viernes, 9 de diciembre de 2011

La página en blanco


Narra la cuentista Isak Dinesen (seudónimo de la baronesa Karen Blixen) que en una colina en Portugal había hace muchos años un convento al cual iban a refugiarse en la vejez las damas de la nobleza. Era costumbre que, si había sido casada, la dama llevara al convento un pedazo recortado de la sábana de su lecho nupcial como prueba de castidad antes del matrimonio; una mancha de sangre daba fe de que la recién ingresada había sido virgen el día de su boda. Estos documentos se enmarcaban y se colgaban en una galería para que los visitantes pudieran comprobar que las hermanas, además de nobles, eran virtuosas, no faltaba más.
         Los curiosos se paseaban mirando estas insólitas actas de virginidad y meneando la cabeza con aprobación hasta que paraban frente a la de una dama cuyos blasones no dejaban duda de que había pertenecido a la más rancia nobleza, pero cuya sábana nupcial había conservado el blanco puro del lino. Ahí es donde el visitante se detenía más tiempo, con la mirada puesta en la sábana y el pensamiento perdido en la lejanía. Tal es el poder evocativo de la página en blanco.
         En la física, como en el cuento “La página en blanco”, la información negativa también es información. Pero no hay que confundir la información negativa con la ausencia de información. La página en blanco dice muchas cosas, pero para que las diga tiene que haber página en blanco.
         Una página en blanco fue lo que encontraron los físicos estadounidenses Albert Michelson y Edward Morley cuando, en 1887, hicieron un experimento para detectar el éter luminífero, sustancia hipotética en la que se propagaban las ondas electromagnéticas que hacía poco había descubierto el físico escocés James Clerk Maxwell. Combinando ingeniosamente las ecuaciones que describen el comportamiento de los campos eléctricos y los campos magnéticos, Maxwell obtuvo una ecuación cuya forma general reconoció de inmediato: era la descripción matemática de un tipo de onda. Más específicamente se trataba, al parecer, de unas ondas formadas por campos eléctricos y magnéticos alternantes, y estas ondas electromagnéticas se desplazaban a la velocidad de la luz. Nadie las había detectado, observado, probado ni olido jamás. Maxwell dedujo la existencia de estas ondas de manera puramente teórica, sin que antecediera observación experimental alguna, y concluyó correctamente que sus ondas electromagnéticas eran, ni más ni menos, luz. ¡La luz era un tipo de onda!
         Las ondas que se conocían hasta entonces –las de sonido, las de una cuerda vibrante—requieren todas un medio material en el cual propagarse. El sonido, por ejemplo, se propaga en el aire, en los líquidos y en los sólidos, mas no en el vacío. Donde no hay nada, pensaban los físicos, no podía haber tampoco ondas. Sin embargo era bien sabido que la luz se propaga en el vacío con singular desenfado. La luz del sol nos llega a través de 149 millones de kilómetros de vacío y un centenar de kilómetros de atmósfera. Para que las ondas de luz recién descubiertas pudieran propagarse a su antojo los físicos les inventaron un soporte material insólito, al cual llamaron éter luminífero. El éter luminífero tenía que estar en todas partes: entre el sol y la Tierra, entre las estrellas, entre las galaxias y en cada rincón del universo. Debía ser a la vez muy duro (para explicar las altísimas frecuencias de vibración de las ondas electromagnéticas) y tenue como el humo (para que la Tierra y todo lo que se mueve por el espacio pudiera atravesarlo sin menoscabo apreciable de su energía). En resumen, tenía que tener unas propiedades rarísimas. Pero a los físicos les pareció más raro que unas ondas pudieran propagarse en el vacío, de modo que se pusieron a idear experimentos para demostrar que el éter sí existía. El experimento más sonado fue idea de Albert Abraham Michelson, físico estadounidense nacido en Alemania.
         Michelson había dedicado su vida profesional a medir la velocidad de la luz, divertidísimo deporte en el que ya habían participado varios científicos del siglo XIX. Cuando daba clases en la Escuela Case de Ciencia Aplicada, en Cleveland, Ohio, Michelson inventó un aparato llamado interferómetro, que permite medir distancias con muchísima precisión. Con este aparato llevó a cabo importantes trabajos de medición para la Oficina Internacional de Pesos y Medidas, organismo con sede en París, donde se guardaba la barra metálica que se empleaba como patrón para definir el metro.
         Pero al interferómetro de Michelson se lo recuerda más por lo que no pudo medir que por lo que sí. Su inventor lo había creado con el propósito de medir el efecto del movimiento de la Tierra en la medición de la velocidad de la luz. ¿Por qué pensaba Michelson que los andares de nuestro planeta afectaban la velocidad de la luz? Pues porque, si el éter luminífero existía (y pocos lo dudaban), entonces la Tierra al desplazarse generaba a su alrededor una corriente de éter. Con el movimiento del medio que transporta a la luz debía cambiar el valor de la velocidad de la luz según se midiera ésta en la dirección de la supuesta corriente de éter o en una dirección perpendicular. El interferómetro de Michelson tenía dos brazos perpendiculares provistos de espejos en los extremos, a lo largo de los cuales se enviaban sendos rayos de luz. Se suponía que la corriente de éter por la que necesariamente tenía que estar pasando la Tierra haría que la luz viajara más rápido o más lento en uno de los brazos, como un nadador en un río desplazándose aguas abajo o aguas arriba. La diferencia de distancia recorrida por la luz entre un brazo y otro debía ser de alrededor de una cienmilésima de milímetro, que Michelson esperaba poder medir juntando los dos rayos de luz después de sus ires y venires para producir un patrón de interferencia.
         Michelson realizó experimentos preliminares en 1881 sin resultados concluyentes. En 1887 se asoció con Edward Morley, químico y pastor protestante que tenía fama de fino experimentador. Para eliminar fuentes de error experimental y poder orientar el interferómetro en distintas direcciones sin dificultad ni sobresaltos, Michelson y Morley montaron el aparato en un pesado bloque de piedra, el cual reposaba en un disco de madera que a su vez flotaba en un tanque de mercurio. En los brazos pusieron espejos de manera que la luz recorriera en cada uno alrededor de 1.1 metros. Con esta disposición, la diferencia de tiempo que tarda la luz en recorrer esa distancia con un brazo paralelo a la hipotética corriente de éter y otro perpendicular debía ser de cerca de 1 en 100 millones. Los científicos hicieron el experimento en 16 posiciones distintas y a diferentes horas del día, pero no pudieron medir ninguna diferencia apreciable: la luz, al parecer, tardaba el mismo tiempo en recorrer uno y otro brazo, pese a que la corriente de éter respecto a la Tierra tendría que haberla retrasado apreciablemente en uno.
         La cosa parecía tan insólita (¡las ondas de luz se propagan en el vacío!), que en 1904 Morley y otro científico repitieron el experimento alargando el recorrido de la luz y usando soportes de madera y de acero por si el material de que estaba hecho el soporte influía en el resultado. Pero nada. Tomando en cuenta el error experimental inevitable, la diferencia en la velocidad de la luz en las dos direcciones no era de más de tres kilómetros por segundo (se esperaba que fuera de unos 30 kilómetros por segundo, que es la velocidad orbital de la Tierra y por tanto tendría que ser la velocidad de nuestro planeta respecto al éter). ¿Quizá el entorno afectaba los resultados? Morley y su colaborador, que habían trabajado en un sótano, volvieron a hacer el experimento en un cobertizo situado 300 metros sobre el nivel del lago Erie. Nada. La luz se empeñaba en desplazarse a la misma velocidad en las dos ramas del interferómetro. El resultado de los experimentos de Michelson-Morley, repetidos por Morley y Miller, fue una página en blanco. ¿Qué secretos había escrito la naturaleza con tinta invisible en esa página inmaculada?
         El mensaje oculto tuvo que esperar hasta 1905 para encontrar lector, y el lector fue un muchacho de 26 años que trabajaba en una oficina burocrática suiza y que se llamaba Albert Einstein.
         Añadiendo los resultados de los experimentos de Michelson y Morley a ciertas objeciones teóricas a la existencia del éter, Einstein concluyó, en primer lugar, que si el éter no tenía ningún efecto sobre la velocidad de la luz era porque no existía, y en segundo lugar, que la luz siempre se desplaza a la misma velocidad sin importar desde dónde se mida ni a qué velocidad se mueva el que la mide. Si me paro junto a una fuente de luz y mido la velocidad de la luz que ésta emite, obtengo 300,000 kilómetros por segundo. Si ahora paso corriendo junto a la fuente a 10 por ciento, 20 por ciento, 80 por ciento o 99.99 por ciento de la velocidad de la luz, vuelvo a obtener 300,000 kilómetros por segundo. Sobre estas bases Einstein construyó la teoría especial de la relatividad, pilar de la física moderna sin el cual el mundo contemporáneo no sería posible y que ha transformado por completo nuestro concepto del espacio y del tiempo.
         Una página en blanco no siempre es una página muda. Para quien la sabe leer puede contener los mensajes más elocuentes.

