martes, 24 de noviembre de 2009

El terremoto darwiniano

Se dice que William Shakespeare y Miguel de Cervantes murieron el mismo día. No es cierto, porque en aquella época Inglaterra usaba el calendario juliano mientras que España había cambiado al gregoriano en 1582. Los calendarios están desfasados 11 días, de modo que ése es el lapso que separa las muertes de los dos escritores más importantes de su época (y quizá de todas las épocas). Con todo, yo he oído a alguien decir, para señalar lo tremendo del acontecimiento, que ese día tendría que haber temblado la tierra.
Lo mismo se dice del hipotético encuentro de Joseph Haydn, Mozart y Beethoven.
Si los grandes acontecimientos culturales se anunciaran con terremotos, el 24 de noviembre de 1859 las fuerzas telúricas hubieran asolado la Tierra, porque ese día se publicó uno de los libros más importantes de la historia, El origen de las especies, de Charles Darwin.
Como los sismos de verdad, el sismo cultural darwiniano llevaba muchos años fraguándose (cerca de 30) y tuvo varios preanuncios, porque el tímido naturalista inglés hizo circular resúmenes entre sus amigos y colegas científicos. Luego, entre julio de 1858 y septiembre de 1859, Darwin se afanó frenéticamente para poner por escrito la idea completa.
El editor John Murray había comprado los derechos de El viaje del Beagle, relato de la travesía de cinco años que hizo Darwin a bordo de un barco de la marina británica entre 1831 y 1836. Darwin le escribió a Murray para ofrecerle su nueva obra, que se había convertido en un mamotreto de más de 400 páginas. "El libro tendría que venderse bien entre una gran cantidad de lectores tanto científicos como semicientíficos", le escribió Darwin, "puesto que trata de agricultura, así como de la historia de los animales y plantas de nuestro país y de las disciplinas de la zoología, la botánica y la geología. Me he esforzado al máximo, pero no sé si tendré éxito".
Murray le contestó sin demora que estaba dispuesto a publicar el libro, incluso sin haber visto el manuscrito. Darwin era un autor probado. El editor le prometió las dos terceras partes de las ventas como regalías (qué suerte; hoy los editores te dan el 10 %, si bien te va). El naturalista, un tipo que pecaba de decente, le ofreció retirar el manuscrito y liberar al editor de su promesa si a Murray le parecía, al leerlo, que no convenía publicarlo.
Con tres capítulos de muestra en mano, John Murray consultó a algunos amigos suyos. Uno le recomendó imprimir 1000 ejemplares; otro expresó reservas en una larguísima carta, pero Murray cumplió su promesa como un caballero. Eso sí: le sugirió a Darwin retirar del título las palabras "resumen de un ensayo". Supongo que un ladrillo de 400 páginas que promete ser sólo un resumen podía espantar a los lectores.
El naturalista siguió trabajando, pero estaba harto. Para relajarse se dedicó a jugar al billar con sus hijos. El año anterior había hecho instalar en su mansión una mesa de billar que le daba solaz, como escribió Darwin a su primo William Darwin Fox: "el juego me hace mucho bien y me saca de la cabeza las horribles especies". El manuscrito corregido quedó listo a fines de septiembre. "Dios sabe qué pensará el público", escribió Darwin en una carta a Alfred Russell Wallace.
El 24 de noviembre de 1859 salieron a la venta 1250 ejemplares de El origen de las especies con un precio de 15 chelines. Todos se vendieron el mismo día, aunque a las librerías y no directamente al público. Ese día no tembló en Inglaterra, pero el libro de Darwin empezó a dar de qué hablar. Tanto, que el 25 de noviembre Murray le solicitó a Darwin una segunda edición, que el pobre no tenía ningunas ganas de preparar por estar enfermo y cansado. Al poco tiempo, empero, salieron 3000 ejemplares más.
Hoy las ideas que expuso Darwin en El origen de las especies se reconocen como el principio rector de la biología moderna, la estructura que apuntala todo lo que sabemos del mundo biológico. Así que si hoy llega a temblar, a lo mejor son las fuerzas telúricas celebrando los 150 años del libro más importante de Charles Darwin.

martes, 17 de noviembre de 2009

Un día normal en Calakmul: la vida cotidiana de los mayas








Estamos en el año 3400 d.C. Unos arqueólogos examinan lo que queda de los periódicos, revitas y transmisiones de televisión del México del siglo XXI para tratar de entender esa extraña civilización, de la cual se cuentan muchas cosas fantásticas (por ejemplo, que predijeron que el mundo se va a acabar en 3412, pero para nuestros arqueólogos --científicos serios-- eso son tonterías). De los documentos que examinan, los arqueólogos se hacen una imagen de la sociedad mexicana de 1400 años atrás: todos eran gente glamurosa, o sea, políticos, narcotraficantes, futbolistas y actores de telenovelas... o así parece, puesto que los documentos no hablan de otra cosa. No hay manera de saber si en esa sociedad había también gente común que padeciera a esos políticos, narcos, futbolistas y actores de telenovelas.

