martes, 25 de agosto de 2009

Teorías irrefutables

Cuando era niño, además de los coches, me gustaban los pianos (y me siguen gustando). Me encantaba averiguar detalles técnicos y comparar marcas. La marca más prestigiosa —el Rolls Royce de los pianos, digamos— era Steinway y siempre he soñado con tener uno de esos monstruos alados que son los pianos de concierto de esa marca.

En cierta ocasión alguien me contó (o lo leí) que para probar la calidad de los pianos Steinway los técnicos de la fábrica la emprendían a macanazos contra el teclado, curioso método de control que, hoy me doy cuenta, hubiera dejado hecho fosfatina a cualquier instrumento, fabricado por Steinway o no. Pero a los 14 años me lo creí a pie juntillas. ¡Qué máquinas tan maravillosas! Seguramente los pianos que sobrevivían a semejante azotaína debían de ser instrumentos de la mejor calidad. ¡Cómo ansiaba yo ponerle las manos encima a un Steinway!

Hay una tira cómica del caricaturista estadounidense Bill Waterson en la que Calvin, un niño de cinco años bastante precoz y latoso, le pregunta a su padre cómo hacen los ingenieros para determinar el peso máximo que soporta un puente. “Pues hacen pasar camiones cada vez más pesados”, contesta el padre, “hasta que el puente se cae. Luego lo vuelven a construir y ya está”. ¡Imagínense, si fuera cierto, el día en que probaron la resistencia del Golden Gate!

Estos dos métodos de control de calidad pueden parecer absurdos, pero no están muy alejados de los que emplean los científicos para probar sus ideas. Poner a prueba las ideas de uno no es usual en otras profesiones. Por ejemplo, no me imagino a un abogado ni a un político de los comunes y corrientes haciendo pasar camiones pesados por los puentes de sus convicciones. Los científicos, en cambio, le apuestan todo a los resultados reproducibles, los que sus colegas pueden ir a comprobar cuantas veces quieran. Los científicos, por lo general, no discuten sólo para ganar. Disfrutan la victoria como cualquiera, pero ganar no es lo más importante para la ciencia (aunque pueda serlo para la promoción del científico); lo importante es enfrentar ideas. En el debate científico sólo las ideas más aptas sobreviven. Los conceptos endebles perecen.

El filósofo de la ciencia Karl Popper escribió: “El que ansía tener la razón malinterpreta la ciencia, pues no es el poseer conocimiento ni verdades irrefutables lo que hace al hombre de ciencia, sino el buscar la verdad con persistencia y actitud crítica” [The Logic of Scientific Discovery, en The World Treasury of Physics, Astronomy, and Mathematics, p. 800]. Popper también escribió: “Quienes no están dispuestos a exponer sus ideas al peligro de la impugnación no participan en el juego de la ciencia” [p. 799]. Wolfgang Pauli, uno de los fundadores de la mecánica cuántica, contrató en cierta ocasión a un asistente cuyo trabajo consistía en rebatir constantemente las ideas de su patrón con los argumentos más sólidos. Lo mismo que los guerreros de antaño, el científico valora a un contrincante digno.

Un terremoto que deja en pie un edificio entre otros en ruinas demuestra la resistencia de éste. Los científicos someten constantemente sus teorías a terremotos conceptuales para probar su solidez. He aquí la opinión de Popper otra vez: “Jamás sostenemos nuestras hipótesis dogmáticamente. Nuestro método de investigación no consiste en defenderlas para demostrar cuanta razón tenemos. Al contrario, tratamos de echarlas por tierra” [p. 798].

Karl Popper es el padre intelectual de la idea de falsabilidad de las hipótesis científicas. Sostiene que, para que una proposición pueda considerarse como científica (aunque no por científica verdadera), debe formularse de tal manera que, si es falsa, se pueda demostrar que lo es. Esto contrasta con la idea tradicional de que las teorías científicas tienen que ser verificables, pero permite basar el edificio de la ciencia en fundamentos más sólidos. Por ejemplo, la proposición “la energía se conserva” es un enunciado científico válido según el criterio de Popper porque está expresado en una forma en que se puede rebatir. Un solo caso en que no se cumpla bastará para refutarla. El principio de conservación de la energía tiene más de 100 años de formulado. Hasta la fecha no hemos encontrado un solo caso en que no se cumpla. El concepto de falsabilidad de Popper permite construir principios científicos muy sólidos: la conservación de la energía se podría refutar, pero eso no ha sucedido. Cuantas más pruebas resiste, más seguros estamos de que la energía se conservará incluso en circunstancias en las que no hemos demostrado explícitamente que el principio se cumpla.

