jueves, 9 de julio de 2015

¿Cómo ves? cumple 200 números

Como cada vez que hay celebración comovesiana, aquí está la película correspondiente de Cómo ves Picchurs:


domingo, 15 de marzo de 2015

Marco y Rustichello

“¿De veras es ésta la Cueva de las Orquídeas Susurrantes?”, pregunta, llena de esperanza, la princesa Amanecer en un capítulo de Ahí viene Cascarrabias, al entrar en una cueva en la que hay orquídeas y se oyen susurros. ¿Habrán llegado al fin la princesa y su fiel amigo Terry al escondite de la llave mágica que levantará el maleficio que lanzó Cascarrabias sobre el país de la princesa?
       —Sí –dice una voz en off sospechosamente parecida a la de Cascarrabias—. Ésta es la Cueva de las Orquídeas Susurrantes—. Luego añade, socarrona: —¿Les he mentido alguna vez?
       —¡Es Cascarrabias! –dice Terry por lo bajo a la princesa—. ¡Vámonos!
       Si algo enseña este edificante episodio de Ahí viene Cascarrabias es que no se puede confiar en todo lo que nos dice quien afirma no mentir. O por lo menos que no se debe confiar en las voces en off oídas en cuevas llenas de orquídeas en compañía de una princesa, enseñanza bastante menos útil.
       Aquí va un ejemplo que tomo de otro clásico de la cultura occidental. En su famoso libro de viajes, el comerciante y aventurero veneciano del siglo XIII Marco Polo arranca prometiendo develar a los ojos del lector grandísimas maravillas “tal como micer Marco Polo, sabio y noble ciudadano de Venecia, las describe porque las vio con sus propios ojos”. Se sabe que Marco le dictó el libro a un escritor de romances llamado Rustichello en una cárcel genovesa. El coautor metió bastante de su cosecha, como lo de “sabio y noble ciudadano”, que viniendo de Marco sería de una inmodestia intolerable. “Indudablemente aquí hay algunas cosas que no vio”, sigue la introducción, “pero las sabe de hombres dignos de ser creídos y citados”.
       Pues bien, Marco y sus hombres dignos de ser creídos y citados son, en algunas partes, tan dignos de ser creídos y citados como una voz en una cueva llena de orquídeas (ahora que lo pienso, ¿orquídeas en una cueva?). Aunque la mayor parte del libro está dedicada a describir las gentes y las costumbres –y sobre todo las actividades comerciales—de los lugares que visitó Marco, la obra tiene secciones de pura fantasía. En una isla habita el pájaro grifo (los lugareños lo llaman Roc, el ave gigante de las leyendas de Simbad el marino) que puede levantar un elefante para dejarlo caer desde lo alto y luego comérselo. Marco afirma haber visto con sus propios ojos una pluma de 90 palmos de largo. También cuenta de un diente de jabalí de siete kilos. En Cipango (Japón), tierra que el viajero nunca vio, había un señor cuyo palacio estaba “todo cubierto de placas de oro fino… Y también os digo que toda la pavimentación de las habitaciones, de las que hay un buen número, es también de oro fino, de más de dos dedos de espeso. Y todas las demás partes del palacio y las salas, y las ventanas, están también adornadas de oro”.
       Al mismo tiempo, Marco omite de su relato cosas que sí vio. Por ejemplo, pese a que dedica un capítulo a contar que el Gran Can (emperador de China) guarda el oro en su palacio y lo hace representar por papeles impresos que todo el mundo intercambia como si fueran el propio oro, Marco no menciona la imprenta con que se hacían estos billetes (la imprenta de Gutemberg, prima del invento chino, es de dos siglos después). No se puede confiar ciegamente en lo que cuenta Marco.
       Lo cual es una lástima, porque narra cosas muy jugosas, como la asombrosa hospitalidad de los habitantes de Camul. Cuando llega un extranjero, cuenta Marco, lo reciben como a un rey y el dueño de la casa se va. “Por tanto, el extranjero se queda en la casa con la mujer, y actúa a su capricho, acostándose con ella en una cama como si se tratara de su mujer, y se pasan mucho tiempo retozando”. Y un poco más adelante: “Y las mujeres son alegres, bonitas, juguetonas, y muy obedientes a todo lo que su marido les ordena, y les gusta mucho esta costumbre”. ¡Qué maravilla de país! Pero, ¿cómo creerle a Marco después de lo del ave Roc? (¿Y dónde será Camul?)
       No hay que confundir el rigor científico con el rigor mortis, recomienda Jorge Wagensberg, director de un museo de ciencias en Barcelona. Quizá este precepto guió a Marco, o más bien a Rustichello, en la redacción del Libro de las maravillas. Tal vez los hechos escuetos le parecieron áridos al escritor de romances y no pudo aguantarse las ganas de adornarlos.
       ¿Cuándo es correcto embellecer los hechos escuetos? ¿Cuánto embellecimiento es válido y a partir de qué umbral se incurre en mentiras? En este blog rara vez hay hechos escuetos, pero tampoco hay mentiras, al menos deliberadas. Las personas poco informadas acerca de la divulgación de la ciencia (entre ellas muchos investigadores científicos, ay de mí) piensan que un divulgador debe reportar hechos desnudos, resultados de la ciencia bien documentados, sin concesiones a la tentación de vestirlos o darles un significado más amplio. Tan espartana renuncia puede ser mortífera. Si el Libro de las maravillas sólo contuviera la aportación de Marco, ni merecería ese título ni se recordaría hoy.


