Extracto de mi libro Las orejas de Saturno (Paidós, 2003). Feliz día de muertos.
Franz Schubert compuso su cuarteto
de cuerdas La muerte y la doncella
alrededor de 1825, tres años antes de su propia muerte en plena juventud, a los
31 años. La obra está basada en una canción que Schubert había compuesto unos
años antes sobre cierto poema en el que la muerte viene a llevarse a una
muchacha. En la canción (mas no en el cuarteto, que es instrumental) la joven
se resiste. “Pasa de largo, por favor, muerte cruel”, le dice. “Soy aún joven.
No me toques”. La muerte insiste, alegando que no viene a castigar, sino a
recompensar a la chica con el dulce sueño eterno. Al final la convence y la
muerte corta la flor en capullo.
La
muerte en la juventud es un tema común en el arte. Otros muertos jóvenes
famosos, además de la doncella de Schubert, son Ofelia, enamorada del príncipe
Hamlet, que, enloquecida, se ahoga en un arroyo, y los amantes Romeo y Julieta.
De estas muertes la más interesante es la de Julieta. Presa de la desesperación
porque su amado Romeo ha sido desterrado, bebe un filtro que le dará la
apariencia de la muerte por espacio de 24 horas. Sus padres la encuentran
pálida, fría y sin pulso y la depositan en la cripta de la familia Capuleto, adonde
irá a buscarla Romeo si recibe a tiempo la nota que con un mensajero le envía
Julieta y en la cual ésta le comunica a su amado el plan. Pero el mensajero y
Romeo se cruzan sin darse cuenta en el camino de Verona. Romeo encuentra a su
amada, la cree muerta y bebe un veneno. Julieta despierta de su catatonia y...
Lo que sigue es bien conocido, y además no me hace falta para continuar.
Hay
muchas preguntas que se pueden hacer con provecho acerca de las teorías
científicas que han pasado a mejor vida: ¿cuáles han sido las teorías muertas
que más influencia tuvieron en vida? ¿Cuáles sirvieron para moldear la forma
moderna de pensar? ¿Por qué mueren las teorías? ¿Puede una teoría volver a la
vida?
Algunas
teorías se mueren bien muertas. En el siglo IV a. C. Aristóteles edificó una
teoría de casi todo muy elaborada y hasta convincente, basada en una idea de
Eudoxo de Cnidos. La teoría de Aristóteles explicaba los movimientos de los
astros en el cielo en términos de un enrevesado mecanismo de esferas
concéntricas que giraban como los engranes de un reloj. Aristóteles añadió a su
descripción del cosmos una teoría de la física, por medio de la cual pretendía
explicar los movimientos de todos los cuerpos. La cosmología y la física
aristotélicas perduraron cerca de 2000 años, pero murieron entre el siglo XVI y
el XVII, cuando se produjo una revolución científica que empezó cuando Nicolás
Copérnico publicó su tratado De las
revoluciones de las esferas celestes, en el que proponía que la Tierra gira
alrededor del sol y no al revés, y culminó cuando Isaac Newton formuló las
leyes de la mecánica que todavía nos enseñan en la escuela.
Otras
teorías no mueren, sólo pierden terreno. Tal es el caso de las susodichas leyes
de Newton. Desde mediados del siglo XIX hubo indicios de que no eran tan
universales como había parecido hasta entonces. En 1905 quedó claro que la
mecánica newtoniana es un caso particular de una teoría más general que la
abarca: la teoría de la relatividad de Albert Einstein.
Un
caso especialmente interesante es el de las teorías que, como Julieta,
despiertan de una falsa muerte. El meteorólogo y explorador alemán Alfred
Wegener se quedó atónito cuando, alrededor de 1910, mirando un mapa, se le
ocurrió que el parecido de los contornos de África y América del Sur no era
casualidad. Si los continentes parecían piezas de rompecabezas tenía que ser
porque en el pasado habían estado juntos. Haciendo indagaciones Wegener
descubrió muchos indicios más de que los continentes se habían movido. Por
ejemplo, de un lado del Atlántico hay estratos geológicos que se repiten del
otro; muchos animales antiguos que se encuentran fosilizados en África también
existen en Sudamérica, y muchas especies modernas --entre ellas un caracol--
tienen hábitats que se extienden sobre varios continentes (¿cómo se diseminó el
caracol si esas tierras no fueron una sola en el pasado?).
