domingo, 30 de septiembre de 2012
domingo, 23 de septiembre de 2012
No sabemos
Esta entrada salió publicada originalmente en mi columna Las orejas de Saturno (Milenio Diario) en 2003 o 2004. La reproduzco con algunas modificaciones.
Hace unos años Umberto Eco
habló en la Conferencia Científica Internacional, que se celebró en Roma. En su
intervención dijo que el prestigio del que gozan los científicos (en
Europa, se entiende) se debía más a un malentendido que a un verdadero aprecio
público de la ciencia: no es que el público entienda qué es la ciencia y por
eso la aprecie, dice Eco, sino que la confunde con la tecnología y ésta se
parece mucho a la magia. Lo que aprecia el público es la magia y a los magos.
La
computadora, el coche, el horno de microondas, el celular... todo eso opera con
sólo apretar un botón, por decirlo así. El funcionamiento de los aparatos se
esconde detrás de una envoltura bonita y amigable. El usuario no tiene la menor
idea de qué pasa en las tripas del aparato, y mucho menos del largo camino que
llevó a los ingenieros a producirlo. Aprieta el botón y ¡puf!: resultados
inmediatos sin engorrosos pasos intermedios ni largas cadenas de causas y
efectos. Magia pura.
Desde
luego, las largas cadenas de causas y efectos, aunque no se vean, están
presentes. El coche no prende sin que el interruptor de encendido conecte un
circuito que alimenta de electricidad una bobina que mueve un eje con imanes
que está conectado a un egrane que impulsa otro engrane que transmite el
movimiento al cigüeñal, al tiempo que una bomba inyecta combustible en el
carburador y que el distribuidor reparte chispas eléctricas entre las bujías
para hacer explotar la mezcla de aire y gasolina que, entre tanto ha entrado en
las cámaras de combustión de los pistones. Y eso es sólo el primer segundo de
la ignición. Lo que pasa cuando usted pone la palanca de transmisión en drive es más complicado. Ni qué decir de la computadora y lo que ocurre
cuando usted manda un e-mail. Los productos de la tecnología, como señala Eco,
parecen mágicos y así se presentan al público. Añádase que en los medios la
ciencia siempre viene de la mano de la tecnología y se entenderá por qué es
común confundirlas.
Pero
la ciencia no es la tecnología. El físico Richard Feynman decía: "La física es como el sexo: por supuesto que tiene consecuencias prácticas, pero eso no es lo que nos motiva a hacerlo". Lo mismo se puede decir de la ciencia, cuyas consecuencias prácticas se reflejan en la tecnología. El objetivo de ésta es hacernos la vida más fácil y cómoda
(y hasta más divertida, si quieren), mientras el de la ciencia es entender el
universo en todos sus aspectos cuantificables, dos objetivos muy diferentes. Tan diferentes que desde ese punto de vista no se ve qué podrían tener en común ciencia y
tecnología. La ciencia vista así se parece más bien a la filosofía y a la
exploración artística.
Para
presentar la ciencia al público de una manera más realista y que no se confunda con la tecnología y menos con la magia habría que evitar,
para empezar, el triunfalismo con que se suele pregonar los adelantos
tecnológicos (triunfalismo que, por cierto, imitan los charlatanes que nos
venden productos mágicos para bajar de peso, para restablecer la salud o para
ver el futuro). También hay que evitar presentar solamente resultados. Los
resultados --“los astrónomos descubren que la expansión del universo se
acelera”-- son la proverbial punta del iceberg, pero la ciencia de verdad está
en el cuerpo del iceberg, lo que está bajo la superficie, lo que no se ve. Los
astrónomos no descubrieron que la expansión del universo se está acelerando así
nada más, mirando un día casualmente debajo del mantel. Einstein no se sacó de
la manga que E = m
c2
.