domingo, 8 de marzo de 2015

El cocido solar de Monsieur Mouchot

Un día de verano de 1859 Augustin Bernard Mouchot, profesor de física en Tours, Francia, se hizo un cocido de carne de res con verduras.
       –¿Y para decirnos semejante tontería vas a ocupar una entrada de blog y hacernos perder el tiempo? –me reclama un lector impaciente que acaba de leer asuntos muy serios en otras páginas web.
       En respuesta añado que el cocido de monsieur Mouchot sabía a rayos. Esta precisión no basta para apaciguar al lector impaciente, que se esfuma con un bufido. (Bueno, ¿qué quieren ustedes: pertinencia u originalidad?)
       Iba yo a añadir que Mouchot preparó su cocido en una marmita solar de su propia invención. Lástima que los impacientes ya se fueron. La marmita consistía en un cilindro de vidrio con otro de metal pintado de negro en el interior. Junto al aparato había una placa semicilíndrica chapada en plata que concentraba la luz del sol en el recipiente negro. En su libro sobre aplicaciones industriales del calor del sol Mouchot escribe: “Siendo bastante cómoda la forma de esta nueva caldera, me serví de ella para varios ensayos.
       “Por ejemplo, pude hacer al Sol un excelente cocido, compuesto de un kilogramo de carne de res y diferentes legumbres y verduras. A las cuatro horas de insolación, todo quedó perfectamente cocido, no obstante haber pasado algunas nubes por delante del Sol; y el caldo fue tanto mejor cuanto que la marmita se había calentado con gran regularidad”.
       –¿No que el cocido sabía a rayos? –dice el lector impaciente, que ha vuelto luego de hartarse de temas importantes como el vergonzoso escenario político nacional.
       Sí. Con su marmita solar el profesor Mouchot obtenía un asado cuyo grado de cocción no dejaba nada que desear, como señala Amadeo Guillemin en su libro El mundo físico (1884), de donde tomé prestada la anécdota. Desafortunadamente, añade Guillemin, “el gusto de la carne así cocida era detestable, lo cual Mouchot atribuye a la acción de los rayos químicos. Poniendo un vidrio amarillo o encarnado delante del asador, se eliminan estos rayos”. Guillemin no nos informa cómo quedaba el cocido luego de interponer el filtro que propone, pero aquí mi curiosidad por los ensayos helioculinarios de Mouchot cede el paso, momentáneamente, a otra más apremiante: ¿”rayos químicos”? (Con razón sabía a “rayos” el cocido.)
       No tardo en avergiguar que en el siglo XIX los físicos observaron que la luz del sol se podía separar por medio de filtros o prismas en tres componentes. Una parte de la luz solar calentaba pero no daba luz. Otra daba luz, calentando menos. Una tercera componente producía cambios químicos en ciertas sustancias (como las sales de plata que se usaron en las primeras fotografías). Llamaron a estos tres ingredientes rayos caloríficos, rayos luminosos y rayos químicos, o actínicos. Hoy sabemos que los tres tipos de rayos son una sola cosa: ondas electromagnéticas que difieren sólo en la frecuencia de vibración. Los llamamos rayos infrarrojos, luz visible y rayos ultravioletas. También sabemos que la luz del sol tiene muchos ingredientes más. Con el filtro amarillo o encarnado Guillemin eliminaba los rayos ultravioletas (aunque sospecho que los eliminaba el vidrio, no el color...)
       La ignorancia es una cosa tremenda. La mía me lleva de asombro en asombro. ¿Sabían ustedes que ya en el siglo antepasado se pensaba en aprovechar la energía solar? Yo no. Mouchot incluso presentó sus inventos en la exposición universal de 1878, donde obtuvo algún premio. Pero ahí no para la cosa. Yo sabía, por ejemplo, que el matemático e inventor griego Arquímedes había usado (o por lo menos propuesto usar) espejos concentradores de la luz solar para defender su ciudad contra el asedio de sus enemigos. Lo que no sabía era que desde tiempos de Arquímedes se habían hecho ensayos tanto con espejos (“espejos ardientes”, el nombre es encantador) como con bolas de cristal que se usaban a manera de lentes, de modo que monsieur Mouchot ni siquiera resulta original. Lo moderno a veces es muy antiguo.