En
1915 Wegener publicó el libro El origen
de los continentes y los océanos, en el que expone la hipótesis de deriva continental: los continentes no
siempre han tenido la configuración que les conocemos hoy en día. Pese a la
gran cantidad de pruebas independientes que reunió, no logró convencer a los
geólogos de que los continentes se movían. El rechazo de los geólogos se debió
en parte a que Wegener nunca explicó satisfactoriamente por qué se movían los continentes, y en parte a que no era geólogo.
Los científicos tienen sentimientos tribales como todo el mundo y desconfían de
los forasteros, a veces con razón.
La
hipótesis de la deriva continental causó polémica mientras su autor estuvo vivo
para defenderla y reeditar su libro. Pero en 1930 Wegener pereció durante una
expedición a Groenlandia y con su muerte la hipótesis cayó en el olvido. No fue
hasta después de la Segunda Guerra Mundial cuando los oceanógrafos, usando
instrumentos mejorados, descubrieron pruebas del movimiento de los continentes
independientes de las de Wegener.
Luego,
en 1959, el geólogo Harry Hammond Hess hizo circular informalmente una
hipótesis tan atrevida, que él mismo la llamó “ensayo de poesía geológica”.
Basándose en estudios del lecho marino y las cordilleras submarinas, Hess
proponía que las cordilleras son sitios de formación de suelo oceánico nuevo,
el cual se desplaza hacia los lados de la cordillera en el transcurso de muchos
millones de años y luego vuelve a las entrañas de la Tierra en las fosas
oceánicas, que son zonas de hundimiento del lecho oceánico. En otras palabras,
el suelo de los océanos se recicla, lo cual explica, entre otras cosas, por qué
en el fondo del mar no hay fósiles de más de 200 millones de años de antigüedad
pese a que en tierra se encuentran fósiles de hasta 3500 millones de años.
La
hipótesis de Hess es un elemento fundamental de la teoría de tectónica de
placas, la síntesis geológica surgida en los años 60 que incorpora en una sola
teoría un gran número de fenómenos geológicos que antes se creían
independientes. En la tectónica de placas los continentes van montados en la
capa basáltica que se recicla y por lo tanto se mueven, como había dicho
Wegener. La hipótesis ha resucitado, transfigurada.
La deriva continental no es la
única hipótesis que ha despertado de una muerte prematura. En 1916 Albert
Einstein publicó la teoría general de la relatividad, la teoría de la gravedad
que aceptan hoy en día casi todos los científicos. La
relatividad general ha dado un servicio estupendo desde su publicación. Sirve
para estudiar la estructura global del universo, así como las estrellas de
neutrones y los agujeros negros, esos objetos astronómicos insólitos que tanto
nos gustan a los divulgadores de la ciencia. Las ecuaciones de la relatividad
general le parecieron a Einstein tan hermosas que no podían ser falsas.
Empero,
cuando uno las aplicaba al universo en conjunto las ecuaciones decían que éste
debía estar contrayéndose o expandiéndose, resultado teórico para el cual no
había la menor prueba en 1916. Desde la antigüedad el cosmos nos había parecido
estático y a nadie se le había ocurrido dudarlo ni un instante. Tampoco se le
ocurrió a Einstein. A diferencia de su antecesor Isaac Newton, quien no tuvo el
menor empacho en inmiscuir a Dios en su teoría de la gravedad cuando no pudo
explicar sin milagros que el universo fuera estático, Einstein introdujo en las
ecuaciones un término matemático extra para que el universo relativista se
quedara quieto. El término que añadió se llama constante cosmológica y equivale a una especie de antigravedad que
serviría para contrarrestar la atracción gravitacional usual. El equilibrio
entre la gravedad normal y la repulsión de la constante cosmológica daba como
consecuencia un universo estático y bien comportado. “Reconocemos que para
llegar a esta descripción consistente”, escribió Einstein, “tuvimos que
introducir en las ecuaciones de campo de la gravitación una extensión que no tiene
fundamento en nuestro conocimiento actual de la gravedad” [citado en R. W.
