miércoles, 29 de mayo de 2019

Hoy es día de San Arthur Eddington, santo patrón de la teoría general de la relatividad. En este artículo que salió en la revista ¿Cómo ves? de mayo de 2019 explico por qué.


El eclipse de Arthur Eddington (de ¿Cómo ves?, no. 246)

Hace 100 años, con Alemania derrotada tras la Primera Guerra Mundial, Arthur Eddington se empeñó en poner a prueba la teoría general de la relatividad de Albert Einstein en un gesto de buena voluntad para acallar las voces de la xenofobia. Para eso tuvo que irse a observar un eclipse en una isla remota.

Por Sergio de Régules

El 29 de mayo de 1919 dos equipos de astrónomos británicos –uno en Sobral, Brasil, y el otro en la isla Príncipe— se afanaban junto a unos telescopios, espejos, cámaras y otros instrumentos para tomar fotografías del Sol eclipsado. Más que el eclipse propiamente dicho, les interesaban las estrellas que aparecerían alrededor del Sol durante los cinco minutos de falsa noche que traería la etapa de totalidad.
En Sobral, Andrew Crommelin y Charles Davidson vieron la silueta de la Luna tapar el disco solar en un cielo despejado. Horas después, en la isla Príncipe, Arthur Eddington y Edwin Cottingham constataron con desazón que el cielo estaba encapotado. A las 10:00 de la mañana empezó un aguacero. Un desfile de nubarrones amenazaba con impedirles hacer su parte del trabajo. Dos años de planeación y ensayos estaban a punto de irse a la basura.

Curvas de luz
Muy lejos de ahí, en Berlín, Albert Einstein se dedicaba a sus actividades cotidianas sin saber que peligraba el tercer intento de comprobar un efecto que anticipó en 1911.
Durante casi 10 años Einstein batalló para construir su teoría general de la relatividad, una teoría de la gravitación basada en una observación muy simple, pero que resultó requerir unas matemáticas enredadísimas. Desde que Galileo soltó dos bolas de pesos distintos desde lo alto de la torre de Pisa en el siglo XVII (o desde que se inventó esta anécdota) sabemos que todas las cosas caen a la misma velocidad sin importar cuánto pesen: un elefante y una cereza se desploman lado a lado si eliminamos la fricción del aire y los abandonamos a la sola fuerza de gravedad. ¿Por qué? ¿No debería caer más rápido el elefante? La gravedad le da un jalón más fuerte, en efecto, pero las cosas pesadas son tercas: es difícil ponerlas en movimiento si estaban quietas y pararlas si estaban en movimiento, propiedad que se conoce como inercia. La cereza, en cambio, pesa poco, pero es más fácil acelerarla. Los efectos se compensan exactamente y... voilà! Caída simultánea.
Durante tres siglos este equilibrio exacto entre peso e inercia se consideró como una casualidad cercana a lo milagroso. Se hicieron experimentos para distinguirlas, pero nada. En 1907 Einstein resolvió así el problema: no es casualidad que el peso y la inercia valgan lo mismo, ¡es que son la misma cosa! (véase ¿Cómo ves?, no. 204).
Con este principio de equivalencia como punto de partida para una nueva teoría de la gravitación, Einstein se puso a buscar en qué diferiría ésta de la teoría tradicional de Isaac Newton. Ambas predicen que todo cae a la misma velocidad en un campo gravitacional sin importar su peso. ¿Qué fenómenos particulares predecía la nueva teoría que la antigua no?
Imagínense un montón de elevadores cerrados en el espacio, lejos de todo campo gravitacional. Supongamos que desde fuera vemos un elevador en reposo y los otros moviéndose hacia arriba, unos más rápido, otros más despacio, pero a velocidades constantes. Los llamaré elevadores inerciales. Tanto la teoría tradicional como la de Einstein coinciden en que los ocupantes de todos los elevadores inerciales flotarían sin peso dentro de éstos.
Pasa un rayo de luz. Todos lo ven propagarse en línea recta, aunque cada elevador verá una recta con orientación distinta, según se añade la velocidad vertical de su elevador a la lateral del rayo de luz: más velocidad hacia arriba, más inclinado hacia abajo el rayo. Hasta aquí siguen coincidiendo las dos teorías.
Uno de los elevadores se subleva y empieza a acelerar. ¿Qué ven sus ocupantes? Primero, que todo se pega al piso como si alguien hubiera prendido la gravedad. Y segundo, que algo extraño le pasa al rayo de luz. Como el elevador va a cada instante un poco más rápido, es como si los ocupantes fueran pasando de un elevador inercial al siguiente, más veloz: la inclinación del rayo de luz va cambiando y el resultado es que, en vez de recto, se ve curvo. En la teoría tradicional de Newton esta curvatura del rayo de luz es un simple efecto de la aceleración del observador. La de Einstein, en cambio, dice que peso e inercia son lo mismo. El jalón inercial hacia abajo debido a la aceleración es indistinguible de un jalón gravitacional. Que el rayo de luz se curve en el elevador acelerado implica que también se curva en un campo gravitacional. La gravedad desvía los rayos de luz.

