Hace muchos años fui al cine a ver El festín de Babette, película basada en el cuento de Isak Dinesen del mismo título. Babette es la magistral chef de un célebre restaurant parisino que se ve obligada a huir de Francia, acusada de agitadora. Se refugia en un rústico caserío nórdico, donde dos ancianas hermanas le dan empleo de sirivienta y le enseñan a preparar una tosca “sopa de pan” para los pobres del pueblo. Babette la prepara obedientemente, pero le añade a escondidas su toque personal, por lo cual se gana el aprecio de la comunidad.
Película y cuento terminan cuando, al cabo de los años, Babette les revela su identidad a sus protectoras. “Yo soy una artista, señoras”, dice la pretendida sirvienta irguiéndose para mostrar todo su porte. Sus interlocutoras se quedan mudas de asombro, como si una gallina desplegara ante sus ojos la más vistosa cola de pavorreal. Luego Babette les confiesa por qué decidió gastarse sus ahorros de toda la vida en preparar un banquete para sus amas y los otros miembros de la congregación religiosa de éstas. Lo peor que le puede ocurrir a un artista, dice Babette, es recibir loas por una obra hecha a medias, por un trabajo mediocre que no requiere el pleno de las facultades de su autor.
El mes pasado leí en un periódico una nota que pretendía ser un elogio de Albert Einstein. Para demostrar lo listo que había sido Einstein, el autor de la nota recogía frases atribuidas a éste. Buena idea. Lo malo es que su antología dejaba la impresión de que Einstein fue comediante de televisión. Por ejemplo: “Cuando estás sentado en una estufa caliente, cinco minutos te parecen eternos. En cambio cuando estás con una muchacha guapa, cinco minutos no son nada. Eso es la relatividad”. No tiene nada de malo ser comediante de televisión. De hecho, Einstein se reía mucho y podía ser un payaso si la ocasión lo ameritaba. Pero la intención declarada del articulista era dar una idea de la estatura intelectual de Einstein. No lo consiguió. Nos dio a probar la sopa de pan en vez de invitarnos al festín de Babette.
Además dudo mucho que la frase citada sea de Einstein. Al personaje le fastidiaba de lo lindo que lo malinterpretaran, cosa que ocurría todo el tiempo. Si oía a alguien explicar que la teoría de la relatividad dice que “todo es relativo”, se le ponían de punta los ya de suyo alborotados pelos. La tonta frasecita reduce una de las mejores ideas que tuvo Einstein en su vida a la observación trivial de que cada cual tiene su punto de vista, o que la sensación de transcurso del tiempo tiene mucho de subjetiva. Eso nos lo podría haber dicho nuestra abuelita. No hacía falta Einstein.
Por suerte para todos, la relatividad es más interesante. Einstein la expuso hace poco más de 100 años para consumar el matrimonio de las dos grandes teorías de la física clásica, que no se llevaban bien. El casamiento tuvo consecuencias asombrosas. Una de las más notables es que el tiempo transcurre más despacio cuando uno se mueve. Otra es que ya no se puede considerar al espacio divorciado del tiempo. Vivimos en un espacio-tiempo de cuatro dimensiones, lo cual implica, al parecer, que el tiempo no es un eterno fluir. Así lo percibimos, pero en los hechos está totalmente desplegado en una realidad inaccesible a los sentidos. El tiempo no pasa; el tiempo simplemente es.
La autora de El festín de Babette lo entendía bien. Isak Dinesen es el seudónimo de la baronesa Karen Blixen, escritora danesa que vivió mucho tiempo alejada de su familia en una plantación de café en Kenia. Su hermano Thomas tenía inclinaciones científicas. Se interesaba especialmente en las teorías de Einstein, que por aquella época causaban furor. En una carta fechada en septiembre de 1922, la baronesa le escribe a su madre: “Es extraño cómo se acostumbra uno aquí a vivir de los recuerdos, o pensando en cosas que están lejos, a tal grado que uno pierde el sentido de la separación, no sólo en el espacio, sino en el tiempo” Sigue la cita:
No puedo explicarlo bien, pero ya no noto la diferencia entre el pasado y el presente. Según Thomas, Einstein dice lo mismo: que iguales leyes gobiernan el tiempo y el espacio; es cierto que tenemos conciencia de estar en un sitio en particular, pero es sólo un prejuicio suponer que los otros sitios en el espacio y en el tiempo no existen del mismo modo exactamente [...] Si algún día vuelvo a casa, el antiguo camino que atravesaba la arboleda, por ejemplo, sería para mí tan real como [el nuevo]. Y del mismo modo te imagino muchas veces como nuestra jovencísima madre, tal cual te recuerdo, con un vestido de algodón decorado con listas azules y blancas.
