viernes, 23 de diciembre de 2011

Dos planetas parecidos a la tierra

Ya hace más de dos años que el telescopio espacial Kepler está buscando planetas en órbita alrededor de otras estrellas y no va nada mal: ha encontrado cerca de 2000 candidatos. ¿Por qué candidatos? Los planetas son objetos relativamente pequeños, y por ser opacos se pierden en el resplandor de sus estrellas. Por si fuera poco, hasta la estrella más cercana al sol está muy lejos. Ver directamente los planetas extrasolares es imposible por la misma razón que lo sería ver directamente un grano de arena suspendido en el resplandor de un foco de 100 watts a 50 kilómetros de distancia, de modo que hay que recurrir a técnicas indirectas más o menos ingeniosas.

La primera que se usó para detectar por primera vez con toda certeza planetas girando alrededor de otras estrellas (en 1995) consiste en observar la estrella durante mucho tiempo para ver si se bambolea al desplazarse por el espacio. El bamboleo es señal de que otro objeto le está girando alrededor. De paso, el tamaño y la frecuencia del bamboleo sirven para sacar conclusiones acerca de la masa del planeta y la distancia a su estrella. Lo malo es que este método sólo sirve para detectar planetas de masas muy grandes, del tamaño de Júpiter, por ejemplo, que es 320 veces más masivo que la tierra. Por eso conocemos muchísimos planetas de dimensiones jovianas, pero, hasta hace poco, ninguno del tamaño del nuestro.

Para detectar planetas de tamaños terrestres se está usando otro método que consiste en observar las variaciones del brillo de la estrella. Si tiene planetas que le pasan enfrente, estos pasos se verán en los datos como una disminución periódica del brillo debida a que el planeta obstruye parte de la luz que nos llega de la estrella. Éste es el método que emplea el Telescopio Espacial Kepler, de la NASA, lanzado en marzo de 2009 para encontrar planetas extrasolares, y específicamente para encontrar planetas parecidos al nuestro. El aparato es tan sensible que podría detectar el cambio de luminosidad que produce una persona al obstruir una ventana en un rascacielos con todas las ventanas iluminadas. Este "método de los tránsitos" (porque los astrónomos llaman "tránsito" al paso de un cuerpo pequeño y opaco frente a uno luminoso y grande) tiene la ventaja de dar también el tamaño del planeta. Pero no todo cambio periódico de brillo es señal inequívoca de un planeta: puede ser que uno esté observando, sin saberlo, un par de estrellas que giran una alrededor de la otra (un sistema binario) de las cuales una es ligeramente menos brillante. Hay muchas otras posibles fuentes de confusión, por lo que los científicos del equipo del telescopio Kepler nunca declaran el descubrimiento de un planeta antes de haberlo confirmado por otros medios (por ejemplo, el del bamboleo, que por razones técnicas se llama "método espectroscópico").

Esta semana un equipo de investigadores asociados con el telescopio Kepler y dirigidos por François Fressin, del Centro Harvard-Smithsonian de Astrofísica, publicó en la revista Nature un artículo en el que informan del descubrimiento confirmado de dos planetas de tamaño terrestre en órbita alrededor de la estrella llamada Kepler-20, a la cual ya se le conocían planetas jovianos. Uno de los planetas es ligeramente más pequeño que Venus y el otro es prácticamente del mismo tamaño que la tierra. Lo interesante del artículo es el método de confirmación. Los planetas Kepler-20e y Kepler-20f, como los llamaron, son demasiado pequeños para darle a su estrella tirones significativos: no se puede usar el método espectroscópico como validación independiente. Fressin y sus colaboradores recurrieron a una método estadístico llamado BLENDER (que quiere decir "licuadora"): simularon por computadora todas las situaciones imaginables que podrían generar la misma señal que se observa con el Kepler y luego calcularon las probabilidades de que esta señal no se deba al tránsito de un planeta de dimensiones terrestres. En ambos casos la probabilidad resultó muy baja, lo que los investigadores toman como confirmación de que los dos planetas existen.

El método del bamboleo permitiría obtener, además del tamaño que ya conocemos por el método de tránsitos, la masa de estos planetas, y de ahí se podría obtener su densidad. Con esto, sabríamos si están hechos de roca, como la tierra, pero falta esta información. No queda más remedio que especular informadamente. Con esos tamaños, los planetas Kepler-20e y Kepler-20f deben ser rocosos, pero en esto no hay certeza.

