viernes, 21 de febrero de 2014

Un hoyo negro en el centro de nuestra galaxia

La paciencia se recompensa en la ciencia como en el resto de la vida. El equipo internacional de astrofísicos dirigido por Stefan Gillesen, del Instituto Max Planck de Física Extraterrestre, lleva más de 20 años siguiéndole el rastro a un enjambre de estrellas concentradas en una región relativamente pequeña en torno al centro de la galaxia. Otro equipo, dirigido por Andrea Ghez, también ha estado tras la pista de esas estrellas, que son interesantes porque, a diferencia de las que vemos en el cielo nocturno que no cambian apreciablemente de posición en miles de años, éstas se mueven notablemente rápido. En esos 20 años los equipos de Gillesen y Ghez han visto por lo menos una de esas estrellas completar una órbita elíptica alrededor de... ¿alrededor de qué?




Pues alrededor de un objeto relativamente pequeño, pero tremendamente masivo, y que no se ve. Desde 1974, cuando Bruce Balick y Robert Brown detectaron en esa posición una fuente emisora de ondas de radio y rayos X, se sospecha que es un agujero negro. Semejante objeto estaría rodeado de un torbellino de gas y polvo que está cayendo al agujero negro en órbitas apretadas, un poco como el remolino que se forma en la tina cuando uno destaba el tubo de drenaje. El gas y el polvo se calientan por fricción y emiten la radiación que observaron Balick y Brown. Con las observaciones de estos equipos se ha confirmado en los últimos años que el objeto, llamado Sagitario A*, tiene, en efecto, una masa muy grande: unos cuatro millones de veces la del sol, y que ocupa una región muy pequeña del espacio, pero no sabemos nada del hipotético remolino de gas  y polvo, llamado técnicamente "disco de acreción".

En 2011 Gillesen y sus colaboradores reportaron en la revista Nature que, además de las estrellas que les han permitido deducir la masa del agujero negro del centro de la galaxia, en el tumulto que se ve en esa región hay un objeto difuso que va casi directamente hacia Sagitario A* a una velocidad de cerca de 2000 kilómetros por segundo que va en aumento evidente. Gillesen y su equipo reportan que el objeto tiene una temperatura de unos 200 grados centígrados, por lo que no puede ser una estrella, y concluyen que es una nube de gas y polvo que se ha ido alargando conforme se acerca al centro de la galaxia, y que alrededor del verano de 2013 debería pasar por el punto de su órbita que más se acerca al agujero negro. En un artículo más reciente el equipo consigna datos más refinados y resultados obtenidos con modelos de computadora que simulan el movimiento de la nube alrededor del hoyo negro. Según estos estudios, el objeto llegará al punto más cercano alrededor del 31 de marzo de este año.

Ese punto más cercano está unas 200 veces más lejos de Sagitario A* que la Tierra del sol, pero es suficientemente cercano para que la gravedad del agujero negro estire la nube de gas, llamada G2, y la haga brillar más intensamente. Gillesen y sus colaboradores esperan que partes de la nube se acerquen mucho más y choquen con el disco de acreción, lo que ocurriría a lo largo de unos cuantos años a partir de hoy. Sería como dirigir una linterna hacia un rincón oscuro del universo porque generaría luz de distintos tipos. De esa luz, así como del tiempo que tarde en aparecer, se podrá inferir lo que ocurre cerca del hoyo negro y de paso probar nuestro conocimiento de estos objetos, hasta hoy casi exclusivamente teórico.



viernes, 7 de febrero de 2014

Días fosilizados

Edmond Halley descubrió su famoso cometa comparando registros históricos de apariciones de cometas, a partir de los cuales concluyó que, entre el caos de apariciones sin ton ni son, había repeticiones cada 75 años. Halley postuló que correspondían a un mismo objeto, predijo el año en que el objeto debería volver y se murió (un tiempo después). Al año siguiente apareció el cometa puntualmente.