No es así como lo expondría una revista científica, pero no está nada mal. La obra maestra de Karen Blixen es Memorias de África, libro escrito años después de volver la autora a Dinamarca para siempre. En esa obra la baronesa pone en práctica su concepto relativista del tiempo y narra como si lo que recuerda ocurriera continuamente en una eternidad que está a la vuelta de la esquina. ¿Qué mejor elogio para Einstein que nombrarlo en sus cartas Karen Blixen?
A veces es mejor una payasada que una idea interesante. Hay momentos para la comedia televisiva y momentos para Ingmar Bergman. Tal vez incluso se pueda preferir momentáneamente la tosca sopa de pan. Pero también puede ser que las ideas profundas no sean para todo el mundo. Quizá al autor de aquella nota sobre Einstein le sucedió lo que a la señora que estaba sentada delante de mí en la función de cine de El festín de Babette. Abrumada por tanta profundidad, al encenderse las luces la mujer se levantó y en dos palabras resumió la opinión que le había merecido la película:
--Demasiada filosofía.
Dicho lo cual recogió sus cosas y se fue.
sábado, 28 de junio de 2008
miércoles, 18 de junio de 2008
El guardarropas de Einstein
Tengo a la vista una foto tomada en 1898 o 1899. Muestra a un grupo de jóvenes de unos 19 años formados en dos hileras frente a una fuente, unos de pie, otros sentados en una banca. Ninguno mira a la cámara, pero todos posan, inmóviles, esperando a que la película fotográfica registre su imagen para el futuro.
Uno de los muchachos se distingue de los otros. Tiene el pelo muy negro, complexión robusta, ojos grandes e intensos, vueltos hacia la izquierda. Se distingue porque lleva la corbata floja y tiene una expresión de autosuficiencia, incluso de altanería. Tiene una pierna cruzada y se recarga indolentemente en el respaldo de la banca, el brazo izquierdo colgando detrás de éste en una pose que expresa desinterés.
Otra foto del mismo individuo, tomada pocos años después, muestra a un joven de expresión despreocupada. Tiene las manos en los bolsillos, la cadera inclinada hacia un lado con coquetería y lleva puesto un traje de tres piezas con corbata. La cabeza, también ladeada, hace gala de una cabellera no demasiado larga, pero sí descuidada. El joven no debe ser una persona convencional. La boca apretada tiende a la risa y en los ojos un poco caídos se nota la ironía con que el individuo ha accedido a posar para la foto.
De joven Albert Einstein era un dandy. Una amiga de su segunda esposa dijo de él: “en su juventud, e incluso ya en la madurez, Einstein tenía los rasgos regulares, las mejillas rollizas, la barbilla redondeada; una belleza masculina del tipo que causó tantos estragos a principios de siglo”. ¿Einstein, el hermoso? ¿Einstein chic?
Pues sí, así parece. El sabio sereno y mal vestido de la aureola de pelo blanco es un personaje inventado por Einstein en sus últimos años de vida, a partir de 1933, cuando se estableció definitivamente en Princeton, Nueva Jersey, en la casa ubicada en el número 112 de la calle Mercer. Antes de esa época Einstein aparece en todas las fotos con traje de tres piezas, o incluso vestido de etiqueta. En el peor de los casos lleva pantalones de casimir y un suéter de botones, quizá un poco apretado sobre el vientre en expansión. Eso sí, el pelo va sufriendo un deterioro continuo a partir de 1920, cuando Einstein tenía 40 años.
Se cuenta que, en cierta ocasión, el embajador de Alemania se presentó en el número 112 de Mercer Street. Cuando Elsa, la segunda esposa de Einstein, le pidió a éste que se arreglara un poco para recibir al dignatario, el científico le contestó: “Si quieren verme, aquí estoy. Si quieren ver mi ropa, abre el armario y muéstrales mis trajes”. Sospecho que Elsa no lo hizo, pero si hubiera obedecido, el embajador de Alemania habría comprobado que en cuestiones de vestuario Albert Einstein tendía al minimalismo: pocas prendas y todas de la mayor simplicidad. “Uso la misma ropa todo el año”, le dijo una vez Einstein a un amigo de la familia en tono de jactancia. “Sí”, confirmó Elsa. “Para su primera esposa se arreglaba, para mí no”.
La física de Einstein se parece a su guardarropas de los últimos años: pocos postulados y todos de la mayor simplicidad. Pero de esos postulados sencillos Einstein era capaz de extraer las consecuencias más asombrosas. Por ejemplo, de exigir que la velocidad de la luz sea siempre igual, sin importar si la mide uno desde su sillón preferido o desde una nave espacial que surca el espacio como bólido, y que las leyes de la física no cambien de forma al pasar del sillón a la nave, Einstein concluye que el tiempo transcurre más despacio en ésta que en el sillón (entre otras cosas). Los postulados serán sencillos, pero las implicaciones son tremendas. ¿Se parece en esto también el vestuario de Einstein a su física? ¿Cuáles son las implicaciones del contenido de un armario?