Lástima que estos gemelos de la tierra en cuanto a tamaño no lo sean en cuanto a nada más: de las variaciones de brillo de la estrella se deduce que uno le da una vuelta completa en poco más de seis días y el otro en unos 20, lo que quiere decir que ambos están mucho más cerca de su estrella que Mercurio del sol... lo que a su vez quiere decir que deben estar a temperaturas altísimas: a uno se le calculan unos 800 grados y al otro 500 grados C. Definitivamente, no son planetas habitables, pero, como señala David Charbonneau, otro miembro del equipo de Fressin, encontrar un planeta del tamaño del nuestro es una especie de hito en la búsqueda de planetas extrasolares parecidos a la tierra.


viernes, 16 de diciembre de 2011

"Vamos a esperar a que haya más datos"

La antinoticia científica de la semana es que en el Gran Colisionador de Hadrones otra vez NO encontraron el bosón de Higgs. Uso la palabra "antinoticia" sin intención despectiva. Una noticia es un acontecimiento novedoso que implica una transformación de estado: "los neutrinos viajan más rápido que la luz" sería una noticia porque lo que anuncia transformaría nuestro conocimiento de la naturaleza si fuera verdad. Una antinoticia, en cambio, anuncia que todo sigue igual: "las dooooooce y todo sereeeeeeno", por ejemplo.

La semana pasada alegué que en ciertas circunstancias un experimento que da como resultado una página en blanco puede ser tan importante como otro que revela cosas positivamente. Esta semana los investigadores de los proyectos ATLAS y CMS, dos grandes detectores instalados en el GCH para desenmarañar choques de partículas y entender sus productos, convocaron una reunión con sus colegas de la Organización Europea de Investigaciones Nucleares. En esa reunión presentaron sus análisis estadísticos de los miles de millones de choques de protones que hasta hoy se han producido en ese acelerador de partículas, choques encaminados a buscar la partícula llamada "bosón de Higgs". Esta partícula es una pieza muy importante de la teoría física más fundamental y más precisa de la historia, llamada con recato modelo estándar. Por modesto que sea su nombre, la teoría aspira a explicar todas las maneras que tienen de jalarse, empujarse y transformarse las partículas más pequeñas que forman todo lo que existe en el universo. El modelo estándar explica los mecanismos microscópicos que están detrás, esencialmente, de todo. Los físicos están muy contentos con el modelo estándar porque sus predicciones se cumplen cabalmente en todos los experimentos... o casi: falta encontrar el bosón de Higgs. La teoría sólo sugiere cómo buscarlo y para eso, principalmente, el CERN se ha gastado más de 8000 millones de euros. En la reunión de esta semana los investigadores anunciaron que tenían acorralado al bosón de Higgs en una esquina donde podría encontrarse, pero sin certezas todavía. Una página en blanco diría "no existe el bosón de Higgs, así que a ponerse a construir teorías nuevas". Ésta es, más bien, una página con letras borrosas.

No es la primera vez que los experimentos en aceleradores de partículas ofrecen atisbos de posibles sombras del bosón de Higgs: en 2000 el antecesor del GCH (acelerador llamado LEP) dio pistas sugerentes que luego se desmintieron; en 2007 el Tevatron del Laboratorio Fermi, en Estados Unidos, también insinuó resultados emocionantes, pero nada. Los físicos, como todo el mundo, son sensibles a las decepciones y prefieren mostrarse cautos: en vez de anunciar con clarines que han descubierto el bosón de Higgs, discretamente proponen que hay buenas razones para sospechar que los datos podrían estar sugiriendo que se ha encontrado el bosón de Higgs. ¿Notan la gran diferencia? ¿Todos esos términos condicionales? Es muy difícil construir una noticia sabrosa con ingredientes tan insípidos.
Tras la conferencia de esta semana la línea de acción que se adoptó por unanimidad fue ésta: "vamos a esperar a que haya más datos".

