martes, 29 de septiembre de 2009

Los juguetes nuevos

Uno los desempaca con ansia, arroja la bolsa por ahí, rompe la primorosa envoltura que tanto trabajo le costó a la tía Clotilde, aparta con desesperación el papel de China, estruja el suntuoso moño, tira todo a la basura. Pobre tía Clotilde. Que se fastidie: lo que importa es el juguete nuevo que surge de todas esas capas de protección y ornato ante nuestros ojos maravillados. El suceso tiene la fuerza de un alumbramiento.

Los juguetes nuevos son un Everest de posibilidades que hay que escalar. No se puede uno quedar sin explorar todas sus potencialidades (y a veces el explorador ávido acaba por romper el juguete nuevo).

Un juguete nuevo es lo que cayó en manos de los astrónomos cuando, en mil ochocientos cincuenta y tantos, se produjo un incendio en el puerto alemán de Mannheim, el cual, por casualidad, se encontraba a unos 15 kilómetros del laboratorio de dos físicos llamados Gustav Kirchhoff y Robert Bunsen (el inventor del célebre mechero de Bunsen que conocemos todos los que hemos padecido la secundaria).

Kirchhoff y Bunsen habían estado haciendo experimentos con un espectroscopio, aparato que sirve para descomponer la luz de una fuente incandescente en los colores que la integran. Calentaban sustancias y luego observaban con el aparato la luz que emitían los vapores de éstas. En una serie de experimentos que llevaron a cabo durante la década de 1850, Kirchhoff y Bunsen se dieron cuenta de que cada elemento químico (de los que se conocían en su época, que no eran todos los que conocemos hoy) producía en el espectroscopio una señal (o espectro) que le era particular, de modo que el espectro de un elemento químico podía usarse, en principio, para identificar ese elemento. Y el método funcionaba incluso cuando los átomos estaban combinados químicamente con átomos de otros elementos, es decir, cuando estaban reunidos en moléculas.

Entonces se produjo el incendio en Mannheim. Las llamas se veían claramente desde Heidelberg, donde trabajaban Kirchhoff y Bunsen, que rápidamente sacaron su espectroscopio y lo usaron para analizar la luz del incendio. Así descubrieron --desde lejos y sin tener en sus manos muestras de las sustancias que ardían-- las líneas características de los espectros de los elementos bario y estroncio. ¿Sería posible también --se preguntaron-- detectar elementos químicos en el sol por medio del espectroscopio? “La gente pensaría que estábamos locos por soñar semejante cosa”, escribió Bunsen.

En 1861 Kirchhoff intentó esta locura y aisló los espectros individuales del sodio, el calcio, el magnesio, el hierro, el cromo, el níquel, el bario, el cobre y el cinc en el espectro de la luz solar --todo en la comodidad de su laboratorio, sin tener que ir a achicharrarse al sol. Por si fuera poco, Kirchhoff y Bunsen descubrieron dos elementos nuevos, el cesio y el rubidio, usando el espectroscopio. La técnica de la espectroscopía estaba resultando bastante útil.

Con el espectroscopio el astrónomo Joseph Norman Lockyer encontró en la luz del sol el espectro de un elemento desconocido, al que llamó helio (porque "helios" significa "sol" en griego). El helio no se encontró en la Tierra hasta varios años después.

¿Qué más se podía hacer con el juguete nuevo? En el transcurso de 50 o 60 años los físicos y los astrónomos echaron mano de la espectroscopía para zanjar varios debates añejos, uno de los cuales tenía que ver con la naturaleza de esas nubecitas de luz difusa que se ven por todo el cielo con telescopio. A falta de un nombre mejor --y por no saberse qué eran--, las habían llamado "nebulosas", que significa "nubecitas", y las había de varios tipos: unas tenían bonitas espirales de luz, otras eran esféricas u oblongas, otras más eran masas amorfas desparramadas por el espacio. La luz de ciertas nebulosas llevaba la huella de otro espectro insólito. Con el recuerdo del helio aún fresco en la mente, los astrónomos pensaron que se trataba de otro elemento nuevo, al que llamaron "nebulio". Pero el nebulio no aparecía en ningún otro sitio y al cabo del tiempo hubo que concluir que quizá el extraño espectro era el resultado de sustancias comunes y corrientes sometidas a condiciones insólitas.

