lunes, 21 de julio de 2008

La elocuencia desencadenada

Queridos amigos de este blog: ¡vuelvo a Imagen a partir del 5 de agosto! Mi colaboración será los martes y los jueves a la hora acostumbrada. Mientras tanto, aquí les pongo algo para leer. Gracias a todos.


Al autor de un paper científico –artículo técnico que reporta los resultados de una investigación— se le exige ir al grano, en orden y sin desviaciones: informe usted lo que hizo y lo que encontró. Punto. No se ande con rodeos, que la vida es breve. El paper es un modelo de concisión y frugalidad.

Al mismo tiempo, suele ser bastante aburrido. Lleno de voces pasivas y escaso en pronombres personales, el artículo de investigación rara vez deja ver, ni entre líneas, los triunfos y los sinsabores de la investigación científica. No narra lo que salió mal ni reporta la sensación de serenidad oriental que invadió al autor cuando por fin salió bien. Tampoco da cuenta de las noches que el investigador pasó en vela por la angustia de que la competencia publicara primero, ni si la hipótesis que lo condujo al éxito resultó ser, en retrospectiva, una estupidez afortunada. La elocuencia narrativa y el arrebato lírico escasean en las revistas científicas especializadas.

Como consecuencia, muchos científicos piensan que extirpar del texto todo rastro de naturalidad y elocuencia es la mejor manera de escribir no sólo en ciencia, sino en general. Esos científicos pueden ser personas agradables y hasta expresivas en el trato cotidiano, pero cuando toman la pluma se ciñen la camisa de fuerza e imparten cátedra desde un pedestal de hielo.
Ya se ha iniciado un movimiento que pugna por aflojar las ataduras. Henry Gee, editor de ciencias biológicas de la revista Nature, recomienda a los científicos leer a John Keats y a Jane Austen para escribir mejores papers. Dice Gee: “la prosa enredada de los científicos produce una frustración parecida a la de un boxeador que, con las manos enguantadas, tratara de pelar un plátano". Pero el mensaje de Henry Gee (y otros editores de ciencia) tardará en penetrar en la conciencia de la comunidad. Entre tanto, la elocuencia de la mayoría sigue encadenada.

El físico estadounidense Richard Feynman, premio Nobel 1965, se lamenta, en el discurso que pronunció cuando le entregaron el premio, de no tener dónde publicar “de manera digna” lo que hizo de verdad, en vez de la historia lineal y aséptica que narra (es un decir) el artículo de investigación. Feynman añade: “usaré este discurso Nobel como oportunidad para hacer algo de menos valor, pero que no puedo permitirme en otro sitio”. He aquí lo que pretende hacer: “les contaré anécdotas sin valor científico y que no sirven para entender el desarrollo de las ideas. Las incluyo sólo para hacer el discurso más entretenido”.
Feynman desahogó sus ansias de expresión en sus libros de memorias, ¿Está usted de broma, señor Feynman? y ¿Qué te importa lo que piensen los demás?. El segundo de éstos es una colección de anécdotas breves que recorren toda la gama afectiva como una buena pieza para piano que visita todo el teclado. El registro grave es la historia del matrimonio de Feynman con su novia de la adolescencia, Arlene. Los jóvenes se casaron muy enamorados y a sabiendas de que Arlene moriría en cinco años. Feynman conseguía empleo en sitios donde hubiera un buen hospital no demasiado lejos del laboratorio de investigación. Arlene, desde el hospital, se divertía ideando bromas cuyo fin, por lo general, era avergonzar a Richard ante sus colegas (“¿qué te importa lo que piensen los demás?”, machacaba Arlene, haciendo eco de una frase que él le dijera en cierta ocasión). Muchos años después, en un viaje a Japón, Feynman cuenta que él y su tercera esposa, Gweneth, buscaban desde Tokio alojamiento en un hotel tradicional de un pueblito remoto al que no llegaban turistas. El establecimiento no tenía baños de tipo occidental y el dueño se mostró aprensivo. Feynman lo tranquilizó informándole que en su último viaje él y su esposa resolvieron la falta de retrete llevando papel higiénico y una pala. El dueño les comunica entonces en un mensaje que acepta. Y que no es necesario llevar la pala.

