El
eclipse de Arthur Eddington (de ¿Cómo ves?, no. 246)
Hace 100 años, con
Alemania derrotada tras la Primera Guerra Mundial, Arthur Eddington se empeñó
en poner a prueba la teoría general de la relatividad de Albert Einstein en un gesto
de buena voluntad para acallar las voces de la xenofobia. Para eso tuvo que
irse a observar un eclipse en una isla remota.
Por Sergio de Régules
El 29 de mayo de 1919 dos equipos de
astrónomos británicos –uno en Sobral, Brasil, y el otro en la isla Príncipe— se
afanaban junto a unos telescopios, espejos, cámaras y otros instrumentos para
tomar fotografías del Sol eclipsado. Más que el eclipse propiamente dicho, les
interesaban las estrellas que aparecerían alrededor del Sol durante los cinco
minutos de falsa noche que traería la etapa de totalidad.
En Sobral, Andrew Crommelin y Charles Davidson
vieron la silueta de la Luna tapar el disco solar en un cielo despejado. Horas
después, en la isla Príncipe, Arthur Eddington y Edwin Cottingham constataron
con desazón que el cielo estaba encapotado. A las 10:00 de la mañana empezó un
aguacero. Un desfile de nubarrones amenazaba con impedirles hacer su parte del
trabajo. Dos años de planeación y ensayos estaban a punto de irse a la basura.
Curvas
de luz
Muy lejos de ahí, en Berlín, Albert Einstein
se dedicaba a sus actividades cotidianas sin saber que peligraba el tercer
intento de comprobar un efecto que anticipó en 1911.
Durante casi 10 años Einstein batalló para
construir su teoría general de la relatividad, una teoría de la gravitación
basada en una observación muy simple, pero que resultó requerir unas
matemáticas enredadísimas. Desde que Galileo soltó dos bolas de pesos distintos
desde lo alto de la torre de Pisa en el siglo XVII (o desde que se inventó esta
anécdota) sabemos que todas las cosas caen a la misma velocidad sin importar
cuánto pesen: un elefante y una cereza se desploman lado a lado si eliminamos
la fricción del aire y los abandonamos a la sola fuerza de gravedad. ¿Por qué?
¿No debería caer más rápido el elefante? La gravedad le da un jalón más fuerte,
en efecto, pero las cosas pesadas son tercas: es difícil ponerlas en movimiento
si estaban quietas y pararlas si estaban en movimiento, propiedad que se conoce
como inercia. La cereza, en cambio,
pesa poco, pero es más fácil acelerarla. Los efectos se compensan exactamente
y... voilà! Caída simultánea.
Durante tres siglos este equilibrio exacto
entre peso e inercia se consideró como una casualidad cercana a lo milagroso.
Se hicieron experimentos para distinguirlas, pero nada. En 1907 Einstein resolvió
así el problema: no es casualidad que el peso y la inercia valgan lo mismo, ¡es
que son la misma cosa! (véase ¿Cómo ves?,
no. 204).
Con este principio de equivalencia como punto
de partida para una nueva teoría de la gravitación, Einstein se puso a buscar
en qué diferiría ésta de la teoría tradicional de Isaac Newton. Ambas predicen
que todo cae a la misma velocidad en un campo gravitacional sin importar su
peso. ¿Qué fenómenos particulares predecía la nueva teoría que la antigua no?
Imagínense un montón de elevadores cerrados en
el espacio, lejos de todo campo gravitacional. Supongamos que desde fuera vemos
un elevador en reposo y los otros moviéndose hacia arriba, unos más rápido,
otros más despacio, pero a velocidades constantes. Los llamaré elevadores
inerciales. Tanto la teoría tradicional como la de Einstein coinciden en que
los ocupantes de todos los elevadores inerciales flotarían sin peso dentro de éstos.
