viernes, 29 de mayo de 2009

Post-scriptum musical

Mi amigo Francisco Delahay acaba de publicar esto. La música es una pieza titulada "Post scriptum", que compusimos juntos en 1987. La grabación es de 1989, Francisco en la guitarra, su seguro servidor al piano. La imagen es una sola foto del lugar donde siempre íbamos de campamento y da una idea exacta de la atmósfera que queríamos evocar con la música. Mmmmmmhh... huele a resina y a fuego de leña...



Post-scriptum, música: Francisco Delahay, Sergio de Régules

jueves, 28 de mayo de 2009

Galileo esquina con Newton

Las colonias Polanco y Anzures, en la Ciudad de México, tienen calles con nombres de personas. Casi todo el mundo reconoce allí a Cervantes, Shakespeare y Calderón de la Barca, pero posiblemente sean menos los que sepan a quién honran las calles de Cuvier, Herschel y Kelvin. En esta zona, en efecto, se combinan nombres de la historia de la literatura y la filosofía con nombres de científicos del pasado en una bonita mezcla que parece sugerir que otrora la cultura era un bloque completo en vez de un territorio dividido, con la ciencia por un lado y las artes por otro.

De Herschel hablé aquí hace dos semanas: era un músico alemán que se mudó a Inglaterra y se dedicó a la astronomía. Herschel construyó los telescopios más grandes de su época y descubrió el planeta Urano el 31 de marzo de 1781, todo con bastante ayuda de su hermana Caroline, a quien me imagino que no honra ninguna calle.

Georges Cuvier nació en Francia en el siglo XVIII. Era zoólogo y se le reconoce como fundador de la anatomía comparada. Cuvier se convenció de que las características anatómicas que distinguen a los grupos de animales eran prueba de que las especies no cambian. Charles Darwin no había nacido, pero ya se discutía la posibilidad de la evolución, sobre todo desde que se empezaron a descubrir fósiles de organismos extraños que claramente habían dejado de existir. Darwin no inventó de la nada la idea de evolución; más bien le encontró un modus operandi que explica muchas cosas (entre ellas, los parecidos y las diferencias entre distintas familias de organismos).

Las calles de Anzures y Polanco a veces reflejan sin querer las relaciones entre las personas a las que honran. Cuvier y Darwin están muy apartados en el plano de la colonia Anzures y no se cruzan, como sus ideas en el plano científico.

A las personas con vocación por la astronomía les regocijará saber que la calle de Kepler hace esquina con la de Copérnico. Johannes Kepler nació 30 años después de la muerte del astrónomo polaco Nicolás Copérnico. Desde muy joven se convenció de que el polaco tuvo razón cuando propuso que los cálculos astronómicos se simplifican cuando ponemos el sol en el centro del sistema planetario y la Tierra girando a su alrededor en vez de lo contrario. Copérnico había sido muy tímido y recatado; nada en su personalidad hubiera permitido prever que tendría ideas revolucionarias, pero su hipótesis "heliocéntrica" (helios es "sol" en griego) iba a cambiar nuestra visión del mundo y del lugar que ocupamos en él, con considerable ayuda de Kepler. Copérnico pulió su hipótesis durante muchos años, pero luego, temiendo el ridículo (no la desaprobación de la iglesia, como se dice a veces), guardó su libro en un cajón durante muchos años más. Ya anciano y enfermo, Copérnico se dejó convencer de publicar su libro. Recibió el primer ejemplar recién salido de la imprenta en su lecho de muerte.

Galileo y Newton también hacen esquina, como se debe. Las leyes de Newton describen el movimiento de todo, como sabemos desde la preparatoria, pero Newton no se las sacó de la manga: se valió sobre todo de lo que había hecho Galileo unos 60 años antes. Es más, la primera ley de Newton (la de la inercia, para los que se acuerden) no es de Newton, sino de Galileo, que hizo experimentos con bolas de madera que ponía a rodar por unas rampas y llegó a la conclusión de que las cosas se moverían siempre en línea recta y con velocidad constante si no fuera por la fricción. El historiador de la ciencia Elías Trabulse, a quien conocí en un curso hace muchos años, me contó que una vez tuvo un accidente de tránsito en la intersección de Galileo y Newton. Estaba encantado.

