viernes, 25 de noviembre de 2011

¿Hay vacas en Marte?

La pregunta del título se puede despachar sin demora: no, no hay vacas en Marte; pero la pregunta es menos absurda de lo que parece, porque lo que sí hay en Marte es gas metano, según Michael Mumma y sus colaboradores, del Centro Espacial Goddard de la NASA.

El metano es gaseoso en las condiciones de la Tierra y de Marte (en Titán, satélite de Saturno, es líquido). Los rayos ultravioletas del sol rompen fácilmente las moléculas de metano: si uno inyecta metano en la atmósfera, éste desaparece en muy poco tiempo. Así que, si hay metano en una atmósfera, debe haber una fuente de metano en alguna parte. El gas no puede haber estado presente desde la formación de la atmósfera. En la Tierra la fuente principal de metano atmosférico es ¡la digestión de las vacas! O, para ponerlo de la manera más franca posible, sus gases y eructos. Otra fuente importante es el metabolismo de ciertas bacterias.

A principios de 2003, Mumma y sus colaboradores detectaron la huella digital del metano sobre tres regiones de Marte usando un telescopio que se encuentra en Hawai. Tres equipos más informaron de otras detecciones en 2004, pero estos resultados se consideran "controvertidos", lo que en lenguaje científico quiere decir que una buena parte de la comunidad de especialistas pertinente no está convencida. En caso de que sí haya metano en Marte, quedan muy pocas maneras de explicar su presencia (una vez eliminada la de las vacas marcianas): 1) reacciones químicas en agua caliente subterránea (pero eso produciría también otros gases de los cuales no hay ni rastro) y 2) bacterias marcianas, quizá del remoto pasado del planeta.

En este momento se encuentra en la torre de lanzamiento el cohete que pondrá en camino a la misión Laboratorio Científico para Marte. El lanzamiento se prevé para mañana y la nave llegará a Marte en agosto. El día de hoy el planeta está a 205 millones de kilómetros de la Tierra, y para agosto se encontrará a 243 millones de kilómetros, pero la nave recorrerá más de 500 millones de kilómetros porque a Marte no se va en línea recta. Lo que se hace es ponerse en una órbita alrededor del sol que intercepte a Marte. La trayectoria es curva y alargada, pero el viaje es muy económico: aparte del lanzamiento, la puesta en órbita y la llegada a Marte, no hace falta gastar combustible. Todo el trabajo lo hacen la gravedad y las leyes de Newton, como cuando se lanza una piedra para que caiga en un blanco determinado.

La misión lleva un vehículo de exploración, como las misiones Pathfinder (1996), Spirit y Opportunity (2004), pero el nuevo vehículo, llamado Curiosity, es del tamaño de una camioneta familiar, con una antena que rebasa los dos metros y seis ruedas independientes de 50 centímetros de diámetro. Sus antecesores, con otros aparatos puestos en órbita alrededor del planeta por la NASA y la Agencia Espacial Europea, han dejado bien asentado que en Marte hubo agua líquida, pero hace unos 4000 millones de años, y han recogido pruebas de que el agua podría estar congelada en el subsuelo. Hoy muchos especialistas piensan que Marte debe haber sido propicio para la vida por lo menos en el pasado, cuando aún tenía actividad geológica (Marte es más pequeño que la Tierra y al parecer hace mucho que perdió su calor interno).

El Curiosity lleva, entre otros instrumentos y experimentos automáticos, un detector de metano muy fino. Si hay metano en Marte, este robot tiene buenas posibilidades de encontrarlo y zanjar así la controversia. En ese caso, se abren perspectivas interesantes para los científicos que piensan que en Marte podría haber vida microscópica subterránea hoy, o que la hubo en el pasado. Eso sí: el vehículo explorador no está equipado para detectar microorganismos, de modo que no va a encontrar bacterias marcianas. Será en otra ocasión, si lo permiten los recortes presupuestales que se le están imponiendo a la NASA.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Los primos de Mersenne

La mejor manera de demostrar que existen los unicornios es encontrar uno y presentarlo, pero los matemáticos pueden demostrar la existencia de cosas sin haberlas visto ni saber qué son: funciones con ciertas propiedades, soluciones de ecuaciones enredadas, números de cierto tipo. Las matemáticas están llenas de teoremas de existencia que demuestran la existencia sin necesidad de presentar la evidencia. Por ejemplo, el teorema que dice que hay un número infinito de números primos.

