jueves, 30 de abril de 2009

El anhelado porcinómetro mágico

Esta semana no hubo Imagen en la ciencia radiofónica por los programas especiales sobre la influenza porcina (por ci no lo sabían) que emitió Radio Imagen, pero no me aguanto las ganas de decir cosas...

A algunos reporteros de los medios mexicanos habría que mandarlos de regreso a la primaria, a aprender aritmética con lo que yo llamo el método cítrico ("si tengo 159 naranjas y le resto 7, ¿cuántas me quedan?"). A todos (salvo alguna excepción honrosa) habría que darles clases de ciencias.

El secretario de salud (a quien, por cierto, no le vendría mal un curso relámpago de divulgación de la ciencia para explicarse mejor; me apunto si se cae con una lana) se ha cansado de repetir que, de las personas que han muerto de enfermedades respiratorias en los hospitales públicos, sólo en unos cuantos casos tenemos la certeza de que la causa fue la influenza porcina. El concepto no debería de ser tan difícil de entender, pero tantas cifras confunden a algunos reporteros. "¿Por qué nos dan números distintos cada día?", preguntaba uno especialmente lerdo. "¿Por qué no nos dicen cuántos muertos ha producido la enfermedad?", clamaban otros con justificadísima (pero mal encaminada) desconfianza. Los medios quieren respuestas claras: un número exacto, un sí, un no. Los matices no son su especialidad. La incertidumbre menos. ¿Acaso no se puede decir "el virus ha causado tal cantidad de muertos, exactamente"?

No, no se puede. Como no existe el porcinómetro mágico que, al apretar un botón, extraiga esta información de las vibraciones cósmicas cuántico-espirituales; como tampoco se les puede llamar por teléfono a los dioses para que nos lo digan, no queda más remedio que obtener la información por medios científicos, en este caso por estudios estadísticos de la información disponible. Eso toma tiempo. Eso arroja resultados con incertidumbres y grados de confiabilidad. Es inevitable. Puede ser que una alta proporción de los fallecimientos que van hasta ahora por complicaciones respiratorias se deban, en efecto, al nuevo virus, pero cabe la duda. Después de todo, no pasa un día sin que mueran personas por enfermedades respiratorias, incluso sin epidemias. Algunos de los que han muerto en estos días podrían no ser víctimas de la nueva influenza. Por eso se hacen pruebas para distinguir con toda certeza los casos que se le pueden achacar confiablemente al virus H1N1 y por eso se hace la distinción entre muertes reportadas y víctimas seguras (¡por una vez que la vaguedad de la información que proporcionan las autoridades no se debe sólo a la voluntad de engañarnos y confundirnos!).

Esto no quiere decir que haya que bajar la guardia y tragarnos todo lo que nos dicen las autoridades, claro está. De hecho, con la confusión que causa la diferencia entre casos probables y casos confirmados sería facilísimo manipular la información. Por ejemplo, se podría decir "en el estado fulano, o en el municipio mengano, no se han producido muertes confirmadas por el virus H1N1" y dar  a entender con esto que las autoridades de ese estado o ese municipio son súper eficientes en lo que toca a las emergencias de salud --o bien que el estado o el municipio gozan del favor de los dioses y por lo tanto son mejores que el estado o el municipio de al lado, donde gobierna otro partido--. Sería facilísimo, y hasta es posible que ya lo haya hecho algún gobernador o algún presidente municipal, aumentando con esto la tentación de sus vecinos, que no querrán quedarse atrás. Al rato, por "caso confirmado" se entenderá simplemente "caso" y todos respiraremos (nunca mejor dicho) muy tranquilos de saber que son tan poquitos los infectados. Pero nuestra tranquilidad estará infundada. Así pues, a desconfiar y a cuestionar --requisito indispensable si queremos democracia--, pero de manera informada para que este recelo y esta precaución le sirvan al público para enterarse de lo importante. Preguntarle al secretario de salud por qué se dan cifras distintas cada día es malgastar una pregunta y tirar a la basura el tiempo de los espectadores (y el del secretario, pero para eso es funcionario público, que caramba). 

A mí, por ejemplo, me interesaba mucho saber qué cosa podrían tener en común las personas que han muerto para ver si se discernía un patrón, una regla, algo que nos permita mitigar la incertidumbre. Pasaron cuatro días hasta que a alguien se le ocurrió por fin decir que todos habían llegado al hospital ya muy graves. No sé si será cierto o no (siempre hay que desconfiar, eso aprendemos los científicos, hasta de nosotros mismos), pero si sí, la cosa me tranquiliza un poco: me dice que, si me enfermo, tengo buenas probabilidades de salir si no me espero hasta encontrarme al borde de la muerte. Ya es algo. Con esta información, por incierta que sea, yo puedo planear y tomar medidas, que es mucho mejor que estar esperando pasivamente a que nos caiga encima el destino. Pero se desperdician preguntas --y se malgasta salutífera desconfianza-- preguntando tonterías.