Consulto mi guía Roji de la Ciudad de México y encuentro otros nombres de científicos en la misma zona. Allí está el astrónomo Halley, amigo de Newton, que además de calle tiene cometa; están los matemáticos Euclides y Gauss, el uno, autor del primer tratado de geometría y de diez postulado que rigieron esa disciplina por más de dos mil años; el otro, creador de una geometría nueva que niega el quinto postulado de Euclides y abre un universo de posibilidades inimaginadas (sus calles no se cruzan). Está el conde de Buffon, primer científico en tratar de determinar la antigüedad de la Tierra por medio de experimentos y Marie Curie, cuyo trabajo sobre radiactividad contribuyó a resolver de una vez por todas el enigma, más de un siglo después de Buffon. También está el marqués de Laplace, autor de un tratado de mecánica celeste y de la hipótesis de que las nebulosas espirales con sistemas solares en formación; y cerca de ahí Immanuel Kant, a quien recordamos más bien como filósofo, pero que discutió con Laplace, alegando que las nebulosas espirales son grandes conjuntos de estrellas, que hoy llamamos galaxias.

Faltan muchos nombres que quizá deberían estar: Einstein no tiene calle en Anzures; Maxwell, a quien le debemos indirectamente el poder hacer transmisiones radiofónicas, generar electricidad, ver con luz artificial, conectar computadoras por WiFi y tantas otras cosas, no tiene calle en toda la Ciudad de México.

Buena parte de mi vida transcurre entre estas calles, y cuando paseo por estas colonias, me siento entre amigos.

martes, 26 de mayo de 2009

La bola mágica de Stephen Wolfram

El 18 de mayo de 2009 la compañía Wolfram Research lanzó el servicio gratuito en internet WolframAlpha, "motor de conocimiento computacional" o "motor de respuestas". En una página muy sobria aparece la clásica ventanita de texto, como en un buscador tradicional. Pero el buscador tradicional te manda a las páginas web que pueden contener la información que buscas. En cambio WolframAlpha genera respuestas a partir de su propia base de datos y usando su propia tecnología para relacionar información y hacer cálculos matemáticos complicados. La base de datos se empezó a construir hace unos dos años con la participación de un ejército de gente que se dedica a alimentarla y organizarla. Ejemplo: WA sabe qué tiempo hacía en cualquier lugar del mundo en cualquier fecha (siempre y cuando haya registros, claro: no te puede decir qué tiempo hacía cuando nació Julio César).
WolframAlpha es un proyecto del matemático británico Stephen Wolfram, a quien se conoce por ser el creador del programa informático Mathematica. Este programa manipula símbolos, hace cálculos matemáticos complejos, gráficas y estadísticas, y es muy popular entre los físicos y los matemáticos desde hace 20 años. El nuevo "motor de respuestas" es, en esencia, una base de datos montada sobre un trasfondo de Mathematica, lo que le permite hacer cosas muy distintas a las que hace Google. Mientras Google recoge datos, WolframAlpha los relaciona: el buscador es una especie de memoria, la nueva página es una especie de inteligencia...

...o lo será: por el momento la base de datos sobre la que opera está rala. Wolfram Alpha es muy inteligente, pero también muy ignorante.
Si por ahora el nuevo servicio no es muy útil, sí puede ser bastante divertido. Aparte de conversiones de unidades y de monedas, el clima y el comportamiento de las bolsas de valores (información que Google proporciona sin ninguna dificultad también), a WA se le puede preguntar cuánto tiempo ha transcurrido desde una fecha cualquiera. ¿Quieres saber cuántos segundos tienes? Teclea tu fecha de nacimiento y te enterarás de eso, y además del estado del tiempo ese día en tu ciudad, quién más nació en esa fecha y a qué hora salió el sol. (Yo aún estoy asombrado de saber que tengo 1,429 millones de segundos). Si preguntas "hace 10,000 días", WolframAlpha te da la información del día correspondiente.
Busquen en Google la distancia a Marte y ese servicio los encaminará a páginas web con información general acerca de ese planeta; en particular, su distancia media al sol. WolframAlpha en cambio calcula la distancia que media entre Marte y la Tierra en el instante de la consulta. En otras palabras, WA genera la respuesta a ciertos tipos de preguntas, mientras que las consultas en Google sólo producen respuestas que ya existen previamente.
Los estudiantes de enseñanza media pueden aprovechar las capacidades matemáticas de WolframAlpha (que son las capacidades matemáticas de Mathematica). El nuevo servicio hace cálculo diferencial e integral, entre otras cosas. Si en clase de cálculo te dejaron hacer unas integrales indefinidas, con WA puedes comprobar la respuesta. (Para los vivales que quieran ahorrarse el trabajo de hacer la tarea, mala suerte: WA da la respuesta, pero no muestra el procedimiento, que es lo que pide un buen profesor.) También se pueden consultar derivadas, segundas derivadas, gráficas, aproximaciones... una herramienta súper práctica, por lo menos para ciertas personas.
Stephen Wolfram, patrón de Wolfram Research y creador de Mathematica y de WolframAlpha, tiene la molesta tendencia de ver revoluciones en todo lo que él hace. Por ejemplo, el libro en el que propone usar cierto tipo de programas para resolver casi todo se titula Una nueva clase de ciencia. Pero una nueva clase de ciencia no lo es hasta que convence a los científicos. El libro de Wolfram no ha tenido la influencia que se imaginaba su autor. Con WA el matemático ha sido más cauteloso: dice que al desarrollar el programa su equipo obtuvo posibles adelantos revolucionarios, sin afirmar contundentemente que lo sean. El problema con el epíteto de "revolucionario" es que, estrictamente hablando, sólo se puede conferir retrospectivamente. Para que WolframAlpha sea revolucionario hay que esperar a que produzca una revolución.