Concedo que buscarlas sería llevar demasiado lejos la metáfora del guardarropas. Con todo, permítanme empujarla sólo un poquito más. La naturaleza se le presenta al físico como una colección de sucesos tan variados como el guardarropa de una diva o de una primera dama. La aspiración del físico es poner orden en lo que ve, encontrar detrás del caos unos cuantos principios rectores que lo expliquen. Los trajes de la diva, por ejemplo, podrían ser todos del mismo diseñador, o sólo de unos cuantos; o quizá prefiere los tonos ocres y en consecuencia éstos predominan entre sus prendas. Y cuantos menos principios rectores, más contento está el físico. Dicho de otro modo, la física es una búsqueda de la simplicidad (sí, sí, aunque no lo crean). De hecho, los físicos no construyen sus teorías sólo sobre datos empíricos y mediciones. Al darles forma aplican pautas de simetría, de unidad en la multiplicidad, de máxima eficacia con un mínimo de recursos. Este rechazo de lo farragoso, de lo enredado y de lo que confunde, de lo feo por apiñado y variopinto, tiene más de estético que de estrictamente científico. La física es una estética minimalista.
Albert Einstein, cuya fermosura en la juventud alabara la amiga de Elsa, se puso feo en la vejez, pero su pensamiento se fue volviendo cada vez más estético. Durante los últimos 20 años de su vida se dedicó a tratar de construir una visión unificada de todas las fuerzas de la naturaleza que se conocían en la época. Al mismo tiempo, su guardarropas se fue despojando de lo superfluo. Se cuenta que en los años 50 el dandy de otrora no usaba calcetines y se sujetaba el pantalón con un mecate, un hippie avant la lettre.
El catrín de la juventud de Einstein había muerto, pero ahora, en compensación, el pensamiento del físico se había unificado para siempre con su concepto de la moda.
Uno de los muchachos se distingue de los otros. Tiene el pelo muy negro, complexión robusta, ojos grandes e intensos, vueltos hacia la izquierda. Se distingue porque lleva la corbata floja y tiene una expresión de autosuficiencia, incluso de altanería. Tiene una pierna cruzada y se recarga indolentemente en el respaldo de la banca, el brazo izquierdo colgando detrás de éste en una pose que expresa desinterés.
Otra foto del mismo individuo, tomada pocos años después, muestra a un joven de expresión despreocupada. Tiene las manos en los bolsillos, la cadera inclinada hacia un lado con coquetería y lleva puesto un traje de tres piezas con corbata. La cabeza, también ladeada, hace gala de una cabellera no demasiado larga, pero sí descuidada. El joven no debe ser una persona convencional. La boca apretada tiende a la risa y en los ojos un poco caídos se nota la ironía con que el individuo ha accedido a posar para la foto.
De joven Albert Einstein era un dandy. Una amiga de su segunda esposa dijo de él: “en su juventud, e incluso ya en la madurez, Einstein tenía los rasgos regulares, las mejillas rollizas, la barbilla redondeada; una belleza masculina del tipo que causó tantos estragos a principios de siglo”. ¿Einstein, el hermoso? ¿Einstein chic?
Pues sí, así parece. El sabio sereno y mal vestido de la aureola de pelo blanco es un personaje inventado por Einstein en sus últimos años de vida, a partir de 1933, cuando se estableció definitivamente en Princeton, Nueva Jersey, en la casa ubicada en el número 112 de la calle Mercer. Antes de esa época Einstein aparece en todas las fotos con traje de tres piezas, o incluso vestido de etiqueta. En el peor de los casos lleva pantalones de casimir y un suéter de botones, quizá un poco apretado sobre el vientre en expansión. Eso sí, el pelo va sufriendo un deterioro continuo a partir de 1920, cuando Einstein tenía 40 años.
Se cuenta que, en cierta ocasión, el embajador de Alemania se presentó en el número 112 de Mercer Street. Cuando Elsa, la segunda esposa de Einstein, le pidió a éste que se arreglara un poco para recibir al dignatario, el científico le contestó: “Si quieren verme, aquí estoy. Si quieren ver mi ropa, abre el armario y muéstrales mis trajes”. Sospecho que Elsa no lo hizo, pero si hubiera obedecido, el embajador de Alemania habría comprobado que en cuestiones de vestuario Albert Einstein tendía al minimalismo: pocas prendas y todas de la mayor simplicidad. “Uso la misma ropa todo el año”, le dijo una vez Einstein a un amigo de la familia en tono de jactancia. “Sí”, confirmó Elsa. “Para su primera esposa se arreglaba, para mí no”.