       En el Museo de la Luz de la UNAM hay unos hornos solares que ahora aprecio más. Cuando el clima lo permite, el museo hace una presentación y unas salchichas asadas. A diferencia del cocido solar del profesor Mouchot, las salchichas solares del Museo de la Luz salen riquísimas.

domingo, 1 de febrero de 2015

Un cuento para terminar

Este cuento es el final de mi libro ¡Qué científica es la ciencia!, originalmente titulado El sol muerto de risa. Lo pongo a petición de @nohuyascobarde, que lo leyó de niño y todavía se acuerda.

I.
Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, había una estrella amarilla alrededor de la cual giraba un cortejo de quince bolas de escombros estelares que el lector reconocería de inmediato como planetas. Ni la estrella ni su familia planetaria tenían nada de particular, salvo que, si uno miraba de más cerca, vería que en dos de los planetas había surgido la vida. Eran planetas de tipo rocoso que giraban relativamente cerca de la estrella madre. Uno tenía dos lunas y el otro tres. En éste último la vida había producido una especie inteligente al cabo de millones y millones de años de selección natural, motor universal que gobierna el cambio de todo sistema de entes que compiten entre sí, desde las plantas y animales de un planeta lejano llamado tierra hasta los idiomas, e incluso los puntitos matemáticos que generan ciertos programas de computadora conocidos como autómatas celulares.
         En este planeta vivía una vieja científica. No se parecía nada a los científicos de la tierra, que tienen dos ojos, dos brazos, dos piernas y todo lo demás (y de hecho llamarle “ella” es cuestión de pura comodidad, porque su especie no se dividía en dos sexos, sino en cuatro); más bien parecía una especie de mazacote de hule pegajoso y anaranjado con extrañas protuberancias que le permitían percibir y manipular su medio ambiente. Sus congéneres --que se llamaban colectivamente “la hulemanidad”--hasta la consideraban bonita.
         Se encontraba un día nuestra científica percibiendo un hermoso paisaje con una puesta de sol, dos lunas saliendo y una tercera, en fase creciente, colgada de la nada encima del ocaso, cuando la belleza del panorama la puso pensativa.
         Sabía, desde luego, que había vida en otro de los planetas de su sistema estelar, pero la vida allí no había producido especies suficientemente inteligentes para haber inventado la filosofía, las matemáticas (ese arte sublime), ni las máquinas (quintaesencia de la creatividad de la hulemanidad). Sabía también, como cualquier mazacote pegajoso culto, que el universo estaba hecho de cientos de miles de millones de galaxias, cada una de las cuales contenía miles de millones de estrellas, alrededor de las cuales giraban planetas, algunos de los cuales sin duda tenían vida inteligente como los mazacotes pegajosos, aunque seguramente muy distintos. Los más inocentes de sus congéneres se imaginaban a estos seres de otro planeta como mazacotes pegajosos, pero verdes y con antenas.
         Nuestra científica se preguntaba cómo podrían los mazacotes pegajosos comunicarse con esos seres. ¿Podía haber algún interés común entre especies inteligentes separadas por vastísimas distancias en el espacio y en el tiempo? Algunos filósofos del pasado habían pensado que cualquier criatura inteligente tendría por fuerza que haber inventado el civilizadísimo arte de la escultura corporal, que consistía en formar bellas y gráciles figuras con el cuerpo los mazacotes pegajosos. “Ni hablar”, se dijo nuestra científica. “Esos seres ni siquiera serían mazacotes pegajosos (¡pobrecitos!)”. Otros filósofos pensaban que sin duda los seres inteligentes de otros planetas creerían en el Gran Sembrador de Planetas, el Más Pegajoso de los Mazacotes Pegajosos, creador del universo.
         Pero nuestra moderna científica sabía que no sería así. Podía haber territorio común entre los mazacotes pegajosos y otras especies inteligentes en otros rincones del universo, pero no tendría nada que ver con la estructura corporal, ni con el arte, ni con la religión ni con ninguna otra característica puramente local de la vida y la cultura. Tendría que ver más bien con algo que es común a todo el universo, galaxia por galaxia: las leyes de la naturaleza.