Lo mismo pasa con los vestigios de la mayoría de las civilizaciones antiguas: en los documentos que quedan (muros pintados, inscripciones) sólo se relata la vida de los ricos y poderosos. Queda en tinieblas la gente normal, cuyas actividades daban sustento a las de los notables y sin cuya presencia no se explica el funcionamiento de esas civilizaciones.

Por eso están muy contentos los arqueólogos Ramón Carrasco Vargas,Verónica Vázquez López y Simon Martin, del Instituto Nacional de Antropología e Historia, la Universidad Nacional Autónoma de México (o sea, la UNAM…parece que hay gente que no sabe que son una y la misma) y el Museo de la Universidad de Pensilvania. Como informan en un artículo publicado el 17 de noviembre en la revista Proceedings of the National Academy of Science, encontraron una pirámide con pinturas murales que describen la vida cotidiana: preparación de alimentos, oficios y costumbres de la gente común, con imágenes y textos, casi como si fuera un manual pictórico de usos y costumbres mayas del siglo VII. La pirámide se encuentra en Calakmul, Campeche, en una sitio descubierto en 1931.

Como sucede con todos los hallazgos científicos, éste llevaba ya tiempo cocinándose. El Proyecto Arqueológico Calakmul, auspiciado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Instituto Nacional de Antropología e Historia, explora el sitio desde 1993. En 2004 los autores del artículo y su equipo emprendieron excavaciones en uno de los edificios del complejo arqueológico. Luego de retirar escombros y maleza, abrieron un túnel de 70 centímetros de ancho y lo reforzaron para poder entrar en la pirámide. Encontraron rastros de varias etapas de construcción encimadas, como es común en los edificios prehispánicos. A partir de los restos de cerámica que encontraron en cada etapa han deducido que el edificio se empezó a construir alrededor del siglo V d.C. La última etapa data del siglo XI, más o menos.

En la tercera etapa es donde encontraron los murales que describen aspectos de la vida cotidiana en Calakmul. Carrasco, Vázquez y Martin calculan que los muros de esa tercera etapa fueron pintados entre los años 620 y 700 d.C. En los dos niveles de la pirámide que han explorado, lso arqueólogos han encontrado cerca de 30 escenas diferentes. Un tercer nivel queda por explorar.

Un vendedor de atole y su cliente, una tamalera, un tameme (cargador) que transporta productos al mercado, todos con inscripciones que indican su oficio: aj-ul (vendedor de atole), aj-ix'im (vendedor de tamales), aj-atz'aam (vendedor de sal). Un hombre con un loro rojo en el hombro, un joven, un niño y una anciana. El trabajo que ha revelado estas escenas es una colaboración internacional. Gene Ware, de la Universidad Brigham Young, ha analizado los murales con métodos espectroscópicos para mostrar detalles que no se ven a simple vista; Piero Baglioni, de la Universidad de Florencia, investiga la química de los pigmentos y el método de aplicación, así como la mejor manera de conservar los murales ahora que están al descubierto.

En México nos enteramos de la noticia por el periódico español El país. Ningún periódico mexicano se hizo eco de este hallazgo. Hubo quien reclamó que el artículo original se publicara en una revista estadounidense. Creo que es importante responder a esta queja. La ciencia se publica en revistas especializadas de comunicación entre científicos. El científico no publica por vanidad: es su obligación, obligación para con la comunidad y para con las instituciones de investigación, gubernamentales e internacionales que le proporcionan recursos. Las revistas de más impacto –las más leídas—son estadounidenses o europeas. Las revistas especializadas/profesionales mexicanas son muy pocas y de poco impacto. Al científico se le evalúa por el número de publicaciones y por la cantidad de referencias posteriores que éstas generan. No se publica en revistas extranjeras por falta de apego al terruño, sino porque en México simplemente no hay foros ni escaparates para la ciencia profesional (o muy escasos y poco frecuentados).

martes, 10 de noviembre de 2009

El otro Darwin

En 1858 Charles Darwin recibió una carta que lo dejó helado. Provenía de Malasia y la firmaba un tal Alfred Russell Wallace.

Más de 20 años antes Darwin había ofrecido sus servicios como naturalista de a bordo a una expedición de la marina británica encaminada a cartografiar la costa de Sudamérica y dar la vuelta al mundo. Robert FitzRoy, comandante del bergantín Beagle, estuvo a punto de rechazar al joven candidato... ¡porque no le gustaba su nariz! El capitán pensaba que aquella no era la nariz de una persona hecha para soportar los rigores de la vida en el mar. No le faltaba razón: el pobre Darwin sufrió mareos cada día que pasó a bordo.