Se ve que a Halley le gustaban los registros astronómicos antiguos, porque en ellos descubrió otra cosa: que los eclipses de sol del pasado no habían ocurrido donde deberían, según los cálculos que Halley realizó con los métodos y los datos más modernos de su época; en particular, las leyes de su amigo Isaac Newton. Por si fuera poco, el astrónomo notó que la discrepancia era mayor mientras más antiguo fuera el eclipse y observó que sus cálculos y los registros antiguos se armonizarían suponiendo que la rotación de la Tierra se había ido frenando a un ritmo constante (y muy pequeño). Halley nunca llegó a proponer ningún mecanismo que pudiera frenar la rotación de la Tierra.

Pero el filósofo alemán Immanuel Kant, unas décadas más tarde, sí: Kant propuso que las mareas, provocadas por la luna, ejercían fricción sobre la parte sólida del planeta y le robaban energía de rotación. La luna atrae más intensamente la parte de la Tierra que le queda más cerca porque la fuerza de gravedad disminuye con la distancia. Este exceso de fuerza de un lado deforma la Tierra, o más bien su parte más deformable: los océanos. Debajo de la luna el mar se levanta un par de metros (y del lado opuesto del planeta también). Pero la Tierra gira de oeste a este mucho más rápido (una vuelta en 24 horas) de lo que gira la luna alrededor de la Tierra (una vuelta en 28 días), de modo que el bulto de agua se va quedando atrás y vemos las mareas recorrerse hacia el oeste, con la luna. Las olas de la marea alta en las costas ejercen fricción en la parte sólida y la retrasan un poco.

Lo que sigue tal vez no está en el razonamiento original de Kant, pero es asombroso: el bulto de agua, por estar en contacto con la tierra que gira más rápido, se adelanta un poco respecto al paso de la luna. Esta ligerísima asimetría en la distribución de masa de la Tierra le da a la luna un tirón gravitacional extra hacia el este, como el impulso que le da a una piedra una honda. Al mismo tiempo que se frena la rotación de la Tierra (y el día se alarga a razón de 2 segundos cada 100,000 años, cifra moderna), la luna adquiere más velocidad de translación y se va alejando de la Tierra. Así pues, en el pasado los días eran más cortos y la luna estaba más cerca.

Dos segundos cada 100,000 años es una cifra insignificante en nuestra vida cotidiana, e incluso a lo largo de toda una vida humana. Parece otro de esos casos en que los científicos se ponen a buscarle tres pies al gato. Pero la Tierra es muy antigua: hoy sabemos por varias pruebas independientes que tiene unos 4,500 millones de años de antigüedad. Si suponemos que la rotación se ha ido frenando al mismo ritmo por mucho tiempo (lo que es mucho suponer, pero supongámoslo de todos modos), entonces en tiempos de los dinosaurios, hace unos 100 millones de años, el día duraba 33 minutos más. Y cuando aparecieron los primeros dinosaurios, hace 300 millones de años, duraba hora y media más. O eso indica la teoría astronómica. ¿Hay manera de comprobarlo independientemente de este cálculo a partir de las mareas y la fricción?

Lo primero es observar que, si bien la duración del día (una vuelta de la Tierra sobre sí misma) cambia por la fricción de las mareas, la duración del año (una vuelta alrededor del sol) no tiene por qué cambiar, y todo indica que debe haberse mantenido constante prácticamente desde el origen del planeta. Eso quiere decir que en el pasado cabían más días en un año. ¿Cómo podríamos confirmarlo?