La física de Einstein se parece a su guardarropas de los últimos años: pocos postulados y todos de la mayor simplicidad. Pero de esos postulados sencillos Einstein era capaz de extraer las consecuencias más asombrosas. Por ejemplo, de exigir que la velocidad de la luz sea siempre igual, sin importar si la mide uno desde su sillón preferido o desde una nave espacial que surca el espacio como bólido, y que las leyes de la física no cambien de forma al pasar del sillón a la nave, Einstein concluye que el tiempo transcurre más despacio en ésta que en el sillón (entre otras cosas). Los postulados serán sencillos, pero las implicaciones son tremendas. ¿Se parece en esto también el vestuario de Einstein a su física? ¿Cuáles son las implicaciones del contenido de un armario?
Concedo que buscarlas sería llevar demasiado lejos la metáfora del guardarropas. Con todo, permítanme empujarla sólo un poquito más. La naturaleza se le presenta al físico como una colección de sucesos tan variados como el guardarropa de una diva o de una primera dama. La aspiración del físico es poner orden en lo que ve, encontrar detrás del caos unos cuantos principios rectores que lo expliquen. Los trajes de la diva, por ejemplo, podrían ser todos del mismo diseñador, o sólo de unos cuantos; o quizá prefiere los tonos ocres y en consecuencia éstos predominan entre sus prendas. Y cuantos menos principios rectores, más contento está el físico. Dicho de otro modo, la física es una búsqueda de la simplicidad (sí, sí, aunque no lo crean). De hecho, los físicos no construyen sus teorías sólo sobre datos empíricos y mediciones. Al darles forma aplican pautas de simetría, de unidad en la multiplicidad, de máxima eficacia con un mínimo de recursos. Este rechazo de lo farragoso, de lo enredado y de lo que confunde, de lo feo por apiñado y variopinto, tiene más de estético que de estrictamente científico. La física es una estética minimalista.
Albert Einstein, cuya fermosura en la juventud alabara la amiga de Elsa, se puso feo en la vejez, pero su pensamiento se fue volviendo cada vez más estético. Durante los últimos 20 años de su vida se dedicó a tratar de construir una visión unificada de todas las fuerzas de la naturaleza que se conocían en la época. Al mismo tiempo, su guardarropas se fue despojando de lo superfluo. Se cuenta que en los años 50 el dandy de otrora no usaba calcetines y se sujetaba el pantalón con un mecate, un hippie avant la lettre.
El catrín de la juventud de Einstein había muerto, pero ahora, en compensación, el pensamiento del físico se había unificado para siempre con su concepto de la moda.
jueves, 12 de junio de 2008
El color del tiempo
Frank Zappa –polifacético compositor que pasaba con desparpajo del rock a la música orquestal de vanguardia—decía que componer es, en esencia, decorar el tiempo.
El tiempo, como la casa, se puede decorar con mal gusto o con bueno. La música de, digamos, Julio Iglesias, es como colgar del techo del tiempo candilejas con gotas de plexiglás y poner en los estantes payasitos de porcelana sobre carpetas tejidas a gancho: una pesadilla decorativa. La música de Zappa, en cambio, puede pintar los muros con motivos psicodélicos, narrar historias alucinadas de cerditos en Volkswagen (contar cuentos también es cronodecoración), o dejar las salas del tiempo como recintos diseñados por Frank Lloyd Wright.
Uno de los cronodecoradores más originales del siglo XX fue el compositor francés Olivier Messiaen, quien murió en 1992. Si ustedes creen que ya lo han oído todo, escuchen a Messiaen; el encuentro puede ser un shock. Messiaen, como muchos compositores del siglo XX, no aplicaba la teoría de la armonía tradicional de la música occidental, que prescribe cómo combinar notas en acordes y cómo construir series de acordes para que suenen "bien". Sonar bien, claro, es una cualidad relativa. Hay quien no soporta la menor disonancia (en cuyo caso no podría escuchar ni la tercera sinfonía de Beethoven, obra con 200 años largos encima). Hay, en cambio, quien admite en la música cualquier combinación, melodiosa o disonante, dulce o estridente, con tal de que resulte interesante. Messiaen no era un fabricante de papel tapiz sonoro para adormecer los sentidos, sino un explorador, un investigador del ritmo, la armonía y el color orquestal. Estudió la música de la India y se apropió de su extenso catálogo de ritmos complejos y cargados de significados filosóficos. Se interesó por el canto de las aves y recorrió el mundo grabadora en mano para recoger las vocalizaciones de un gran número de pájaros, las cuales luego convirtió meticulosamente en música por medio del piano o de la orquesta.