lunes, 25 de mayo de 2009

Actualización sobre "Ángeles y demonios"

Ya vi la película. Mi esposa me hizo prometerle quedarme calladito, sin hacer comentarios sarcásticos ni ruidos despectivos durante la película... petición inútil, porque yo jamás hago semejantes cosas.

Lo de la antimateria no está tan mal tratado como di a entender en la entrada pasada: para guardarla, los científicos de la película usan unos recipientes especiales con campos magnéticos (aunque eso sólo serviría para confinar antipartículas con carga eléctrica, no átomos de antimateria que, como los normales, serían eléctricamente neutros...). Creo que lo único que me hizo retorcerme en mi asiento fue la idea de que una física sepa cuáles son los efectos fisiológicos de cualquier medicamento. Ya sé que los físicos siempre estamos tratando de hacer creer a los demás que lo sabemos todo, pero los demás no tienen por qué caer en la trampa.

Nadie se tira de un helicóptero al Tíber, afortunadamente. Yo leí que sí en la reseña que la revista británica Physics World hizo de la función especial que dieron en el CERN la semana pasada, pero no hay tal.

Robert Langdon, el personaje principal, no es sólo muy inteligente y culto: es adivino, si no no podría hacer las deducciones rapidísimas que hace a partir de briznas de evidencia que no le bastarían ni a Sherlock Holmes. Fuera de eso, yo me divertí.

Y no gruñí casi nada.