Al embarcarse, Darwin, como todo buen protestante y candidato a clérigo de la época, creía que las plantas y animales los había creado dios en unos cuantos días y que no habían cambiado desde la creación. Al mismo tiempo, como buen geólogo de la época, creía que la superficie de la Tierra cambiaba muy lentamente, sin saltos ni sacudidas repentinas. Durante el viaje del Beagle, que duró cinco años, Darwin exploró el continente sudamericano y encontró restos de especies que ya no existían, pero que se parecían a las especies contemporáneas y fósiles de organismos marinos en la cima de los Andes. En Chile experimentó un temblor que en unos segundos dejó la costa irreconocible. En las islas Galápagos descubrió que los nativos podían distinguir de qué isla provenía una tortuga con sólo mirarla (señal de que, pese a ser de la misma especie, las poblaciones de las distintas islas estaban divergiendo). Con sus observaciones, Darwin fue llenando un diario que hoy en día sería un blog. Los especímenes que recolectaba los enviaba a Inglaterra con comentarios.

Al regresar, Darwin se había convencido de que las especies se modifican y que esas modificaciones responden al ambiente en el que se desarrolla cada especie. Pero faltaba un modus operandi: ¿cómo cambiaban las especies? Darwin se puso a trabajar sin demora. Se puso en contacto con naturalistas de Europa y de Estados Unidos; visitó a criadores de palomas, de perros y de ganado y organizó sus notas. Así fue construyendo una base de datos descomunal sobre la cual fundamentar su teoría de la modificación de las especies, pero nunca estaba satisfecho: necesitaba más datos, siempre más datos. Para estar seguro.

En 1842 redactó un resumen de sus ideas en cinco páginas que hizo circular entre sus amigos. Al poco tiempo se permitió un informe de 230 páginas, pero seguía inconforme. La teoría no estaba completa. No había que arriesgarse a publicar.

Por fin, en 1858, recibió la carta fatídica. El joven Alfred Russell Wallace, instalado en Malasia, le enviaba un artículo que había escrito y le solicitaba a Darwin, más viejo y más reconocido que él, que lo presentara ante la Sociedad Lineana de Londres. El artículo de Wallace era un resumen perfecto de las ideas que Darwin llevaba tantos años edificando. ¿Qué hacer? Darwin era un hombre decente y gallardo como pocos. La decencia le ordenaba presentar el artículo de Wallace, como se le solicitaba, y hacerse a un lado. Al mismo tiempo, en la ciencia el primero que publica una idea se lleva el crédito. Pero no es sólo cuestión de crédito. Las ideas no se publican dos veces: no puede haber segundo lugar en ciencia. Al apartarse para dar paso a Wallace, Darwin se resignaba a que sus afanes de más de 20 años no fructificaran. Darwin decidió hacer lo que había que hacer. Por suerte, intervinieron sus amigos. Wallace no tenía ni remotamente la cantidad de datos de Darwin. Éste podía legítimamente presentar los trabajos de ambos ante la Sociedad Lineana sin quedar como un sinvergüenza. Así lo hizo el 1 de julio de 1858.

Eso sí: luego se puso a redactar febrilmente una versión completa de su teoría de la "descendencia con modificación". El susto que pasó le prestó una lucidez casi dolorosa y escribió y escribió durante cerca de un año. El 24 de noviembre de 1859 salió a la venta El origen de las especies. Si Wallace no le hubiera escrito a Darwin, como dice el biólogo Julian Huxley en el prefacio de una edición en inglés de El origen, la obra se hubiera publicado mucho después y habría resultado monumental hasta el punto de ser ilegible. El libro que se publicó hace 150 años es, en cambio, un libro extenso, sí, pero muy agradable de leer, y hasta divertido (bueno, por partes). Al mismo tiempo es una verdadera aplanadora, con tantos datos, ejemplos y razones para darle sustancia. Quien lo lee, se convence, pero no sólo de que las especies cambian (es decir, del hecho de la evolución), sino de que cambian por selección natural, el mecanismo con el que dieron al mismo tiempo Charles Darwin y Alfred Russell Wallace.

Se discute si Darwin de veras se condujo con decencia en el asunto de Wallace. Hay quien opina que no debió haber presentado su trabajo. Hace algunos años tuve oportunidad de entrevistar al historiador inglés Jonathan Hodge, experto en historia de la teoría de la evolución, y le hice esta pregunta: ¿fue Darwin un caballero? Me contestó que sí, en pocas palabras (la entrevista se publicó en el número de diciembre de 2006 de ¿Cómo ves?). Los detalles los pondré aquí en cuanto pueda echar mano de un ejemplar y recuperar la entrevista...

martes, 3 de noviembre de 2009

Teorías que matan

El panorama de la historia de la ciencia, y en especial de la medicina, revela un campo sembrado de cadáveres; pero no sólo los de las víctimas de los médicos, sino los de las teorías mediante las cuales los médicos se explicaban el origen de las enfermedades. La historia de las enfermedades que hoy llamamos infecciosas es particularmente rica en cadáveres de ambos tipos.

La historia de Ignaz Semmelweiss contada por Gerardo Gálvez Correa en la revista ¿Cómo ves? se encuentra aquí (buscar en el rubro "Historia de la ciencia"; es el segundo artículo). Gerardo lo cuenta mejor que yo.