Pasa un rayo de luz. Todos lo ven propagarse
en línea recta, aunque cada elevador verá una recta con orientación distinta,
según se añade la velocidad vertical de su elevador a la lateral del rayo de
luz: más velocidad hacia arriba, más inclinado hacia abajo el rayo. Hasta aquí
siguen coincidiendo las dos teorías.
Uno de los elevadores se subleva y empieza a
acelerar. ¿Qué ven sus ocupantes? Primero, que todo se pega al piso como si
alguien hubiera prendido la gravedad. Y segundo, que algo extraño le pasa al
rayo de luz. Como el elevador va a cada instante un poco más rápido, es como si
los ocupantes fueran pasando de un elevador inercial al siguiente, más veloz:
la inclinación del rayo de luz va cambiando y el resultado es que, en vez de
recto, se ve curvo. En la teoría tradicional de Newton esta curvatura del rayo
de luz es un simple efecto de la aceleración del observador. La de Einstein, en
cambio, dice que peso e inercia son lo mismo. El jalón inercial hacia abajo
debido a la aceleración es indistinguible de un jalón gravitacional. Que el
rayo de luz se curve en el elevador acelerado implica que también se curva en
un campo gravitacional. La gravedad desvía los rayos de luz.
Para
qué sirve un eclipse
Tremenda predicción. ¿Cómo la ponemos a
prueba? Con rayos de luz en un campo gravitacional, pero el de la Tierra es
demasiado débil para que se note el efecto. Por suerte está la gravedad del
Sol, 30 veces más intensa que la de la Tierra. Necesitamos rayos de luz que
vengan de más allá del Sol, pasen rasando su superficie y lleguen a la Tierra
para poderlos ver; por ejemplo, luz proveniente de las estrellas que están
detrás del Sol.
Sólo hay una circunstancia en la que se deja ver
la luz de las estrellas que están detrás del Sol: un eclipse total, y en 1911
Einstein lanzó una invitación a la comunidad astronómica a perseguir eclipses
para medir la deflexión de la luz de las estrellas en el borde del Sol, que
según sus cálculos sería de 0.87 segundos de arco (3,600 segundos de arco hacen
un grado). ¿En qué se notaría la deflexión? Las estrellas cercanas al borde del
Sol tendrían que aparecer ligerísimamente desplazadas de sus posiciones normales
y el efecto debería ser más notorio cuanto más cerca estuvieran del borde del
Sol. El desplazamiento sería mínimo, en el límite de lo medible con los
recursos de la época.
Los primeros intentos de detectar la
deflexión relativista de la luz (una expedición argentina a Brasil, una
alemana-estadounidense a Crimea) fallaron por una combinación de mal tiempo y
Primera Guerra Mundial (los alemanes en Crimea fueron detenidos acusados de
espionaje). Y qué bueno, porque resulta que Einstein se había equivocado en sus
cálculos de 1911. Peor aún: sin saberlo Einstein, ya en el siglo XIX Johann von
Soldner calculó una desviación gravitacional de la luz por el Sol, pero usando
la teoría de Newton (y suponiendo, con Newton, que la luz estaba hecha de
corpúsculos muy veloces, pero sujetos a la gravedad como cualquier cuerpo). A
Soldner le había salido lo mismo que a Einstein. Cuando éste se dio cuenta de
su error y se corrigió, en noviembre de 1915, le salió aproximadamente el
doble: 1.75 segundos de arco. ¿Qué habría pasado si los primeros intentos no
hubieran fallado? Einstein, el pacifista, se ahorró muchos bochornos gracias al
mal tiempo y a la guerra.
El
primer fan de Einstein
Mientras sus coterráneos recibían informes del
avance del enemigo en el continente, el astrónomo Arthur Eddington los recibía
del avance de Einstein en la construcción de su teoría. Los informes se los
enviaba el astrónomo Willem de Sitter desde Holanda, país que por ser neutral no
despertaba las sospechas de los censores de correos. Cuando Einstein por fin
completó la teoría en 1915, Eddington era una de las pocas personas calificadas
para entender las aparatosas matemáticas tras las cuales se oculta la elegante
simplicidad del principio de equivalencia.