En los años 30 Edgar Rice Burroughs, creador de Tarzán, escribió narraciones de ciencia-ficción en las que proponía que en Marte había más colores primarios que en la Tierra. Aquello era un poco como decir que en Marte había círculos cuadrados, pero la anécdota ilustra bien un tema recurrente de la ciencia-ficción: que en el espacio todo puede suceder. Hoy gracias al espectroscopio sabemos que todas las galaxias están compuestas de los mismos elementos químicos que se encuentran en la Tierra y que, al parecer, las mismas leyes físicas rigen en todo el universo, lo cual puede parecer aburrido, pero no deja de ser una información muy interesante. Ya no podemos permitirnos imaginar elementos químicos desconocidos en otras galaxias, por lejanas que sean, pero en cambio sabemos que una buena parte de la descripción física del mundo que hemos construido desde nuestro pequeño planeta vale en todo el universo. No está mal.


martes, 15 de septiembre de 2009

Invasores cerebrales

¿Conque piensas que tú eres el arquitecto de tu propio destino, que tú tomas tus decisiones, que a ti nadie te manipula, que tú buscas siempre tu propio bien? Esta conclusión está justificadísima: por ejemplo, ¿quién me obligó a mí a poner en marcha este blog, o a escoger el tema de hoy? Nadie. Lo decidí por mí mismo porque me pareció lo mejor para mí... ¿no?

El filósofo estadounidense Daniel Dennett demuestra de la siguiente manera que nuestras acciones no están necesariamente encaminadas a maximizar nuestro propio bien: imagínense que van por un prado y ven una hormiga que trepa por una brizna de hierba, llega a la punta y se cae, y vuelve a trepar, y se cae, y vuelve a trepar... ¿Qué fin persigue esa hormiga? ¿Qué gana con ese comportamiento? "Nada", dice Dennett. Resulta que la hormiga tiene en el cerebro un parásito, llamado dicrocoelium. "Un gusanito que invade el cerebro", dice Dennett:

Un parásito que tiene que llegar al estómago de una oveja o de una vaca para poder continuar su ciclo de vida. Los salmones nadan río arriba para desovar, mientras que los dicrocoelium se agencian una hormiga, se le meten en el cerebro y la obligan a trepar por briznas de hierba, como si la hormiga fuera un vehículo todo terreno. De modo que para la hormiga no hay beneficio. Su cerebro ha sido secuestrado por un parásito que lo infecta y le induce este comportamiento suicida. ¡Qué horror!

Elaborando sobre una idea original del etólogo británico Richard Dawkins, Dennett luego se pregunta si no nos puede pasar lo mismo a las personas. ¿Habrá algún tipo de invasores cerebrales que nos obliguen a actuar contra nuestro propio bien? Claro que lo hay: se llaman ideas y nos pueden inducir comportamientos muy dañinos para nuestra supervivencia o la de nuestra descendencia. Los pilotos de los aviones del 11 de septiembre y los miembros de la secta Heaven's gate se suicidaron por razones parecidas: pensaban que un ente superior se lo exigía (Alá en el caso de los pilotos, unos extraterrestres en el caso de los Heaven's gate). Otras personas han muerto por sus creencias políticas, por su adhesión a una causa, por la "libertad". Estas ideas son como parásitos que pueden inducir un comportamiento suicida.

Hay parásitos que esterilizan a sus hospederos. Hay ideas que hacen lo mismo: el voto de castidad es una idea esterilizante (siempre que se cumpla estrictamente, claro).

En el libro El gen egoísta, publicado en 1976, Richard Dawkins alega que el motor de la evolución no es la pugna de los individuos por sobrevivir y dejar descendencia, sino la pugna de sus genes por perpetuarse. Los genes de un individuo son como un consorcio cuyos miembros cooperan para transmitirse a la siguiente generación. Así, si los seres vivos individuales por lo general nos conducimos de tal manera que se maximice nuestra descendencia es porque, en cierta forma, el consorcio de nuestros genes nos manipula como si fuéramos vehículos para llegar a la siguiente generación. Los genes operan como si sólo buscaran su propio bien, como si fueran egoístas. Dawkins no dice que los genes tengan intenciones ni conciencia: únicamente que los que hoy quedan luego de miles de millones de años de historia de la vida tienen que ser, por fuerza, genes que favorecen de alguna manera la supervivencia y la reproducción de los organismos que los poseen (salvo los genes defectuosos que pueden pervivir en una población siempre y cuando no la eliminen). Si alguna vez hubo un gen del suicidio o de la esterilidad, hace mucho tiempo que quedó descontinuado por razones evidentes.

