El entomólogo Jeff Lockwood, de la Universidad de Wyoming, estudiaba un tipo de grillo grande y agresivo de la familia Gryllacrididae. Los individuos de esta especie atacan todo lo que se les acerca y si dos machos se encuentran, luchan hasta la muerte. Lockwood tenía sus grillos en unos recipientes especiales que metía en el refrigerador por la mañana antes de empezar a trabajar con ellos. Los grillos son de sangre fría y se vuelven lentos con las temperaturas bajas. Lockwood enfriaba sus ejemplares para tranquilizarlos antes de manipularlos porque los grillos de esa familia tienen fuertes mandíbulas que pueden sacar sangre. En resumen, una especie violenta y desagradable (para nosotros, por lo menos).
Pero tenían una característica que, en opinión de Lockwood, los hacía casi simpáticos: cada ejemplar construía un nido que luego podía reconocer por el olor (estos animales secretan una feromona personal, podríamos decir). Es muy raro que un insecto tenga algo parecido a sentido de la identidad. Para eso normalmente se necesitan funciones mentales que no poseen los insectos. La capacidad de identificar el nido los acercaba un poquito a la humanidad, sentía Lockwood.
Un día el investigador cerró la tapa del recipiente donde tenía los grillos sin fijarse en que su ejemplar preferido estaba parado en el borde y le aplastó el vientre. Del abdomen del grillo salió una sustancia amarillenta y grasosa, seguida de varias vísceras. Lockwood sintió una punzada de dolor en el corazón. ¡Si hubiera sido más cuidadoso! Ahora el grillo iba a morir. No era precisamente como la muerte de un amigo, pero Lockwood había llegado a encariñarse con estos animales. ¿Estaría sufriendo el insecto?
El grillo inclinó la cabeza, abrió las mandíbulas y, ante la mirada horrorizada de Lockwood, empezó a comerse sus propias entrañas. Tratando de serenarse, el investigador recordó lo que le había dicho un profesor muy querido cuando era estudiante: es un error proyectar los sentimientos humanos en un organismo de otra especie. El científico debe andar con cautela: lo que parece un comportamiento humano puede tener causas completamente ajenas a las que lo motivan en las personas. El que "antropomorfiza" (da forma humana) a los animales corre el riesgo de no ver con claridad y pasar de largo la explicación correcta de un comportamiento.
Ya con la mente más fría, Lockwood se puso a pensar en las posibles causas del autocanibalismo de su grillo preferido, que masticaba vorazmente al tiempo que agonizaba.
El investigador dio con una explicación natural y descarnada: las grasas son alimentos muy preciados en la naturaleza porque contienen mucha energía y porque son escasas en la vida silvestre. Así, muchos organismos tienen el instinto de devorar todos los alimentos grasosos que encuentran. Ese impulso primigenio estaba dominando el comportamiento del grillo autocaníbal. Ni hablar de sufrimiento ni de tristeza de abandonar el mundo tan joven:
comer, ése era el imperativo del sencillo sistema nervioso del insecto. Lockwood recordó con cariño a su maestro y con esto pudo dominar su sentimiento de compasión (sin borrarlo del todo).
El consejo del maestro de Lockwood es fundamental para el biólogo y podría elevarse a la categoría de mandamiento: "no antropomorfizarás a otras especies", so pena de no entender nada de lo que ocurre en la naturaleza. La historia, que escuché en el magnífico podcast de
Radiolab, me recordó todos esos documentales y películas que se ven por estos días, en los que un pingüino expresa amor paternal, una orca es cruel, un koala es cariñoso... A mis amigos biólogos se les ponen los pelos de punta cuando oyen semejantes afirmaciones.
Ayer mi amiga y colega Elaine Reynoso me contó otra historia del mismo tipo. Hace muchos años, Elaine era la encargada de las exposiciones (y muchas otras cosas) en
Universum, museo de ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde ambos trabajamos. Un día Araceli Zárate, colega nuestra que hoy trabaja en el jardín botánico de la UNAM, le propuso a Elaine hacer una exposición sobre bonsáis. Mi amiga se quedó dudando: una exposición, para presentarse en Universum, tenía que contener algo de ciencia, ¿dónde estaba la ciencia en los bonsáis? Elaine decidió convocar un panel de artesanos del bonsái y biólogos de la UNAM.