El porcinómetro mágico no puede existir, como tampoco existía el planetómetro mágico hace cuatro años, cuando los astrónomos decidieron que Plutón ya no fuera planeta. Recuerdo que por esas fechas se organizó una conferencia de prensa con astrónomos en  el museo Universum, donde están las oficinas de la revista ¿Cómo ves?.  La conferencia fue un lamentable espectáculo de incomprensión mutua entre científicos y periodistas. Los reporteros no entendían que la planetitud de Plutón era simplemente una cuestión de convención, de decisión consensuada entre los especialistas; que no se trataba de hacer observaciones científicas para ver si Plutón era planeta o no. Los astrónomos, por su parte, no entendían las necesidades de los reporteros, que por un lado no son reporteros especializados en ciencia (esa cepa casi no existe en México, donde la ciencia les importa un cacahuate a los medios salvo cuando se degradan planetas o se soliviantan virus), y por otro necesitan historias, narrativas y sobre todo certezas, que la ciencia rara vez puede dar. Resultado: los astrónomos explicaron muy mal y los periodistas entendieron peor. Y como la última astrónoma que habló manifestó su opinión de que Plutón no debía clasificarse como planeta, al día siguiente apareció en los titulares de los periódicos este magnífico resumen que dice mucho sobre la incomprensión entre científicos y periodistas: "NO ES PLANETA: UNAM".

¿Quién perdió? Nosotros, el público.

jueves, 23 de abril de 2009

La letra escarlata: fraudes en la ciencia

Escrito en colaboración con Gerardo Gálvez Correa. Este artículo apareció en la revista ¿Cómo ves?

El médico Elias Alsabti andaba de suerte. No llevaba mucho tiempo trabajando en el Hospital Anderson de Houston cuando, al registrar furtivamente el buzón de un médico que había muerto poco antes, encontró lo que deseaba: el borrador de un artículo de investigación inédito. Una revista especializada se lo había enviado al médico difunto para que éste opinara sobre la calidad científica del texto antes de aceptarlo para publicación, como hacen todas las revistas científicas que se respeten. Alsabti sustrajo el manuscrito, le cambió el título y el resumen que encabeza habitualmente los artículos científicos y lo publicó como suyo en una revista japonesa poco conocida.

No era la primera vez que lo hacía, y pese a que en esa ocasión lo descubrieron, no fue la última. Alsabti obtuvo reconocimiento y prestigio (además de una cuantiosa fortuna) como investigador en cancerología sin que de su pluma saliera una sola idea original. El médico iraquí tomaba artículos publicados en revistas de muy escasa circulación y los enviaba como propios a otras revistas igual de poco conocidas, pero de otro país.

Cada vez que lo descubrían, Alsabti se fugaba a otro centro de trabajo. Así prosperó durante varios años hasta que su mala fama terminó por alcanzarlo. Publicó su último artículo en 1980 y desde entonces no se ha vuelto a saber de él.

 

Cándidos incrédulos

Los científicos tienen fama de incrédulos, y por buenas razones. En cuestiones de arte, política y creencias, bien pueden los científicos, como todo el mundo, formarse opiniones por gusto, prejuicio o conveniencia. En el ámbito de la ciencia, en cambio, se persigue un ideal de objetividad —quizá inalcanzable— que consiste en proscribir tus gustos y prejuicios en favor de resultados reproducibles, es decir, resultados que cualquiera pueda encontrar si sigue el mismo procedimiento. Para eso tienes que andar con pies de plomo y dudar hasta de tu sombra. Por muy enamorado que estés de tu teoría más reciente, tu obligación, antes de publicarla, es someterla a pruebas rigurosas de coherencia lógica y concordancia con los hechos experimentales. Dicho de otra manera, tienes que poner más énfasis en desmentirla que en defenderla. Si no lo haces tú antes de publicar, ten la seguridad de que más tarde lo hará un ejército de especialistas muy exigentes. Este sistema de control de calidad, característico de la ciencia, es lo que la hace tan confiable y le ha dado el prestigio del que goza. Dudar es una virtud en ciencia.

Al mismo tiempo, uno no puede darse el lujo de andar por el mundo dudando de todo. Simplemente no te alcanzaría la vida para comprobar cada resultado que aceptas como cierto. Por eso es tan importante que el sistema de comunicación de resultados científicos (revistas especializadas, congresos, libros, archivos de artículos científicos en Internet) sea tan confiable como se pueda. No quiere decir que lo publicado tenga que ser verdad irrebatible. Los resultados pueden ser desmentidos o confirmados por investigaciones posteriores, pero es fundamental que en el momento de la publicación los autores y editores estén convencidos de que los resultados son sólidos. La ciencia es una empresa colectiva como pocas. Hasta el físico teórico más huraño depende de otros físicos (los que le proporcionan datos para construir su teoría y los que realizarán experimentos para ponerla a prueba, así como los que escrutarán su consistencia lógica). Cuando no se puede contar cándidamente con la buena fe de los colegas la ciencia se empantana.

 

El falso ancestro

En 1912 el mundillo de la arqueología se conmovió por el hallazgo de los restos fósiles de un ancestro de la humanidad. El espécimen, encontrado en la localidad de Piltdown, Inglaterra, consistía en un fragmento de cráneo similar al de un hombre moderno y una mandíbula simiesca. Este fósil, claramente un “eslabón perdido”, parecía confirmar la hipótesis de que el aumento de tamaño del cerebro era anterior al de otros atributos que distinguen a los humanos modernos.