Eddington era cuáquero. Los cuáqueros son una
comunidad religiosa derivada del protestantismo que se opone a la guerra, lo
que metió en serios problemas al joven Eddington. A partir de 1917 el Reino
Unido empezó a reclutar hombres jóvenes para enviarlos al continente a luchar.
Eddington se oponía por principio a participar en la guerra; era lo que se
llama un objetor de conciencia. En 1917 los objetores de conciencia iban a la cárcel.
A menos que…
El entusiasmo de Eddington por la teoría de Einstein
era entre molesto y contagioso. Molesto porque los británicos sentían una
aversión rayana en el asco contra todo lo que viniera de Alemania. La xenofobia
de los científicos británicos alcanzó tal grado de absurdo, que incluso exigieron
la renuncia del presidente de la Real Sociedad Astronómica porque tenía antepasados
alemanes. Así, la mayoría de los colegas de Eddington veía muy mal que éste
defendiera la teoría de la gravitación de Albert Einstein, como si la validez
de una teoría pudiera depender de la nacionalidad de su autor. Ser científico
no vacuna contra la irracionalidad ni los prejuicios.
Frank Dyson, Astrónomo Real y miembro de la
Comisión Conjunta de Eclipses de la Real Sociedad y la Real Sociedad
Astronómica, se había dejado contagiar por Eddington y por eso en 1918 escribió
una carta al gobierno británico para solicitar que exentaran a su joven colega de
participar en la guerra para ponerlo al frente de una alta encomienda
científica que sólo él podía encabezar: ir a una isla remota para observar un
eclipse con el objetivo de poner a prueba la deflexión de la luz. Dyson tenía
visión política –cosa relativamente rara en los científicos— y se le nota en su
carta, en la que apeló al nacionalismo ramplón de sus compatriotas para salirse
con la suya: “Las investigaciones del profesor Eddington mantienen la exaltada
tradición de la ciencia británica, especialmente en vista de la idea común,
pero errónea, de que las investigaciones científicas más importantes provienen
de Alemania”. ¡Alemania! ¡Ni lo mande Dios! Dénle ese permiso a Eddington,
dijeron las autoridades británicas.
En pos de un eclipse
Si uno se pone a esperar a que un eclipse se
digne ocurrir en su ciudad puede esperar sentado. Los eclipses hay que
perseguirlos aunque nos lleven hasta el fin del mundo. La Comisión Conjunta de
Eclipses identificó un eclipse que se esperaba para el 29 de mayo de 1919 como
ideal para el propósito de la expedición. En mayo el Sol está en la
constelación de Tauro y en esa constelación hay un grupo de estrellas muy
brillantes conocidas como las Híades. Con el Sol eclipsado, las Híades se
harían visibles y los expedicionarios tendrían varias estrellas cercanas al
borde del Sol para hacer sus mediciones y compararlas con las predicciones de
la teoría general de la relatividad.
Lo único que se apartaba de lo ideal era el
lugar: la sombra de la Luna recorrería la selva del Amazonas, el Atlántico
ecuatorial y una buena parte de África. Habría que transportar delicados
instrumentos de medición en barco hasta esos lugares, y una vez ahí el calor
ecuatorial podía hacer de las suyas con los aparatos. Además había que llegar
con antelación para prepararse, lo que implicaba conseguir alojamiento en esas
regiones remotas. El director del observatorio de Río de Janeiro les ayudó a
escoger el lugar ideal en Brasil: la ciudad de Sobral. El otro sitio elegido
fue la isla Príncipe, perteneciente a Portugal, una isla tropical montañosa y
propensa a las lluvias situada en el golfo de Guinea. Los expedicionarios:
Andrew Crommelin y Charles Davidson para Sobral y Arthur Eddington y Edwin
Cottingham para Príncipe. El objetivo: determinar si la luz 1) no se desvía con
la gravedad, 2) se desvía según la ley de Newton (0.87 segundos de arco) o 3)
se desvía según la ley de Einstein (el doble). “¿Y qué pasa si nos sale el
doble del resultado de Einstein?”, preguntó Cottingham poco antes de partir.
