lunes, 30 de diciembre de 2019

Terraplanistas necios


(Este artículo apareció en ¿Cómo ves? número 253, diciembre de 2019)

Piensen en sus más profundas convicciones o creencias, en lo que les parece bueno y verdadero, lo que define su identidad y sus acciones: ¿estarían dispuestos a renunciar a ese lugar geométrico del yo si se demostrara que está basado en falsedades? Algunos contestarán con mirada firme y labios apretados: “¡Claro que sí! ¡Yo prefiero la Verdad!” Otros me mirarán de soslayo y dirán: “Depende: ¿a qué te refieres con ‘demostrar’ que son falsas?”
         Exacto.
        Hace poco vi un documental en el que una cámara impasible acompañaba a unos cuantos terraplanistas en sus actividades cotidianas. Nadie los increpaba ni los cuestionaba directamente. El espectador asistía sin interferir a sus reuniones y discusiones. De vez en cuando salían a cuadro unos científicos, pero no tanto para desmentir como para comentar nada más. La idea, al parecer, era que los terraplanistas se balconearan solitos.
        Los terraplanistas son esas personas que dicen que creen que la Tierra es un plato. Los del documental que yo iba añadían que es un plano que no gira. Era muy interesante ver cómo reaccionaban a argumentos que contradecían su convicción central. En cierto momento del documental, ellos mismos proponían un experimento para demostrar que la Tierra no está dando vueltas. El experimento consistía en echar mano de un giroscopio de laboratorio que les había costado un dineral. Un giroscopio es básicamente un trompo que no deja de dar vueltas. Los trompos, como todo lo que gira alrededor de un eje, tienden a conservar la orientación, como si el eje no quisiera moverse. Al balón de futbol americano se le imprime una rotación al lanzarlo para que esta tendencia del eje impida que el balón vaya dando tumbos por el aire. Este efecto se llama conservación del momento angular y es consecuencia de la misma propiedad que hace que nos vayamos de bruces cuando el coche da un frenazo: la inercia. Los barcos, los aviones y los satélites artificiales tienen giroscopios para mantener la orientación y medir los cambios de posición. Si la superficie en la que gira el grisocopio se inclina, el aparato parece inclinarse en sentido opuesto, pero en realidad sólo está conservando la misma orientación en el espacio.
         El experimento que proponen los terraplanistas del documental consiste en poner en marcha el giroscopio y esperar. Si la Tierra da una vuelta sobre su eje cada veinticuatro horas, entonces cada hora girará quince grados, por lo que se esperaría que el giroscopio se desviara de su posición respecto a la Tierra quince grados cada hora. El experimento está bien pensado, aunque no tiene nada de original: es el principio de funcionamiento del péndulo de Foucault, inventado en el siglo XIX. Los terraplanistas, claro, esperan que el giroscopio no se desvíe, lo que será prueba irrefutable de que la Tierra no gira (aunque, irónicamente, este experimento será prueba de que la Tierra no gira solamente si la Tierra es redonda; si es un disco, el giroscopio no tendría por qué cambiar de orientación con sus giros, pero dejemos tranquilos a nuestros terraplanistas, a ver cómo les va con el experimento).
       Se lleva a cabo el experimento y el giroscopio se desvía exactamente quince grados cada hora, contradiciendo la predicción de los terraplanistas.
       Entonces ocurre lo pasmoso: ¡los experimentadores no se convencen! Igual que el giroscopio, persisten en su orientación. Algo debe de haber salido mal, alegan. Quizá el aparato está registrando el movimiento del cielo. Así que meten el aparato en un cilindro metálico para aislarlo de “energías celestes” (y aquí el razonamiento alcanza el nivel de lo demencial, si acaso no lo hubiera alcanzado antes). El giroscopio insiste en desviarse como si la Tierra fuera redonda y diera una vuelta sobre su eje cada veinticuatro horas. Pero los intrépidos experimentadores siguen en sus trece. Uno se pregunta para qué demonios se tomaron la molestia de hacer el experimento y gastarse miles de dólares en el giroscopio si no estaban dispuestos a aceptar resultados incompatibles con su fantasía.