Además de apuntalar una hipótesis extendida entre los especialistas, el “hombre de Piltdown” era el primer hallazgo de fósiles humanos de importancia hecho en Inglaterra, y por si fuera poco indicaba que la estirpe humana, de la que estábamos tan orgullosos, se había originado en Europa y no en Asia, no faltaría más (hoy sabemos que los primeros ancestros de la humanidad provienen de África). Así las cosas, los arqueólogos europeos se precipitaron a incluir al nuevo hallazgo en su reconstrucción de la evolución humana. No faltó quien disintiera y dijera que el cráneo y la mandíbula de Piltdown no sólo eran de individuos distintos, sino de especies distintas. Pero tan bien embonaba el hombre de Piltdown con los prejuicios teóricos y culturales de sus partidarios, que casi nadie les hizo caso a los disidentes.

En 1949, Kenneth P. Oakley aplicó a los restos del hombre de Piltdown una prueba química para determinar cuánto tiempo llevaban enterrados en el lecho donde se les encontró. Unos estudios realizados más tarde por Oakley y otros en el Departamento de Geología del Museo Británico y el Departamento de Anatomía de la Universidad de Oxford permitieron concluir que el fragmento de cráneo era humano y de unos 50,000 años de antigüedad, mientras que la mandíbula era de un orangután moderno. La mandíbula había sido teñida para que pareciera más antigua. El hombre de Piltdown era un fraude. Los arqueólogos europeos se habían dejado engañar por un timador (muy fino, eso sí) que abusó de la candidez profesional natural en los científicos… y de sus prejuicios nacionalistas. Hasta la fecha no se sabe quién perpetró el fraude de Piltdown, aunque no faltan sospechosos, incluyendo a Charles Dawson, descubridor de los huesos, y al paleontólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin, quien colaboró con Dawson en algunas excavaciones.

 

Caída del niño prodigio

Los puritanos de las colonias británicas de América en el siglo XVII marcaban a los que cometían la “infamia” del adulterio con una letra A roja que se imprimía con un hierro candente en el pecho del culpable. La letra escarlata, como la llamara Nathaniel Hawthorne en su famosa novela del mismo nombre, condenaba al quien la portaba al desprecio y al ostracismo de su comunidad.

Una verdadera infamia es lo que se considera que cometió el físico alemán Jan Hendrik Schön, de los Laboratorios Bell, institución filial de la empresa estadounidense Lucent Technologies. En la comunidad científica se valora a los individuos según el número de artículos de investigación original que publican en revistas especializadas, así como del impacto de éstos. El impacto se mide por el número de veces que el artículo aparece citado en el trabajo de otros autores. De esa evaluación del científico dependen premios, promociones, becas y fondos para realizar sus investigaciones, además del prestigio entre los colegas.

Schön dirigía un equipo de investigación sobre superconductividad cuyos resultados, se esperaba, tendrían muchas aplicaciones; por ejemplo, podrían servir para construir computadoras mucho más pequeñas, baratas y rápidas. A escasos tres años de haber obtenido el doctorado, Schön estaba publicando con sus colaboradores artículos especializados por montones. Hasta se pensaba que ya era buen candidato para el premio Nobel pese a su juventud.

Entonces surgieron rumores de que algo andaba mal con los resultados de Schön y sus colaboradores. En primer lugar, nadie había podido repetirlos. Entonces los físicos Lydia Sohn y Paul McEuen se pusieron a analizar los artículos del equipo. Dos gráficas que aparecían en sendos artículos —artículos donde se reportaban experimentos distintos— eran idénticas hasta en los detalles más finos. Que las dos gráficas tengan la misma forma general podría esperarse si corresponden al mismo fenómeno. Que sean iguales hasta en las más pequeñas desviaciones debidas al azar es imposible. Schön había usado datos de un experimento para reportar dos. ¿Sucedería lo mismo con otros artículos del equipo? McEuen descubrió que sí. El joven investigador estaba reciclando, lo cual es encomiable cuando lo que se recicla es basura, pero no cuando se trata de observaciones experimentales.

McEuen y Sohn dieron aviso a las revistas semanales Nature y Science, donde habían aparecido algunos de los artículos. La jefa de investigación en física de los Laboratorios Bell nombró un comité independiente para averiguar si Schön y sus colaboradores habían hecho trampa. Entre tanto Schön declaró que la repetición de las gráficas era un simple descuido y que sus resultados eran buenos.

Quizá las gráficas repetidas eran un simple descuido, pero cuando uno reporta resultados con tantas posibilidades asombrosas, lo más natural es que otros científicos prueben a ver si obtienen lo mismo, es decir, que traten de reproducir los experimentos. La prueba de reproducibilidad es fundamental para aceptar resultados científicos nuevos. Y a nadie más le salían los resultados de Schön y colaboradores.

En 2002 la American Physical Society (APS), que administra las prestigiosas revistas Physical Review, anunció en su boletín: “Las revistas especializadas de la APS publicarán retractaciones de seis artículos como consecuencia de la investigación sobre la conducta de Jan Hendrik Schön”. Las retractaciones, que aparecen en las versiones electrónicas de los artículos (las cuales permanecen en la red), van señaladas en rojo. “Es como una letra escarlata”, dice Martin Blume, editor en jefe de las revistas de la APS.

Schön ha sido desterrado de la comunidad científica, una comunidad que valora como pocas la buena fe de sus miembros y que se siente traicionada. En 2004 la Universidad de Constanza, Alemania —donde estudió Schön— anuló su doctorado.