Para qué sirve un eclipse
Tremenda predicción. ¿Cómo la ponemos a prueba? Con rayos de luz en un campo gravitacional, pero el de la Tierra es demasiado débil para que se note el efecto. Por suerte está la gravedad del Sol, 30 veces más intensa que la de la Tierra. Necesitamos rayos de luz que vengan de más allá del Sol, pasen rasando su superficie y lleguen a la Tierra para poderlos ver; por ejemplo, luz proveniente de las estrellas que están detrás del Sol.
Sólo hay una circunstancia en la que se deja ver la luz de las estrellas que están detrás del Sol: un eclipse total, y en 1911 Einstein lanzó una invitación a la comunidad astronómica a perseguir eclipses para medir la deflexión de la luz de las estrellas en el borde del Sol, que según sus cálculos sería de 0.87 segundos de arco (3,600 segundos de arco hacen un grado). ¿En qué se notaría la deflexión? Las estrellas cercanas al borde del Sol tendrían que aparecer ligerísimamente desplazadas de sus posiciones normales y el efecto debería ser más notorio cuanto más cerca estuvieran del borde del Sol. El desplazamiento sería mínimo, en el límite de lo medible con los recursos de la época.
Los primeros intentos de detectar la deflexión relativista de la luz (una expedición argentina a Brasil, una alemana-estadounidense a Crimea) fallaron por una combinación de mal tiempo y Primera Guerra Mundial (los alemanes en Crimea fueron detenidos acusados de espionaje). Y qué bueno, porque resulta que Einstein se había equivocado en sus cálculos de 1911. Peor aún: sin saberlo Einstein, ya en el siglo XIX Johann von Soldner calculó una desviación gravitacional de la luz por el Sol, pero usando la teoría de Newton (y suponiendo, con Newton, que la luz estaba hecha de corpúsculos muy veloces, pero sujetos a la gravedad como cualquier cuerpo). A Soldner le había salido lo mismo que a Einstein. Cuando éste se dio cuenta de su error y se corrigió, en noviembre de 1915, le salió aproximadamente el doble: 1.75 segundos de arco. ¿Qué habría pasado si los primeros intentos no hubieran fallado? Einstein, el pacifista, se ahorró muchos bochornos gracias al mal tiempo y a la guerra.