7 comentarios:

José María Hdz dijo...

Hola Sergio,
interesante entrada, como siempre. Me dio gusto escucharte en imagen y luego leer el post, no fueron del todo iguales. Esta explicación de la luz, las ondas y el vacío queda perfecto con la analogía de la pagina en blanco, y el colisionador de hadrones. Me acordé de las muchas veces que te das cuenta de algo cuando alguien calla; la frase que escuchamos a veces 'tu silencio lo dice todo', que no es tanto el silencio sino la reacción observada.
Saludos Sergio.

Anónimo dijo...

Me gusto. Una prueba de que en el libro de la historia de la ciencia, hay páginas en blanco. Para quien las sabe leer representan una valiosa fuente de información.

¡Hay de aquellos que tiene ojos y no ven!
Saludos!! Sergio




Ismael Isassi

Luis Martin Baltazar Ochoa dijo...

Excelente entrada, Sergio. Pero ahora mas que nunca es importante y casi hast apremiante entender la observacion recabada en dos laboratorios distintos, por dos equipos distintos, que te decia en entradas anteriores:

¿los neutrinos pueden viajar a mayor velocidad que la luz?

y lo que se puede asumir enseguida: ¿viajando a mayor velocidad que la luz, se puede ir al pasado?

¡que temas mas fascinantes!

Sergio de Régules dijo...

Buena observación, Chema. Sí, en general el silencio es elocuente, hasta en la música. Lo que no se dice, dice mucho. Me gustaría poder hacer un programa de radio en el que se pudiera hacer buen uso del silencio.
Tema aparte: acabo de pasarme 45 minutos viendo las caricaturas de funny mobi. ¡Te odio!

José María Hdz dijo...

jajajajajajajajajajajajajajaja, ¿apoco no es entretenidísimo? puras tonterías, pero dan risa; y lo padre es cuando tocan temas que conoces, como el que te envie. jajajajajajjaja que risa me dio tu comentario. pues una vez que empiezas con el iFunny, comodice steve jobs, you never go 'bach'. jajajajaja

Anónimo dijo...

como representaría en un dibujo un paradigma cientifico basandome en la pagina en blanco, me puedes responder? saludos.

Anónimo dijo...

en defiinitiva que és una pagina en blanco?????