miércoles, 11 de noviembre de 2020

Crónica del último día

 




 

 

Este artículo salió originalmente en ¿Cómo ves?, no. 254, enero 2020

“…no pocas disciplinas científicas basan su labor en restos de acontecimientos pasados que se van acumulando y duermen, en algún lugar del mundo.”

--Jorge Wagensberg, Ideas para la imaginación impura

 

La Tierra hace las cosas con parsimonia. Una glaciación no empieza de la noche a la mañana, con un tiempo repentinamente gélido que ya no cede. Los polos magnéticos no se invierten como si alguien apretara un botón y las brújulas se pusieran de cabeza. El monte Everest no se levantó en un día con un gran ¡pop!

Las transformaciones geológicas dejan rastros de piedra. Los acontecimientos y sus fechas quedan inscritos en capas de sedimentos, rocas arañadas o comprimidas por glaciares, campos magnéticos añejos estampados en las vetas. Pero las fechas son imprecisas. Nunca apuntan a un día específico, con año, mes, número y día de la semana. “El Carbonífero empezó en jueves” es una frase absurda. Los cambios son graduales como un amanecer.

Pero no siempre.

 

Dies irae

Hay por lo menos una transición geológica que sabemos que sí empezó un día concreto –un día señalado por terrible, el día de la ira divina, cuando se movieron los cielos y la tierra, llovió fuego, se alzaron las aguas y se hizo la oscuridad—: el fin del periodo Cretácico y la era Mesozoica y el principio del Paleógeno y la era Cenozoica, cambio que no se debió a un largo proceso terrestre, sino a un accidente de tránsito espacial: el choque de un planeta de 12,800 kilómetros de diámetro con una roca de 15.

El impacto, ocurrido hace 66 millones de años, desencadenó un colapso ecológico mundial que tardó miles de años en consumarse (con la extinción del 75% de todas las especies, incluyendo a los dinosaurios), pero también tuvo consecuencias inmediatas el mismo día que ocurrió. El rastro más evidente es un cráter de impacto de 200 kilómetros de diámetro, hoy enterrado bajo un kilómetro de sedimentos en la península de Yucatán (véase ¿Cómo ves? no. 34). Según los modelos por computadora de estas cosas, el cráter se formó en el lapso de unos cuantos minutos. Pero aparte de esta huella evidente, ¿quedan otros rastros de aquel día? ¿Era jueves?

Lo del jueves nunca se sabrá. Si bien el impacto ocurrió un día específico, no hay manera de saber cuántos días han transcurrido desde entonces. En 66 millones de años (fecha ya de por sí aproximada) cabrían 24,000 millones de días normales de 24 horas; el problema es que sabemos que los días en esa época eran más breves. Pero es lo de menos.

Según el paleontólogo Robert DePalma sí quedan otros rastros de ese día. En un artículo publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Science en abril de 2019 DePalma y un grupo de colaboradores reportan un yacimiento de fósiles y sedimentos que guarda rastros de acontecimientos ocurridos entre 10 minutos y dos horas después del impacto: una crónica del última día del Cretácico y primero del Paleógeno… si acaso se confirma la interpretación de este equipo. Y hay dudas, como veremos.

 

El peor día del Cretácico

DePalma encontró el lugar en un rancho privado de Dakota del Norte en 2012. El dueño se lo había rentado a unos coleccionistas comerciales de fósiles pero estos ya no esperaban encontrar ahí nada de interés para sus clientes. Los coleccionistas se lo cedieron al joven paleontólogo. En esa región, llamada formación Hell Creek, afloran rocas del Cretácico y de la transición al Paleógeno (hoy llamada transición K-Pg, antes K-T), célebres por sus fósiles de dinosaurios (por eso estaban ahí los coleccionistas). El sitio de DePalma parecía ser el entorno inmediato de un antiguo río o brazo de mar. En el Cretácico había cerca de ahí un mar interior poco profundo, llamado Mar Interior Occidental, conectado con el futuro Golfo de México. Todo el centro de lo que sería Estados Unidos estaba bajo el agua.

En el perfil de una escarpa de unos 20 metros de desnivel se veía una capa de sedimentos de 1.5 metros de espesor que cubría el terraplén como una manta. Una antigua inundación. Algo había soliviantado las aguas y provocado una serie de oleadas de más de 10 metros que penetraron 50 metros tierra adentro. DePalma no tardó en encontrar montones de peces fosilizados. Eran peces de río y estaban todos apretujados entre restos de troncos de árboles que se habían alineado con un flujo violento a contracorriente del curso normal del río. Los peces habían quedado enterrados tan repentinamente, que ni siquiera estaban aplastados, y aún parecía que se retorcían en posiciones típicas de peces que se están asfixiando.

Sobrepuesta a la manta de sedimentos de las oleadas como azúcar glass estaba la marca bien conocida de la transición K-Pg: una capa de polvo fino rico en iridio que se encuentra por todo el mundo y que proviene del asteroide que impactó la Tierra hace 66 millones de años (véase ¿Cómo ves? no. 193). La inundación había ocurrido por la misma época que el impacto y antes de que se depositara la capa de arcilla iridiada… lo cual no daba una gran precisión: podría haber ocurrido años antes.