Pero Messiaen se distingue sobre todo por pintar el tiempo de colores. Messiaen era una de esas raras personas que nacen con una especie de corto circuito de los sentidos llamado sinestesia (“sin”, en conjunto; “aistesis”, percepción). Las personas dotadas de sinestesia pueden oír colores, o ver sensaciones tactiles, por ejemplo. Como cuenta él mismo en una entrevista, Messiaen veía colores al oír acordes (combinaciones de notas que suenan juntas). Para asegurarse de que el efecto era fisiológico y no solamente psicológico, Messiaen hizo experimentos con su propia percepción. Notó que un mismo acorde le evocaba siempre la misma mezcla de colores. También observó que al transportar el acorde a escalas superiores el color se hacía más tenue. En vez de usar la sintaxis de la armonía tradicional, Messiaen decidió construir su música como sucesiones de colores, las cuales a veces indicaba en la partitura (y las mezclas podían ser tan insólitas como bolas púrpura con borde dorado sobre fondo verde). Como resultado, la música de Olivier Messiaen no se parece a nada que haya usted escuchado en las salas de concierto de México (es raro que se interprete a Messiaen en nuestro país).
Una de las obras más características de la técnica del color de Messiaen es Chronocromie, compuesta en 1959. Los sinestésicos tienen el don de la metáfora (después de todo, una metáfora es una manera de relacionar ideas muy distintas, que es lo que hace el cerebro sinestésico). El título de esta obra de Messiaen se puede traducir como “el color del tiempo”.
Durante mucho tiempo la sinestesia se interpretó como efecto de una simple asociación de recuerdos en la psique de los afectados. Pero Vilayanur S. Ramachandran y Edward M. Hubbard, investigadores de la Universidad de California en San Diego, han esclarecido por medio de experimentos que la sinestesia va más allá: al parecer, se trata, en efecto, de un corto circuito, o una mutua activación de regiones del cerebro que manipulan distintos estímulos, como sonidos y colores en el caso de Messiaen. Según estos investigadores, la sinestesia podría deberse a una mutación. Ramachandran y Hubbard calculan que una de cada 200 personas tiene algún tipo de sinestesia notable. También se preguntan si la destreza metaforizante de los artistas podría deberse a cierto grado de sinestesia (esta facultad es siete veces más frecuente entre las personas que se dedican a actividades creativas).
Un investigador ruso relata el caso de un individuo que tenía todos los sentidos conectados. Me pregunto cómo verá el mundo esa persona y si su facultad será para él un don o una maldición. ¿Qué música compondría semejante individuo? ¿Cómo decoraría el tiempo?
(La selección de Olivier Messiaen que escucharon es "Le désert", primera parte de la obra Des canyons aux étoiles, estrenada en 1974).
El tiempo, como la casa, se puede decorar con mal gusto o con bueno. La música de, digamos, Julio Iglesias, es como colgar del techo del tiempo candilejas con gotas de plexiglás y poner en los estantes payasitos de porcelana sobre carpetas tejidas a gancho: una pesadilla decorativa. La música de Zappa, en cambio, puede pintar los muros con motivos psicodélicos, narrar historias alucinadas de cerditos en Volkswagen (contar cuentos también es cronodecoración), o dejar las salas del tiempo como recintos diseñados por Frank Lloyd Wright.
Uno de los cronodecoradores más originales del siglo XX fue el compositor francés Olivier Messiaen, quien murió en 1992. Si ustedes creen que ya lo han oído todo, escuchen a Messiaen; el encuentro puede ser un shock. Messiaen, como muchos compositores del siglo XX, no aplicaba la teoría de la armonía tradicional de la música occidental, que prescribe cómo combinar notas en acordes y cómo construir series de acordes para que suenen "bien". Sonar bien, claro, es una cualidad relativa. Hay quien no soporta la menor disonancia (en cuyo caso no podría escuchar ni la tercera sinfonía de Beethoven, obra con 200 años largos encima). Hay, en cambio, quien admite en la música cualquier combinación, melodiosa o disonante, dulce o estridente, con tal de que resulte interesante. Messiaen no era un fabricante de papel tapiz sonoro para adormecer los sentidos, sino un explorador, un investigador del ritmo, la armonía y el color orquestal. Estudió la música de la India y se apropió de su extenso catálogo de ritmos complejos y cargados de significados filosóficos. Se interesó por el canto de las aves y recorrió el mundo grabadora en mano para recoger las vocalizaciones de un gran número de pájaros, las cuales luego convirtió meticulosamente en música por medio del piano o de la orquesta.