Al final de su libro Dawkins compara las ideas con los genes: las ideas también se reproducen (por educación, cultura, adoctrinación, propaganda...); y las ideas también influyen en nuestro comportamiento. El etólogo propone llamar memes a las ideas vistas desde esta perspectiva (mem, en singular, recuerda gen y memoria, aunque la idea original de Dawkins es la "imitación", que en griego se dice mimeme). La idea de libertad es un mem como también lo es la moda, o una simple tonadilla pegajosa que le da a uno vueltas en la cabeza. Cualquier idea que pase con facilidad de un cerebro a otro por convincente --o simplemente por pegajosa-- es un mem. Daniel Dennett, en su libro La peligrosa idea de Darwin, retoma la idea de memes y la extiende para alegar que hasta la cultura humana es producto de la evolución, y no sólo el cuerpo humano. Nuestros organismos están llenos de genes que les dan forma y los manejan; nuestras mentes están llenas de memes que les dan forma y las manejan.

¿Quién tiene el cerebro invadido por ideas que lo manipulan? ¡Todo el mundo! Pero no hay que inquietarse. Si la idea de los parásitos les resulta demasiado perturbadora, podríamos cambiarla por otra: no es que los memes nos invadan el cerebro, que sin esto sería libre, más bien somos nuestros memes. Un cerebro sin memes es como una computadora sin programas.


martes, 8 de septiembre de 2009

"¡Obvio!": los fanáticos del sentido común

Al escritor francés Gustave Flaubert sus contemporáneos le inspiraban un desprecio sin límites: los creía engreídos, vanos, superfluos y corruptos, pero sobre todo tontos.

Flaubert concibió la idea de reunir todas las tonterías de su tiempo (inlcuyendo las suyas) en un catálogo que se titularía Diccionario de ideas recibidas, y que habría de ser una lista de esas cosas que todo el mundo sabe porque son obvias, pero que no por obvias son menos falsas. En un afán similar (pero sin conocer el proyecto de Flaubert), hace mucho tiempo me puse a coleccionar recortes de periódico con tonterías... y muy pronto dejé de hacerlo: no tengo tanta mala voluntad como Flaubert, ni quizá tantos motivos para quejarme. Con todo, recuerdo un recorte muy particular. Era un editorial en el que un filósofo y escritor mexicano bien conocido afirmaba que "descreía" de la teoría del big bang del origen del universo (o teoría de la gran explosión). Primero comparaba el big bang con una explosión común y corriente y decía que nada podía explotar donde no había espacio para que se expandieran los materiales de la explosión. Eso le parecía razón suficiente para menospreciar la teoría más coherente y completa que ofrece la ciencia para explicar el origen del universo. No contaba este conocido filósofo y escritor conque lo de la "gran explosión" es una metáfora para poder pensar un suceso muy complejo que en realidad no se parece nada a una explosión de dinamita, y así, se empantanó en una marisma de pifias científicas sin cuento.

Luego, no sé por qué, añadía que la rotación de la Tierra no se podía estar haciendo más lenta por alguna razón filosófica, sin duda buenísima. En todo caso, aquello era obvio. Este bien conocido personaje me recordó a un científico que una vez le escribió a Louis Pasteur (creo que era a Pasteur): "Espero que no me considere anticuado por no creer en los microbios"; a lo que Pasteur contestó: "No, no lo considero anticuado. Lo considero ignorante". Porque resulta que ya a principios del siglo XVIII Edmond Halley, el del cometa, se dio cuenta de que la Tierra sí se está frenando. Halley comparó los informes de eclipses del pasado y observó que las horas del día a las que se suponía que habían ocurrido esos eclipses no coincidían con las que él podía calcular con las nuevas herramientas matemáticas de su amigo Isaac Newton. Notó que, mientras más antiguo el eclipse, más se desfasaban el informe y los cálculos, y concluyó que sólo había una explicación. Pero, ¿por qué habría de hacerse más lento el movimiento de rotación de la Tierra?

La primera explicación (que resultó ser la buena) provino...¡de un filósofo! A Immanuel Kant lo recordamos como uno de los filósofos más importantes de la Ilustración, pero también se le atribuyen por lo menos dos aportaciones científicas. Kant nació en Konigsberg, Prusia, en 1724 y jamás se alejó más de 100 kilómetros de su ciudad natal. Estudió las obras de Isaac Newton y aprendió física y matemáticas. A los pocos años, Kant publicó obras sobre las razas de los hombres, la naturaleza del viento, las causas de los terremotos y una teoría general de los cielos. Se dice que las clases de Kant eran muy populares porque el filósofo tenía una estilo salpicado de humor y de referencias a la cultura de su época. Sabía de todo. Me imagino que Kant se lo hubiera pensado dos veces antes de publicar editoriales engreídos en un periódico de Konigsberg.