Yo
creo que un método muy eficaz para comunicar la ciencia al público es presentar
no lo que sabemos, sino lo que no sabemos. Hay
muchas cosas que no sabemos y que no sabemos que no sabemos. Por
eso los científicos nunca se quedarán sin trabajo (aunque se puedan quedar sin
empleo). Pero también hay cosas que sabemos que no sabemos. Ésas son suelo
fértil para divulgar la manera científica de pensar, mostrándola como una
empresa tan humana como la que más. Por ejemplo, no sabemos por qué se está
acelerando la expansión del universo en vez de frenarse. Hoy en día hay dos o
tres hipótesis que luchan por formar consenso en la comunidad científica. El
agente al que se atribuye el efecto acelerador se conoce como energía oscura, pero de ponerle nombre a saber qué es hay mucho trecho. Unos dicen
que la energía oscura es una propiedad intrínseca del espacio, que así está
hecho y que la energía oscura hay que buscarla en la estructura del
espacio-tiempo (hipótesis de la “constante cosmológica”). Otros dicen que se
trata de un tipo de energía desconocido hasta hoy y que produce repulsión
gravitacional en lugar de atracción (hipótesis de la “quintaesencia”). Lo cierto
es que no sabemos, y eso nos da pretexto para
hablar de muchos temas: el big bang y cómo se descubrió, el pensamiento del
científico, el componente social de las teorías científicas (una teoría sin
adeptos no vale nada), cómo funcionan las estrellas, la estructura del
universo, los personajes que participaron en el descubrimiento, sus
antecesores...
Hay
muchísimas cosas más que sabemos que no sabemos. ¿No les encantaría conocerlas?
¿No preferirían una ciencia que comparte sus dudas y tropiezos e invita a
acompañarla y explorar con ella en vez de esa estructura monolítica e
impenetrable que manda sus resultados triunfales a los periódicos sin decir
cómo los obtuvo? ¿Qué tal un libro acerca de lo que no sabemos? ¿O una
exposición de museo?
Algunas
personas temen que la ciencia pierda adeptos por decir “no sabemos”. Quizá es
porque no se han dado cuenta de que para mostrar lo que no sabemos hay que
hablar muchísimo de lo que sí sabemos. Más aún, hay que hablar de cómo lo sabemos, que es lo más hermoso de la ciencia.
viernes, 14 de septiembre de 2012
No volverás a dormir
El mes pasado vi en Nueva York un espectáculo muy poco
convencional titulado Sleep No More, producido por la compañía británica Punchdrunk. Al llegar
hicimos cola frente a una especie de bodega de varios pisos en el barrio
neoyorkino de Chelsea. En la entrada se solicitaba identificación con
fotografía y luego uno entraba en un pasillo gris, alto y oscuro. Ahí le pedían
que dejara bolsas y mochilas, tras lo cual nos llevaron por otro pasillo
estrecho y más oscuro hasta un bar ambientado como en los años 30. Después de
unos tragos nos apretujamos con los otros espectadores en un elevador
industrial a media luz. Un personaje vestido de smoking nos entregó unas
máscaras grises de expresión extraña y con un pico que salía de la barbilla y
nos indicó que las usáramos durante toda nuestra estancia en el edificio.
También nos prohibió hablar. Finalmente dijo: “Eso sí: recuerden que la suerte
favorece a los osados”. Con esto, nos soltó en el edificio.
Sleep No More es una especie de instalación inmersiva en la que vagas en
libertad por ambientes lúgubres: un cementerio, un bosque oscuro, una
construcción medio derruida con estatuas siniestras, un galerón de hospital de
los años 30 con 20 camas, con todo y bacinicas llenas, el taller de un
taxidermista con huesos y animales disecados, un gran salón oscuro, la
habitación de un niño, sobre la cuna una nube de muñecas decapitadas… De tanto
en tanto aparecen personajes que hacen cosas como si el público enmascarado y
silencioso no estuviera. En el transcurso de tres horas uno puede presenciar
muchas escenas (parece que en total hay 14 horas de material que ocurren
simultáneamente durante las tres horas de función). Yo vi una enfermera
recortando frenéticamente letras de una página de revista, un taxidermista
limpiando unos huesos con un cepillo y que luego salía a toda prisa, una mujer
embarazada haciendo acrobacias con su esposo por las alturas de los libreros de
un reducido departamento, un asesinato y un banquete que terminó muy mal (no
puedo decir más), todo sin una palabra ni del público ni de los actores.