martes, 19 de mayo de 2009

Ángeles, demonios y antimateria

Que yo sepa, la recién fallecida Corín Tellado nunca se ocupó de la novela de acción. Su fuerte era ese otro género tan popular, el de amor y lujo; pero si la escritora española más leída del mundo hubiera escrito aventuras con personajes que están a punto de morir a cada paso, pero que nunca se mueren, habría pergeñado algo parecido a las novelas de Dan Brown. En efecto, Brown es un exponente del género híbrido de acción con amor y lujo.
En el libro Ángeles y demonios, hoy película, Dan Brown añade física al lujo, el amor y la acción. 
En la historia, una sociedad secreta se roba del CERN (el laboratorio europeo donde se encuentra el Gran Colisionador de Hadrones) un frasquito de antimateria para hacer una bomba con la cual pretenden destruir el Vaticano. La idea no es del todo mala (la de una bomba de antimateria, no la de destruir el Vaticano, aclaro). Con todo, en un preestreno de la película que se llevó a cabo recientemente en el CERN con los investigadores de ese laboratorio, los físicos expresaron algunas reservas. Aunque la película les gustó, no dejaron de señalar que para obtener en el CERN la cantidad de antimateria que se necesita para hacer explotar el Vaticano tendrían que tener los aceleradores funcionando mucho tiempo: ¡diez veces la antigüedad del universo! O 140,000 millones de años. Ni en las clínicas del IMSS lo hacen a uno esperar tanto.
"Licencia artística" se llama a las libertades que se toma un autor a fin de que su historia sea más dramática, y no tiene nada de malo; pero con el inminente estreno de la película el público se ha estado haciendo preguntas acerca de la antimateria. ¿De dónde sale? ¿Existe? ¿La hemos visto? (En el libro se da a entender que generar antimateria es dificilísimo y que nadie la ha visto, lo que es falso.)
Los físicos somos personas muy elegantes: no nos gusta que la decoración de la sala no haga juego con la del comedor. Por eso en 1930 uno de los físicos más elegantes, el británico Paul Dirac, se puso a remodelar la casa. La sala era la teoría cuántica, flamantísima física de los objetos más pequeños del universo; el comedor era la teoría especial de la relatividad, menos flamante, pero también nueva en aquel entonces. Ambas describían bien fenómenos muy distintos: la física de lo muy pequeño y la física de lo muy rápido, pero no funcionaban bien juntas. Dirac se dio a la tarea de elaborar una teoría cuántica relativista que unificara las dos teorías, y lo consiguió. La teoría de Dirac tiene varias implicaciones. Una de ellas es que, además de los electrones (descubiertos a fines del siglo XIX), debían existir unas partículas iguales en todo a ellos, pero con carga eléctrica positiva; los protones también debían tener compañeros iguales en todo, menos en el signo de la carga eléctrica. En general, toda partícula tenía una compañera simétrica: su "antipartícula". Las antipartículas aparecieron en los experimentos de los físicos en 1932.
Un protón con un electrón girando a su alrededor forman un átomo de hidrógeno. Análogamente, un antiprotón y un antielectrón (también llamado positrón) formarían un átomo de "antihidrógeno". Así, podía uno imaginarse toda la tabla periódica de los elementos, pero con átomos formados por las antipartículas de los protones, electrones y neutrones que forman los átomos comunes y corrientes. Eso es la antimateria. En la teoría de Dirac, al juntarse una partícula con su correspondiente antipartícula, ambas se convierten en pura radiación: decimos que se "aniquilan" y la aniquilación desprende mucha energía. La bomba de antimateria --o de materia y antimateria-- es perfectamente posible. El único problemita es éste: si al juntarse materia y antimateria se aniquilan, ¿dónde guardamos la antimateria, suponiendo que la podemos producir en cantidades suficientes para la bomba? Un recipiente convencional haría explosión con todo y su contenido. La antimateria se puede guardar por medio de campos magnéticos que la confinan sin que tenga que entrar en contacto con nada material.
La antimateria no tiene nada de esotérico. Por ejemplo, no tiene masa negativa ni produce antigravedad. Son sólo partículas con la carga eléctrica volteada al revés, y punto. Es más: muchos procesos naturales generan antimateria, como los choques de rayos cósmicos con las capas superiores de la atmósfera de la Tierra. También generamos antimateria todos los días en los hospitales cuando hacemos tomografías por emisión de positrones (los positrones son las antipartículas de los electrones: electrones con carga positiva). Con todo, la antimateria sí está envuelta en un profundo misterio físico, aunque ese misterio no tiene nada que ver con sociedades religiosas ni explosiones. O sólo con una explosión: el Big Bang. 
La teoría indica que en el origen del universo tendrían que haberse generado materia y antimateria en cantidades iguales. No hay motivo para preferir una sobre la otra; son simétricas en la teoría. Sin embargo estamos en un universo donde todo está hecho de un tipo de partículas --las que llamamos materia-- y la antimateria figura únicamente en cantidades mínimas producidas cuando las partículas de materia chocan a grandes velocidades. ¿Por qué no se aniquiló todo poco después de formarse el universo? y ¿por qué hoy vemos tal asimetría entre materia y antimateria? Nadie lo sabe.
En cuanto a la película, parece que a los físicos del CERN no les preocupó demasiado que todo el asunto de la antimateria estuviera enredado. Les molestó más que un personaje (creo que el de Tom Hanks) pudiera lanzarse desde un helicóptero a 100 metros de altura y caer sin hacerse el menor daño en el río Tíber, que no es precisamente el Amazones ni en caudal ni en profundidad. El libro de Dan Brown tampoco es ningún Amazonas literario, pero ¿qué tiene de malo tomarse algunas libertades con la física para divertir al público?

jueves, 14 de mayo de 2009

El nombre del planeta X


Para los griegos los puntitos de luz que se veían en el cielo se podían dividir en dos grandes categorías: las estrellas fijas y las estrellas vagabundas.

Las fijas siempre están en el mismo lugar unas respecto a otras. Los griegos y otros astrónomos antiguos se aprendieron de memoria los patrones que forman --las constelaciones-- y las poblaron de personajes de leyenda. Las estrellas vagabundas, en cambio, se desplazan entre las fijas. Los griegos las llamaban planetas y eran cinco: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno.

Cinco fueron durante muchos siglos las estrellas errantes porque son las que se ven sin necesidad de telescopio.

En el siglo XVIII los telescopios más potentes eran los de William Herschel, músico alemán que se había mudado a Inglaterra, donde había cambiado de nombre y de profesión. En 1781 Herschel localizó con su telescopio un punto de luz que se movía entre las estrellas fijas (lo que se notaba al cabo de varias noches: el movimiento es demasiado lento como para apreciarse con sólo mirar por el telescopio). Era el primer planeta que se descubría desde tiempos antiguos. Herschel decidió honrar a su protector, el rey Jorge III de Inglaterra, que estaba más loco que una cabra, pero apoyaba la ciencia. El astrónomo nombró al nuevo planeta "Georgius Sidum", o estrella de Jorge.