Clark, Einstein: The Life and Times,
p. 269]. La
constante cosmológica era un feo pegote añadido a unas ecuaciones elegantes y
concisas, y Einstein, quien como muchos físicos teóricos se dejaba guiar en sus
investigaciones por criterios estéticos, no estaba nada contento.
Diez
años después de que Einstein manchara sus bonitas ecuaciones con la horrible
constante cosmológica el astrónomo estadounidense Edwin Hubble, que de
relatividad no sabía ni jota, descubrió que el universo, lejos de ser estático,
se está expandiendo [véase mi libro El
sol muerto de risa, pp. 73-78].
Al parecer la constante cosmológica era innecesaria y Einstein, muy ufano, la
borró de sus ecuaciones. Más tarde dijo que introducir en la teoría aquel
término infamante había sido el error más grave de su vida. Descanse en paz la
constante cosmológica.
Pero
no por mucho tiempo. A fines de los años 70 los cosmólogos, científicos
dedicados a explicar el origen y estructura del universo, se vieron en la
necesidad de introducir en la teoría del Big Bang (la gran explosión con que
empezó el universo) una fuerza de repulsión gravitacional que operó solamente
en los primeros instantes del universo. Esa fuerza de repulsión produjo un
breve periodo de expansión salvaje, al que los cosmólogos llamaron inflación, durante el cual el universo
adquirió la distribución de materia que le conocemos hoy en día. Para explicar
la causa de la inflación los cosmólogos echaron mano, naturalmente, de la vieja
constante cosmológica de Einstein.
La
antigravedad volvió a dar de qué hablar recientemente, con el descubrimiento de
que la expansión del universo se acelera en vez de frenarse, como todo el mundo
había supuesto hasta hace muy poco. Alrededor de 1998 dos equipos
independientes de científicos que estaban estudiando la velocidad de expansión
del universo se dieron cuenta de que algo andaba muy mal. Analizando la
intensidad y color de la luz que emiten ciertas estrellas en explosión conocidas
como supernovas tipo Ia, el equipo de Brian Schmidt, en Australia, y el de Saul
Perlmutter, en Estados Unidos, descubrieron que las supernovas más lejanas (que
al mismo tiempo son las más antiguas: vemos luz que emitieron hace miles de
millones de años y que apenas está llegando hasta nosotros) se ven más tenues
de lo que cabría esperar si la expansión del universo se frenara. Al principio
los científicos trataron de encontrar errores en sus datos. Luego, gracias en
parte a que los datos de ambos equipos decían lo mismo, aceptaron la evidencia:
el universo se expande cada vez más rápido.
La
noticia causó revuelo en la comunidad científica, lo cual no es difícil de
entender: no se conocía ningún agente capaz de acelerar la expansión del
universo. A la causa de que el universo vaya pisando el acelerador en vez del
freno se le llama hoy en día energía
oscura (porque no se ve, no porque sea maligna). Aunque nadie sabe muy bien
qué es, la energía oscura se parece mucho en sus efectos a la constante
cosmológica de Einstein y algunos cosmólogos piensan que eso es, ni más ni
menos. Otros tratan de explicar el origen de la energía oscura como efecto de
algún tipo de “materia exótica”, a la cual llaman quintaesencia. El asunto no está decidido. Como el telescopio de
Galileo, que hizo creer al científico renacentista que Saturno tenía orejas, el
procedimiento mediante el cual se hicieron las mediciones pertinentes hasta
hace poco nos presenta una imagen borrosa. El fallo dependerá de los resultados
que arrojen las mediciones que se están realizando con instrumentos y métodos
más precisos. Pese a todo, la antigravedad que Einstein desechó ha vuelto a
asomar la nariz y al parecer ya no será tan fácil deshacerse de ella.
La
muerte de las teorías e hipótesis científicas nos revela muchas cosas acerca de
la naturaleza de la ciencia. Examinando la historia de las teorías muertas se
ve que la adquisición de conocimiento científico es un constante refinar de
nuestros instrumentos de observación y de los conceptos con que organizamos los
resultados de las observaciones. La ciencia es un edificio en perpetua
construcción, es cierto, pero además se construye sobre cimientos cambiantes.