 

Más allá del tramposo

El fraude en cualquier ámbito es costoso. Los tramposos obligan a los demás a instaurar medidas para detectar engaños, así como pautas para sancionarlos, lo cual lleva tiempo y dinero. En ciencia el fraude tiene un costo adicional. El biólogo Richard Lewontin escribe: “Si queremos que el conocimiento acerca del mundo natural influya racionalmente en las decisiones de un electorado bien informado, es preciso que se pueda confiar en que los científicos dicen la verdad acerca de la naturaleza en la medida en que la saben. La investigación científica dejaría de ser una empresa útil y los científicos perderían el derecho a exigir recursos del erario público si no se desenmascararan los fraudes”.

En las democracias es la sociedad quien decide la cantidad de recursos que se asignan a la investigación científica. El ciudadano tiene derecho a exigir, en primer lugar, que se le rindan cuentas sobre los temas y los avances de la investigación, y en segundo lugar, que la actividad en la que invierte se conduzca de manera honrada.

Al mismo tiempo, no podemos instituir un sistema policial ni un clima de linchamiento que aterrorice a los científicos. El físico David Goodstein dice en la revista Physics World: “La ciencia es un mercado de ideas donde las buenas se sustituyen por mejores cuando se demuestra que las primeras no eran correctas. Así pues, equivocarse es parte esencial del avance científico. Pero el público puede fácilmente confundir el error con el engaño. No podemos permitirlo. Si los científicos temen que se les acuse de fraude cuando se equivocan, la empresa científica sufrirá daños enormes”.

Investigar con un censor mirándote por encima del hombro sería como estar en clase con un profesor sarcástico: en poco tiempo nadie se atrevería a emitir ideas. En la investigación científica, como en cualquier actividad creativa, la estrategia más saludable es explorar libremente todas las posibilidades. La naturaleza siempre nos da sorpresas y es muy difícil saber de antemano qué línea de investigación rendirá frutos. Por eso es tan importante que los científicos se sientan en completa libertad de equivocarse, que no es lo mismo que engañar deliberadamente.

 

Prevenir, mejor que remediar

La Fundación Nacional para la Ciencia de Estados Unidos (NSF por sus siglas en inglés) estableció, por lo menos desde 1987, pautas para clasificar, reconocer y castigar el fraude científico en las instituciones que reciben fondos gubernamentales en ese país. Luego de mucha discusión, se han definido tres categorías de fraude: plagio, falsificación e invención de datos.

Apropiarse de las ideas o textos de otros, como hizo Elias Alsabti, es plagio. Jan Hendrik Schön, en cambio, sí llevó a cabo investigaciones originales, y por lo tanto tenía datos, pero los manipuló indebidamente: usó los resultados de un experimento para reportar otro que no llevó a cabo porque estaba convencido de obtener los mismos resultados. Esto constituye fraude por falsificación (o manipulación inapropiada) de datos. El comité que examinó el caso de Schön descubrió otro ejemplo de conducta impropia. Las mediciones experimentales se suelen reportar por medio de gráficas. Éstas se obtienen escogiendo la curva que mejor se ajuste al cúmulo de datos aportados por las mediciones. Las gráficas de datos experimentales van acompañadas de márgenes de error, o bien muestran desviaciones al azar que son resultado natural de la imprecisión inevitable en las mediciones. La naturaleza es menos nítida que las matemáticas que usamos para describirla. Pero ciertas gráficas de los artículos Schön se veían demasiado pulcras. Parecían gráficas de funciones matemáticas. Resultó que lo eran. Éste es el tercer tipo de fraude: la invención de datos.

Pese a que la NSF y otros organismos recomiendan adoptar medidas preventivas, hay instituciones de investigación que no han considerado necesario elaborar una política definida para descubrir y castigar la conducta impropia. Muchos investigadores consideran que el fraude científico es tan infrecuente que no vale la pena gastar tiempo ni dinero en prevenirlo y perseguirlo. Además, alegan, el mecanismo de verificación característico de la ciencia conduce a que los engaños se descubran tarde o temprano. Pero “tarde” puede ser muy tarde. El fraude de Piltdown se descubrió al cabo de 40 años.

Así pues, a raíz de los casos de Schön y Victor Ninov (científico del laboratorio Lawrence Berkeley que falsificó datos relacionados con el descubrimiento de los elementos químicos de número atómico 116 y 118), las universidades y laboratorios de Estados Unidos —empezando por los Laboratorios Bell— han comenzado a redactar reglamentos de ética de la investigación científica.

 

La importancia de un buen nombre

Existen otras formas de conducta inapropiada en la ciencia que se consideran menos graves. Es frecuente, aunque no por eso correcto, que un trabajo de tesis aparezca poco después como artículo original en una revista científica, lo que constituye la falta conocida como publicación duplicada. Más aún, quien originalmente era sólo el director de la tesis, o jefe del departamento o laboratorio donde ésta se elaboró, aparece en la segunda publicación como autor, un autor ficticio. Algunos jefes de laboratorio han llevado en el pecado la penitencia, como el célebre cardiólogo estadounidense Eugene Braunwald, de la Universidad de Harvard, quien entre 1981 y 1983 firmó al menos seis artículos escritos en “colaboración” con el investigador John R. Darsee. Si Braunwald hubiera colaborado más de cerca con su “coautor”, se habría dado cuenta de que Darsee estaba falsificando los resultados y no hubiera tenido que retractarse después de cuatro de sus artículos.