Los científicos invierten más que simple dinero en las ideas que aceptan. Lo que está en juego es su capacidad de hacer contribuciones útiles a la ciencia en el futuro, su visión del mundo y su equilibrio interior. El filósofo contemporáneo Daniel Dennett escribe: “Yo sólo puedo decir que amo suficientemente al mundo como para querer saber la verdad acerca de él” [Darwin’s Dangerous Idea, nota de la p. 82]. Igual que Dennett, los científicos, profesionales o aficionados, amamos tanto al mundo que no queremos verlo a través de cristales demasiado empañados, de modo que, a la hora de seleccionar nuestras verdades --nuestros pianos y puentes-- somos muy cautelosos. “Los verdaderos filósofos son como los elefantes, que al andar nunca ponen la segunda pata en el suelo sin que la primera esté firmemente apoyada”, escribió en 1686 Bernard de Fontenelle, uno de los primeros divulgadores de la ciencia, refiriéndose a los filósofos naturales, como se llamaba en su época a los científicos [Entretiens sur la pluralité des mondes, texto electrónico]. Ir con tiento por el mundo no es tarea fácil, pero en recompensa podemos tener la seguridad de que nuestros pianos son Steinway y nuestros puentes el Golden Gate.

martes, 11 de agosto de 2009

La revolución mamífera

¿Eres mamífero? ¿Te gusta existir? ¿Disfrutas la compañía de otros mamíferos como tú (tu perro, tu gato, tu novio)?

Pues dale gracias a la tremenda extinción en masa que borró del mapa al 75 % de las especies que habitaban la Tierra hace 65 millones de años. La extinción del cretácico trastocó el orden ecológico del planeta y le dio un manotazo a la rueda de la fortuna.

El grupo de especies terrestres que dominaba en esos tiempos eran los dinosaurios. En México les decimos dinosaurios a los políticos corruptos, retrógrados y trasnochados (o sea, casi todos y de todos los partidos), como si ser dinosaurio fuera sinónimo de caducidad, podredumbre y fracaso; pero los dinosaurios, al contrario, eran organismos muy exitosos desde el punto de vista evolutivo: los había de muchas especies distintas, y ocupaban los más variados nichos ecológicos. Eran los poderosos del momento. Y no sólo del momento: como grupo de especies robusto y numerosísimo llevaban ya 100 millones de años de existir, ¡y los que les faltaban!

Al mismo tiempo que los dinosaurios habían evolucionado unos bichos chiquitos, peludos y escurridizos que alimentaban a sus crías con leche del cuerpo de la madre. Los mamíferos ocupaban los nichos ecológicos que dejaban los dinosaurios; las migajas de éstos, digamos. No había grandes depredadores mamíferos porque los puestos de gran depredador estaban ocupados por dinosaurios. Nuestros tatarabuelos mamíferos fueron humildes y no tuvieron oportunidades por espacio de 100 millones de años...

...hasta que el entorno cambió violentamente. He aquí la reconstrucción de los hechos: hace 65 millones de años un cometa de 10 kilómetros de diámetro impactó la Tierra con tal energía, que fundió una parte de la corteza, levantó millones de toneladas de roca y polvo y produjo incendios por todo el planeta. La nube de desechos se extendió por la atmósfera. La Tierra se cubrió de un velo negro de oscuridad. Como el polvo no se disipaba, murieron muchísimas especies de plantas, de organismos marinos microscópicos y de mamíferos. También sucumbieron todos los dinosaurios. En los estratos geológicos no se encuentra ni un fósil de dinosaurio después del periodo cretácico. La transición entre el cretácico y el terciario está marcada por una fina capa de material oscuro rico en iridio, capa que se encuentra en los mismos estratos por todo el planeta y que hoy se interpreta como el residuo del objeto que impactó la Tierra hace 65 millones de años.

La noche eterna cayó sobre el 75 % de las especies del planeta, pero para las restantes nació un nuevo día lleno de oportunidades. Los mamíferos empezaron a proliferar y tomaron posesión de los nichos desocupados. Pasaron 65 millones de años llenos de acontecimientos emocionantes que, empero, me saltaré, y hoy henos aquí (desde hace unos 40,000 años). Los paleontólogos coinciden en que sin la gran extinción del cretácico el árbol de la vida (cuyas ramas son las especies) hubiera crecido en otras direcciones. Quién sabe qué habría hoy. La evolución no se puede predecir porque su mecanismo (la selección natural) responde sólo a las condiciones del aquí y ahora y porque la vida está llena de sorpresas, como descubrieron los dinosaurios. Lo que es casi seguro es que no habría humanos.