Mezcladas con el lodo de la inundación, DePalma y su ayudante encontraron millones de motitas blancas que, bajo la lupa, resultaron ser partículas esféricas o en forma de gota alargada de un par de milímetros de diámetro. El joven inmediatamente las reconoció como microtectitas: partículas de vidrio que se forman al volar por los aires roca fundida tras el impacto de un meteorito. Al paso de los siglos estas esferitas de vidrio se transforman en arcilla gris, pero los dos paleontólogos encontraron microtectitas intactas atrapadas en ámbar (resina fosilizada). También las encontraron en las agallas de los peces, que las habían absorbido del agua al momento de morir.

Había un indicio impepinable de que las microtectitas llegaron al mismo tiempo que las oleadas (y no, por ejemplo, que hubieran sido arrastradas por la corriente desde otro lugar). DePalma encontró rocas hechas de capas delgadas de lodo endurecido, como pastel mil hojas. Aquí y allá las capas se curvaban hacia abajo, formando embudos como la típica representación de un hoyo negro, al fondo de los cuales había sendas esferitas de vidrio. Eran microcráteres formados por partículas que impactaron el lodo anegado a gran velocidad. Los restos de madera carbonizada que había en el depósito indicaban, además, que al llegar las olas el bosque circunstante estaba en llamas. Las aguas se habían alzado al mismo tiempo que llovía fuego. Un pésimo día para estar vivo.

 

Rompecabezas completo

DePalma, quien se esmera en cultivar una imagen estilo Indiana Jones, para exasperación de sus colegas más establecidos, trabajó en secreto varios meses hasta decidirse en 2013 a compartir sus hallazgos y colaborar con otros científicos, entre ellos los célebres Walter Alvarez y Jan Smit, quienes en 1980 propusieron independientemente la hipótesis del impacto como causa de la gran extinción del Cretácico. También se unió al equipo el geofísico Mark Richards.

Para entonces Robert DePalma ya se había hecho una idea de lo que debía haber ocurrido en ese lugar, al cual llamó “Tanis”, como una ciudad egipcia que figura en la película Cazadores del arca perdida. Las microtectitas indicaban que la inundación ocurrió el mismo día del impacto. Es más: la catástrofe ocurrió a los pocos minutos, que es lo que tardarían las salpicaduras de roca incandescente en llegar desde Chicxulub volando como proyectiles en trayectorias casi parabólicas hasta la localidad de Tanis, situada a unos 3,000 kilómetros. Así, las olas serían consecuencia del tsunami que se sabe por otros estudios que asoló las costas del Golfo de México. Esos peces, árboles y animales marinos serían entonces de las primeras víctimas de la extinción en masa de fines del Cretácico, la tercera en gravedad de las cinco que sabemos que han ocurrido desde que existe vida multicelular, hace 600 millones de años. A menos que este pequeño apocalipsis se debiera a otro impacto más local y no al de Chicxulub.

En efecto, había dudas. Jan Smit y Mark Richards señalaron que las microtectitas tardarían unos 15 minutos en llegar desde Chicxulub. Suponiendo que el tsunami no se hubiera atenuado en las grandísimas extensiones de aguas poco profundas que mediaban entre Tanis y el sitio del impacto, de todas maneras habría tardado 18 horas en llegar. Pero había otra posibilidad. Richards recordó que el temblor de Japón de 2011 había hecho agitarse las aguas de un fiordo Noruego situado a 8,000 kilómetros de distancia y en un lugar inaccesible al tsunami. La explicación era que la agitación de las aguas no se debió al tsunami, sino a las ondas sísmicas que llegaron por el subsuelo 30 minutos después del temblor. El impacto de Chicxulub causó un terremoto miles de veces más intenso que el peor del que tengamos noticia. Sus reverberaciones lejanas serían mucho más eficaces para agitar aguas remotas, y Tanis estaba mucho más cerca de Yucatán que Noruega de Japón. Richards y Smit calcularon que las ondas sísmicas llegarían entre seis y 13 minutos después del impacto, en perfecta sincronía con la lluvia de roca incandescente. Las olas no fueron, pues, un tsunami, sino un tipo de ondas llamadas “seiches”, que vienen a ser como el chapaleo de una piscina durante un temblor, pero a lo bestia, con marejadas de 20 metros de altura y varios minutos de duración. Todo cuadraba.

O casi todo. Faltaba una prueba crucial. Jan Smit analizó la composición química de las esferitas de vidrio y su proporción de cierto elemento radiactivo para determinar su antigüedad. Tanto ésta como la composición química coincidían bien, dentro del margen de error, con el impacto de Chicxulub.