El número 1 es un número hermoso por completo y sólido: no se puede partir, se basta a sí mismo. Otros números, como el 4, el 6, el 9, el 465,962, se pueden partir de una o varias maneras: el cuatro se parte en dos, el seis en dos y en tres, el nueve en tres. Es como si estuvieran hechos de números más sencillos, o como si tuvieran articulaciones: son números compuestos, derivados de otros. En general, cuando uno encuentra cosas compuestas, las puede separar en partes más elementales. El agua en su mínima expresión es una molécula hecha de un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno.Las moléculas de un compuesto químico se pueden partir en átomos de distintos elementos químicos. Los elementos tienen un lugar especial en nuestra estimación por ser las sustancias más simples a partir de las cuales se construye todo lo demás. ¿Habrá números, aparte del 1, que puedan considerarse como los átomos de la numeración?

Sí los hay, y se llaman números primos (por primarios, primigenios, prístinos). Los números primos no se pueden partir, o dividir, en números más sencillos. El 2, por ejemplo. El 2 no está hecho de nada. Sólo se puede dividir entre 1 (lo que no tiene ninguna gracia) y sí mismo (que tampoco es muy interesante). El 3, el 5 y el 7 también son primos. El 9 no, porque se puede obtener de multiplicar 3 x 3. Conforme uno avanza hacia números más grandes buscando primos se da cuenta de que estos números no están distribuidos homogéneamente en la recta numérica. 11, 13, 17, 19, 23, 29, 31, 37... parece que los números primos van saltando al azar, sin ton ni son, sin orden ni concierto. Si uno camina por la avenida de los números, se topa con tramos cada vez más largos completamente desiertos de números primos, salpicados por bosquecillos de primos apiñados. En otras palabras, parece que no hay reglas para encontrar números primos. Para saber si un número es primo no queda más remedio que dividirlo entre todos los números posibles y ver si alguno lo divide exactamente (o sea, sin residuo); un método pedestre y aburrido.

Sin embargo, hace más de 2400 años que los matemáticos saben que hay un número infinito de números primos. También saben, aunque ese conocimiento es más reciente, que, para todo número que no sea primo, siempre hay dos o más primos que lo dividen. Por eso los matemáticos dicen a veces que los primos son el esqueleto, o la estructura fundamental, de los números naturales. Qué frustrante que no haya receta para encontrar primos.

En 1644 el matemático francés Marin Mersenne publicó una receta para predecir números primos, con la que encontró un primo muy grande: 2 multiplicado por sí mismo 67 veces, menos 1. Este número es uno de los llamados "primos de Mersenne". Es un número de 21 dígitos. Imposible ponerse a dividirlo entre todos los números menores para ver si se puede partir y comprobar así que, en efecto, sea primo. Pero Mersenne lo había construido con su fórmula y para él era primo y sanseacabó.

Pasaron muchos años.

En 1903, en el congreso de la Sociedad Matemática de Estados Unidos, un individuo llamado Frank Nelson Cole presentó una ponencia titulada "Sobre la factorización de números muy grandes". Cuando le llegó el turno de hablar, Cole no habló. Se puso en pie, se fue hasta el pizarrón y empezó a escribir sin decir ni pío. Escribió 2 elevado a la potencia 67 menos 1, trazó un signo de igual y se puso a escribir cifras: el número de Mersenne, pero ya no en la clave que usan los matemáticos para simplificar, con "potencias" para indicar cuántas veces se ha de multiplicar un número por sí mismo, sino con todas sus 21 cifras en glorioso tecnicolor: 147,573,952,589,676,412,927. Luego fue al otro extremo del pizarón y escribió una multiplicación de dos números gigantescos, uno de nueve dígitos y otro de 12: 193,707,721 x 761,838,257,287. Y se puso a hacer la multiplicación con el viejo método que todos conocemos, cifra por cifra, sin decir ni una palabra. Los circunstantes aguantaban la respiración mientras seguían el cálculo para verificar que no hubiera errores. Al cabo de una hora, durante la cual en la sala sólo se oyó el golpeteo del gis en la pizarra, Cole concluyó su multiplicación. El producto de los dos números era el primo de Mersenne, que por lo tanto no era primo. Hacía tiempo que se sospechaba esto, pero una cosa es intuir que algo existe y otra es verlo ante sus propios ojos, como un unicornio en la sala de conferencias. Cole había encontrado al unicornio.

Se cuenta que ésa fue la primera ocasión en la historia que una asamblea de matemáticos prorrumpió en aplausos al concluir una presentación.