Hoy tendríamos un planeta llamado George ("a ver, niños, los planetas son...", dice la maestra; "Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno y George", contestan los alumnos con vocecitas encantadoras), pero triunfó la cordura y le pusieron Urano (dios griego del cielo).

Urano se desviaba ligeramente del camino que le señalaban las leyes de Newton y las buenas costumbres. Quizá era culpa de algún objeto desconocido que le daba tirones gravitacionales. El matemático Urbain Leverrier, en Francia, y John Couch Adams, en Inglaterra, calcularon matemáticamente dónde debería estar ese objeto para producir las perturbaciones que se observaban en Urano. El 23 de septiembre de 1846, Leverrier y Johann Galle encontraron un planeta muy cerca de la posición predicha. Lo llamaron Neptuno, por el dios griego del mar.

Hacia fines del siglo, los astrónomos empezaron a sospechar que las profundidades del sistema solar guardaban otras sorpresas: Neptuno y Urano se desviaban microscópicamente de las trayectorias que deberían seguir si no hubiera nada más. Se sospechaba que existía un "objeto transneptuniano" --de más allá de Neptuno-- que provocaba las desviaciones, y desde 1906 empezó la búsqueda del "planeta X" en el Observatorio Lowell, en Flagstaff, Arizona.

El 14 de marzo de 1930, Falconer Madan, ex bibliotecario de la biblioteca más importante de la Univsersidad de Oxford, estaba desayunando con su hija y su nieta, Venetia Burney, de 11 años. Madan se acababa de enterar de que en Arizona habían encontrado por fin el famoso planeta X, cuya existencia se sospechaba desde hacía tanto tiempo. Lo encontró Clyde Tombaugh. El abuelo se preguntaba qué nombre podría ponérsele al nuevo planeta. Venetia, que era una apasionada de los planetas y de la mitología griega, dijo "Le pueden poner Plutón". Plutón es el dios griego del inframundo, lo que le viene como anillo al dedo a un planeta helado situado en los confines del sistema solar, donde apenas llega la luz del sol. Madan propuso formalmente el nombre que sugirió su nieta y los astrónomos lo adoptaron.

Venetia Burney acaba de morir, el 30 de abril de 2009. Descanse en paz, pero no en compañía de Plutón.

