domingo, 15 de marzo de 2015

Marco y Rustichello

“¿De veras es ésta la Cueva de las Orquídeas Susurrantes?”, pregunta, llena de esperanza, la princesa Amanecer en un capítulo de Ahí viene Cascarrabias, al entrar en una cueva en la que hay orquídeas y se oyen susurros. ¿Habrán llegado al fin la princesa y su fiel amigo Terry al escondite de la llave mágica que levantará el maleficio que lanzó Cascarrabias sobre el país de la princesa?
       —Sí –dice una voz en off sospechosamente parecida a la de Cascarrabias—. Ésta es la Cueva de las Orquídeas Susurrantes—. Luego añade, socarrona: —¿Les he mentido alguna vez?
       —¡Es Cascarrabias! –dice Terry por lo bajo a la princesa—. ¡Vámonos!
       Si algo enseña este edificante episodio de Ahí viene Cascarrabias es que no se puede confiar en todo lo que nos dice quien afirma no mentir. O por lo menos que no se debe confiar en las voces en off oídas en cuevas llenas de orquídeas en compañía de una princesa, enseñanza bastante menos útil.
       Aquí va un ejemplo que tomo de otro clásico de la cultura occidental. En su famoso libro de viajes, el comerciante y aventurero veneciano del siglo XIII Marco Polo arranca prometiendo develar a los ojos del lector grandísimas maravillas “tal como micer Marco Polo, sabio y noble ciudadano de Venecia, las describe porque las vio con sus propios ojos”. Se sabe que Marco le dictó el libro a un escritor de romances llamado Rustichello en una cárcel genovesa. El coautor metió bastante de su cosecha, como lo de “sabio y noble ciudadano”, que viniendo de Marco sería de una inmodestia intolerable. “Indudablemente aquí hay algunas cosas que no vio”, sigue la introducción, “pero las sabe de hombres dignos de ser creídos y citados”.
       Pues bien, Marco y sus hombres dignos de ser creídos y citados son, en algunas partes, tan dignos de ser creídos y citados como una voz en una cueva llena de orquídeas (ahora que lo pienso, ¿orquídeas en una cueva?). Aunque la mayor parte del libro está dedicada a describir las gentes y las costumbres –y sobre todo las actividades comerciales—de los lugares que visitó Marco, la obra tiene secciones de pura fantasía. En una isla habita el pájaro grifo (los lugareños lo llaman Roc, el ave gigante de las leyendas de Simbad el marino) que puede levantar un elefante para dejarlo caer desde lo alto y luego comérselo. Marco afirma haber visto con sus propios ojos una pluma de 90 palmos de largo. También cuenta de un diente de jabalí de siete kilos. En Cipango (Japón), tierra que el viajero nunca vio, había un señor cuyo palacio estaba “todo cubierto de placas de oro fino… Y también os digo que toda la pavimentación de las habitaciones, de las que hay un buen número, es también de oro fino, de más de dos dedos de espeso. Y todas las demás partes del palacio y las salas, y las ventanas, están también adornadas de oro”.
       Al mismo tiempo, Marco omite de su relato cosas que sí vio. Por ejemplo, pese a que dedica un capítulo a contar que el Gran Can (emperador de China) guarda el oro en su palacio y lo hace representar por papeles impresos que todo el mundo intercambia como si fueran el propio oro, Marco no menciona la imprenta con que se hacían estos billetes (la imprenta de Gutemberg, prima del invento chino, es de dos siglos después). No se puede confiar ciegamente en lo que cuenta Marco.
       Lo cual es una lástima, porque narra cosas muy jugosas, como la asombrosa hospitalidad de los habitantes de Camul. Cuando llega un extranjero, cuenta Marco, lo reciben como a un rey y el dueño de la casa se va. “Por tanto, el extranjero se queda en la casa con la mujer, y actúa a su capricho, acostándose con ella en una cama como si se tratara de su mujer, y se pasan mucho tiempo retozando”. Y un poco más adelante: “Y las mujeres son alegres, bonitas, juguetonas, y muy obedientes a todo lo que su marido les ordena, y les gusta mucho esta costumbre”. ¡Qué maravilla de país! Pero, ¿cómo creerle a Marco después de lo del ave Roc? (¿Y dónde será Camul?)
       No hay que confundir el rigor científico con el rigor mortis, recomienda Jorge Wagensberg, director de un museo de ciencias en Barcelona. Quizá este precepto guió a Marco, o más bien a Rustichello, en la redacción del Libro de las maravillas. Tal vez los hechos escuetos le parecieron áridos al escritor de romances y no pudo aguantarse las ganas de adornarlos.
       ¿Cuándo es correcto embellecer los hechos escuetos? ¿Cuánto embellecimiento es válido y a partir de qué umbral se incurre en mentiras? En este blog rara vez hay hechos escuetos, pero tampoco hay mentiras, al menos deliberadas. Las personas poco informadas acerca de la divulgación de la ciencia (entre ellas muchos investigadores científicos, ay de mí) piensan que un divulgador debe reportar hechos desnudos, resultados de la ciencia bien documentados, sin concesiones a la tentación de vestirlos o darles un significado más amplio. Tan espartana renuncia puede ser mortífera. Si el Libro de las maravillas sólo contuviera la aportación de Marco, ni merecería ese título ni se recordaría hoy.