El material teatral está relacionado vagamente con la obra
de Shakespeare Macbeth, pero lo más interesante no es eso, sino lo que hace el público (y lo que
hace uno como público) en esas condiciones. En cuanto me puse la máscara me
sentí extrañamente liberado pese a la oscuridad y la estrechez, que, como
descubrí ya adentro, se extendían a casi todos los ambientes de los seis pisos
del edificio. Ya en la instalación, no me privé de abrir cajones, sacar libros,
leer cartas, deshacer camas. El anonimato envalentona. No había que reconocer
ni saludar a nadie, ni siquiera tenerles las mínimas consideraciones que impone
la decencia cuando hay luz y se ven las caras. Mis acompañantes y yo no nos
portamos demasiado mal (y eso que nos habían dicho que la suerte favorece a los
osados), pero en una entrevista reciente oí a los actores contar que algunos
espectadores se ponen la ropa de los armarios (que a veces es vestuario),
lanzan cosas contra las ventanas, se roban las cartas, e incluso hacen el amor
en algún recoveco de la gigantesca instalación. Definitivamente tengo que volver.
Sleep No More ha causado sensación en Nueva York. Hay quien la considera
un experimento psicológico más que un espectáculo teatral. Toda obra de teatro
es un poco experimento psicológico en el sentido de que, por tradicional que
sea, pone a un grupo de personas en una situación desusada, pero controlada, y
le impone reglas que sólo valen en el teatro, como el conocido acuerdo tácito
en que le público accede a suspender su incredulidad y aceptar que lo que
ocurre en escena es real. Sleep No More lleva al extremo la manipulación directa del
espectador con las máscaras, el voto de silencio obligado y la participación a
la que te obliga el estar inmerso en el escenario y en medio de la acción. En
esto el espectáculo se parece incluso a experimentos psicológicos específicos.
En 1971 el psicólogo Philip Zimbardo quiso poner a prueba su
hipótesis de que las personas no son buenas o malas per se, sino en respuesta a situaciones.
Zimbardo reclutó a veintitantos estudiantes, construyó una prisión simulada en
un sótano de la Universidad Stanford y les asignó a unos el papel de guardias y
a otros el de reos. El experimento debía durar dos semanas, pero a los pocos días,
los guardias, envalentonados por la autoridad que la situación les confería (y
por lentes de sol reflejantes que no dejaban verles los ojos), dieron en
maltratar a los reos y hacerles tortura psicológica. Hubo gente que no aguantó
la opresión y tuvo que abandonar el experimento. Zimbardo lo suspendió a los
seis días en vista de lo fea que se había puesto la cosa, y espantado de verse
a sí mismo comportarse como un matón, paseándose por los pasillos con el pecho
abombado y las manos en la cintura como un verdadero tiranuelo. Para Zimbardo,
su horrible experimento confirma que cualquiera puede convertirse en verdugo si
la situación se lo permite y que no somos intrínsecamente buenos o malos.
Otro experimento similar con que los informados han asociado
Sleep No More es
el experimento de Stanley Milgram, también psicólogo, y amigo de la infancia de
Zimbardo. De niño, Milgram, de familia judía, se había mordido las uñas de
preocupación preguntándose si la espantosa transformación de buena parte de la
sociedad alemana durante la época de los nazis era posible en Estados Unidos. A
principios de los años 60 Milgram solicitó voluntarios para un experimento
sobre la memoria. Sin saberlo los participantes, el experimento no para
explorar la memoria, sino para ver hasta qué grado una persona normal era capaz
de anular su sentido moral y llevar a cabo una acción cruel en respuesta a una
orden proveniente de una figura de autoridad. En concreto, los participantes
tenían que enviarle descargas eléctricas a una persona que estaba en otro
cuarto si las respuestas de esa persona a ciertas preguntas eran erróneas. Con
cada error aumentaba la intensidad de la descarga. Si el participante
solicitaba parar el experimento, el experimentador le pedía hasta cuatro veces
que continuara con voz perentoria (a la quinta vez se suspendía el experimento
y el participante quedaba libre).
Llegaba un momento en que los participantes que no claudicaban oían
gritos de dolor y golpes en la pared que los separaba de la supuesta víctima.
Lo que no sabían los voluntarios es que no le estaban dando toques a nadie y
que los gritos estaban grabados. (Pueden ver una recreación del experimento original aquí.) Milgram observó que una alamante proporción de
los participantes, so pretexto de obedecer instrucciones, eran capaces de
administrarle al prójimo las descargas más dolorosas, e incluso hacerlo con
cierto gusto. Un día negrísimo para la especie humana. Como para no volver a dormir.
Los estudios y las conclusiones de Zimbardo y Milgram tienen
sus críticos, pero eso lo dejaré para otro momento.