Kant propuso que la disminución de la velocidad de rotación de la Tierra que había detectado Edmond Halley se debía a las mareas. Las aguas costeras, en sus turbulentos ires y venires, le roban energía a la rotación del planeta. Las mareas se deben a que la Luna no atrae con la misma fuerza de gravedad la parte del océano que está directamente bajo ella que la que se encuentra del lado opuesto del planeta, simplemente porque ésta se encuentra más lejos. Así, la esfera del océano se alarga en la dirección de la Luna (la diferencia de fuerzas entre un lado y otro equivale, digamos, a que a la Tierra le pellizquen las mejillas: éstas se alargan de ambos lados) y se producen dos abultamientos: uno bajo la Luna y otro del lado contrario del mundo. Dos mareas altas. Entre tanto, la Tierra sigue rotando. El fenómeno produce una gran cantidad de fricción entre el mar y la Tierra, y esta fricción va reduciendo la energía del movimiento de rotación. Los días se van haciendo más largos... pero muy poco: aunque se calcula que la cantidad de energía que se disipa diariamente por fricción debida a las mareas es igual a varias veces el consumo mundial de energía eléctrica, el efecto sobre la duración del día es de apenas unas cuantas milésimas de segundo por siglo.

Hoy que podemos medir la rotación de la Tierra con mucha precisión sabemos que Kant tenía razón, y que incluso hay otros fenómenos que alteran la rotación de la Tierra, como el magma que se desplaza en su interior y los terremotos. A veces, como bien sabía Gustave Flaubert, las ideas obvias, evidentes y bien sabidas de todos son falsas. La historiadora siria radicada en México Ikram Antaki escribió: "El sentido común es el lugar geométrico de nuestro prejuicios, donde el pensamiento se reduce a su inercia", y añadió: "es el salario mínimo de la inteligencia". Y lo que nos parece obvio a veces lo es sólo porque nos falta información.


martes, 1 de septiembre de 2009

El gigante y el enano



Jaymie Matthews, astrofísico canadiense, llega al Liceo Samuel Sáenz de San José, Costa Rica, a las 10:50 de la mañana del sábado 29 de agosto bajo un cielo de nubes plomizas. Con algo de dificultad, extrae su considerable masa del interior de la camioneta que nos trajo desde nuestro hotel. Con él venimos Modesto Tamez, del museo de ciencias Exploratorium, de San Francisco, y yo. Los tres tenemos conferencias que dar en el Congreso Nacional de Ciencias y Estudios Sociales, que organiza la Fundación Cientec de Costa Rica.

Pasamos junto a un coche estacionado y, sin que medie nada, la alarma del vehículo se pone a sonar.

--No se preocupen: debe ser efecto de mi campo gravitacional --dice Matthews, hombretón de más de 1.80 y barriga en franca expansión, como las estrellas gigantes rojas que estudia en la Universidad de Columbia Británica, Canadá.

Además de una masa comparable a la del sol, Jaymie Matthews tiene un sentido del humor agudo e inteligente. Desde que llegamos a San José no ha parado de hacernos reír a todos los miembros del grupo de conferencistas extranjeros con las narraciones de las bromas que prepara para sus alumnos en Halloween y con sus camisetas estrafalarias que sacan la lengua o que responden al sonido con lucecitas como un ecualizador. El grupo está compuesto por los que ya mencioné, más Estrella Burgos, editora de ¿Cómo ves?, Julie Yu y Sebastian Martin, ambos del Exploratorium, y Alejandra León, directora ejecutiva de Cientec y de la Red de Popularización de la Ciencia de América Latina y el Caribe.

Junto al coche chillón, Matthews añade:

--Ya que está sonando, nos lo podríamos robar.

Pero no hay tiempo para el crimen: hay que ir a dar conferencias para los profesores y el público de Costa Rica. Más tarde, durante una conversación, Matthews me cuenta sobre el proyecto más importante del que forma parte. Se trata del telescopio espacial canadiense MOST (siglas de "Microvariability and Oscillations of Stars").

Uno de los días más importantes de la vida de Jaymie Matthews fue el 30 de junio de 2003. En esa fecha un cohete ruso que otrora fue misil despegó del cosmódromo de Plesetsk, Rusia, y dejó en órbita, a 820 kilómetros de altitud, el producto del trabajo de seis años del equipo de Matthews: un microsatélite del tamaño y la forma de una maleta grande; aunque, como señala su creador, con sus magnetómetros como patas que le cuelgan se parece más bien a Bob Esponja.

