viernes, 25 de enero de 2013

Nueva tecnología vieja

Tengo una caja con varios diskettes de cinco pulgadas, o floppy disks. Contienen archivos de música que compuse con el programa Cakewalk, mi tesis de licenciatura, mi novela dadaísta El caos de las marmitas y la plantilla de una fuente tipográfica que me permitía poner mis archivos de texto en marmita antiguo, alfabeto que inventé en los años 80 durante una clase aburrida (y que todavía uso para escribir notas y mensajes secretos). Para todo fin práctico, estos diskettes son ilegibles. La última computadora con lector de floppies de cinco pulgadas que tuve se fue a la basura hace más de 15 años. El soporte de datos al que le confié esa información ya es obsoleto.

Ninguna de estas creaciones es una gran pérdida para la humanidad, pero para mí sí. Lo que es peor, mi caso ilustra uno más general y más grave: los soportes de la información digital --aún la que está almacenada en las nubes-- se hacen obsoletos demasiado rápido.

En casa tengo un segundo problema de almacenamiento de información: hace tiempo que mi biblioteca rebasó la capacidad de todos los libreros que hay en la casa. De momento el problema tiene remedio: necesito más libreros (observación al margen: ¡en la Ciudad de México no hay dónde comprarse un librero espacioso! Las mueblerías tienen estantes de dos o tres repisitas pinchurrientas e inútiles, como para los libros de Peña Nieto), pero, ¿qué ocurrirá cuando se me acaben las paredes para instalar repisas? Lo mismo está sucediendo en el mundo con el ritmo al que prolifera la información digital: los archivos acabarán por ocupar todo el espacio habitable. Necesitamos urgentemente un método de almacenamiento confiable, compacto y duradero.

Resulta que la naturaleza ya resolvió ese problema hace 3,500 millones de años. El soporte de información que usa la madre naturaleza para guardar sus bibliotecas se llama ADN y tiene un excelente historial de confiabilidad, compactación y durabilidad: hoy podemos leer el ADN de organismos que murieron hace 100 millones de años, y la información que contiene nuestro cuerpo (con lista de ingredientes, manera de fabricarlo, ensamblarlo y operarlo) cabe holgadamente en el núcleo de cada una de nuestras células.

Nick Goldman, del Instituto Europeo de Bioinformática, Reino Unido, y su equipo publicaron ayer en Nature un artículo en el que reportan que codificaron y guardaron los sonetos de Shakespeare y otros archivos en moléculas sintéticas de ADN. La idea no es nueva --la teoría y algunos experimentos existen por lo menos desde los años 90--, pero casi nunca se había conseguido guardar más de unos cuantos bits, y cuando sí, se almacenaban con alta probabildad de errores. El equipo de Goldman es el primero que guarda archivos MP3, PDF y otros formatos y los recupera luego de transportar su el ADN de un continente a otro. El método aún es muy caro (12,400 dólares por megabyte al almacenar y 220 dólares por megabyte al leer), pero los investigadores calculan que, al ritmo al que avanza esta tecnología, podría volverse costeable en unos diez años, por lo menos para cantidades de información gigantescas, como archivos nacionales y los 90 petabytes (90 millones de gigabytes) de datos que ha acumulado el CERN (Organización Europea de Investigaciones Nucleares). Según Goldman y sus colaboradores, la información del CERN se podría guardar en 40 gramos de ADN. Hoy reside en 100 cintas magnéticas de buen tamaño. Con el tiempo, esta forma de almacenamiento de información acabaría por llegar a los hogares.

Y como las técnicas para leer ADN se seguirán usando por ser útiles para la investigación y la medicina, el formato no se hará obsoleto.

El ADN de un mamut conservado por casualidad durante 60,000 años en condiciones azarosas se puede leer hoy sin mucha dificultad. Goldman y su equipo esperan que el ADN bien preparado y conservado ("consérvese en un lugar fresco y seco") se conserve en mejores condiciones.

Los métodos anteriores consistían en traducir los 1 y 0 del lenguaje digital de las computadoras al alfabeto del ADN, consistente en cuatro símbolos, "letras", o bases nitrogenadas (la adenina y la citosina representan el cero, la guanina y la timina el uno). Esto producía secuencias de letras repetidas que, debido al método de almacenamiento y lectura, aumentaba la probabilidad de errores en ambos procesos. Goldman y sus colaboradores evitan la repetición problemática usando para cada nuevo dígito sólo tres letras genéticas: las que sean diferentes de la inmediata anterior. Con este sistema obtuvieron una exactitud de 100 % en la reproducción de los datos.