Pero Messiaen se distingue sobre todo por pintar el tiempo de colores. Messiaen era una de esas raras personas que nacen con una especie de corto circuito de los sentidos llamado sinestesia (“sin”, en conjunto; “aistesis”, percepción). Las personas dotadas de sinestesia pueden oír colores, o ver sensaciones tactiles, por ejemplo. Como cuenta él mismo en una entrevista, Messiaen veía colores al oír acordes (combinaciones de notas que suenan juntas). Para asegurarse de que el efecto era fisiológico y no solamente psicológico, Messiaen hizo experimentos con su propia percepción. Notó que un mismo acorde le evocaba siempre la misma mezcla de colores. También observó que al transportar el acorde a escalas superiores el color se hacía más tenue. En vez de usar la sintaxis de la armonía tradicional, Messiaen decidió construir su música como sucesiones de colores, las cuales a veces indicaba en la partitura (y las mezclas podían ser tan insólitas como bolas púrpura con borde dorado sobre fondo verde). Como resultado, la música de Olivier Messiaen no se parece a nada que haya usted escuchado en las salas de concierto de México (es raro que se interprete a Messiaen en nuestro país).
Una de las obras más características de la técnica del color de Messiaen es Chronocromie, compuesta en 1959. Los sinestésicos tienen el don de la metáfora (después de todo, una metáfora es una manera de relacionar ideas muy distintas, que es lo que hace el cerebro sinestésico). El título de esta obra de Messiaen se puede traducir como “el color del tiempo”.
Durante mucho tiempo la sinestesia se interpretó como efecto de una simple asociación de recuerdos en la psique de los afectados. Pero Vilayanur S. Ramachandran y Edward M. Hubbard, investigadores de la Universidad de California en San Diego, han esclarecido por medio de experimentos que la sinestesia va más allá: al parecer, se trata, en efecto, de un corto circuito, o una mutua activación de regiones del cerebro que manipulan distintos estímulos, como sonidos y colores en el caso de Messiaen. Según estos investigadores, la sinestesia podría deberse a una mutación. Ramachandran y Hubbard calculan que una de cada 200 personas tiene algún tipo de sinestesia notable. También se preguntan si la destreza metaforizante de los artistas podría deberse a cierto grado de sinestesia (esta facultad es siete veces más frecuente entre las personas que se dedican a actividades creativas).
Un investigador ruso relata el caso de un individuo que tenía todos los sentidos conectados. Me pregunto cómo verá el mundo esa persona y si su facultad será para él un don o una maldición. ¿Qué música compondría semejante individuo? ¿Cómo decoraría el tiempo?
(La selección de Olivier Messiaen que escucharon es "Le désert", primera parte de la obra Des canyons aux étoiles, estrenada en 1974).
martes, 3 de junio de 2008
Forster, el visionario
Mensaje del autor: bienvenidos a la época post-Imagen, que bien puede ser sólo un interregnum. Este blog no se acaba. The show must go on.
Corría la época feliz en que los presidentes de Estados Unidos sólo fastidiaban al mundo con escándalos sexuales que no le hacían daño a nadie. En un rapto de impudicia, el vicepresidente Al Gore se declaró inventor de la worldwide web. Falso. La www la inventó en los años 80 Tim Berners Lee, experto en informática que trabajaba en el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares; y la red mundial de comunicaciones de la que la www forma parte fue creada a su vez en los años 70 por militares estadounidenses.
Pero la idea de una red mundial de comunicaciones tiene un precursor más antiguo e insospechado. Se llama E. M. Forster, nació en Londres en 1879 y no fue militar ni inventor, sino escritor.
Forster es autor de célebres novelas luego convertidas en películas como Una habitación con vistas y Pasaje a la India. Su lado cuentístico es menos conocido, pero inmerecidamente. Tengo una colección de cuentos de Forster que van desde la fantasía típicamente inglesa con hadas y dioses griegos que aparecen en la campiña italiana hasta la ciencia ficción.
“Imagínense, si pueden, un cuarto pequeño de forma hexagonal como las celdas de un panal”, escribe Forster al principio de “The Machine Stops” (“La máquina se detiene”). Sigue el cuento:
Aunque no hay ventanas ni lámparas, la habitación está bañada en un suave resplandor. No hay instrumentos musicales, pero el cuarto está lleno de sonidos melodiosos. En el centro hay un sillón, junto a éste una mesa de lectura. En el sillón está sentado un bulto de carne envuelto en frazadas –una mujer de cara blancuzca como un hongo. A ella le pertenece el cuarto [E. M. Forster, Collected short stories, p. 109].
Las personas viven bajo tierra, cada individuo en un cuarto hexagonal del que no sale casi nunca. Se supone que la superficie del planeta ya no es habitable, aunque el autor no explica por qué. Al lector poco curioso la situación que se narra en “La máquina se detiene” le puede parecer poco original —¿no ha sido tema de muchísimos cuentos y películas?— pero la apreciación cambia cuando uno se entera de que Forster escribió este cuento en 1909, mucho antes de las explosiones nucleares, las guerras mundiales y el calentamiento global.