El que un espectáculo teatral pueda confundirse con un
experimento psicológico sugiere una nueva fuente de inspiración creativa (o tal
vez no tan nueva) tanto para psicólogos experimentales como para dramaturgos y
productores: ¿cuántas maneras hay de manipularle la psique al público sin
tenerlo sentado en un teatro tradicional (y sin hacerlo sufrir de verdad,
claro)? ¿Cuántas obras de teatro ya existentes pueden revelar, en las
reacciones de su público, aspectos interesantes de la naturaleza humana? Desde
que vi Sleep No More espero con ansia la siguiente oportunidad de dejarme manipular por un
director de teatro injertado de psicólogo experimental.
martes, 11 de septiembre de 2012
Música
Hay una definición contemporánea de
música que permite relacionar este arte con la ciencia de la manera más
directa: música es sonido organizado.
Nada más.
Me gusta esta
definición porque no le exige a la música ser agradable al oído (¿para quién?),
ni expresar sentimientos ni imitar a la naturaleza. Mucho más general y menos
subjetiva que el limitado concepto habitual de música, esta definición permite
que las obras musicales sean simplemente estructuras, sin más obligación que
relacionar sonidos.
La
ciencia, por su parte, es conocimiento
organizado. Una teoría científica selecciona una clase de fenómenos naturales y
establece una relación entre ellos. La teoría del movimiento planetario de
Kepler, por ejemplo, se aplica a los movimientos orbitales producidos por
cualquier fuerza de magnitud proporcional al inverso del cuadrado de la
distancia. Las tres leyes que componen la teoría expresan lo que tienen en
común todos esos movimientos, es decir, el orden que hay detrás de ellos.
Una teoría
científica, como una pieza musical, es una estructura que se erige por
selección y organización. Ambas se pueden considerar como expresiones del gusto
humano por el orden, de los placeres recíprocos de percibir forma y de dar forma.
Una
vez que ha satisfecho el simple gusto de formar –luego de haberse deleitado,
por ejemplo, en la construcción de imitaciones de sus compositores
preferidos—el compositor comprometido se lanza a la exploración. No le basta la
música de otros, y sobre todo, no le basta la música ya asimilada. Quiere saber
qué más es posible en el ámbito de las estructuras sonoras, lo cual lo hermana
con el científico, que también explora fronteras cuando trata de exprimirle
hasta la última predicción a una nueva teoría.
Con
los 48 preludios y fugas de la colección El clave bien temperado, comenzada en 1722, Johann Sebastian Bach ensayó la
escala “de temperamento igual”, un sistema de notas que divide la octava (el
intervalo que media, por ejemplo, entre un do y el do que
le sigue en el teclado de un piano) en 12 intervalos iguales. Bach compuso un
preludio y una fuga por cada una de las 24 tonalidades posibles (el modo mayor
y el modo menor de cada uno de los 12 tonos de la escala), y en esos preludios
y fugas explora también las posibilidades expresivas de la técnica para tocar
instrumentos de teclado.
Un
ejemplo más reciente de investigación musical: los seis cuartetos de cuerdas de
Béla Bartók, en los que el compositor húngaro prueba novedosas técnicas de arco
y de cuerdas punteadas (el “pizzicato a la Bartók”, que consiste en tirar
fuertemente de la cuerda para que al soltarla rebote con un chasquido en el
diapasón del instrumento). Otro más reciente aún: las secuencias para voz
femenina del compositor italiano Luciano Berio, que pone a una cantante a
aullar, gritar, susurrar, reír y hasta toser con el afán de cartografiar las
fronteras de la expresividad de la voz humana. El Clave bien temperado, los cuartetos de Bartók y las secuencias de Berio
son pura investigación.
El compositor Frank
Zappa, quien pasaba con desenfado del rock a la música de vanguardia, decía que
componer es decorar el tiempo. El bonito aforismo resalta el aspecto estético
que no debe faltar en una estructura musical. Y he aquí, de paso, otra
semejanza con la ciencia: las teorías científicas tienen elementos estéticos, e
incluso se las llega a juzgar sobre la base de su “elegancia” y “belleza”.
Las convergencias de
la ciencia con el arte no son casualidad. Todos los cerebros humanos son
producto de la misma historia evolutiva y comparten, en particular, el gusto
por la forma y la organización. Vistas de esta manera, ciencia y música son dos
caras de una mondeda con muchas caras.
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