El primer fan de Einstein
Mientras sus coterráneos recibían informes del avance del enemigo en el continente, el astrónomo Arthur Eddington los recibía del avance de Einstein en la construcción de su teoría. Los informes se los enviaba el astrónomo Willem de Sitter desde Holanda, país que por ser neutral no despertaba las sospechas de los censores de correos. Cuando Einstein por fin completó la teoría en 1915, Eddington era una de las pocas personas calificadas para entender las aparatosas matemáticas tras las cuales se oculta la elegante simplicidad del principio de equivalencia.
Eddington era cuáquero. Los cuáqueros son una comunidad religiosa derivada del protestantismo que se opone a la guerra, lo que metió en serios problemas al joven Eddington. A partir de 1917 el Reino Unido empezó a reclutar hombres jóvenes para enviarlos al continente a luchar. Eddington se oponía por principio a participar en la guerra; era lo que se llama un objetor de conciencia. En 1917 los objetores de conciencia iban a la cárcel. A menos que…
El entusiasmo de Eddington por la teoría de Einstein era entre molesto y contagioso. Molesto porque los británicos sentían una aversión rayana en el asco contra todo lo que viniera de Alemania. La xenofobia de los científicos británicos alcanzó tal grado de absurdo, que incluso exigieron la renuncia del presidente de la Real Sociedad Astronómica porque tenía antepasados alemanes. Así, la mayoría de los colegas de Eddington veía muy mal que éste defendiera la teoría de la gravitación de Albert Einstein, como si la validez de una teoría pudiera depender de la nacionalidad de su autor. Ser científico no vacuna contra la irracionalidad ni los prejuicios.
Frank Dyson, Astrónomo Real y miembro de la Comisión Conjunta de Eclipses de la Real Sociedad y la Real Sociedad Astronómica, se había dejado contagiar por Eddington y por eso en 1918 escribió una carta al gobierno británico para solicitar que exentaran a su joven colega de participar en la guerra para ponerlo al frente de una alta encomienda científica que sólo él podía encabezar: ir a una isla remota para observar un eclipse con el objetivo de poner a prueba la deflexión de la luz. Dyson tenía visión política –cosa relativamente rara en los científicos— y se le nota en su carta, en la que apeló al nacionalismo ramplón de sus compatriotas para salirse con la suya: “Las investigaciones del profesor Eddington mantienen la exaltada tradición de la ciencia británica, especialmente en vista de la idea común, pero errónea, de que las investigaciones científicas más importantes provienen de Alemania”. ¡Alemania! ¡Ni lo mande Dios! Dénle ese permiso a Eddington, dijeron las autoridades británicas.

En pos de un eclipse
Si uno se pone a esperar a que un eclipse se digne ocurrir en su ciudad puede esperar sentado. Los eclipses hay que perseguirlos aunque nos lleven hasta el fin del mundo. La Comisión Conjunta de Eclipses identificó un eclipse que se esperaba para el 29 de mayo de 1919 como ideal para el propósito de la expedición. En mayo el Sol está en la constelación de Tauro y en esa constelación hay un grupo de estrellas muy brillantes conocidas como las Híades. Con el Sol eclipsado, las Híades se harían visibles y los expedicionarios tendrían varias estrellas cercanas al borde del Sol para hacer sus mediciones y compararlas con las predicciones de la teoría general de la relatividad.
Lo único que se apartaba de lo ideal era el lugar: la sombra de la Luna recorrería la selva del Amazonas, el Atlántico ecuatorial y una buena parte de África. Habría que transportar delicados instrumentos de medición en barco hasta esos lugares, y una vez ahí el calor ecuatorial podía hacer de las suyas con los aparatos. Además había que llegar con antelación para prepararse, lo que implicaba conseguir alojamiento en esas regiones remotas. El director del observatorio de Río de Janeiro les ayudó a escoger el lugar ideal en Brasil: la ciudad de Sobral. El otro sitio elegido fue la isla Príncipe, perteneciente a Portugal, una isla tropical montañosa y propensa a las lluvias situada en el golfo de Guinea. Los expedicionarios: Andrew Crommelin y Charles Davidson para Sobral y Arthur Eddington y Edwin Cottingham para Príncipe. El objetivo: determinar si la luz 1) no se desvía con la gravedad, 2) se desvía según la ley de Newton (0.87 segundos de arco) o 3) se desvía según la ley de Einstein (el doble). “¿Y qué pasa si nos sale el doble del resultado de Einstein?”, preguntó Cottingham poco antes de partir. Frank Dyson contestó: “Que Eddington enloquecerá y usted tendrá que regresar solo a casa”.