Jamás se imaginó lo que iba a ocurrir.
Los bonsaistas expusieron muy ufanos la delicada y laboriosa técnica de hacer arbolitos enanos que podían considerarse verdaderas obras de arte, y afirmaron que los bonsáis son los árboles más cuidados, protegidos y amados. Los biólogos pusieron el grito en el cielo: ¿amor?, ¡aquello era vil tortura! Los bonsaistas hacían sufrir a las plantas, las mutilaban... en pocas palabras, aquello era
contra natura. Creo que no les faltaba razón: los biólogos estudian la materia viviente tal cual es para entender de dónde vienen las especies, cómo funcionan individualmente, cómo operan en conjunto en los ecosistemas. Un árbol al que se le podan constantemente las raíces y las ramas, se le limitan los nutrientes y el espacio y se le separa de su hábitat natural es, para ellos, una monstruosidad. Ante la mirada horrorizada de Elaine, se desató una batalla digna de los grillos de la familia Gryllacrididae. Los expertos de ambos campos se destriparon metafóricamente y devoraron las entrañas de sus enemigos. Al final, la exposición de bonsáis resultó ser el pretexto ideal para presentar el aspecto más importante de la manera científica de pensar: la discusión abierta, el debate continuo. Ahí estaba la ciencia. La exposición se presentó como una mirada crítica al arte del bonsái, con los dos puntos de vista para que el visitante eligiera el más cercano a su conciencia.
La discusión de los bonsáis y el grillo que devora sus propias entrañas suscita esta duda, que habrá que responder atendiendo a la recomendación de reprimir el impulso de ver rasgos humanos en otras especies: ¿sufren los grillos y las plantas? Definir el sufrimiento y saber qué organismos son capaces de sufrir es fundamental para resolver asuntos bioéticos: ¿con qué animales se puede experimentar sin producir sufrimiento?, ¿se deben permitir las corridas de toros?...
¿Se debe permitir hacer bonsáis?
Está claro que la respuesta sería "no" si los organismos sufren en el sentido humano de la expresión, es decir, si se puede pensar que estas alteraciones de su funcionamiento normal les producen dolor y angustia por su salud y su supervivencia. En el caso del toro es relativamente simple concluir que sí hay sufrimiento, y que, por lo tanto, la corrida tiene algo de moralmente condenable, pero ¿sufren los grillos y los bonsáis?
Los expertos en bioética están de acuerdo en que para sufrir hay que tener en algún grado conciencia del "yo", de la identidad. Desde este punto de vista, creo que está claro que las plantas no sufren. Los biólogos hablan a veces del "estrés" al que está sometido un organismo; por ejemplo, un árbol se estresa en este sentido biológico si hay sequía, cuando cambia la temperatura mundial, cuando se instala una presa en su entorno; pero el estrés del que hablan los biólogos no es el mismo que el de usted y el mío: el árbol no se pone tenso por tener que entregar un trabajo urgente ni conducir en el tráfico. El árbol no teme por su empleo ni por su supervivencia. El estrés del árbol es más bien una alteración de su funcionamiento normal que puede restringir su crecimiento y hasta matarlo sin que se pueda decir que un "yo" está sufriendo. Es un poco como el estrés al que está sometida una columna que sostiene un edificio: el material está soportando presiones tremendas (y a veces durante siglos), pero a casi nadie se le ocurriría afirmar que la columna sufre y que, por lo tanto, la construcción es moralmente condenable. En ese caso, torturar un árbol sería como torturar una piedra. Mientras no se extermine una especie ni se talen bosques (lo que es moralmente condenable por otras razones), los bonsaistas podrían seguir ejerciendo su arte sin cargo de conciencia. En cuanto al grillo, comerse sus propias entrañas no muestra precisamente una gran conciencia del "yo". Posiblemente ni siquiera tiene mecanismos de dolor que den la voz de alarma cuando se le salen las entrañas como para que el organismo tome medidas evasivas. El grillo de Lockwood no sufrió.
El que sí sufrió fue Lockwood. Por justificado que le pareciese mitigar su compasión con argumentos racionales en esta circunstancia, no la pudo apagar. A cada quien sus impulsos instintivos.
El asunto del sufrimiento no es tan fácil de resolver en otros casos y por eso hoy existen los comités de bioética que vigilan que ningún "yo" padezca innecesariamente en los experimentos científicos.