jueves, 7 de mayo de 2009

Noticias atrasadas

Con esto de la influenza nos hemos quedado atrás en noticias de ciencia. He aquí tres...un poco atrasadas.
La primera es de hace unos 2600 años: ¡la Tierra es redonda! (No me digan que ya lo sabían...) Desde esa época los griegos (bueno, ALGUNOS griegos) ya habían observado no sólo que los barcos desaparecen tras el horizonte poco a poco, sino que cuando uno viajaba al norte o al sur las constelaciones cambiaban de posición (en particular la estrella polar, que cuando uno se queda quieto siempre se ve en la misma posición del cielo). También notaron que los eclipses de luna se veían a distintas horas de la noche en lugares distintos (lugares separados en la dirección este-oeste). La conclusión impepinable era que vivimos en la superficie de una esfera. Pero, ¿de qué tamaño?
Adelantemos el reloj (mejor el calendario) unos 200 años. Eratóstenes era un matemático y astrónomo que alguna vez dirigió la famosa Biblioteca de Alejandría. Una vez leyó en alguna parte que en la ciudad de Siena, situada muy lejos al sur de Alejandría, ocurría una cosa insólita al mediodía en el solsticio de verano: las sombras de las columnas de los templos se iban haciendo más pequeñas hasta que desaparecían. En ese momento se podía ver el reflejo del sol en el agua de un pozo profundo: el sol se encontraba en el cenit y sus rayos caían a plomo sobre Siena.
Eratóstenes esperó el siguiente solsticio y comprobó que en Alejandría, al mediodía, las columnas y todo lo demás seguían proyectando una sombra bien definida. ¡Claro! La Tierra es una esfera. Si en Siena los rayos del sol caen a plomo, en Alejandría, situada varios grados de latitud más al norte, los rayos del sol caen inclinados. Es más: la inclinación da exactamente el número de grados de diferencia entre las dos ciudades.
Eratóstenes clavó una vara vertical en el piso, midió la sombra al mediodía del solsticio de verano y dedujo por trigonometría la inclinación de los rayos del sol en Alejandría en ese instante. Obtuvo unos 7 grados.
Luego tuvo una idea de matemático: sencilla pero sutil.
Siete grados es alrededor de la quincuagésima parte de los 360 grados de un círculo completo. Por lo tanto, la distancia entre Siena y Alejandría debía ser la quincuagésima parte del perímetro de la Tierra. Se podía calcular el tamaño de la Tierra midiendo la distancia entre esas dos ciudades.
Eratóstenes contrató un camellero para que la midiera. Obtuvo el equivalente griego  de 800 kilómetros. El perímetro de la Tierra debía ser 50 veces 800 kilómetros, o unos 40,000 kilómetros (muy cercano a la cifra que se acepta hoy). Para medir el mundo sin cinta métrica se necesita pues: un palo, sombras, trigonometría, imaginación y un camellero.
Mil setecientos años después un empresario llamado Cristóbal Colón planeó un súper negociazo: traer riquezas de China, pero no por la ruta acostumbrada (por tierra, recorriendo miles de kilómetros en varios años y pasando por tierras sembradas de peligros), sino por mar, navegando hacia el oeste. La idea se le había ocurrido a Eratóstenes. Se discutió en los blogs de la época (ejem...). El historiador Estrabón lo comentó en un libro. Dice Estrabón que Eratóstenes pensó que se podía ir de Grecia a la India por mar, pero que el océano era tan extenso, que la travesía resultaba imposible.
Colón tuvo la misma idea, pero él quería que sí fuera posible. Como necesitaba financiamiento, preparó una presentación (pero sin PowerPoint) de su proyecto para presentárselo a algún monarca, a ver quién se dejaba. Nadie dudaba de que el proyecto fuera posible  en principio: después de todo, como TODO el mundo sabía (o los astrónomos y matemáticos nada más), la Tierra es una esfera. Lo que hacía falta es que el océano que media entre Europa y China no fuera tan grande, o dicho de otro modo, que la Tierra fuera relativamente pequeña (un pañuelo, parece a veces). Colón encontró muchas cifras distintas, incluyendo la de un tal Eratóstenes, pero como buen comerciante se quedó con la que le convenía: la más pequeña, y así presentó el proyecto, primero al rey de Portugal (que lo mandó a volar) y luego a la reina de España (además de comerciante, Colón era mercenario, como algunos comerciantes de hoy).
Los asesores científicos de la reina dijeron que era una locura, pero no porque pensaran que la Tierra era plana (idea falsa que se sigue  inculcando en las escuelas), sino porque sabían que era demasiado grande.
Pero a la reina le pareció que no tenía mucho que perder. España era el Estados Unidos de la época: un país rico y poderoso. Así que Isabel le dio dinero y barcos a Colón, quién sí tenía mucho que perder: la vida. Y la hubiera perdido sin duda, si no da la casualidad de que entre Europa y China había un pequeño obstáculo.


Disfruten la explicación de mi tío Carl Sagan, papá de los divulgadores:


lunes, 4 de mayo de 2009

(In)cultura de la salud

El señor X empezó a sentirse mal. Tenía dolor de cabeza, la nariz le fluía sin parar y estaba hirviendo en fiebre. “Una gripa”, pensó (en México llamamos gripa a todos los trastornos respiratorios que causan ardor de garganta, flujo nasal, tos y síntomas parecidos), y le pidió a su esposa “una pastilla”. Por suerte la señora X prefirió llevarlo al hospital, donde le diagnosticaron influenza debida al virus A/H1N1. El señor X se restableció al cabo de unos días, pero la costumbre de tomar “pastillas” sin la participación de un médico cuando uno se siente mal —y el confundir los resfriados comunes con la influenza, enfermedad mucho más grave— pudieron haberle causado la muerte.

Para muchas personas en México los medicamentos son como pociones mágicas que curan sin que uno sepa cómo. Si te sientes mal, te tomas “una pastilla”, o varias, hasta que te sientes bien. ¿Qué necesidad hay de perder el tiempo yendo al médico? Y por supuesto, si te sientes bien, dejas de tomar pastillas…

Me pregunto qué pastillas podía tener el señor X en su casa de Ecatepec, una de las zonas más pobres de la Ciudad de México. Posiblemente analgésicos como aspirina o paracetamol. Estos fármacos quizá sí lo hubieran hecho sentir mejor mitigándole la fiebre y los dolores de articulaciones, pero este alivio pasajero sólo hubiera servido para enmascarar los estragos que iba haciendo en su organismo el agente patógeno. Si, por ventura, el señor X hubiera tenido en su casa el antiviral Tamiflú (la probabilidad es casi cero), al cabo de unos días también se habría sentido mejor y habría dejado de tomarlo. Entonces la infección hubiera arremetido otra vez contra su organismo. El señor X tuvo la suerte de que su esposa es una persona mucho más inteligente que él…