Frank Dyson contestó: “Que Eddington enloquecerá y usted tendrá que regresar
solo a casa”.
Nubes
Eddington y Cottingham llegaron a la isla Príncipe
el 23 de abril y se alojaron cómodamente en la casa de un rico terrateniente. Durante
un mes los colaboradores montaron el equipo bajo una carpa de lona especial para
protegerlo de la luz directa del Sol, hicieron pruebas del equipo fotográfico y
ensayaron la estudiada coreografía que tendría que seguir cada cual durante los
breves minutos de totalidad.
En un informe posterior los expedicionarios
escribieron: “Llegamos hacia el final de la temporada de lluvias, pero
alrededor del 10 de mayo empezó a soplar la gravana,
un viento seco, y desde ese día no volvió a llover hasta la mañana del eclipse”.
Mala suerte. El aguacero duró hasta las 11:30 y ya cerca de las 2:00 el Sol asomó
entre nubes aún espesas. Durante los cinco minutos de totalidad Eddington y
Cottingham ejecutaron los procedimientos que habían ensayado sin tiempo para admirar
el fenómeno y sin saber si obtendrían fotos útiles. Para mayor vejación de los
expedicionarios, las nubes se dispersaron en cuanto terminó el eclipse.
Obtuvieron 16 placas, las cuales revelaron
durante varias noches. A Eddington no se le cocían las habas por ponerse a
medir pese a que en la isla no contaba con el equipo apropiado. La tarea se
dificultó bastante, pero una de las placas que midió dio un resultado
compatible con la teoría de Einstein. Fue un momento inolvidable. Eddington se
volvió a su acompañante y le dijo: “Cottingham, no tendrá que regresar solo a
casa”. Los expedicionarios llegaron a Inglaterra el 14 de julio de 1919.
Tras un tedioso análisis, el equipo de científicos
de la expedición se dio cuenta de que sólo dos de las 16 fotos de Eddington eran
aceptables. Y las fotos de Brasil tenían
sus propios problemas: el calor había afectado el equipo óptico, y si no fuera
por unas fotos extras que se hicieron con un instrumento más pequeño, todo habría
sido en vano. Quizá precipitadamente, Eddington se dio por satisfecho.
El 27 de septiembre de 1919 el físico holandés
Hendrik Antoon Lorentz le envió un telegrama a Einstein, que al parecer ni
siquiera estaba enterado de la expedición: “Eddington encontró desplazamiento
estelar en el borde del Sol”. El 6 de noviembre la Real Sociedad Astronómica
organizó una gran ceremonia… sin Einstein: era impensable aún viajar de Berlín
a Londres. Bajo un retrato de Isaac Newton, el Astrónomo Real Frank Dyson
anunció: “Tras un cuidadoso estudio de las placas puedo declarar que no queda
duda de que confirman las predicciones de Einstein”. Al día siguiente Einstein
ya era famoso en todo el mundo.
Dudas
Se ha acusado a Eddington de que, en su afán por
darle la razón a Einstein, trató sus escasos datos con demasiada ligereza,
desechando sin más los que no se ajustaban a sus deseos. Hoy la desviación de
la luz en un campo gravitacional está confirmadísima, pero cabe la duda de que
esto haya ocurrido en 1919. Sin embargo, quizá es más importante lo simbólico del
gesto de Arthur Eddington, el inglés que se propuso poner a prueba la teoría de
un “enemigo” alemán para frenar la estupidez y la xenofobia de sus compatriotas.
En ese apartado, la expedición fue un éxito.