Aunque, como puedes ver, los científicos llegan a tolerar la “autoría ficticia”, son implacables con los datos ficticios. En cuanto se descubre que alguno de los miembros del equipo falsifica información, se le impone la letra escarlata. No importa que la probidad del equipo completo quede en entredicho al revelarse la trampa, el tramposo profesional es desenmascarado y expulsado. En ciencia los tramposos casi siempre actúan individualmente. No suele haber conspiraciones para violar deliberadamente lo que se ha llamado la “santidad de los datos”, quizá porque el que comete fraude en ciencia arriesga más y gana menos. ¿Qué gana? En ciencia los fraudes se cometen principalmente por prestigio, no para enriquecerse (la actividad científica no suele conducir a la opulencia). El prestigio ayuda al científico a conseguir fondos para sus investigaciones, además de satisfacerle el ego. ¿Qué arriesga? Lo mismo que pretende adquirir: el prestigio. Por las razones que hemos explicado, el aparato de la ciencia es implacable al husmear y desenmascarar fraudes. El tramposo será descubierto, en vida o después, y su buen nombre quedará manchado para siempre.

jueves, 16 de abril de 2009

¡Ah, el razonamiento científico!


Los maestros de secundaria y muchos científicos creen cosas acerca de la ciencia que son puro mito: que la ciencia tiene un método, que es infalible, que con su avance les roba terreno a las supersticiones y otras zarandajas por el estilo; pero una cosa que sí es verdad es que la ciencia se basa en el pensamiento lógico para explicar el mundo. Hagan ustedes un par de suposiciones razonables acerca del mundo, saquen sus consecuencias lógicas y obtendrán una predicción científica; o bien, tomen un fenómeno natural, júntenlo con algunas observaciones, mézclenlo con una pizca de lógica y voilà!: explicación científica. Por ejemplo, el astrónomo mexicano Miguel Ángel Herrera (muerto en el año 2002 y muy añorado) tomó el hecho de que los zapatos viejos siempre se le combaban hacia abajo como prueba impepinable de que la Tierra es redonda, argumento sólido donde los haya.


El cerebro humano es una máquina de construir historias de este tipo. De ahí saco la conclusión lógica de que todo el que tenga cerebro es capaz de pergeñar explicaciones científicas. Quizá con eso en mente, los editores de la revista Omni, hoy occisa, lanzaron en 1993 un concurso de teorías abierto a todo el público. Prueba de que la imaginación y la creatividad sólo necesitan un empujoncito para ponerse a funcionar es el florilegio de explicaciones de los fenómenos más diversos que al poco tiempo inundó las oficinas de la revista. He aquí algunos ejemplos:

 

La Tierra da vueltas, estoy seguro de que lo saben. Pero, ¿por qué? Bueno, ¿han notado que al atardecer los pájaros regresan en tropel de sus actividades diarias y se posan en los árboles? Pues al mismo tiempo, y del otro lado del mundo donde está amaneciendo, los pájaros alzan el vuelo. La combinación de estos efectos produce la rotación de la Tierra.

 

La deforestación es una calamidad por las razones que ya sabemos: los bosques restituyen el oxígeno a la atmósfera, absorben bióxido de carbono, que es un gas de efecto invernadero, afianzan la tierra y la hacen más fértil, recogen el agua de lluvia que iría a inundar poblaciones inocentes si no fuera por los árboles. Pero hay una consecuencia que no se había tomado en cuenta hasta que a un lector de la revista Omni se le prendió el foco. ¿Han visto a las patinadoras girar más rápido cuando encogen los brazos? Pues la deforestación tiene un efecto parecido en la Tierra. Talar los árboles es como encogerle los brazos al planeta, y así la deforestación hace que la Tierra gire más rápido, lo que quién sabe si será bueno o malo, porque, después de todo, si gira más rápido el día de trabajo se acaba más pronto. Eso sí: si se acaban los árboles, los pájaros ya no tendrían donde posarse y no podrían impulsar la rotación de la Tierra. Mmmh...


Todos lo hemos observado porque todos hemos estado en fiestas aburridas o hemos asistido a discursos del jefe de la compañía o el director del instituto: los bostezos son contagiosos. He aquí la explicación más sólida: bostezamos para equilibrar la presión del interior del tímpano con la del exterior. Al bostezar el tímpano hace clic y pone en movimiento una pequeña masa de aire. El movimiento se propaga como una onda sonora que llega a los tímpanos de los circunstantes. A éstos se les desequilibra la presión y tienen que bostezar para restituir el balance.