…O mucho mejor informada en lo tocante a la salud y el tratamiento y prevención de las enfermedades. Saber cómo funcionan las enfermedades y cómo operan las distintas medicinas es un conocimiento práctico vital que debería aprenderse en la escuela aunque no se aprendiera nada más. Si uno va al médico y sale con una larga lista de medicinas que comprar, conviene saber para qué sirve cada “pastilla” para poder encaminar mejor sus acciones. ¿Qué tal si no le alcanza para comprarlas todas? Con cuáles se queda:  ¿con las aspirinas, que apagan los síntomas más molestos de muchos males pero no atacan las causas? ¿Con el antihistamínico, que frena el flujo nasal y descongestiona los pulmones para evitar la insuficiencia respiratoria y las infecciones oportunistas? ¿O con el antibiótico, que ataca la causa cuando la enfermedad es una infección bacteriana? ¿Y si dejo de tomarme la pastilla de la presión porque ya no me siento mal?

Los peligros para un paciente que ingiere fármacos indiscriminadamente son muchos y graves. La ignorancia puede conducir a la muerte. En 1975 la joven Karen Ann Quinlan se desmayó en su casa después de tomar un calmante, un analgésico y alcohol. La llevaron al hospital, pero no sin que Karen Ann pasara dos largos ratos sin respirar. Sufrió daños cerebrales que la dejaron en coma durante 10 años, hasta que murió en 1985. Su caso es célebre por haber levantado controversia acerca del tema de la eutanasia, pero se podría esgrimir también contra la automedicación y la inopia farmacológica.

Más allá de los peligros de la automedicación para el paciente, se encuentra un interesante y grave problema de salud pública mundial que ha costado mucho dinero y mucho sufrimiento: la resistencia de los agentes patógenos a los antibióticos. Es un bonito ejemplo de evolución por selección natural: cuando uno empieza a tratarse una infección con antibióticos el organismo se vuelve territorio hostil para el agente patógeno. La ofensiva tiene que sostenerse durante un lapso suficiente para que mueran todas las bacterias, o casi. Al primer embate (con la primera dosis) morirán las que por casualidad sean más débiles; al segundo, las que les siguen en resistencia, y así sucesivamente, hasta que —con buena suerte— no quede ninguna, o queden tan pocas que el organismo se pueda defender solo. A las dos o tres dosis uno puede empezar a sentirse bien porque el nivel de la infección va en declive, pero si deja de tomarse las pastillas, lo que uno está haciendo es dejarles la vía libre a unas bacterias muy resistentes, las cuales empezarán a reproducirse y proliferar. La infección vuelve por sus fueros, pero esta vez responde mal al antibiótico. El paciente puede luego infectar a otras personas, en cuyos organismos medrarán estas bacterias reforzadas. Si mucha gente hace esto, en poco tiempo conseguirán crear una cepa completamente resistente a los antibióticos.

Esto ya ha sucedido con muchos microorganismos y muchos antibióticos, empezando por la penicilina: cuatro años después de que empezara a producirse en masa se detectaron los primeros microorganismos que habían desarrollado resistencia a la nueva medicina maravillosa. Nuestras armas contra las infecciones dejan de servir si las usamos mal. Cuando esto ocurre, hay que buscar nuevos fármacos para atacar enfermedades infecciosas que ya teníamos dominadas, todo por culpa de quienes no saben que los antibióticos hay que tomarlos sólo cuando está uno enfermo, por indicación médica y hasta acabar el tratamiento indicado, se sienta uno bien o mal.

Lo mismo podría ocurrir con los antivirales que se han estado recomendando para combatir el virus A/H1N1, Tamiflú y Relenza. Si usted fue de los que compró estos fármacos, hágale un favor a la humanidad (y hágase un favor a sí mismo) y no se los tome hasta no saber con toda certeza —por indicación de un médico— que está usted infectado. Y por lo que más quiera, siga las indicaciones terapéuticas al pie de la letra; no abandone el tratamiento aunque ya se sienta bien. Los virus de influenza tienen por sí solos la capacidad de evolucionar a velocidades estratosféricas debido a la manera en que se reproducen dentro de las células de distintos animales. Que no sea nuestra ineptitud la causa de que aparezca una cepa resistente a estos fármacos, porque lo que está resultando ser una epidemia leve (no cantemos victoria) podría convertirse en una pandemia mortífera cuando reaparezca en unos meses, como suelen hacer los virus de influenza no estacional.

