unos minutos antes de tu muerte. Yo francamente no veo para qué. ¿Para terminar de morirse en el futuro lejano? Mejor que vengan antes. Creo que uno puede especificar. Lo que no puede --y en esto los organizadores hacen mucho énfasis-- es suicidarse para que lo recojan a uno antes. En cambio sí se puede mandar diez dólares a nombre de otra persona, viva o muerta, y hasta de una mascota querida.
Yo lo estoy pensando. La física de hoy permite por lo menos los viajes al futuro, que son los que nos interesan (lo permite la física, pero la técnica no, hay que añadir). Para el pasado la cosa se pone más peliaguda. No sabemos cómo hacerle, pero está claro que habría dificultades. Por ejemplo, con una máquina que nos permita viajar al pasado podríamos ir y suprimir a nuestros progenitores antes de nuestro nacimiento... En fin, que tal vez no sea tan mala idea invertir ese dinero. Después de todo, son sólo diez dólares.
Sí, creo que mandaré los míos y especificaré que vengan a recogerme en este preciso insta
jueves, 8 de mayo de 2008
El gran rebotón, o cómo mirar más allá del big bang
El modelo de la Gran Explosión del origen del universo explica un montón de cosas que observamos, pero al mismo tiempo pone a los físicos en aprietos: si echamos el tiempo en reversa el universo se va comprimiendo hasta que todo lo que contiene se concentra en un punto. Entonces las cantidades que los físicos saben esgrimir para explicar el mundo dejan de ser manejables. La densidad y la temperatura, por ejemplo, se vuelven infinitas y la física deja de funcionar, porque no sabemos qué hacer con esos infinitos. El momento mismo del Big Bang es intratable y por lo tanto invisible para la física, como si al llegar al punto inicial nos topáramos con un muro. ¿Cómo remediarlo?
Una solución posible es que no haya tal punto inicial; que el universo nunca haya estado concentrado en un punto, sino simplemente en un volumen extremadamente pequeño, sí, pero no igual a cero. Esto se consigue con una teoría física especial conocida como gravedad cuántica de lazos (loop quantum gravity). Esta teoría se creó para tratar de hacer empatar la teoría general de la relatividad de Einstein, que describe la fuerza de gravedad, con la teoría cuántica. La gravedad cuántica de lazos tiene un bastión en la Universidad Estatal de Pensilvania, donde se ha estado desarrollando a grandes pasos en los últimos años.
Una de las implicaciones más sorprendentes de la gravedad cuántica de lazos (a la que, en adelante, llamaremos GCL) es que el espacio tiene una estructura granular, como una foto digital en la que descubrimos, al ampliarla, que no podemos ampliar infinitamente por culpa de los pixeles. Los pixeles son elementos de imagen que ya no se pueden partir, una especie de átomos de imagen. Pues bien, en la GCL el espacio tiene pixeles, aunque de un tamaño billones de billones de veces más pequeño que un átomo. Esto es buena noticia para quien quiere saber qué pasó en el instante preciso de la Gran Explosión, porque, si la GCL es correcta, entonces el universo nunca tuvo un volumen igual a cero y las variables que usamos para describirlo no se vuelven intratables. Se abre así una ventana, o más bien un orificio, por el que podemos ver el Big Bang... y más allá.
En efecto, el universo podría ser como un calcetín que se da la vuelta (¿la teoría del calcetín del origen del universo?). En vez de crearse de la nada hace 13,500 millones de años, nuestro universo podría provenir de un universo previo, situado del otro lado del Big Bang, idea que han estado explorando los principales defensores de la GCL. Abhay Ashtekar es director del Instituto de Física Gravitacional y Geometría de la Universidad Estatal de Pensilvania y fundador de la GCL. Ashtekar y sus colaboradores explican que, si tienen razón, el otro universo se contrajo hasta que, por efectos cuánticos, la gravedad se volvió una fuerza de repulsión en vez de una fuerza de atracción y puso al universo en expansión. "Hemos mostrado que, en lugar de la Gran Explosión clásica, lo que ocurrió fue un rebote cuántico", dice Ashtekar. Los investigadores hicieron simulaciones por computadora variando distintas condiciones y se convencieron de que la GCL predice consistentemente el rebote cuántico y la existencia de un universo previo (falta que la GCL sea verdad). La idea no es nueva, pero nunca se había apuntalado tan sólidamente con vigas matemáticas. Ashtekar advierte que él y sus colaboradores usaron simplificaciones en sus cálculos, por lo que los resultados podrían no aplicarse al universo real. Habrá que ser prudentes, como siempre en ciencia, y no clamar a los cuatro vientos que el universo es un calcetín.