Bob Esponja en el espacio: el Telescopio Espacial MOST

El MOST es el telescopio espacial más pequeño del mundo y el primer satélite exclusivamente científico que lanza Canadá en más de 30 años. Lleva en todas las caras paneles solares para abastecerse de energía. En el interior hay microgiroscopios para estabilizarlo y orientarlo a voluntad, instrumentos de medición y un telescopio reflector con espejo primario de 15 cm de diámetro que concentra la luz de las estrellas en una placa de sensores electrónicos llamados CCDs (charged coupled devices). (Los CCDs se usan en astronomía hace unos 30 años. Hoy están en todas las cámaras digitales.) La característica principal de este enano entre los telescopios espaciales (el espejo primario del Hubble es 16 veces más grande) es que puede detectar variaciones de una parte en un millón en la luz de una estrella. Para ilustrarlo, Matthews ha inventado una analogía: una parte en un millón es lo que cambiaría la luminosidad del Empire State si, con todas sus luces encendidas, una persona se parara frente a una ventana y cerrara una persiana de tres centímetros de espesor. Con esta analogía --y sus considerables dotes de comunicador-- Matthews justificó la necesidad de construir el instrumento cuando su equipo presentó la propuesta en un concurso convocado por el Ministerio de la Industria de su país y la Agencia Espacial Canadiense. El proyecto ganó y el gobierno de Canadá le dio a Matthews los 10 millones de dólares que costó su microsatélite.

El plan original era que el telescopio MOST operara durante un año. Matthews y sus colaboradores lo usarían para hacer sismología estelar. Las estrellas, aunque son de gas, se sacuden como los planetas. Las ondas que se propagan por el interior de una estrella producen efectos observables en su superficie. A partir de esos efectos los sismólogos estelares pueden deducir muchas cosas acerca del funcionamiento de las estrellas. Por ejemplo, pueden determinar si tienen manchas estelares (lo mismo que las manchas solares, pero en otras estrellas), así como dónde se ubican éstas respecto al ecuador de la estrella y cuántas hay. En un autobús que nos transporta a la Reserva Ecológica de la Tirimbina, le pregunto a Jaymie si también pueden detectar planetas extrasolares, puesto que una manera de detectarlos es observar una estrella y ver si tiene variaciones de luminosidad periódicas y muy pequeñas. Resulta que sí, y que incluso pueden hacer inferencias acerca de la composición de la atmósfera de los planetas que giran alrededor de otras estrellas. Nada mal para un telescopio que podría parecer de juguete.

Al llegar a la reserva, Alejandra León, que venía en coche siguiendo al autobús, le pregunta a Jaymie si se la pasó bien durante el trayecto. Matthews contesta:

--Sí, salvo porque junto a mí venía un tipo insoportable que no dejaba de hacerme preguntas.

A Jaymie Matthews le encanta hablar de su telescopio espacial y de su país. A la menor provocación, te cuenta todo. También me contó que, en vista de que el telescopio sigue funcionando tantos años después de caducar la garantía, por así decirlo, los encargados han decidido ponerlo a disposición de todos los canadienses. Sólo hay que mandar una propuesta de investigación al comité científico del proyecto. Las propuestas aceptadas obtienen tiempo de observación con el Telescopio Espacial MOST.

Jaymie Matthews interpreta la marcha imperial de The Empire Strikes Back con un cucurucho de papel como trompeta

Ahora que se está discutiendo crear la Agencia Espacial Mexicana podemos seguir el ejemplo de Canadá y construir un microtelescopio espacial para hacer investigación básica. Nuestros científicos están perfectamente preparados para emprender un proyecto así, además de que un telescopio espacial, por pequeño que sea, da mucho prestigio internacional. Eso sí: para convencer al público y a los políticos hay que saber explicar en español, no en lenguaje científico. Muchos investigadores han perdido la capacidad de comunicarse con los legos. Espero que a ésos no los pongan a explicarles a los políticos para qué podría servir un telescopio espacial barato. (También espero que no se siga la costumbre tan nacional de ponerle nombre de presidente o de prócer de la patria a todo. ¿Se imaginan? "Telescopio Espacial Doña Josefa Ortiz de Domínguez" o peor aún: "Telescopio Espacial Vicente Fox". ¡Horror!)