En 1963 el paleontólogo John Wells, de la Universidad Cornell, publicó un artículo en la revista Nature. En su artículo, titulado "Crecimiento de corales y geocronometría", Wells se queja de que los métodos de datación de fósiles por isótopos radiactivos (como el famoso método del carbono 14) son muy caros. Esos métodos, empero, les han permitido a los paleontólogos ponerles fechas y duraciones a las etapas de la vida en la tierra que se reconocen en el registro fósil. Así, el periodo Cretácico terminó hace 65 millones de años, el Jurásico hace 135 y el Triásico hace 180. Más atrás en el tiempo, el periodo Cámbrico, según los isótopos radiactivos, empezó hace 600 millones de años y terminó hace 500. Luego Wells cuenta la historia de la fricción de las mareas y la duración del día y concluye que deben poderse relacionar las antigüedades de los fósiles (determinadas por isótopos radiactivos) con la cantidad de días que cabían en un año (calculada a partir de la cifra de 2 segundos cada 100,000 años que arroja la astronomía): a fines del Cretácico había unos 371 días por año, en el Jurásico 377 y en el Triásico 381. Y a finales del Cámbrico debería de haber unos 412 días por año. Muy bien. ¿Habrá un método independiente de comprobar esta relación entre antigüedad y número de días por año? En otras palabras, ¿habrá fósiles de los días del pasado remoto?

La paleontología al rescate, vocifera Wells. Los corales tienen franjas de crecimiento parecidas a los anillos de los árboles (y aprovechemos para recordar que, pese a todas las apariencias, los corales son animales, no plantas). Todo el mundo supone que cada anillo representa el crecimiento de un año y refleja los cambios de temperatura y de nutrientes disponibles, pero Wells lamenta que no haya experimentos que lo confirmen. "Hay cierta evidencia de que las fluctuaciones del suministro de nutrientes tienen poco efecto en la tasa de crecimiento de los corales", dice el autor. De modo que ¡precaución! Supongamos, con todo, que sí son franjas de crecimiento anual. Esto no nos dice nada que sirva para confirmar las antigüedades de las eras geológicas, sólo nos puede dar duraciones y sucesiones, mas no instantes precisos en el tiempo (geocronología, mas no geocronometría).

Pero dentro de las franjas anuales hay franjas mucho más finas. También corresponden a cambios de la tasa de crecimiento, pero de periodo menor que el anual. Podrían corresponder a muchas cosas: ciclos de actividad reproductiva, meses lunares, semanas, días, horas... Wells propone que las franjas finas son franjas de crecimiento diario; después de todo, dice, hay indicaciones de que el nivel de absorción de calcio del tejido coralino disminuye por la noche, lo que induciría un crecimiento al compás de los días. Entonces se pone a contar la cantidad promedio de franjas finas que caben en una franja anual en corales vivos... ¡y encuentra que se acerca a 360! "Esto sugiere fuertemente, salvo confirmación experimental, que estas líneas de crecimientos son diarias o circadianas", dice Wells.

"El paso siguiente, por supuesto, es tratar de determinar el número de líneas de crecimiento por año en corales fósiles". Claro. Superando ciertas dificultades, Wells encuentra unos cuantos fósiles de distintas regiones y de antigüedad Devónica (unos 350 millones de años), cuenta las franjas, y le da entre 385 y 410, es decir, grosso modo, 400 días por año, lo que caza bien con los datos isotópicos y astronómicos. Muy ufano, pero muy precavido como buen científico, y en el tono impersonal de rigor, Wells dice: "no se afirma que el crecimiento de los corales demuestre que ninguno de estos dos métodos es correcto; se sugiere más bien que la paleontología bien puede ofrecer un tercer tipo de pistas estabilizadoras, mucho más baratas, en el problema de la geocronometría". O dicho de otro modo, mi modesta ciencia da un método más cómodo y barato de medir las antigüedades de los fósiles que esas princesas, la astronomía y la geofísica. Al final el autor sugiere que se lleven a cabo estudios más rigurosos con otros organismos que también registren crecimientos diarios. Así se hizo, y los estudios reforzaron la conclusión tentativa de John Wells.

Halley se extrañó en el siglo XVIII de la discrepancia entre sus cálculos de las posiciones de los eclipses y los registros históricos y propuso que la rotación de la Tierra se hacía más lenta con el tiempo. Kant sugirió un mecanismo para explicar este efecto. Los astrónomos del siglo XX lo midieron con toda precisión. John Wells lo encontró fosilizado en las entrañas de organismos modestos que vivieron cuando los días eran más breves.