II.
Porque supongamos --se decía la científica-- que estos seres inteligentes de otro planeta fueran microscópicos para los mazacotes pegajosos; o que su reloj biológico marchara a un ritmo totalmente distinto. Entonces aunque estas criaturas hablaran el idioma mazacote --un imposible, para empezar-- no podría haber comunicación entre las dos especies. Lo que para un mazacote pegajoso era un discurso breve bien podría durar toda la vida para los otros seres.
         Los mazacotes pegajosos medían el tiempo en... en fin, no hace falta ocuparnos del nombre que le daban a las unidades de tiempo en su idioma (era una combinación de sonidos agudos, impulsos electromagnéticos y cambios de matiz en la piel, como todas las “palabras” en idioma mazacote). Llamémosles simplemente segundos. Antaño el segundo se había definido como cierta fracción del tiempo que tardaba el planeta de los mazacotes pegajosos en dar una vuelta alrededor de su propio eje. Pero con el progreso del conocimiento científico los mazacotes se dieron cuenta de lo imprecisa que era esta definición, pues las fuerzas gravitacionales que se ejercían entre el planeta y sus tres lunas estaban frenando la rotación del planeta. Así que los científicos mazacotes redefinieron el segundo como cierto múltiplo del periodo de las ondas de luz que producía la transición atómica más común del átomo más común del universo, el hidrógeno.
         La unidad de distancia, otrora definida como la longitud promedio de uno de los apéndices del cuerpo del mazacote pegajoso, se redefinió como un múltiplo específico del tamaño de un átomo de hidrógeno en su estado base (sí, los mazacotes pegajosos ya habían dado con la mecánica cuántica, aunque por supuesto no le llamaban así).
         Consideremos los dos tipos de definiciones --se dijo nuestro mazacote pegajoso preferido. El primero es más bien rústico y provincial, pues depende de factores locales como la duración del día de un planeta particular y el tamaño de una parte del cuerpo de una criatura particular, que no existe en ningún otro lugar del universo. Estas definiciones están demasiado vinculadas con la cultura que las produjo para podérselas comunicar a un extraño. El segundo tipo de definición, basado en fenómenos físicos comunes a todo el cosmos, es realmente universal en el sentido estricto de la palabra. Un gran porcentaje de la masa del universo visible está hecho de hidrógeno, el más simple de todos los átomos existentes (y el más simple de todos los átomos posibles). Hay hidrógeno en todas partes; además, el hidrógeno se comporta de la misma manera en todas partes, así que su tamaño es una especie de unidad de longitud universal y la frecuencia de la luz que emite se puede usar para definir una unidad universal de tiempo. He aquí una manera en que los mazacotes pegajosos podían iniciar una conversación con seres inteligentes de otro planeta.
         Al poco tiempo nuestra científica dio una conferencia ante una congregación de sus colegas. Un escéptico se puso en pie y dijo:
         --¿Y qué les vamos a decir? ¿”Hola. E = mc2”?
         --¿Y por qué no? --replicó nuestro mazacote pegajoso preferido.