Nubes
Eddington y Cottingham llegaron a la isla Príncipe el 23 de abril y se alojaron cómodamente en la casa de un rico terrateniente. Durante un mes los colaboradores montaron el equipo bajo una carpa de lona especial para protegerlo de la luz directa del Sol, hicieron pruebas del equipo fotográfico y ensayaron la estudiada coreografía que tendría que seguir cada cual durante los breves minutos de totalidad.
En un informe posterior los expedicionarios escribieron: “Llegamos hacia el final de la temporada de lluvias, pero alrededor del 10 de mayo empezó a soplar la gravana, un viento seco, y desde ese día no volvió a llover hasta la mañana del eclipse”. Mala suerte. El aguacero duró hasta las 11:30 y ya cerca de las 2:00 el Sol asomó entre nubes aún espesas. Durante los cinco minutos de totalidad Eddington y Cottingham ejecutaron los procedimientos que habían ensayado sin tiempo para admirar el fenómeno y sin saber si obtendrían fotos útiles. Para mayor vejación de los expedicionarios, las nubes se dispersaron en cuanto terminó el eclipse.
Obtuvieron 16 placas, las cuales revelaron durante varias noches. A Eddington no se le cocían las habas por ponerse a medir pese a que en la isla no contaba con el equipo apropiado. La tarea se dificultó bastante, pero una de las placas que midió dio un resultado compatible con la teoría de Einstein. Fue un momento inolvidable. Eddington se volvió a su acompañante y le dijo: “Cottingham, no tendrá que regresar solo a casa”. Los expedicionarios llegaron a Inglaterra el 14 de julio de 1919.
Tras un tedioso análisis, el equipo de científicos de la expedición se dio cuenta de que sólo dos de las 16 fotos de Eddington eran aceptables. Y las fotos de Brasil  tenían sus propios problemas: el calor había afectado el equipo óptico, y si no fuera por unas fotos extras que se hicieron con un instrumento más pequeño, todo habría sido en vano. Quizá precipitadamente, Eddington se dio por satisfecho.
El 27 de septiembre de 1919 el físico holandés Hendrik Antoon Lorentz le envió un telegrama a Einstein, que al parecer ni siquiera estaba enterado de la expedición: “Eddington encontró desplazamiento estelar en el borde del Sol”. El 6 de noviembre la Real Sociedad Astronómica organizó una gran ceremonia… sin Einstein: era impensable aún viajar de Berlín a Londres. Bajo un retrato de Isaac Newton, el Astrónomo Real Frank Dyson anunció: “Tras un cuidadoso estudio de las placas puedo declarar que no queda duda de que confirman las predicciones de Einstein”. Al día siguiente Einstein ya era famoso en todo el mundo.

Dudas
Se ha acusado a Eddington de que, en su afán por darle la razón a Einstein, trató sus escasos datos con demasiada ligereza, desechando sin más los que no se ajustaban a sus deseos. Hoy la desviación de la luz en un campo gravitacional está confirmadísima, pero cabe la duda de que esto haya ocurrido en 1919. Sin embargo, quizá es más importante lo simbólico del gesto de Arthur Eddington, el inglés que se propuso poner a prueba la teoría de un “enemigo” alemán para frenar la estupidez y la xenofobia de sus compatriotas. En ese apartado, la expedición fue un éxito.



domingo, 12 de mayo de 2019

Las orejas de Saturno (fragmento)

Acaba de salir la nueva edición de mi libro Las orejas de Saturno (Penguin Random House, 2019). Aquí les dejo un fragmento para que corran a su librería más cercana, o lo compren en versión electrónica:


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El tamagochi taquiónico del príncipe Serguei

