Ayer revisé un texto que nos propusieron para la revista ¿Cómo ves? Era un artículo sobre aritmética maya que exponía detalladamente cómo se hacen operaciones con el sistema de numeración de ese pueblo. Así como estaba resultaba un poco aburrido, porque parecía una entrada de enciclopedia o un capítulo de libro de texto. La explicación era buena, pero no invitaba a leerla. ¿Qué le fallaba?
Al poco rato me senté a comer unos tacos de canasta con mis amigas y colegas Libia Barajas y Sofi Argüelles. Libia nos contó esta historia real: una señora mayor (conocida de una amiga de Libia) iba de pie en un vagón de metro atestado cuando se dio cuenta de que le habían robado el reloj. Desesperada, mira de un lado a otro para ver si el ladrón sigue por ahí y se da cuenta de que el individuo que va junto ella trae puesto su reloj. "¡Qué cinismo!", piensa la señora, y le empieza a dar una rabia incontenible. "¡Qué insulto! Encima de que me roba el reloj, se queda ahí paradote sin importarle que yo me dé cuenta. Seguramente piensa que soy una viejita indefensa". En estas elucubraciones va la pobre señora, enchilándose cada vez más conforme pasan las estaciones del metro, cuando, en nombre y honor de todas las viejitas indefensas del mundo, decide reclamar sus derechos y no dejarse pisotear. ¡Ya basta de humillaciones! Sin poder contener la rabia, se vuelve hacia el tipo y sólo acierta a decirle con voz entrecortada: "¡El reloj! ¡El reloj!", con lo que el individuo se lo quita apresuradamente y se lo extiende a la señora. ¡Un triunfo para la justicia! La señora se va corriendo y casi nos la podemos imaginar saltando por los pasillos de la estación Juanacatlán sin prestar atención a su artritis mientras se aleja profiriendo gritos de emoción con el reloj en alto. Al llegar a su casa encuentra su reloj en la mesa del comedor.
Hasta masticar se nos olvidó mientras Libia contaba la historia. Nos tenía prendidos de sus palabras. Acabamos llorando de risa, que es una de las sensaciones más agradables del mundo. Imagínense la historia que contó el pobre individuo al llegar a su casa: "¡Me asaltó una viejita!"
Y he ahí lo que le faltaba al artículo de la aritmética maya: no contaba ninguna historia.
He descubierto con la experiencia que si quiero acaparar la atención del público (en una conferencia, en un libro o artículo, en un programa de radio y hasta en una clase) lo mejor es pasar al modo narrativo. Narrar es la forma por excelencia de transmitir información y convencer. Y por buenas razones, al parecer. Hay una línea de investigación relativamente reciente que consiste en indagar 1) por qué todas las culturas de todos los tiempos, sin excepción, tienen cuentos que se pasan de generación en generación y 2) qué se requiere para que un relato absorba a su público (para que el público se deje transportar por la narrativa). Los resultados sugieren varias cosas interesantes.
En primer lugar, que no cualquier cadena de sucesos contados constituye una narrativa. Para ser eficaz la historia necesita "agentes intencionales" con deseos y motivaciones: personajes reconocibles como humanos en situaciones de adversidad, que al final se superan o no. Una lista de hechos no es una narrativa. Una explicación descarnada tampoco. Hace falta gente y conflicto.
La psicóloga Melanie Green, de la Universidad de Carolina del Norte, ha llevado a cabo experimentos que demuestran, como ya se sospechaba, que las personas reaccionan más intensamente a las historias si lo que éstas describen les es conocido. Green puso a un grupo de voluntarios a leer la historia de un hombre homosexual que llega a una fiesta de su generación de la universidad. Como es natural, los participantes con amigos o parientes homosexuales (o que lo eran ellos mismos, claro) se dejaron transportar más por la historia. Debe ser el famoso "sentirse identificado". Otra investigación que me parece más interesante muestra que hay relación entre el nivel de empatía de una persona (que mide cuan buena es esa persona para ponerse en los zapatos de los demás) y la intensidad con que se deja llevar por una historia. Hay gente que no se conmueve con nada y las hay que lloran hasta con un anuncio en la tele.
Para poderse poner en los zapatos de los demás uno necesita, antes que nada, creer que los demás funcionan igual que uno: que tienen deseos, intenciones, motivos parecidos a los nuestros. Esta creencia tiene nombre: los psicólogos le han puesto "teoría de la mente" y en experimentos con niños pequeños han encontrado que los menores de cuatro o cinco años en general son incapaces de imaginarse qué puede estar pensando otra persona. Esos niños no han desarrollado la "teoría de la mente". En cambio los niños mayores no tienen ninguna dificultad en entender que todas las personas tienen mente como ellos, y que el contenido de esa mente, aunque no se vea (lo que es útil para decir mentiras, por ejemplo), se puede inferir (por lo que hay que tener cuidado, por ejemplo, cuando uno dice mentiras).
La "teoría de la mente" es una habilidad indispensable para vivir en sociedad, por eso la mayoría de la gente la posee. Es más, la poseemos en tan alto grado, que nos vamos de largo y tendemos a atribuirle mente e intenciones a todo lo que se mueva, sin importar si es cosa o animal... o mancha móvil en una pantalla de cine. En 1944 Fritz Heider y Mary-Ann Simmel lo demostraron con un bonito experimento. Pusieron a sus voluntarios a ver una película animada de dos triángulos y un círculo que daban vueltas alrededor de un cuadrado y luego les pidieron que describieran lo que pasaba. Todos describieron la escena como si las figuras geométricas tuvieran intenciones: "el círculo está persiguiendo a los triángulos" y cosas por el estilo. De ahí a inventar dioses del viento, de la lluvia, de las plantas sólo hay un paso.
"La información es poder" se dice por ahí, y esto ya era cierto cuando nuestros antepasados itineraban por las llanuras heladas de Europa y Asia en busca de alimento y refugio temporal. Si vives en comunidad, es importante saber qué hacen los demás. Esto da lugar a la conversación social y a los chismes. También es importante enseñarles a los niños un montón de normas sociales y de reacciones adecuadas en situación de peligro, de preferencia, sin ponerlos realmente en peligro. Keith Oatley, profesor de psicología cognitiva aplicada de la Universidad de Toronto, piensa que los cuentos que se transfieren de generación en generación en todas las culturas son una especie de simulador de vuelo para practicar en la mente las habilidades sociales sin meter la pata. Quizá otra forma de ver esta gran base de datos cultural de historias que nos contamos podría ser así: los cuentos son información extra que no viene de fábrica en el cerebro y que hay que "descargar" del ambiente como las aplicaciones que se le ponen a un teléfono celular, metáfora de la cultura que sé que me puede costar cara. (Experimento: ponerlo en Facebook y esperar a que se me lancen a la yugular por comparar la cultura con la App Store).
En resumen: tenemos un cerebro finamente ajustado para reaccionar intensamente a la información expresada en forma narrativa. Lo saben los publicistas, que desde hace años han dejado de ensalsarnos las bondades de los productos para, en su lugar, contarnos historias en las que a veces ni figura el producto. Y los sabemos los divulgadores de la ciencia (algunos por lo menos). Sí, eso le propondré a la autora del artículo sobre aritmética maya: no nos expliques tanto, mejor cuéntanos.
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