Nosotros también.

viernes, 9 de diciembre de 2011

La página en blanco


Narra la cuentista Isak Dinesen (seudónimo de la baronesa Karen Blixen) que en una colina en Portugal había hace muchos años un convento al cual iban a refugiarse en la vejez las damas de la nobleza. Era costumbre que, si había sido casada, la dama llevara al convento un pedazo recortado de la sábana de su lecho nupcial como prueba de castidad antes del matrimonio; una mancha de sangre daba fe de que la recién ingresada había sido virgen el día de su boda. Estos documentos se enmarcaban y se colgaban en una galería para que los visitantes pudieran comprobar que las hermanas, además de nobles, eran virtuosas, no faltaba más.
         Los curiosos se paseaban mirando estas insólitas actas de virginidad y meneando la cabeza con aprobación hasta que paraban frente a la de una dama cuyos blasones no dejaban duda de que había pertenecido a la más rancia nobleza, pero cuya sábana nupcial había conservado el blanco puro del lino. Ahí es donde el visitante se detenía más tiempo, con la mirada puesta en la sábana y el pensamiento perdido en la lejanía. Tal es el poder evocativo de la página en blanco.
         En la física, como en el cuento “La página en blanco”, la información negativa también es información. Pero no hay que confundir la información negativa con la ausencia de información. La página en blanco dice muchas cosas, pero para que las diga tiene que haber página en blanco.
         Una página en blanco fue lo que encontraron los físicos estadounidenses Albert Michelson y Edward Morley cuando, en 1887, hicieron un experimento para detectar el éter luminífero, sustancia hipotética en la que se propagaban las ondas electromagnéticas que hacía poco había descubierto el físico escocés James Clerk Maxwell. Combinando ingeniosamente las ecuaciones que describen el comportamiento de los campos eléctricos y los campos magnéticos, Maxwell obtuvo una ecuación cuya forma general reconoció de inmediato: era la descripción matemática de un tipo de onda. Más específicamente se trataba, al parecer, de unas ondas formadas por campos eléctricos y magnéticos alternantes, y estas ondas electromagnéticas se desplazaban a la velocidad de la luz. Nadie las había detectado, observado, probado ni olido jamás. Maxwell dedujo la existencia de estas ondas de manera puramente teórica, sin que antecediera observación experimental alguna, y concluyó correctamente que sus ondas electromagnéticas eran, ni más ni menos, luz. ¡La luz era un tipo de onda!
         Las ondas que se conocían hasta entonces –las de sonido, las de una cuerda vibrante—requieren todas un medio material en el cual propagarse. El sonido, por ejemplo, se propaga en el aire, en los líquidos y en los sólidos, mas no en el vacío. Donde no hay nada, pensaban los físicos, no podía haber tampoco ondas. Sin embargo era bien sabido que la luz se propaga en el vacío con singular desenfado. La luz del sol nos llega a través de 149 millones de kilómetros de vacío y un centenar de kilómetros de atmósfera. Para que las ondas de luz recién descubiertas pudieran propagarse a su antojo los físicos les inventaron un soporte material insólito, al cual llamaron éter luminífero. El éter luminífero tenía que estar en todas partes: entre el sol y la Tierra, entre las estrellas, entre las galaxias y en cada rincón del universo. Debía ser a la vez muy duro (para explicar las altísimas frecuencias de vibración de las ondas electromagnéticas) y tenue como el humo (para que la Tierra y todo lo que se mueve por el espacio pudiera atravesarlo sin menoscabo apreciable de su energía). En resumen, tenía que tener unas propiedades rarísimas. Pero a los físicos les pareció más raro que unas ondas pudieran propagarse en el vacío, de modo que se pusieron a idear experimentos para demostrar que el éter sí existía. El experimento más sonado fue idea de Albert Abraham Michelson, físico estadounidense nacido en Alemania.
         Michelson había dedicado su vida profesional a medir la velocidad de la luz, divertidísimo deporte en el que ya habían participado varios científicos del siglo XIX. Cuando daba clases en la Escuela Case de Ciencia Aplicada, en Cleveland, Ohio, Michelson inventó un aparato llamado interferómetro, que permite medir distancias con muchísima precisión. Con este aparato llevó a cabo importantes trabajos de medición para la Oficina Internacional de Pesos y Medidas, organismo con sede en París, donde se guardaba la barra metálica que se empleaba como patrón para definir el metro.