Entre tanto, en el mundo de la GCL sigue la actividad. ¿Qué se puede saber del universo anterior? Al darse la vuelta el calcetín universal las condiciones son tremendas: grandísimas densidades, altísimas temperaturas... ¿Qué queda del pasado después del rebotón? Detrás podría haber un universo irreconocible, donde el tiempo y el espacio no se parecen nada a los que conocemos, o bien un cosmos tan parecido al nuestro como dos calles de la misma colonia. Sea como sea, no podríamos saberlo, porque según los cálculos de Martin Bojowald, también de la Universidad Estatal de Pensilvania, la información se pierde durante la terrible transición, lo que Bojowald ha calificado de "amnesia cósmica".
Entran en escena Parmpreet Singh, colaborador de Ashtekar e investigador del Instituto Perimeter de Física Teórica, en Ontario, Canadá, y Alejandro Corichi, investigador del Instituto de Matemáticas, Unidad Morelia, de la Universidad Nacional Autónoma de México. En un artículo publicado en la revista Physical Review Letters el 25 de abril de 2008, Corichi y Singh aplican una modificación de la GCL para demostrar que las propiedades del universo anterior se conservan durante el rebote. No hay amnesia cósmica, sino memoria cósmica. Los universos mediados por el rebote cuántico se parecen como dos imágenes mediadas por un espejo, por lo menos en cuanto a estructura y funcionamiento (al parecer, no hay que pensar que del otro lado del espejo tenemos gemelos que viven nuestra vida igual que nosotros, lo que es una lástima).
Corichi y Singh no han demostrado que existió ese universo previo; únicamente han mostrado que, si la GCL es correcta, entonces un universo que cumpla con ciertas condiciones tendría gemelo del otro lado del Big Bang. La GCL es uno de varios intentos contendientes de volver cuántica la gravedad. Ni esta teoría, ni la de supercuerdas, su principal competidora, gozan aún del consenso de la comunidad científica. He aquí la ciencia en plena acción, ideas en flujo, no erigidas en dogma en un libro de texto aburrido. Los adeptos de la GCL tienen la difícil tarea de convencer a sus colegas. Para eso, además de afinar la teoría hasta que explique lo que ya sabemos acerca de la gravedad y la estructura del universo, tendrán que usarla para hacer predicciones que se puedan probar. Y si no pueden, los años dedicados a la teoría, ¿fueron tiempo perdido para sus creadores? De ninguna manera, el placer de la ciencia está en en trayecto, no en el destino.
Una solución posible es que no haya tal punto inicial; que el universo nunca haya estado concentrado en un punto, sino simplemente en un volumen extremadamente pequeño, sí, pero no igual a cero. Esto se consigue con una teoría física especial conocida como gravedad cuántica de lazos (loop quantum gravity). Esta teoría se creó para tratar de hacer empatar la teoría general de la relatividad de Einstein, que describe la fuerza de gravedad, con la teoría cuántica. La gravedad cuántica de lazos tiene un bastión en la Universidad Estatal de Pensilvania, donde se ha estado desarrollando a grandes pasos en los últimos años.
Una de las implicaciones más sorprendentes de la gravedad cuántica de lazos (a la que, en adelante, llamaremos GCL) es que el espacio tiene una estructura granular, como una foto digital en la que descubrimos, al ampliarla, que no podemos ampliar infinitamente por culpa de los pixeles. Los pixeles son elementos de imagen que ya no se pueden partir, una especie de átomos de imagen. Pues bien, en la GCL el espacio tiene pixeles, aunque de un tamaño billones de billones de veces más pequeño que un átomo. Esto es buena noticia para quien quiere saber qué pasó en el instante preciso de la Gran Explosión, porque, si la GCL es correcta, entonces el universo nunca tuvo un volumen igual a cero y las variables que usamos para describirlo no se vuelven intratables. Se abre así una ventana, o más bien un orificio, por el que podemos ver el Big Bang... y más allá.