La princesa Magalia Yureievna Melgarova, célebre dama de sociedad de San Petersburgo, ofrecía una de sus aclamadas soirées, tertulias literarias semanales a las que asistía la crema de la intelectualidad petersburguesa. Eran los días del conde León Tolstoi, autor de suculentos libros que las damas de la aristrocracia leían sentadas al sol en sus dachas, en verano. Los arsitócratas rusos de aquella época hablaban en francés. El ruso lo usaban sólo para dirigirse a sus sirvientes y a sus vasallos.         Mon Dieu! –exclamó Magalia Yureievna arrugando su encantadora naricita cuando el ujier anunció al príncipe Serguei Sergueievich Regulov—. Llegáis tarde, príncipe.         Regulov sacó un poco de rapé de una tabaquera dorada y lo aspiró por la nariz.         –Tuve que atender un asunto urgente, querida princesa –dijo—. Mi secretario llamó para darme los resultados del hipódromo.         –¿Y habéis ganado o perdido?         –Voy a ganar –replicó Regulov enigmáticamente—. Sajarov, mi secretario, irá al hipódromo mañana.         Magalia Yureievna arqueó las cejas. Estaba habituada a las excentricidades de su amigo, pero aquello era demasiado.         –¡Lo que decís es absurdo, Serguei Sergueievich! ¿Cómo pudo llamaros desde el hipódromo si no irá allí hasta mañana? Además el teléfono no se ha inventado aún.         Regulov fingió no haber escuchado.         –A propósito, querida, ¿os conté de mi nuevo invento? –dijo, al tiempo que se sacaba del bolsillo un aparato ovalado que le cabía cómodamente en la palma de la mano. La princesa volvió a arquear las cejas.         –¿Un tamagochi? ¡Chaaaaale!         El asombro la hizo proferir esta exclamación en vulgar ruso sin darse cuenta.         –No, no, ma chère –le dijo Regulov en francés—. Esto es un teléfono celular taquiónico. Los teléfonos celulares comunes y corrientes convierten el sonido en ondas electromagnéticas. Los fotones de las ondas electromagnéticas transportan el mensaje al otro teléfono. Los teléfonos normales envían mensajes al presente, o mejor dicho, al futuro muy cercano, porque los fotones, viajando a la velocidad de la luz, tardan una fracción de segundo en ir de un teléfono al otro. Mi teléfono taquiónico, empero, envía mensajes por medio de taquiones que, como sabéis, se propagan más rápido que la luz. Según las leyes de la relatividad, los taquiones viajan hacia atrás en el tiempo. Mi... ¿cómo dijisteis?... tamagochi envía mensajes al pasado.         La princesa se quedó pensativa.
         –¿O sea que vuestro secretario llamó desde el futuro?         –Precisamente. Y ahora tengo en mi poder los resultados de las carreras de mañana. Voy a ganar, como ya os dije.         La orquesta acometió un vals.         La princesa Melgarova no era completamente ignorante en ciencias. Estaba al tanto de las pesquisas fallidas de Mike Kreisler, quien no había podido detectar los taquiones.         –Pero pensé que los experimentos de Mike Kreisler demostraban que no...         –Mike Kreisler buscó donde no debía –la interrumpió Regulov—. Kreisler es estadounidense. Estados Unidos es un país muy avanzado. Los norteamericanos siempre miran hacia el futuro. Pero nosotros somos rusos atrasados. ¡Hasta nos vestimos y hablamos como si estuviéramos en tiempos de Tolstoi!         Estamos en tiempos de Tolstoi –le recordó la princesa.         –Precisamente. Ésta es la Rusia feudal, país empantanado en el pasado. ¿Podéis imaginaros mejor lugar para buscar unas partículas que se desplazan hacia atrás en el tiempo? Yo detecté montones de taquiones en mi pequeña propiedad de Novgorod.         En eso el aparatito parecido a un tamagochi empezó a sonar.         –¡Ah, ahí está! –dijo Regulov—. O quizá debería decir ahí estará. Sajarov irá el mes entrante a Nueva York a inspeccionar el mercado de valores. Me imagino que es él.         Acto seguido, Serguei Sergueievich sacó una pluma y un trozo de papel. Del teléfono taquiónico salió la voz gangosa de su secretario.         –Buenas noches, alteza.         El príncipe escribió “Buenas noches, Sajarov”. Como Magalia Yureievna lo miraba extrañada, Regulov explicó:         –Los taquiones viajan hacia el pasado, pero no hacia el futuro. No puedo hacer que Sajarov me escuche en Nueva York dentro de un mes, de modo que escribo mis respuestas en un pedazo de papel, el cual le entregaré esta noche indicándole que lo abra cuando me llame desde Nueva York para comunicarme los resultados de la bolsa de valores.         –Pero –objetó la princesa—, ¿no sería más fácil simplemente anotar los resultados que os dé Sajarov hoy? ¡Así ni siquiera tendría que tomarse la molestia de ir a Nueva York el mes que entra y os ahorraríais mucho dinero!         –Mmmh... –hizo el príncipe, pensativo, tratando de desenredar lo que su amiga acababa de decirle. La princesa había dado con algo importante, pero Regulov no sabía muy bien qué era.         –¿Hola...? –dijo el tamagochi, esperando la respuesta del príncipe.         Al mismo tiempo, pero un mes después, Sajarov se encontraba en Nueva York con la vista clavada en un trozo de papel que sólo decía “Buenas noches, Sajarov”.
--Fragmento de Las orejas de Saturno, (Penguin Random House, 2019)