Las celdas hexagonales que sirven de casa a las personas están equipadas con todas las comodidades: luz al gusto, agua caliente y fría, una cama que se guarda automáticamente cuando el ocupante está despierto, un aparato que produce alimentos y medicinas según se requieran… Pero lo más interesante del mundo de Forster es el modo de comunicarse los humanos.
Se oyó sonar un timbre.
La mujer pulsó un botón y la música cesó.
“Supongo que tendré que ver quién es”, pensó, tras lo cual puso el sillón en movimiento. El sillón, lo mismo que la música, estaba operado por máquinas, y la trasladó al otro lado de la habitación, donde el timbre seguía sonando con insistencia.
—¿Quién es? —dijo.
Hablaba con irritación porque la habían interrumpido varias veces desde que empezó la música. Conocía a varios miles de personas; en ciertos aspectos las relaciones humanas habían avanzado muchísimo.
Pero al oír la voz de la otra persona por el auricular sonrió y la cara blanca se le llenó de arrugas. Dijo:
—Está bien. Hablemos. Me aislaré. No creo que suceda nada importante en los próximos cinco minutos... porque te puedo conceder cinco minutos completos, Kuno. Luego tengo que impartir mi conferencia “La música durante el periodo australiano” [p. 109].
El sistema de comunicaciones le permite al ocupante de la celda oír música, leer, enterarse de las noticias, hablar con otras personas, verlas en una pantalla, impartir conferencias y asistir a las de otros sin salir de su celda. ¿Les suena conocido?
A Forster no se le escapa que tal prontitud para satisfacer las necesidades de las personas puede conducir a una malsana impaciencia generalizada:
Pulsó el botón de aislamiento para que nadie más pudiera llamarle. Luego tocó el aparato de luz y el cuartito se oscureció.
—¡Date prisa! —dijo la mujer, otra vez con irritación—. Date prisa, Kuno, que estoy aquí a oscuras, perdiendo el tiempo.
Pero aún transcurrieron quince segundos hasta que la placa redonda que tenía en las manos empezara a emitir luz. Un tenue resplandor azul surcó la pantalla, luego se ensombreció hasta ponerse violeta, y entonces la mujer vio la imagen de su hijo, que vivía al otro lado de la Tierra, y él la veía a ella.
—Kuno, qué lento eres [p. 110].
Tampoco deja de ver Forster que la tecnología convertida en magia puede inspirar una reverencia religiosa inadecuada:
—Te he llamado otras veces, madre, pero siempre estabas ocupada o aislada. Tengo una cosa importante que contarte.
—¿Qué cosa? ¿Por qué no me la enviaste por correo neumático?
—Porque estas cosas prefiero decirlas. Quiero...
—¿Sí?
—Quiero que vengas a verme.
Vashti observó la cara del otro en la placa azul.
—¡Te estoy viendo! —exclamó—. ¿Qué más quieres?
—Quiero verte, pero no por medio de la Máquina —dijo Kuno—. Quiero hablar contigo, pero sin la engorrosa Máquina.
—¡Calla! —dijo su madre—. No debes hablar mal de la Máquina.
—¿Por qué no?
—Porque no se debe.
—Te expresas como si un dios hubiera construido la Máquina. Hasta creo que le rezas cuando te sientes descontenta. Fueron hombres los que la construyeron, no lo olvides [p. 110].
Para desgracia de Al Gore y todos los que se creen padres de una idea, no se puede ser precursor absoluto. Siempre hay alguien que ideó lo mismo antes que nosotros. ¿Quién habrá ideado estas cosas antes que Forster? ¿Y antes?…¿y antes?
Corría la época feliz en que los presidentes de Estados Unidos sólo fastidiaban al mundo con escándalos sexuales que no le hacían daño a nadie. En un rapto de impudicia, el vicepresidente Al Gore se declaró inventor de la worldwide web. Falso. La www la inventó en los años 80 Tim Berners Lee, experto en informática que trabajaba en el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares; y la red mundial de comunicaciones de la que la www forma parte fue creada a su vez en los años 70 por militares estadounidenses.
Pero la idea de una red mundial de comunicaciones tiene un precursor más antiguo e insospechado. Se llama E. M. Forster, nació en Londres en 1879 y no fue militar ni inventor, sino escritor.
Forster es autor de célebres novelas luego convertidas en películas como Una habitación con vistas y Pasaje a la India. Su lado cuentístico es menos conocido, pero inmerecidamente. Tengo una colección de cuentos de Forster que van desde la fantasía típicamente inglesa con hadas y dioses griegos que aparecen en la campiña italiana hasta la ciencia ficción.