La expresión personal puede tomar otro derrotero. El químico Roald Hoffmann, premio Nobel 1981, dice: “escribo poesía para penetrar el mundo que me rodea y para comprender mis reacciones ante él”. Si se puede escribir poesía acerca de la vida de un leñador, ¿por qué no de la de un científico? Sólo algunos de sus poemas tratan el tema de la ciencia, pero con ellos Roald Hoffmann amplió un sendero poco explorado en la poesía. Los científicos obligan a las palabras a describir cosas casi indescriptibles: ecuaciones, estructuras químicas, relaciones ocultas entre fenómenos naturales. “Por ser un idioma natural en tensión, el idioma de la ciencia es inherentemente poético”, dice Hoffmann. “La ciencia está repleta de metáforas”.
Y de historias, añadamos: de material dramatizable. Hoffmann es también autor, con el químico y novelista Carl Djerassi, de una pieza teatral titulada Oxígeno. El comité Nobel decide otorgar un premio retrospectivo para celebrar sus cien años. Los seis miembros optan por dárselo al descubridor del oxígeno. Tres personajes del siglo XVIII pueden disputarse el honor de ese título: Antoine Laurent Lavoisier, Joseph Priestley y el modesto farmacéutico sueco Carl Wilhelm Scheele. Los equívocos y discusiones de los químicos y sus esposas en el siglo XVIII, así como los del comité Nobel en el XXI, muestran que la cosa no es nada clara porque los científicos –¡ay de mí!— son tan terrenales y biodegradables como cualquier hijo de vecino.

Si el tema de la ciencia da material para la novela y la poesía, la elocuencia científica tiene un hogar natural en la divulgación. El género creció como universo en expansión en la primera mitad del siglo XX, con las dos revoluciones de la física de la época: la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. En la divulgación de la nueva física los premios Nobel medraron como champiñones. Albert Einstein explicó sus aportaciones, y se explicó a sí mismo, en varios volúmenes de exposición simplificada y colecciones de ensayos filosóficos que se dejan leer muy bien. Werner Heisenberg y Niels Bohr discutieron con un público más amplio las implicaciones filosóficas de la nueva física. Max Planck, adusto patriarca de los físicos alemanes de la época, se soltó el chongo (metafóricamente: era calvísimo) en su Autobiografía científica, en la que raya en la maledicencia cuando describe las clases de algunos de sus profesores al tiempo que muestra con sus peripecias cómo opera la ciencia. Y Louis de Broglie, el físico príncipe, resumió para el gran público la turbulenta historia de la mecánica cuántica cuando las aguas empezaron a calmarse.

Hasta hace unos años los físicos Nobel entregados a la divulgación eran más bien solemnes. Exponían, como los próceres del párrafo anterior, en una prosa correcta, pero un poco desierta, sin personajes que la habitaran y sin colorido. Su lenguaje descendía del artículo científico (que en esa época se escribía con más donaire, dicho sea de paso). Hoy la divulgación va adoptando, cada vez más convencida, las herramientas de la literatura y se va haciendo más apta en retórica y seducción. Los ensayos de Steven Weinberg (premio Nobel de física 1979), por ejemplo en Plantar cara, se leen con interés, pero también con deleite. La historia que narra Gerard ´t Hooft (Nobel 1999) en In search of the ultimate building blocks está poblada de las personas que han participado en esa búsqueda.

Pese a todo, confieso que la divulgación científica que más me gusta, la que en mi opinión se confunde con la literatura, es obra de científicos que no han ganado el premio Nobel, unos porque no hay Nobel de biología, otros porque sus investigaciones no son materia nobelable o porque se han dedicado principalmente a la divulgación. Stephen Jay Gould, paleontólogo y escritor científico, toma declaradamente al escritor francés del siglo XVI Michel de Montaigne como modelo de unos ensayos casi tan sabrosos como los del francés. El neurofisiólogo Oliver Sacks narra sus experiencias como investigador y sus recuerdos de niño judío británico embelesado con la química en el Londres de la Segunda Guerra Mundial con la fuerza evocativa de los buenos escritores.

Esos autores podrían dirigir sus aspiraciones muy alto, según el etólogo británico Richard Dawkins, escritor científico de nada malos bigotes. “Ningún científico ha ganado el premio Nobel de literatura”, escribe Dawkins (Bertrand Russell no cuenta porque las matemáticas no son ciencia, pero eso es harina de otro costal). “¿Por qué? Sospecho que simplemente porque no se les ha ocurrido a los jueces. Cuando se dice literatura se piensa naturalmente en novelistas y poetas. Pero, ¿puede haber mejor tema para la literatura que la trama espaciotemporal del universo? ¿O que la evolución de la vida?”

“Los novelistas se llevan las palmas”, dice Dawkins, “pero no son los únicos que tienen buenas historias que contar”. Cierto. Quizá por lo mismo un día habrá menos escritores científicos y más escritores a secas, sin que al tema de la ciencia le falten exponentes.