¿Diremos del impacto del cretácico que fue un desastre? Sin ese desastre no existiríamos, y quizá seguiría habiendo dinosaurios. Lo desastroso es relativo.

Pero también lo puede ser lo afortunado: es suerte para nosotros que estemos aquí, pero le importa un comino al frondosísimo árbol de la vida, que como los árboles de verdad, retoña en otras direcciones cuando le cortan una rama.

martes, 4 de agosto de 2009

El verdadero pecado de Frankenstein

En 1815 el monte Tambora de Indonesia estelarizó la erupción volcánica más violenta de los últimos 1600 años. El volcán inyectó tal cantidad de partículas en la atmósfera, que al año siguiente hizo frío hasta en julio, y así, 1816 llegó a conocerse como "el año sin verano".
Ese insólito verano el poeta Percy Shelley se fue a Suiza a visitar a su amigo, Lord Byron, acompañado de su amante de 18 años, Mary Godwin. Hacía un tiempo espantoso y los tres amigos se pasaban los días encerrados en la mansión de Byron, leyéndose en voz alta cuentos de terror y de fantasmas. Lord Byron propuso que, para matar el tiempo, cada quien escribiera su propia historia de terror.
Byron y Shelley dejaron las suyas a medias, pero Mary completó una novela, que tituló Frankenstein, o el Prometeo moderno.
Me gustaría decir que la historia es bien conocida, pero no es cierto: la historia es mal conocida, de modo que he aquí un resumen de lo fundamental:
Victor Frankenstein es un joven científico suizo que se obsesiona con la idea de insuflar vida en la materia inanimada con la doble ilusión de, 1) revivir a los muertos y 2) crear una raza de humanos buenos y hermosos. En vez de eso, Frankenstein da vida a un ser deforme: un gigante de piel amarillenta, ojos vidriosos y labios delgados y negros. Horrorizado, el joven Frankenstein huye de su laboratorio, abandonando a su creación.
Hoy la historia de Mary Shelley (Mary acabó casándose con el poeta) --pese a no ser en realidad muy buena desde el punto de vista literario (podemos discutirlo)--, ha pasado a ser un símbolo. Pero, ¿de qué?
Se supone que de los males que acarrean la ciencia y la tecnología, especialmente cuando los científicos invaden el territorio de los dioses. Por ejemplo, los que se oponen a los alimentos transgénicos, se refieren a éstos como "frankenfood", como si fueran malos simplemente por ser producto de la tecnología en vez de la naturaleza. Es lo mismo que pensar que la criatura de Frankenstein es intrínsecamente mala.
Pero resulta que no: en el capítulo 10 del libro, Victor Frankenstein va al encuentro de su criatura, que ha estado viviendo por su cuenta durante dos años, vagando por el campo y alimentándose de bayas y raíces. En ese lapso, el monstruo ha aprendido a hablar, a leer y a escribir. Es más: habla en un inglés digno de un lord (Lord Byron, quizá). Con lujo de metáforas, imágenes y estilo, la criatura le cuenta su historia a su creador. Lo más sobresaliente de esa parte del relato, en mi opinión, es que el monstruo resulta ser una persona llena de buenos sentimientos, que se maravilla ante un bonito paisaje y se exalta ante la belleza y la bondad. El problema es que, de tan feo, sus encuentros con las personas son catastróficos: les infunde miedo y odio, y así, lo persiguen y lo echan de todas partes. El monstruo, naturalmente, se vuelve rencoroso y amargado, y concibe ideas de venganza.
A Victor Frankenstein suele reprochársele el haber creado un monstruo, pero la criatura es monstruosa sólo en apariencia (al menos al nacer): su maldad es consecuencia de haber sido abandonado por su creador. Ése es el verdadero pecado de Frankenstein.
Traduciéndolo a los términos simbólicos en que consideramos hoy en día la historia de Victor Frankenstein, la ciencia y la tecnología no son intrínsecamente dañinas. Pueden llegar a serlo sólo si los científicos las abandonamos: si no las discutimos, si no las explicamos ni contribuimos a que se integren al mundo para mayor beneficio y provecho de la sociedad.