         Pero al interferómetro de Michelson se lo recuerda más por lo que no pudo medir que por lo que sí. Su inventor lo había creado con el propósito de medir el efecto del movimiento de la Tierra en la medición de la velocidad de la luz. ¿Por qué pensaba Michelson que los andares de nuestro planeta afectaban la velocidad de la luz? Pues porque, si el éter luminífero existía (y pocos lo dudaban), entonces la Tierra al desplazarse generaba a su alrededor una corriente de éter. Con el movimiento del medio que transporta a la luz debía cambiar el valor de la velocidad de la luz según se midiera ésta en la dirección de la supuesta corriente de éter o en una dirección perpendicular. El interferómetro de Michelson tenía dos brazos perpendiculares provistos de espejos en los extremos, a lo largo de los cuales se enviaban sendos rayos de luz. Se suponía que la corriente de éter por la que necesariamente tenía que estar pasando la Tierra haría que la luz viajara más rápido o más lento en uno de los brazos, como un nadador en un río desplazándose aguas abajo o aguas arriba. La diferencia de distancia recorrida por la luz entre un brazo y otro debía ser de alrededor de una cienmilésima de milímetro, que Michelson esperaba poder medir juntando los dos rayos de luz después de sus ires y venires para producir un patrón de interferencia.
         Michelson realizó experimentos preliminares en 1881 sin resultados concluyentes. En 1887 se asoció con Edward Morley, químico y pastor protestante que tenía fama de fino experimentador. Para eliminar fuentes de error experimental y poder orientar el interferómetro en distintas direcciones sin dificultad ni sobresaltos, Michelson y Morley montaron el aparato en un pesado bloque de piedra, el cual reposaba en un disco de madera que a su vez flotaba en un tanque de mercurio. En los brazos pusieron espejos de manera que la luz recorriera en cada uno alrededor de 1.1 metros. Con esta disposición, la diferencia de tiempo que tarda la luz en recorrer esa distancia con un brazo paralelo a la hipotética corriente de éter y otro perpendicular debía ser de cerca de 1 en 100 millones. Los científicos hicieron el experimento en 16 posiciones distintas y a diferentes horas del día, pero no pudieron medir ninguna diferencia apreciable: la luz, al parecer, tardaba el mismo tiempo en recorrer uno y otro brazo, pese a que la corriente de éter respecto a la Tierra tendría que haberla retrasado apreciablemente en uno.
         La cosa parecía tan insólita (¡las ondas de luz se propagan en el vacío!), que en 1904 Morley y otro científico repitieron el experimento alargando el recorrido de la luz y usando soportes de madera y de acero por si el material de que estaba hecho el soporte influía en el resultado. Pero nada. Tomando en cuenta el error experimental inevitable, la diferencia en la velocidad de la luz en las dos direcciones no era de más de tres kilómetros por segundo (se esperaba que fuera de unos 30 kilómetros por segundo, que es la velocidad orbital de la Tierra y por tanto tendría que ser la velocidad de nuestro planeta respecto al éter). ¿Quizá el entorno afectaba los resultados? Morley y su colaborador, que habían trabajado en un sótano, volvieron a hacer el experimento en un cobertizo situado 300 metros sobre el nivel del lago Erie. Nada. La luz se empeñaba en desplazarse a la misma velocidad en las dos ramas del interferómetro. El resultado de los experimentos de Michelson-Morley, repetidos por Morley y Miller, fue una página en blanco. ¿Qué secretos había escrito la naturaleza con tinta invisible en esa página inmaculada?
         El mensaje oculto tuvo que esperar hasta 1905 para encontrar lector, y el lector fue un muchacho de 26 años que trabajaba en una oficina burocrática suiza y que se llamaba Albert Einstein.
         Añadiendo los resultados de los experimentos de Michelson y Morley a ciertas objeciones teóricas a la existencia del éter, Einstein concluyó, en primer lugar, que si el éter no tenía ningún efecto sobre la velocidad de la luz era porque no existía, y en segundo lugar, que la luz siempre se desplaza a la misma velocidad sin importar desde dónde se mida ni a qué velocidad se mueva el que la mide. Si me paro junto a una fuente de luz y mido la velocidad de la luz que ésta emite, obtengo 300,000 kilómetros por segundo. Si ahora paso corriendo junto a la fuente a 10 por ciento, 20 por ciento, 80 por ciento o 99.99 por ciento de la velocidad de la luz, vuelvo a obtener 300,000 kilómetros por segundo. Sobre estas bases Einstein construyó la teoría especial de la relatividad, pilar de la física moderna sin el cual el mundo contemporáneo no sería posible y que ha transformado por completo nuestro concepto del espacio y del tiempo.
         Una página en blanco no siempre es una página muda. Para quien la sabe leer puede contener los mensajes más elocuentes.