domingo, 8 de marzo de 2015

El cocido solar de Monsieur Mouchot

Un día de verano de 1859 Augustin Bernard Mouchot, profesor de física en Tours, Francia, se hizo un cocido de carne de res con verduras.
       –¿Y para decirnos semejante tontería vas a ocupar una entrada de blog y hacernos perder el tiempo? –me reclama un lector impaciente que acaba de leer asuntos muy serios en otras páginas web.
       En respuesta añado que el cocido de monsieur Mouchot sabía a rayos. Esta precisión no basta para apaciguar al lector impaciente, que se esfuma con un bufido. (Bueno, ¿qué quieren ustedes: pertinencia u originalidad?)
       Iba yo a añadir que Mouchot preparó su cocido en una marmita solar de su propia invención. Lástima que los impacientes ya se fueron. La marmita consistía en un cilindro de vidrio con otro de metal pintado de negro en el interior. Junto al aparato había una placa semicilíndrica chapada en plata que concentraba la luz del sol en el recipiente negro. En su libro sobre aplicaciones industriales del calor del sol Mouchot escribe: “Siendo bastante cómoda la forma de esta nueva caldera, me serví de ella para varios ensayos.
       “Por ejemplo, pude hacer al Sol un excelente cocido, compuesto de un kilogramo de carne de res y diferentes legumbres y verduras. A las cuatro horas de insolación, todo quedó perfectamente cocido, no obstante haber pasado algunas nubes por delante del Sol; y el caldo fue tanto mejor cuanto que la marmita se había calentado con gran regularidad”.
       –¿No que el cocido sabía a rayos? –dice el lector impaciente, que ha vuelto luego de hartarse de temas importantes como el vergonzoso escenario político nacional.
       Sí. Con su marmita solar el profesor Mouchot obtenía un asado cuyo grado de cocción no dejaba nada que desear, como señala Amadeo Guillemin en su libro El mundo físico (1884), de donde tomé prestada la anécdota. Desafortunadamente, añade Guillemin, “el gusto de la carne así cocida era detestable, lo cual Mouchot atribuye a la acción de los rayos químicos. Poniendo un vidrio amarillo o encarnado delante del asador, se eliminan estos rayos”. Guillemin no nos informa cómo quedaba el cocido luego de interponer el filtro que propone, pero aquí mi curiosidad por los ensayos helioculinarios de Mouchot cede el paso, momentáneamente, a otra más apremiante: ¿”rayos químicos”? (Con razón sabía a “rayos” el cocido.)
       No tardo en avergiguar que en el siglo XIX los físicos observaron que la luz del sol se podía separar por medio de filtros o prismas en tres componentes. Una parte de la luz solar calentaba pero no daba luz. Otra daba luz, calentando menos. Una tercera componente producía cambios químicos en ciertas sustancias (como las sales de plata que se usaron en las primeras fotografías). Llamaron a estos tres ingredientes rayos caloríficos, rayos luminosos y rayos químicos, o actínicos. Hoy sabemos que los tres tipos de rayos son una sola cosa: ondas electromagnéticas que difieren sólo en la frecuencia de vibración. Los llamamos rayos infrarrojos, luz visible y rayos ultravioletas. También sabemos que la luz del sol tiene muchos ingredientes más. Con el filtro amarillo o encarnado Guillemin eliminaba los rayos ultravioletas (aunque sospecho que los eliminaba el vidrio, no el color...)
       La ignorancia es una cosa tremenda. La mía me lleva de asombro en asombro. ¿Sabían ustedes que ya en el siglo antepasado se pensaba en aprovechar la energía solar? Yo no. Mouchot incluso presentó sus inventos en la exposición universal de 1878, donde obtuvo algún premio. Pero ahí no para la cosa. Yo sabía, por ejemplo, que el matemático e inventor griego Arquímedes había usado (o por lo menos propuesto usar) espejos concentradores de la luz solar para defender su ciudad contra el asedio de sus enemigos. Lo que no sabía era que desde tiempos de Arquímedes se habían hecho ensayos tanto con espejos (“espejos ardientes”, el nombre es encantador) como con bolas de cristal que se usaban a manera de lentes, de modo que monsieur Mouchot ni siquiera resulta original. Lo moderno a veces es muy antiguo.

       En el Museo de la Luz de la UNAM hay unos hornos solares que ahora aprecio más. Cuando el clima lo permite, el museo hace una presentación y unas salchichas asadas. A diferencia del cocido solar del profesor Mouchot, las salchichas solares del Museo de la Luz salen riquísimas.