¿Se han fijado en lo que cuestan los antibióticos hoy en día? Los hay carísimos. Esto se debe a que los laboratorios tienen que invertir más en investigación y desarrollo para poner a punto fármacos de eficacia efímera, de los que no pueden esperar obtener grandes ganancias a menos que los vendan a precios estratosféricos. Pero no se puede esperar parar la automedicación, y sobre todo el mal uso de los antibióticos y antivirales, sin un público bien informado acerca de cómo funciona la evolución por selección natural y cómo operan estos medicamentos. Mientras siga flotando en el aire la idea de que las pastillas curan —de la medicina como magia— seguirá habiendo quien tome cualquier cosa e interrumpa el tratamiento en cuanto se sienta bien.

También convendría saber cómo funcionan las enfermedades. A veces un adelanto tecnológico puede propiciar que aparezca o se agrave una enfermedad. Eso ocurrió a fines de la Edad Media, cuando en Europa se inventaron barcos y métodos de navegación que permitían estar muchos meses en altamar sin tocar tierra. Al cabo de muchas semanas en el mar, los marinos caían enfermos de un mal horrible: se les inflamaban las encías, les dolían las articulaciones hasta no poder moverse y se les caían los dientes uno por uno. Era el escorbuto. ¿A qué se debía? Había quien sostenía que en ciertas regiones del mar se desprendían del agua miasmas pestíferos que envenenaban el aire. En el  siglo XVII un capitán de navío observó que el escorbuto no aparecía cuando en el barco se consumían narajanas y limones. También se observó que el mal se curaba ingiriendo frutas cítricas. Sea como fuere, el escorbuto era como la peste para los marinos.

Hoy sabemos que peste y escorbuto son males muy distintos. La primera es una infección causada por una bacteria que entra en el organismo por las picaduras de pulgas. La segunda se debe a la falta de vitamina C. Reconocemos muchas causas de enfermedades: infecciones por bacterias o por virus, carencias de sustancias necesarias para el organismo, excesos de sustancias necesarias para el organismo, envenenamientos, traumas, defectos congénitos… El saber qué causa los males que uno padece puede ayudar a cuidarse mejor. Los marinos empezaron a llevar cítricos para las grandes travesías; en las ciudades se mejoraron las condiciones sanitarias y sobre todo se exterminó a las ratas, en cuyos cuerpos vivían las pulgas infectadas.

En el caso de la influenza A/H1N1 —que algunos proponen llamar influenza norteamericana para que los mexicanos no sintamos tan feo— saber cómo se transmite el virus puede ayudar a entender las medidas sanitarias que indica la Organización Mundial de la Salud. En estos días de incertidumbre he visto mucha gente en la calle con cubrebocas. Algunos se los ponen para ir en el coche. Otros se lo quitan en el coche, pero se lo ponen al salir a la calle. Otros más lo usan cuando entran en un lugar concurrido. El colmo fue el individuo que vi hace un par de días. Salí con mi familia al campo, a unos 50 kilómetros de la ciudad de México. Llegamos a un valle muy amplio, en el municipio de Isidro Favela, situado a unos 3000 metros de altitud. Soplaba un viento helado muy distinto al aire caliente y pegajoso de estas semanas de máxima insolación en la Ciudad de México. Sobre todo, no había nadie. A lo lejos vi llegar otro coche, del que se bajó un individuo. Ahí, sólo, en medio de la inmensidad y como a 300 metros de donde estábamos nosotros, se veía francamente ridículo con su cubrebocas. ¿Qué pensaba, que el virus está en el aire como la contaminación, por todas partes? Sospecho que sí. Si ese individuo entendiera que el virus de la influenza se contagia por contacto de las mucosas con el rocío de gotitas de agua minúsculas que les salen de la boca a las personas al hablar, toser y estornudar, se habría dado cuenta de que la precaución de taparse la boca es superflua en el desierto y se hubiera evitado la incomodidad. La máscara quirúrgica es útil (y parece que poco) sólo cuando estamos cerca de otras personas, dentro de su radio de rocío (o sea, tampoco en el coche si vamos solos). Es más útil lavarse las manos. ¿Cuándo? Cuando hayan estado en contacto con nuestro aerosol o el de alguien más (tener en cuenta que el aerosol puede haber caído en las superficies y los objetos que tocamos).

La cultura de la salud debería de ser uno de los temas más importantes de la escuela.