 

El gran premio del concurso de la revista Omni se lo llevó un adelanto tecnológico que podría resolver todos los problemas del mundo (o por lo menos volver archimillonario a quien la comercialice; me pregunto por qué no ha ocurrido ninguna de las dos cosas). Es un triunfo del razonamiento científico, porque además muestra llevamos más de un siglo en el error los que creíamos, con la segunda ley de la termodinámica, que no se podía construir una máquina de movimiento perpetuo. Se sabe que los gatos siempre caen de pie (es vox populi, y ya sabemos que vox populi, vox dei). De hecho, a mí me consta: hace mucho años hice experimentos con mi gato Micifuz. Lo solté de diversas alturas (pero nunca más de 90 metros) y siempre cayó de pie, así tuviera que dar una voltereta supersónica y hasta cuando lo soltaba desde una altura de cinco centímetros, lo que no deja dudas de que el dicho es verdad. También se sabe que siempre que algo puede salir mal, saldrá mal, la célebre ley de Murphy que yo compruebo cotidianamente. Un corolario de la ley de Murphy dice que cuando se te cae un pan tostado, siempre cae con la mantequilla para abajo. Un lector de la revista Omni juntó estos dos pilares del conocimiento científico para darnos lo que podría ser el invento más importante de la historia de la tecnología. Se pone un gato, se le amarra al lomo un pan tostado con la mantequilla para arriba y se suelta. Se obtiene un movimiento giratorio perpetuo de gato y pan tostado (aunque quizá la ley de Murphy entre en acción para echarnos a perder el experimento). Ejemplo de aplicación: si enrollamos el gato con alambre conductor y ponemos el sistema entre dos imanes, obtenemos un generador de electricidad que nunca se apaga.

 

Ahí tienen ustedes otro ejemplo, de esos que a mí me gustan tanto, de grandes avances científicos que provienen de la yuxtaposición imprevisible de dos disciplinas completamente distintas: la biología, por el gato, y la gastronomía, por el pan con mantequilla. Nunca se sabe por dónde va a saltar la liebre, y por eso no se puede planear la ciencia, como pretenden los organismos normadores de la actividad científica de los gobiernos de muchos países.

martes, 14 de abril de 2009

Otra vida

Gracias al periodista científico Guillermo Cárdenas por su artículo sobre este tema que publicaremos en ¿Cómo ves? en mayo, y por medio del cual me enteré de este asunto.

Hace 40 años los biólogos pensaban que el fenómeno que conocemos como vida era tan improbable, que seguramente sólo había un planeta en el que se había dado, por lo menos en esta galaxia, aunque algunos pensaban que en todo el universo (decir "todo el universo" siempre es arriesgado porque el universo es muuuuuuuuy grandote). Veinte años después el consenso era que no, que la vida surge casi inevitablemente con cumplirse unas cuantas condiciones que no son tan especiales. Incluso hubo quien dijo que la vida está inscrita en las leyes de la naturaleza, posición casi teológica que a mí me parece exagerada. Digamos, con los más sobrios, que puesto que la vida existe, debe ser posible; y que si surgió aquí, puede haber surgido en otras partes y de otras maneras. Así, hoy buscamos rastros de vida -o de su mera posibilidad- en Marte, y próximamente en un satélite de Júpiter llamado Europa. También escudriñamos las atmósferas de planetas extrasolares para ver si podemos husmear las sustancias que aquí en la Tierra han dado origen a la vida.

Pero si a la materia no hay que rogarle para que se organice en sistemas que pueden considerarse vivos, quizá no haga falta ir a Marte ni a Júpiter ni a oler planetas extrasolares para encontrar otros ejemplos de vida; quizá baste buscar en este planeta. El físico británico Paul Davies, hoy de la Universidad Estatal de Arizona, propone que la vida pudo haber surgido más de una vez aquí en la Tierra, y que podría existir una "biosfera oscura", u oculta, con formas de vida distintas a las que conocemos. Con "distintas" no se refiere únicamente a la morfología o a la manera de ganarse la vida, sino a seres vivos cuyo funcionamiento se basa en sustancias y reacciones químicas diferentes.

¿Diferentes de qué? Los biólogos están convencidos de que todos los organismos que conocemos hasta hoy son producto de un solo origen de la vida. Dicho de otro modo, que todos -desde el microorganismo más pequeño hasta la ballena más grande y desde el humano más tonto hasta el simio más inteligente- descendemos de un tipo de organismo original, como si fuéramos las ramas de un árbol que salen de un tronco común. De hecho, a los biólogos les gusta representar la gran diversidad de formas biológicas como un árbol (cuyas ramas, por cierto, son todas igual de buenas y válidas: no hay "mejores" ni "peores" ni "más evolucionados". Si existes, es que estás bien adaptado a tu entorno y no necesitas mejoras). ¿Cómo lo saben? Hay varios indicios muy sugerentes. Para empezar, todos usamos el mismo código genético, hecho de las mismas sustancias y estructurado de la misma manera. Es como si un antropólogo encontrara miles de pueblos donde se hablara el mismo idioma: no quedaría más remedio que concluir que esos pueblos están relacionados. No cabe imaginarse que todos los pueblos se inventaron la misma lengua por casualidad. Siguen los indicios: de la inmensa variedad de aminoácidos que existen, los organismos terrestres usan sólo 20 -y los mismos 20, sean bacterias, ballenas, humanos o monos- para construir las proteínas de las que están hechos y que les permiten funcionar. Por si fuera poco, en todos los organismos las bonitas espirales de la molécula de ADN se curvan en el mismo sentido. El sello de la fábrica está impreso en todas las formas de vida que conocemos.