El artículo científico de DePalma, Smit, Alvarez, Richards y ocho colaboradores más apareció en abril de 2019. Además de la evidencia de los peces y las microtectitas, los autores añaden muchos detalles que no dejan duda de que el depósito de Tanis se debió a una serie de oleadas causadas por un impacto. Muestran que el terreno cubierto por el lodo de la inundación no estaba bajo el agua antes de esta: hay huellas y madrigueras de animales terrestres. El acontecimiento fue repentino porque la manta de sedimentos lodosos está sobrepuesta abruptamente al terreno de las márgenes del río. Los investigadores encuentran también muchas marcas de flujo turbulento y deposición violenta, así como granos de polen de especies vegetales de fines del Cretácico. Y encima de todo, la capa de la transición K-Pg. Estamos viendo una instantánea de los primeros minutos del Paleógeno.

 

Transgresión protocolaria

Pero ya antes de que saliera el artículo, la investigación de DePalma estaba causando polémica en Twitter entre los expertos. El problema principal fue que en marzo la revista The New Yorker había publicado un largo reportaje sobre las aventuras del émulo de Indiana Jones. El novelista Douglas Preston, autor del reportaje, acompañaba a DePalma en un jeep hasta la ubicación súper secreta del yacimiento de Tanis mientras en el estéreo del vehículo se oía el tema principal de Cazadores del arca perdida. Ahí DePalma le mostraba al autor fósiles de plumas de 40 centímetros de largo que pertenecieron a un dinosaurio, y se vanagloriaba de haber encontrado también madrigueras de mamíferos con los animales aún dentro, huevos de muchas especies de dinosaurio, ¡con los embriones intactos! y huesos de dinosaurio por montones. En resumen, el reportaje presentaba a DePalma como una especie de quijote anti-establishment que sigue adelante con sus propias ideas pese a la incomprensión de sus colegas: la clásica historia del héroe científico… que nunca es cierta.

El reportaje de The New Yorker no es un artículo científico. No incluye la evidencia sobre la que se basó DePalma para construir su interpretación, solo lo que el plaeontólogo le contó al autor. Sin estos datos, imposible verificar sus conclusiones. Publicar hallazgos en la prensa generalista antes que en la prensa académica está muy mal visto en ciencia, y por buenas razones. Si el descubrimiento anunciado resulta un fiasco a la postre, una vez que lo examinan otros expertos, el público queda engañado y la ciencia mal parada. En 2014 un equipo internacional anunció con bombos y platillos que había encontrado rastros de ondas gravitacionales en el big bang (véase ¿Cómo ves? no. 186). A los pocos días el anuncio se había desmentido, pero los medios masivos ya habían proclamado un gran descubrimiento y repartido premios Nobel antes de tiempo. En 2010 la NASA organizó una conferencia de prensa con la astrobióloga Felisa Wolfe-Simon para anunciar ciertos resultados sorprendentes acerca de unas bacterias de un lago californiano que ampliaban las posibilidades de vida extraterrestre. Se armó un gran circo mediático, pero los resultados no resistieron ni el primer embate de la crítica científica. Wolfe-Simon sufrió las consecuencias de esta falta al protocolo científico. Lo malo es que también las sufrió el prestigio de la ciencia.

En el caso de DePalma, otro problema es que los hallazgos más espectaculares que se anunciaban en el reportaje de The New Yorker no figuran en el artículo científico: ni plumas, ni huevos, ni montañas de huesos de dinosaurio, ni mamíferos enterrados en sus madrigueras. Añádase que, a sus 37 años, DePalma no ha terminado el doctorado y no está adscrito a ninguna institución de investigación reconocida. Riley Black (@Laelaps en Twitter) tuiteó: “Estas son las cosas que ponen en guardia a la comunidad paleo: verstirse y comportarse como Indiana Jones o una caricatura de paleontólogo, publicar conclusiones en la prensa antes de sacar el artículo científico correspondiente”. El mismo día el paleontólogo Steve Brusatte (@SteveBrusatte) anunció: “Ya hojeé el artículo científico. Sólo se menciona un hueso de dinosaurio… El sitio es increíble, pero no veo ninguna evidencia de un cementerio de dinosaurios. Algo anda mal”. Los tuits de estos influencers científicos desencadenaron un diluvio de comentarios críticos en la comunidad paleontológica. En conclusión, el sitio de Tanis parecía bueno, con mucho potencial y muy interesante, pero DePalma había hecho mal en buscar publicidad fácil y todavía peor en presumir supuestos hallazgos sin mostrar la evidencia. La ciencia no se hace así.

Eso sí: la colaboración de investigadores de la talla de Jan Smit y Walter Alvarez es un gran espaldarazo a DePalma y garantía de que la investigación –por lo menos lo que se reporta en el artículo científico— está bien hecha. Además, cementerio de dinosaurios o no, la catástrofe de Tanis es interesante porque revela “un posible mecanismo adicional capaz de causar destrucción abrupta y vasta en regiones y ecologías muy apartadas unas de otras”, como escriben los autores al final de su artículo. “La extinción mundial pudo haber tenido un precursor inmediato, tanto local como globalmente, a los pocos minutos del impacto”.

 

Sergio de Régules es coordinador científico de ¿Cómo ves? y ganador del Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia “Alejandra Jáidar” 2019.