Cole dijo más tarde que encontrar los factores del número de Mersenne le había llevado "tres años de domingos", o 156 domingos. Fue una labor de fuerza bruta, poco característica de la forma de trabajar de los matemáticos, que tienen modos de llegar a conclusiones tremendas de la manera más ingeniosa y frugal. En matemáticas incluso se valora y celebra la elegancia de las demostraciones. Pero aunque la demostración de Frank Nelson Cole no fue elegante, la Sociedad Matemática de Estados Unidos instituyó un premio en su honor.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El maestro como bicho de laboratorio

Oficialmente, cuando me preguntan y hasta cuando razono conmigo mismo, digo que detesto dar clases: me mata la cita inexorable a las 7:30 de la mañana, no puedo con ciertos requisitos absurdos que le exige la UNAM al sufrido profesor de bachillerato (como llenar cada año una lista que dice exactamente qué vas a enseñar cada día del año escolar y con qué materiales; y no puedes usar la del año pasado, porque las fechas cambian), poner exámenes me angustia y calificarlos es como estar al pie del Himalaya y tener que llegar a la punta del Everest. Pero ya en el salón todo se transforma y disfruto mucho explicar los fundamentos de la física y el funcionamiento de la ciencia a personas con mentes inquisitivas, originales, absorbentes y sobre todo independientes. Más independientes de lo que quisieran algunos maestros...

La semana pasada les conté a mis alumnos de Área 2 sobre los experimentos de Skinner con las palomas supersticiosas de los que hablé aquí la semana pasada. "Ah, sí", me dijeron. "Nosotros estamos haciendo un experimento igual". Durante la breve pausa que hizo aquí el joven Coque, me imaginé que en laboratorio de biología estarían poniendo ratas en laberintos o hamsters en jaulas con juegos; en cualquier caso, que sería un experimento del programa escolar con algún tipo de bicho. Me equivoqué en lo del programa escolar (era un experimento que emprendieron por su propia cuenta), pero no me equivoqué en lo del bicho.

"¿Con qué animal están haciendo el experimento?", pregunté.

"Con Carmina".

Carmina (nombre falso para proteger a los inocentes) es una de sus maestras.

Cuando se me pasó el ataque de risa, les pedí detalles. El experimento consiste en poner mucha atención en clase (o fingir que se pone mucha atención en clase) cuando Carmina está del lado izquierdo del salón y desinteresarse y no hacerle caso cuando está del lado derecho, pero todo muy sutilmente. Al cabo de muchas sesiones los malditos chamacos esperan inducir en Carmina un cambio de comportamiento: pasar más tiempo del lado izquierdo del salón.

El experimento no es sólo una ocurrencia estudiantil. Lo tienen tan bien planeado, que hasta han previsto un periodo de observación de control, durante el cual medirán estadísticamente cuánto tiempo pasa la maestra de cada lado del aula. Una vez establecido el patrón de comportamiento espontáneo del bicho experimental, aplicarán el tratamiento durante un número suficiente de sesiones y luego volverán a medir la proporción del tiempo de clase con que la pobre maestra favorece al lado izquierdo del salón.

Me asombró el cuidado que pusieron en diseñar el protocolo experimental. ¿Por qué no son así cuando se trata de un experimento del programa de estudios? La explicación, por supuesto, está en la motivación. Este experimento, a diferencia de muchos de los que vienen enlatados y listos para consumirse, sí les interesa. Y tiene otra ventaja sobre los experimentos de escuelita: que no se sabe qué va a resultar. En esto se parece mucho más a la ciencia de verdad y por eso yo creo que los apasiona, al grado de que los impulsa a ponerle un cuidado especial, como verdaderos científicos. El papel de la educación escolarizada debería ser prepararlos para la vida profesional, y en el caso de mi materia en particular, mostrarles cómo se hace de veras la ciencia. El experimento que espontáneamente emprendieron va a ser mucho más didáctico que los que tradicionalmente se hacen en los laboratorios de ciencia de las escuelas, que se hacen con la descaminada idea de "comprobar" lo que dice en clase el maestro de teoría, en vez de ser para explorar una parte del universo e interpretar lo que se observa.

Les pedí que no dejaran de informarme de los resultados mientras me decía, muy ufano: "¡qué niños tan listos!" Sí, muy listos. Tanto, que ya me está dando frío: tengo que hacer un esfuerzo de memoria para acordarme si cuando me contaron todo esto con tanta confianza, candidez e interés estaba yo del lado derecho o del lado izquierdo del salón.

Petición necesarísima: si eres de mi escuela, ¡chitón! No le cuentes a nadie de este experimento. Es parte del protocolo que el sujeto no sepa que es sujeto. No lo digas aunque puedas ser tú el bicho experimental. Es por el bien de la ciencia.

viernes, 4 de noviembre de 2011

En qué se parece la ciencia a la superstición

Un colega divulgador escribió una vez que el avance de la ciencia va ganando terreno a la superstición y disipando la credulidad. ¿En qué planeta vivirá? Yo francamente no veo que en 400 años de ciencia moderna haya dejado de haber personas supersticiosas, incluso entre las personas que tienen educación universitaria. Esto es difícil de explicar si ciencia y superstición son de veras tan distintas como se da a entender cuando se las contrapone como mi iluso colega. Deja de serlo cuando se encuentra un vínculo entre ellas. Permítanme ilustrarlo con unas cuantas historias.