Si el código genético de cuatro "letras" fuera el único posible; si sólo se pudiera almacenar información genética en moléculas curvadas hacia la derecha; si no se pudiera armar proteínas más que con esos 20 aminoácidos no esperaríamos encontrar formas de vida con una bioquímica distinta en ninguna parte. Pero, igual que hay muchas formas de hacer un coche, también hay muchas formas de hacer códigos genéticos y proteínas. Una molécula de ADN curvada a la izquierda funcionaría igual de bien, y se pueden construir proteínas con aminoácidos "exóticos". Paul Davies y otros interesados en la vida oculta proponen buscar organismos así, pero ahí no para la cosa. Podría haber formas de vida en que el elemento silicio cumpla las funciones que en la vida terrestre cumple el carbono (aunque esto es mucho menos probable que el ADN zurdo y las proteínas exóticas); se puede concebir sistemas vivos que en vez de agua empleen metano líquido como disolvente y como vehículo de intercambio de sustancias químicas. Habría que mirar, desde luego, en sitios donde hasta hoy no se haya encontrado vida de la marca que ya conocemos. Además de lo evidente (otros planetas y satélites), Davies propone mirar en el corazón del desierto de Atacama, en ciertas regiones de la Antártida, en las capas superiores de la atmósfera. También propone usar instrumentos nuevos, puesto que los que existen hoy están sintonizados para buscar vida del tipo conocido.

Mi amigo el periodista Guillermo Cárdenas entrevistó a Antonio Lazcano, especialista en origen de la vida de la Facultad de Ciencias de la UNAM, y a Rafael Navarro, experto en exobiología del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM. Lazcano alega, con la mayoría de sus colegas, que aunque la vida hubiera surgido varias veces y de manera distinta en la Tierra, hoy sólo queda vida de un tipo. Navarro se muestra escéptico con la idea de seres vivos hechos de silicio y/o metano e informa que los científicos metidos en esto más bien esperan que la bioquímica sea universal, es decir, que la vida en otros sitios sea bioquímicamente muy parecida a la de la Tierra.

No les falta razón, a Lazcano y a Navarro. No hay el menor indicio de que la vida haya surgido más de una vez en la Tierra. Pero una vez propuesta la idea, podemos aducir, con el astrónomo y divulgador Carl Sagan, que "la ausencia de pruebas no es prueba de ausencia" y darle una oportunidad a Paul Davies, por lo menos en la imaginación. Si descubriéramos una bioquímica distinta, tendríamos más motivos para suponer que la vida es muy común en el universo y así sentirnos más acompañados.

El artículo "Vida en las sombras" de Guillermo Cárdenas saldrá en el número de mayo de la revista ¿Cómo ves?

martes, 7 de abril de 2009

Evolución en acción


En los bosques de abedules de Inglaterra vivía, a principios del siglo XIX, una especie de mariposa, la mariposa del abedul, de nombre científico Biston betularia. A los pájaros les encantaba comérselas. Pero la mariposa del abedul era difícil de ver, porque por su color se confundía con los líquenes que crecían en los troncos de los abedules. La mariposa estaba muy bien adaptada, luego de muchas generaciones de selección natural, a ese entorno en el que hay depredadores que se la quieren comer y abedules con líquenes que le permiten ocultarse.

 

Mariposa del abedul oculta (más o menos) entre lo líquenes para que no la vean sus depredadores.

 

Ocasionalmente, nacían mariposas del abedul completamente negras. Por supuesto, éstas no estaban protegidas. Los pájaros las veían con mucha facilidad y se las comían. Esos individuos casi nunca dejaban descendencia y la proporción de mariposas negras se mantenía muy baja en la población total.

 

Una Biston betularia negra al descubierto en un fondo claro. Las aves no tenían dificultad en localizarlas y comérselas.

 

Durante la Revolución Industrial proliferaron las fábricas con máquinas de vapor. Esas fábricas tenían chimeneas que vomitaban humo negro. El humo se difundió por los bosques y empezó a cubrir de hollín los troncos de los abedules en los que se ocultaban las mariposas. El entorno de la Biston betularia cambió repentinamente. Las mariposas del abedul normales no estaban bien adaptadas para este nuevo entorno.

 


La Revolución Industrial. El humo de las fábricas volvió negros los troncos de los abedules. La mariposa del abedul ya no tenía dónde ocultarse. Por suerte, las mariposas no son todas iguales. La variabilidad genética salvó a la especie.

 

Pero las negras sí. Los papeles se invirtieron debido al cambio del entorno. Las aves empezaron a comerse a las mariposas moteadas como líquenes y las negras pudieron dejar descendencia. Al cabo de unos cuantos decenios, la proporción de mariposas del abedul negras aumentó muchísimo.

Antes y después. Estar bien adaptado depende de tu entorno. Antes de la contaminación debida a la Revolución Industrial, cuando los abedules estaban cubiertos de líquenes, la Biston betularia moteada tenía más probabilidades de sobrevivir y dejar descendencia. Por lo tanto, era más numerosa. Cuando los troncos se cubrieron de hollín, la variedad negra proliferó porque las aves no la veían.

 

Observen que el proceso de selección es completamente automático. Lo único que se requiere es: 1) variabilidad genética (que al reproducirse no todos los individuos salgan iguales; en el caso de la Biston, que algunos individuos nazcan negros) y 2) un rasgo del entorno que sirva como filtro (porque favorece a unos y desfavorece a otros; en este caso, las aves que se comen preferentemente a las mariposas que ven).

 

Noten también que no son los individuos los que se adaptan con la selección natural y la evolución: una mariposa negra siempre será negra y una moteada siempre será moteada. El cambio opera sobre la población a lo largo de varias generaciones. Las mariposas moteadas no se transforman en negras, sino que la proporción de mariposas negras aumenta y la de moteadas disminuye.