Los otros archivos eran el artículo original del descubrimiento de la estructura del ADN de Watson y Crick (1953), una foto jpg del Instituto Europeo de Bioinformática y unos segundos del famoso discurso de Martin Luther King ("I have a dream"). En el futuro (más o menos lejano) podríamos tener todas nuestras fotos familiares, archivos administrativos, bibliotecas, colección de películas y programas almacenados en ADN. No sé cómo será el soporte real que utilizaremos, pero me imagino un frasco con una solución de ADN con una etiqueta que dice "fotos familiares". Para verlas, uno toma un gotero, extrae una gota, la deposita en un aparato especial que la lee y empiezan a aparecer las fotos en una pantalla. Esto sería relativamente poco práctico, porque el líquido podría derramarse ("¡Las fotos! Trae el trapeador para recogerlas"). Supongo que será de otra manera.

La investigación de Goldman y otros bioinformáticos sigue la tendencia de copiarle soluciones a la naturaleza, particularmente a los seres vivos. Después de todo, nos llevan 3,500 millones de años de ventaja.

viernes, 11 de enero de 2013

Matusalén estelar

Ayer en una reunión de la Sociedad Astronómica de Estados Unidos un equipo de la Universidad de Pensilvania anunció el récord galáctico de antigüedad estelar. La medalla se la lleva una estrella de nuestra colonia: está a sólo 186 años luz de distancia (nuestra galaxia, que vendría a ser como nuestra ciudad estelar, tiene 100, 000 años luz de diámetro). Se llama HD 140283 por su número en el catálogo Henry Draper, pero para simplificar podemos llamarla Matusalén.

Estando tan cerca, Matusalén es una estrella conocida y estudiada desde hace más de 100 años, pero nunca se había calculado su antigüedad. Un buen indicador de la antigüedad de una estrella es su composición química, la cual podemos conocer analizando su luz. En el Big Bang sólo se formaron los dos elementos de átomos más ligeros, hidrógeno y helio (y posiblemente trazas de elementos pesados). La única manera de fabricar elementos más pesados a partir de estos es el proceso de fusión nuclear del interior de las estrellas, de modo que las primeras estrellas sólo contenían hidrógeno y helio. Muchas de éstas hicieron explosión y nutrieron al universo de elementos químicos más pesados. Matusalén contiene muy pocos elementos pesados, por lo que no es una estrella de la primerísima generación, pero sí debe ser muy antigua.

Howard Bond y su equipo empezaron por mejorar la medida de la distancia a Matusalén. Con las estrellas cercanas la distancia se puede determinar por el antiquísimo método de triangulación que usan los agrimensores para determinar desde lejos la altura de una montaña o los artilleros para calcular la distancia al blanco enemigo. Bond y sus colaboradores usaron 11 grupos de observaciones hechas con el Telescopio Espacial Hubble entre 2003 y 2011.

Con la distancia precisa en mano, los investigadores midieron el brillo de la estrella. Una fuente de luz se ve más tenue conforme más lejana está. Sabemos exactamente cómo se atenúa la luz con la distancia, de modo que, si sabemos la distancia, podemos determinar el brillo intrínseco de la fuente a partir del tenue resplandor que nos llega, es decir, de su brillo aparente. La luminosidad intrínseca sirve para determinar la antigüedad. Resultado: 13, 900 millones de años, más o menos 700 millones de años.

Desde fines de los años 90 sabemos que el universo tiene 13, 700 millones de años de antigüedad. Con el margen de error en la edad de Matusalén no hay conflicto. Lo que sí está claro es que HD 140283 se formó en un lapso de pocos cientos de millones de años después del Big Bang. Los astrónomos conocen varias estrellas vecinas de antigüedades comparables, pero el caso de nuestro Matusalén tiene la distinción de ser el más preciso.

La primero generación de estrellas se formó cuando lo permitieron las condiciones del universo recién nacido. Se calcula que esto ocurrió unos 100 o 200 millones de años después del Big Bang. Por lo tanto, debe de haber pasado relativamente poco tiempo entre la primera generación y la generación de Matusalén, lo que ha sorprendido a los primeros astrónomos que han comentado esta noticia. Las estrellas de la primera generación fueron masivas, turbulentas y breves: hace mucho que terminaron sus días como supernovas, es decir, explosiones de estrellas que siembran su entorno de gases ricos en elementos más pesados que el hidrógeno. Se esperaba que esos gases, por estar muy calientes y agitados, no fueran propicios para formar nuevas estrellas antes de transcurrir un tiempo suficiente para que se enfriaran. Al parecer, ese tiempo fue mucho más breve: un buen misterio nuevo por resolver.