III.
         --¡Qué gran momento para la hulemanidad! --le susurró un colega en el órgano sensor de sonido a nuestra científica. Ella asintió con la cabeza, tan cautivada por el lento movimiento de la descomunal antena parabólica que no pudo responder verbalmente. Una oleada de azul le corrió por la piel al detenerse la antena. El aparato estaba listo para enviar el mensaje.
         El mensaje había sido elaborado minuciosamente por un grupo de científicos que se integró a raíz de la histórica conferencia en la que nuestro mazacote pegajoso explorara la posiblidad de comunicarse con civilizaciones de otros planetas por medio del lenguaje universal de las leyes de la naturaleza. Empezaba, como tantos libros de texto, con una introducción al sistema numérico y unidades de medición que se emplearían en todo el mensaje. Por supuesto, sería absurdo transmitir los numerales que usaban los mazacotes pegajosos y esperar que los alienígenas los descifraran. Las pobres criaturas ya tenían bastante que hacer dilucidando cómo estaba codificada la información en las ondas electromagnéticas del mensaje. Esa información, una vez descifrada, tendría que ser lo más simple posible. Los científicos habían decidido decirlo todo con imágenes con la esperanza apenas más razonable de que las criaturas estuvieran dotadas de vista. Las unidades de tiempo y de distancia se construían a partir de la frecuencia de la luz que más emiten los átomos de hidrógeno y el tamaño de un átomo de hidrógeno en su estado base, propiedades físicas que parecían ser constantes por todo el universo.
         Los mazacotes pegajosos no podían imaginarse que su mensaje sería escuchado un día en cierta galaxia remotísima y, por supuesto, muchos millones de años después.
         La antena apuntaba hacia cierto cúmulo estelar en el que los mazacotes pegajosos sabían que había muchas estrellas de la misma clase espectral que la suya propia. Como no tenían ni la más remota idea de cómo podía ser la vida en otros planetas, era mejor buscar en sistemas estelares parecidos al suyo que en una dirección cualquiera. Los generadores se pusieron en marcha, alimentando de energía el potente transmisor conectado a la antena, y el mensaje emprendió su marcha hacia el futuro...

El mensaje llegó a su destino cuatro mil años terrestres después. En las inmediaciones de una estrella amarilla muy parecida a la  que alumbraba al planeta de los mazacotes pegajosos había un planeta rocoso que alguna vez albergó vida inteligente. Pero cuando llegó el mensaje hacía ya cientos de años que, con sus parajes calcinados y tierras desiertas, giraba silencioso y muerto alrededor de su estrella madre. Unas descomunales antenas parabólicas que, ya sordas e inservibles, aún apuntaban orgullosas al cielo, interceptaron el mensaje, pero no había nadie para descifrarlo.
         El mensaje siguió su trayecto pasando por miles de sistemas planetarios desiertos; alcanzó los límites de la galaxia, los traspuso, se internó en el espacio intergaláctico debilitándose a cada paso. Transcurrieron millones de años. En el planeta de origen la raza de los mazacotes pegajosos se extinguió luego de una horripilante guerra.
         Muchos millones de años después el mensaje, ya reducido al más leve temblor electromagnético pero aún legible, llegó a otra galaxia. Luego alcanzó los confines de cierto sistema estelar de nueve planetas. Al amanecer del 19 de diciembre de 1994 el mensaje envolvió en su hálito fantasmal al planeta tierra.
         --Hay mucha interferencia hoy --dijo un astrónomo que esa noche trabajaba en el observatorio radioastronómico de Arecibo--. ¿Qué hacemos? ¿Paramos las cintas?

         --No --dijo su colaborador--. Déjalas correr. Mañana veremos si podemos eliminar el ruido.