“Imagínense, si pueden, un cuarto pequeño de forma hexagonal como las celdas de un panal”, escribe Forster al principio de “The Machine Stops” (“La máquina se detiene”). Sigue el cuento:
Aunque no hay ventanas ni lámparas, la habitación está bañada en un suave resplandor. No hay instrumentos musicales, pero el cuarto está lleno de sonidos melodiosos. En el centro hay un sillón, junto a éste una mesa de lectura. En el sillón está sentado un bulto de carne envuelto en frazadas –una mujer de cara blancuzca como un hongo. A ella le pertenece el cuarto [E. M. Forster, Collected short stories, p. 109].
Las personas viven bajo tierra, cada individuo en un cuarto hexagonal del que no sale casi nunca. Se supone que la superficie del planeta ya no es habitable, aunque el autor no explica por qué. Al lector poco curioso la situación que se narra en “La máquina se detiene” le puede parecer poco original —¿no ha sido tema de muchísimos cuentos y películas?— pero la apreciación cambia cuando uno se entera de que Forster escribió este cuento en 1909, mucho antes de las explosiones nucleares, las guerras mundiales y el calentamiento global.
Las celdas hexagonales que sirven de casa a las personas están equipadas con todas las comodidades: luz al gusto, agua caliente y fría, una cama que se guarda automáticamente cuando el ocupante está despierto, un aparato que produce alimentos y medicinas según se requieran… Pero lo más interesante del mundo de Forster es el modo de comunicarse los humanos.
Se oyó sonar un timbre.
La mujer pulsó un botón y la música cesó.
“Supongo que tendré que ver quién es”, pensó, tras lo cual puso el sillón en movimiento. El sillón, lo mismo que la música, estaba operado por máquinas, y la trasladó al otro lado de la habitación, donde el timbre seguía sonando con insistencia.
—¿Quién es? —dijo.
Hablaba con irritación porque la habían interrumpido varias veces desde que empezó la música. Conocía a varios miles de personas; en ciertos aspectos las relaciones humanas habían avanzado muchísimo.
Pero al oír la voz de la otra persona por el auricular sonrió y la cara blanca se le llenó de arrugas. Dijo:
—Está bien. Hablemos. Me aislaré. No creo que suceda nada importante en los próximos cinco minutos... porque te puedo conceder cinco minutos completos, Kuno. Luego tengo que impartir mi conferencia “La música durante el periodo australiano” [p. 109].
El sistema de comunicaciones le permite al ocupante de la celda oír música, leer, enterarse de las noticias, hablar con otras personas, verlas en una pantalla, impartir conferencias y asistir a las de otros sin salir de su celda. ¿Les suena conocido?
A Forster no se le escapa que tal prontitud para satisfacer las necesidades de las personas puede conducir a una malsana impaciencia generalizada:
Pulsó el botón de aislamiento para que nadie más pudiera llamarle. Luego tocó el aparato de luz y el cuartito se oscureció.
—¡Date prisa! —dijo la mujer, otra vez con irritación—. Date prisa, Kuno, que estoy aquí a oscuras, perdiendo el tiempo.
Pero aún transcurrieron quince segundos hasta que la placa redonda que tenía en las manos empezara a emitir luz. Un tenue resplandor azul surcó la pantalla, luego se ensombreció hasta ponerse violeta, y entonces la mujer vio la imagen de su hijo, que vivía al otro lado de la Tierra, y él la veía a ella.
—Kuno, qué lento eres [p. 110].
Tampoco deja de ver Forster que la tecnología convertida en magia puede inspirar una reverencia religiosa inadecuada:
—Te he llamado otras veces, madre, pero siempre estabas ocupada o aislada. Tengo una cosa importante que contarte.
—¿Qué cosa? ¿Por qué no me la enviaste por correo neumático?
—Porque estas cosas prefiero decirlas. Quiero...
—¿Sí?
—Quiero que vengas a verme.
Vashti observó la cara del otro en la placa azul.
—¡Te estoy viendo! —exclamó—. ¿Qué más quieres?
—Quiero verte, pero no por medio de la Máquina —dijo Kuno—. Quiero hablar contigo, pero sin la engorrosa Máquina.
—¡Calla! —dijo su madre—. No debes hablar mal de la Máquina.
—¿Por qué no?
—Porque no se debe.
—Te expresas como si un dios hubiera construido la Máquina. Hasta creo que le rezas cuando te sientes descontenta. Fueron hombres los que la construyeron, no lo olvides [p. 110].
Para desgracia de Al Gore y todos los que se creen padres de una idea, no se puede ser precursor absoluto. Siempre hay alguien que ideó lo mismo antes que nosotros. ¿Quién habrá ideado estas cosas antes que Forster? ¿Y antes?…¿y antes?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)