En efecto, el universo podría ser como un calcetín que se da la vuelta (¿la teoría del calcetín del origen del universo?). En vez de crearse de la nada hace 13,500 millones de años, nuestro universo podría provenir de un universo previo, situado del otro lado del Big Bang, idea que han estado explorando los principales defensores de la GCL. Abhay Ashtekar es director del Instituto de Física Gravitacional y Geometría de la Universidad Estatal de Pensilvania y fundador de la GCL. Ashtekar y sus colaboradores explican que, si tienen razón, el otro universo se contrajo hasta que, por efectos cuánticos, la gravedad se volvió una fuerza de repulsión en vez de una fuerza de atracción y puso al universo en expansión. "Hemos mostrado que, en lugar de la Gran Explosión clásica, lo que ocurrió fue un rebote cuántico", dice Ashtekar. Los investigadores hicieron simulaciones por computadora variando distintas condiciones y se convencieron de que la GCL predice consistentemente el rebote cuántico y la existencia de un universo previo (falta que la GCL sea verdad). La idea no es nueva, pero nunca se había apuntalado tan sólidamente con vigas matemáticas. Ashtekar advierte que él y sus colaboradores usaron simplificaciones en sus cálculos, por lo que los resultados podrían no aplicarse al universo real. Habrá que ser prudentes, como siempre en ciencia, y no clamar a los cuatro vientos que el universo es un calcetín.
Entre tanto, en el mundo de la GCL sigue la actividad. ¿Qué se puede saber del universo anterior? Al darse la vuelta el calcetín universal las condiciones son tremendas: grandísimas densidades, altísimas temperaturas... ¿Qué queda del pasado después del rebotón? Detrás podría haber un universo irreconocible, donde el tiempo y el espacio no se parecen nada a los que conocemos, o bien un cosmos tan parecido al nuestro como dos calles de la misma colonia. Sea como sea, no podríamos saberlo, porque según los cálculos de Martin Bojowald, también de la Universidad Estatal de Pensilvania, la información se pierde durante la terrible transición, lo que Bojowald ha calificado de "amnesia cósmica".
Entran en escena Parmpreet Singh, colaborador de Ashtekar e investigador del Instituto Perimeter de Física Teórica, en Ontario, Canadá, y Alejandro Corichi, investigador del Instituto de Matemáticas, Unidad Morelia, de la Universidad Nacional Autónoma de México. En un artículo publicado en la revista Physical Review Letters el 25 de abril de 2008, Corichi y Singh aplican una modificación de la GCL para demostrar que las propiedades del universo anterior se conservan durante el rebote. No hay amnesia cósmica, sino memoria cósmica. Los universos mediados por el rebote cuántico se parecen como dos imágenes mediadas por un espejo, por lo menos en cuanto a estructura y funcionamiento (al parecer, no hay que pensar que del otro lado del espejo tenemos gemelos que viven nuestra vida igual que nosotros, lo que es una lástima).
Corichi y Singh no han demostrado que existió ese universo previo; únicamente han mostrado que, si la GCL es correcta, entonces un universo que cumpla con ciertas condiciones tendría gemelo del otro lado del Big Bang. La GCL es uno de varios intentos contendientes de volver cuántica la gravedad. Ni esta teoría, ni la de supercuerdas, su principal competidora, gozan aún del consenso de la comunidad científica. He aquí la ciencia en plena acción, ideas en flujo, no erigidas en dogma en un libro de texto aburrido. Los adeptos de la GCL tienen la difícil tarea de convencer a sus colegas. Para eso, además de afinar la teoría hasta que explique lo que ya sabemos acerca de la gravedad y la estructura del universo, tendrán que usarla para hacer predicciones que se puedan probar. Y si no pueden, los años dedicados a la teoría, ¿fueron tiempo perdido para sus creadores? De ninguna manera, el placer de la ciencia está en en trayecto, no en el destino.
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