Mil ochocientos treinta y cinco fue un año del cometa: en septiembre se esperaba la visita del cometa Halley.
Para los habitantes de Nueva York -hoy moderna y secular pero otrora piadosa y un poco ñoña- el cometa era prueba fehaciente de que había un creador divino, pues ¿no se requería un creador para montar semejante espectáculo?
Por esas fechas vivía en Nueva York un caballero inglés transplantado, de nombre Richard Adams Locke, que no se sentía muy a gusto con la exagerada religiosidad de su nuevo país de residencia. Como los ingleses siempre han presumido de ser más cultos que los estadounidenses -quizá con razón-, Locke concibió en su cabecita la idea de que él podía tomar cartas en el asunto.
Se sentía un poco decepcionado. Desde su nativa Inglaterra le había parecido que Estados Unidos era una plaza fuerte de la racionalidad y la independencia de pensamiento. Algunos de los fundadores de esa joven nación, como Thomas Jefferson y Benjamin Franklin, fueron personas muy cultas, con amplios intereses, críticos de la religiosidad irreflexiva. Oh, decepción: los Estados Unidos de 1835 estaban sumidos en el fundamentalismo religioso mientras Ben Franklin se revolcaba en su tumba.
Locke trabajaba como editor en jefe del periódico The New York Sun, uno de los primeros diarios de circulación masiva. Desde esa posición, empezó a publicar una serie de artículos en los que contaba las actividades del astrónomo británico John Herschel, que se había ido al extremo sur de África a hacer observaciones astronómicas. Herschel es un personaje real, y sí se encontraba en lo que hoy es Sudáfrica en agosto de 1835. Lo que seguía fue puro invento de Locke:
En el primer artículo, Richard Locke contaba que cierta revista científica estaba por publicar unos resultados asombrosos de las observaciones de Herschel. Locke no decía cuáles -quedaban prometidos para un artículo posterior-, pero sí explicaba con cierto grado de detalle cómo funcionaba el telescopio de Herschel.
Luego Locke escribió que Herschel había descubierto en la luna lagos y manadas de animales salvajes. Nada como un poco de sensacionalismo para estimular al público de un periódico. El New York Sun empezó a venderse como bolillos recién horneados.
Poco a poco, el imaginativo Locke fue aumentando la audacia de sus inventos. Herschel, según los artículos, no sólo había visto animales en la luna, sino seres parecidos a los humanos.
Finalmente Locke asestó el golpe de gracia: en el último artículo de la serie reportó que el astrónomo inglés había visto templos religiosos en la luna. Con eso, Locke pensaba que su público caería en la cuenta de que era una broma. Pues no. Incluso cuando llegaron de Sudáfrica informes en los que se desmentían las fantasías del New York Sun el público siguió creyéndolas. A Richard Locke le salió el tiro por la culata.
¿Por qué? El escritor científico David Bodanis explica en una reseña publicada esta semana en la revista Nature que -aunque nos pese a los divulgadores- la imagen popular de la ciencia y la tecnología -con sus tan cacareados milagros y maravillas- no es muy distinta de la idea que se hace el público de las creencias místicas: ambas están llenas de misterios que no hay que tratar de entender, y así la confianza ciega que muchas personas le otorgan a la religión se transmite a la ciencia, esa otra fuente de autoridad al parecer indiscutible. Sirva la historia de Richard Locke como advertencia a los divulgadores de la ciencia: a lo mejor al hacer nuestro trabajo de comunicar la maravilla de la ciencia se nos está pasando la mano, y la estamos pintando como una cosa milagrosa e incomprensible, que en nada difiere de la astrología y el tarot.
Gracias a mi amigo, el físico brasileño Peter Schulz, de la Universidad Estatal de Campinas, por mandarme esta historia publicada en Nature.
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