En días laborables recorro 25 kilómetros a mi trabajo en la
Universidad Nacional Autónoma de México. A mí me parece un camino larguísimo. Pero la semana pasada, cuando Pedro Ferriz me sugirió hacer esta cápsula de radio sobre la escala del universo, lo pensé mejor: mis 25 mugrosos kilometritos no son nada comparados con las distancias con las que se las ven diariamente los astrónomos y los 40 minutos que tardo en llegar a mi trabajo palidecen al lado de las distancias y los tiempos que tarda la luz —el agente más rápido del universo— en recorrer los horrorosos abismos del espacio interestelar.
Si hiciéramos una carretera al sol y la recorriéramos en coche a velocidades generosas —digamos, 120 kilómetros por hora— tardaríamos en llegar la friolera de 143 años. El mismo camino le toma a la luz ocho minutos a 300,000 kilómetros por segundo. Casi nada. Decimos que el sol se encuentra a ocho minutos-luz de la Tierra.
El sol está a la vuelta de la esquina en la escala astronómica. Imagínense un chícharo para representar el sol. La Tierra es una mota de polvo invisible que se encuentra a 50 centímetros del chícharo y la nave
Voyager 1, el objeto artificial más lejano y que se encuentra en este momento a unas 15 horas-luz de nosotros, anda perdido a unos 56 metros del chícharo. Ése es más o menos el tamaño del sistema solar en la escala en la que el sol se reduce a medio centímetro: digamos, 60 metros, o media cuadra. La luz tarda unas 15 horas en recorrer media cuadra (y el
Voyager 1 ha tardado 30 años: despegó en septiembre de 1977 y desde entonces ha ido viajando a varias decenas de kilómetros por segundo). En esta escala un año-luz equivale a unos 35 kilómetros (mi diario peregrinaje a la UNAM equivale entonces a unos 2/3 de año-luz. Con razón tardo tanto en volver, sobre todo con tráfico.)
Pero eso aún no es nada. La estrella más cercana —a unos cuatro años-luz— parpadea tenuemente a 135 kilómetros del chícharo solar, la distancia entre la Ciudad de México y Puebla. ¿Qué pueden significar uno para otro dos chícharos en México D.F. y Puebla? Y eso que estamos hablando apenas de la estrella más cercana.
Nuestra galaxia es un conjunto de unos 300,000 millones de chícharos, canicas y pelotas de basketball (y otros ingredientes) distribuidos en forma de disco a distancias de 100 o 200 kilómetros unas de otras —y en las regiones centrales mucho menos, quizá 10 o 20 kilómetros. Nuestro insignificante chícharo está en los suburbios del disco.
¿A qué distancia, en nuestra escala?
No sé, ¿diez mil kilómetros?, ¿cien mil kilómetros?
No: en esta escala el sol está distante del centro de la galaxia ¡un millón de kilómetros! Nuestra escala chicharesca se vuelve inútil, porque un millón de kilómetros es difícil de imaginar. Es unas tres veces la distancia a la luna. ¿Inventamos una nueva escala en la que la galaxia se convierte en un hot cake?
(gritos de protesta de los lectores de este blog)
Está bien, está bien. Nada de hot cake. Mejor les voy a contar cómo sabemos dónde está el centro de la galaxia.
Harlow Shapley era periodista, pero quería hacer algo más con su vida, de modo que se procuró la lista de carreras científicas que ofrecía una universidad y eligió la primera. Bueno, no: en realidad eligió la segunda. La primera era “arqueología”, palabra horrible que a Shapley se le dificultaba pronunciar. Resultó que la segunda disciplina de la lista era astronomía. Shapley se volvió astrónomo. Con el tiempo llegaría a ser director del Observatorio Harvard College, situado cerca de Boston, donde en 1912 la astrónoma mal pagada y poco reconocida Henrietta Swann Leavitt dio con una manera de determinar distancias enormes en el cosmos.
Hasta entonces, para medir distancias en el cielo, los astrónomos se habían tenido que conformar con un método geométrico conocido desde la antigüedad y que empleaban desde los arquitectos hasta los artilleros para medir distancias en la Tierra. El método de triangulación daba buenos resultados siempre y cuando el objeto cuya distancia se quería medir estuviera a no más de unos cuantos cientos de años-luz, pero se volvía impráctico a distancias mayores. Por lo tanto, los astrónomos no tenían ni idea del tamaño del universo. Muchos pensaban que esas manchitas de luz oblongas que se veían salpicadas por todo el cielo eran estrellas en formación, y por lo tanto se encontraban relativamente cerca. Pero el método de la señorita Leavitt estaba por cambiar esta imagen.
(Lean mi artículo “Henrietta Swan Leavitt, tenaz medidora del Universo” —revista
¿Cómo ves?, No. 111 (febrero 20008)— picando
aquí.
¿Cómo ves? se vende en Sanborns y puestos de periódico).
Antes de ser director del Observatorio Harvard, Shapley había trabajado en el de Monte Wilson, en California. Shapley sabía que algunos de los puntos de luz de la Vía Láctea que a simple vista parecen estrellas son en realidad -como revela el telescopio- grupos de muchas estrellas. Estas familias estelares conocidas como
cúmulos globulares pueden contener entre 10,000 y un millón de estrellas. Shapley fotografío con telescopio los cúmulos globulares y usó el método de Henrietta Leavitt para calcular la distancia a la que se encontraban. Descubrió que los cúmulos globulares estaban distribuidos sobre una región esférica del espacio. Shapley conjeturó entonces que los cúmulos globulares formaban “una especie de estructura -un vago esqueleto de la galaxia-, el mejor indicio de su extensión y orientación”.
En noches claras sin luna, lejos de la ciudad, la Vía Láctea presenta un máximo de anchura y luminosidad cerca de la constelación de Sagitario, al sur. Shapley descubrió que una tercera parte de los cúmulos globulares conocidos en su época se concentraba en las inmediaciones de Sagitario, en una región del cielo que representa menos del dos por ciento de toda la bóveda celeste. Allí debía encontrarse el centro de la galaxia -muy lejos, más allá de las estrellas de Sagitario. Era una conjetura muy osada, pero resultó correcta. El sol, entonces, no estaba ni por asomo en la región central de su propia galaxia. Hoy sabemos que el Sol gira alrededor del centro de la galaxia a una distancia de 30 000 años-luz (cerca de un millón de millones de millones de kilómetros) y a razón de una revolución cada 200 millones de años.
Shapley estimó el tamaño de la galaxia y le pareció tan desmesuradamente grande, que se convenció de que debía ser la única galaxia en el universo. Otros pensaban -sin tener la seguridad- que no: nuestra galaxia es una de tantas, y las manchitas de luz oblongas no son estrellas en formación, sino otras galaxias, muy distantes. El debate se centró en Shapley y el astrónomo Edwin Hubble (célebre por descubrir, años después, que el universo se expande). Shapley y Hubble se odiaban y el debate tuvo sus momentos sabrosos, pero tendremos que dejarlo para otra ocasión.