         Llegados a este punto quizá ustedes esperan que yo me burle de los terraplanistas (qué fácil sería) y que los compare desfavorablemente con los científicos; quizá se imaginan que añadiré que a los científicos nunca les pasa esto, que jamás se aferran a sus ideas preferidas aunque la evidencia demuestre que se equivocan. Pero no lo voy a hacer porque no es cierto: en la ciencia hay personajes tan recalcitrantes como el terraplanista más terco. “Entonces no son científicos”, me dirán los lectores que respondieron más arriba que no dudarían ni un instante en renunciar a sus creencias en aras de la Verdad con Mayúscula, y yo me limitaré a mirarme las uñas y a desgranar tranquilamente esta lista: Johannes Kepler, Galileo, Einstein, Fred Hoyle, Joseph Weber, Pons y Fleischmann. Todos estos científicos, de cuyas credenciales no puede dudarse, se aferraron a alguna convicción contraria a la evidencia al menos por un tiempo, y algunos hasta la muerte. Incluso en la terquedad hay niveles, y las de estos individuos no son todas igual de injustificables, pero bastan para convencerse de que ni los científicos de verdad se salvan de aferrarse irracionalmente a sus ideas preferidas.
¿Será siempre un error? ¿Habría que irse al otro extremo y renunciar a una buena teoría o a un buen modelo del mundo al primer signo de que no siempre funciona? Esta postura, que podría parecernos abnegada y heroica, digna de paladines de la ciencia que se inmolan en el altar de la Verdad, es insostenible y nos habría conducido a abandonar a las primeras de cambio muchas teorías que han resultado muy fecundas tras haberse topado con anomalías a primera vista inexplicables.
Por ejemplo, Saturno y Urano no se mueven como indica la teoría de Newton. ¿La tiramos a la basura? Los científicos del siglo XIX que tuvieron que vérselas con este problema decidieron que no había que tirarla a la basura. Antes de renunciar a una teoría tan fructífera había que preguntarse por qué fallaba. Abandonarla no era la única alternativa: se podía conservar si suponemos que hay un planeta desconocido que altera las órbitas de los otros dos con su atracción gravitacional, atracción que no por inesperada dejaría de ser newtoniana. Así se descubrió Neptuno: se infirió su existencia a partir de sus efectos sobre los otros planetas y luego apareció casi en el mismo lugar en el que decía la teoría que debía de estar. Ante la anomalía, la teoría se salvó suponiendo un nuevo ente en el mundo: el planeta Neptuno.
Hace 90 años Karl Popper propuso distinguir las afirmaciones científicas de las de otro tipo exigiéndoles que –sin importar si a la postre se aceptaban o no— estuvieran formuladas de una manera que permitiera ponerlas a prueba, y hasta se inventó un verbo, “falsar” (no confundir con “falsear”), que quiere decir algo muy parecido a desmentir o refutar. Así, para que una afirmación se considere científica bastaría con que sea falsable. Por ejemplo: “todo lo que sube tiene que bajar” es una afirmación científica en el sentido de Popper, no porque sea cierta (spoiler: no lo es), sino porque no es difícil concebir una manera de desmentirla. O sea, se puede poner a prueba (y demostrar que es falsa): la NASA nos ha dado montones de ejemplos de objetos que subieron y jamás van a bajar espontáneamente, lo cual es una falsación de la afirmación “todo lo que sube tiene que bajar”. Ésta es entonces una proposición científica y al mismo tiempo falsa. La idea de Popper era que una teoría falsable pero no falsada se acepta provisionalmente; y por supuesto, una teoría falsabe y falsada se desecha.
Lo malo es que si fuera cierto que las teorías falsadas se desechan, no se entiende el que los científicos de principios del siglo XIX hayan conservado la teoría newtoniana. La anomalía de Saturno y Urano era una falsación de esa teoría. La ciencia al estilo Popper no explica éste ni otros episodios parecidos de la historia de la ciencia en los que una teoría se resiste a morir, o más bien en que los partidarios de una teoría se niegan a abandonarla pese a las anomalías. La hipótesis de que la Tierra está en el centro del Universo, con el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas girándole alrededor duró cerca de un milenio y medio pese a que cada avance en las técnicas de observación astronómica revelaba anomalías. En lugar de abandonarla, los astrónomos la fueron enmendando y ajustando para absorber estas anomalías, hasta que la teoría ya no pudo dar más de sí. Las teorías y las comunidades que se integran en torno a ellas tienen una especie de instinto de supervivencia. Obedecen a una ley de conservación de sí mismas, y qué bueno, porque salvar teorías a fuerza de inventar (y luego descubrir) nuevas cosas en la naturaleza ha resultado muy fructífero, pese al peligro de empecinarse en ideas que ya están listas para la basura.
         Así pues, ¿se equivocan los terraplanistas en eso de no aceptar la evidencia de la desviación del giroscopio? Claro que se equivocan, porque la Tierra gira y es redonda, pero, ¿es tan absurda e irracional como parece su resistencia a renunciar a su modelo?