Los deportistas son muy supersticiosos. Se sabe de beisbolistas que por haber ganado un día en que llegaron al partido sin afeitarse, empiezan a presentarse con la barba descuidada en todos los juegos. Otros usan amuletos o consagran unos segundos antes del encuentro a algún breve y privado rito para propiciar la buena suerte.

Pero no sólo los deportistas son supersticiosos; también lo son los adeptos del juego. En un  casino, según los entendidos, se puede ver desplegada una variada gama de conductas insólitas entre los que juegan en las máquinas tragamonedas. Como el personaje de Jack Nicholson en As Good As It Gets, que va por las calles cuidándose de no pisar las cuarteaduras de la acera y hace girar la llave tres veces para un lado y para otro antes de echar el pestillo de noche en su casa, los jugadores tienen sus fórmulas mágicas para atraer la fortuna.

Y no sólo los deportistas y los jugadores son supersticiosos. También las palomas. En un experimento clásico de los años 50, el psicólogo B. F. Skinner puso unas palomas en sendas jaulas. De una ranura salía alimento a intervalos regulares. Skinner observó que, al cabo de cierto tiempo, las palomas hacían movimientos extraños como mecerse de un lado a otro, dar vueltas o estirar el cuello en cierta dirección, como si creyeran que con eso iban a obtener comida. Skinner lo interpretó como una asociación de ideas: el animal repetía lo que hubiera estado haciendo cuando obtuvo alimento la primera vez. Era como si las palomas tuvieran creencias supersticiosas.

No sólo los deportistas, los jugadores y las palomas son supersticiosos: también yo. Cuando iba en preprimaria (que en mi escuela, no sé por qué, se llamaba "preprimario"), había en el patio de los chiquitos un arenero muy grande bordeado de una barda baja donde nos sentaban a la 1:00 de la tarde a esperar a nuestras mamás. En esos ratos yo conversaba mucho con mi prima Tanina, que fue mi compañera de clase hasta el quinto año de primaria. No sé cómo fue, pero un día se nos metió en la cabeza que podíamos hacer llover por medio de magia. Con el paso del tiempo, fuimos elaborando un ritual complicadísimo de palabras mágicas y movimientos que tenían por efecto el que por la tarde lloviera. "¿Hacemos llover?", sugería uno durante la espera, y empezábamos con el rito. Si más tarde se soltaba el aguacero, yo me reía secretamente, regodeándome en mi poder. Tal vez sólo era un niño pequeño, pero había descubierto cómo hacer llover y nadie más lo sabía. Muajajajaaaaa...

Todos los animales tenemos cerebros que buscan asiduamente patrones en el entorno y relaciones entre los acontecimientos. Somos muy buenos para asociar ideas porque asociar ideas siempre ha sido útil para aumentar las probabilidades de sobrevivir y dejar descendencia. Si vas por la selva y oyes ruido en la maleza, puedes adoptar una de estas dos estrategias:


  1. no hacer caso y seguir tu camino, o
  2. pensar que detrás de los arbustos acecha un depredador y huir
Cada una de estas estrategias tiene un costo. En el caso 1, si aciertas no pasa nada, si te equivocas, mueres; en el caso 2 si aciertas te salvas, si yerras no pasa nada. ¿Qué estrategia da mejores dividendos? La 2, y por eso hoy muchos animales tenemos cerebros que tienden a asociar acontecimientos, aunque a veces la asociación sea falsa. Los organismos que no tenían esta tendencia, hace mucho que erraron fatalmente. Empero, la naturaleza no nos instaló un filtro para eliminar asociaciones falsas. ¿Por qué? Porque no hace falta para sobrevivir. Ver más relaciones de las que hay en realidad no es costoso en términos de supervivencia. El filtro lo tuvimos que inventar. Es cultural y se llama ciencia.

Así, el mismo mecanismo cerebral de asociación de ideas está detrás de:

  1. la ciencia (que consiste en asociar ideas y probar las asociaciones), y
  2. la superstición (que consiste en asociar ideas y no molestarse en probar las asociaciones)
La superstición no va a desaparecer, porque es consecuencia de nuestro modo de aprender. Lo que sí podemos hacer es reconocer las limitaciones de nuestros cerebros y aprender a usar el filtro de falsos positivos que es la ciencia.