 

Las Biston betularia negras no son una nueva especie porque se pueden aparear perfectamente bien con las moteadas. Para que surjan nuevas especies hace falta que se acumulen muchos cambios adaptativos como éste, y eso toma muchas generaciones y muchos cambios en el entorno. Todas las especies que existen hoy —bacterias, hongos, plantas, animales— son producto de unos 4000 millones de años de selección natural desde que apareció la vida en la Tierra.

jueves, 2 de abril de 2009

Ni que fuéramos profetas

Hoy mi alumna Zita me salió con que el mundo se va a acabar en el año 2012. ¿Cómo lo sabía? Porque lo dijeron los mayas.

Con paciencia y mucho tacto le expliqué a mi grupo que los mayas eran matemáticos, astrónomos y arquitectos admirables. Incluso les expliqué por qué (el ejemplo más vistoso es la pirámide de Chichén Itzá y su serpiente que baja por la pared de la escalera en los equinoccios, efecto que se obtiene con astronomía, geometría y un buen gusto insuperable). Pero estos arquitectos, astrónomos y matemáticos no eran magos ni adivinos. Desde mi punto de vista, nadie lo es: no se puede adivinar el futuro. Así, si es que los mayas hicieron semejante predicción (cosa que dudo), no habría que tomársela muy en serio. "Yo que tú no dejaba de hacer planes para el 2012", le dije a Zita.

Si bien nadie es adivino ni profeta -ni en su tierra ni en el extranjero-, a los científicos a veces se les pide que lo sean. El CONACYT (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México) ofrece estímulos para empresas que hacen investigación y desarrollo.  En la solicitud se pide especificar qué resultados se obtendrán, cómo beneficiarán a la población y otros requisitos que estrictamente sólo se pueden saber si uno tiene una bola de cristal.

Pocas cosas son más impredecibles que la marcha de la ciencia. A fines del siglo XIX el físico alemán Max Planck se interesó en la luz eléctrica. Para tratar de hacerla más eficiente, Planck empezó con consideraciones teóricas acerca de la radiación que emiten los objetos cuando están calientes, llamada radiación térmica. Pronto la radiación térmica le pareció más intersante que los focos eléctricos. Hoy sabemos que sus reflexiones iniciaron la revolución científica más importante del siglo XX (y una de las más importantes de la historia): la mecánica cuántica, que hoy, por cierto, permite hacer luces más eficientes (los LEDs de los semáforos de la Ciudad de México son un ejemplo), pero también láseres, chips electrónicos, máquinas para ver el organismo por dentro, pantallas de plasma, computadoras... Aunque lo más importante es que la mecánica cuántica nos ayuda a entender mejor el universo.

Por la misma época en que Planck se interesaba en la radiación térmica, otro físico alemán llamado Wilhelm Röntgen hacía experimentos con el tubo de rayos catódicos (que es, en esencia, un cañón de electrones como los que tienen las pantallas de televisión convencionales). En eso estaba Röntgen cuando se dio cuenta de que una pantalla fluorescente que andaba por ahí sin ser parte del experimento empezaba a emitir luz sin que mediara nada. Después de muchos dolores de cabeza, Röntgen concluyó que el tubo de rayos catódicos emitía una radiación muy penetrante que se extendía por todo el laboratorio. El físico llamó a esta radiación rayos X. Los rayos X, como se sabe, han sido más o menos útiles en la medicina desde entonces.

He aquí dos adelantos inesperados que aparecieron cuando se buscaba otra cosa: no los hubiera podido predecir ni el maya más pintado, como no los pudieron prever sus mismísimos descubridores. Si Röntgen hubiera metido una solicitud a CONACYT para pedir financiamiento para sus investigaciones sobre rayos catódicos, en "resultados esperados" hubiera puesto quién sabe qué, pero no los rayos X, y le hubiera costado mucho trabajo rellenar la casilla "beneficios para la población". Los rayos catódicos se exploraban para entender mejor el universo, no para obtener un medio de verse los huesos.

Como señala el divulgador británico Mark Buchanan en un artículo en la revista Physics World, las innovaciones inesperadas y que cambian nuestra forma de ver el mundo, o nuestra forma de vivir en el mundo, no florecen fácilmente en el entorno de la ciencia como está organizado hoy. Financiar sólo los proyectos cuyos resultados se pueden predecir --y que además son útiles a la población de manera directa-- conduce a una ciencia conservadora que sólo se atreve a pisar terrenos firmes. Luego de la Segunda Guerra Mundial se estableció en Estados Unidos un clima mucho más propicio a la innovación. Se juntaron científicos, ingenieros y matemáticos y se creó una cultura de libertad que acabó por darnos, entre otras cosas, el transistor y el láser.

En estos tiempos de crisis quizá lo mejor sería dejar libre la mente para explorar nuevos territorios donde podrían encontrarse soluciones que hoy nadie se puede ni imaginar. Hay que fomentar la innovación, pero no exigiéndoles a los innovadores que nos digan qué van a inventar y para qué va a servir. Es un poco como pedirle a un músico que silbe la nueva sinfonía que va escribir antes de darle dinero para que la escriba. Una actitud de laissez faire en la economía nos llevó a esta época de crisis. Para que la crisis sea de verdad una época de oportunidades, quizá ahora habría que laisser faire a los innovadores científicos y tecnológicos.