En el capítulo 55 de la novela Moby Dick, del escritor estadounidense Herman Melville, el narrador lamenta que no haya ilustraciones de ballenas que hagan justicia a estos animales. Hasta el siglo XIX las ballenas estaban mal representadas en las ilustraciones tanto de profanos como de expertos. Ilustradores de la historia de Jonás (personaje bíblico que vivió varios días en las entrañas de un monstruo marino llamado Leviatán) y naturalistas yerran por igual al dibujar ballenas. Quien no les pone escamas, las representa con surtidores de agua saliéndoles de la cabeza (imagen muy popular en las caricaturas de hoy, por cierto). Otros les dan ojos descomunales y uno más las representa con la cola vertical en vez de horizontal.
Dice el narrador de Melville: “Pero podría pensarse que a partir del esqueleto desnudo de la ballena varada se puede obtener información exacta acerca de su verdadera forma. No es así. Pues es una de las más insólitas características de este Leviatán que su esqueleto da muy mala idea de su forma general”. Y un poco más adelante: “Esta particularidad se nota especialmente en las aletas, cuyos huesos responden casi exactamente a los de una mano humana. Esta aleta tiene cuatro dedos óseos: el índice, el medio, el anular y el meñique. Pero todos estos huesos están permanentemente alojados en una funda de carne, como los dedos humanos en mitones”.
En la sala de biodiversidad del museo de ciencias Universum puedes comprobar lo que afirma el narrador de Moby Dick. Desde el vestíbulo del museo se ve colgado un esqueleto de ballena de cerca de 10 metros de largo (es un bebé). Pertenece a las colecciones del Instituto de Biología de la UNAM. A ambos lados de la caja del tórax cuelgan los famosos huesos de las aletas, con todas sus falanges, falanginas y falangetas. ¿Por qué tiene dedos un esqueleto de ballena? Porque la historia de un organismo deja huellas en su fisiología. Tal vez los huesos de las aletas de las ballenas no revelen la forma del animal, pero sí dicen mucho acerca del pasado de su especie.
Lo mismo ocurre en el ámbito de la tecnología. Los aparatos que usamos hoy también guardan huellas de su pasado. Veamos un caso que me ayudará a explicarles por qué tiene dedos una aleta de ballena.
QWERTY
Vamos a inventar la máquina de escribir. Ya sé que alguien se nos adelantó 130 años, pero imagínense que no existen estos aparatos y que nunca hemos visto una. Primero inventamos una manera de imprimir letras en una hoja de papel. Ahora necesitamos lo que hoy en día se conoce como interfaz: un artefacto para comunicarle nuestras intenciones a la máquina. Lo más natural será un tablero de palancas o botones que accionen las letras. ¿Cómo distribuimos los botones o palancas en el tablero? Podríamos usar el orden alfabético, un sistema para ordenar muy socorrido que se conoce en una buena parte del mundo. Después de todo, ya se usa en diccionarios y enciclopedias. Así pues, el primer botón corresponderá a la letra A, el segundo a la B, y así sucesivamente.
Hemos inventado la máquina de escribir (bueno, más o menos).
Ahora fíjate en el teclado de una computadora. Las letras, como te darás cuenta, no están distribuidas de esta manera tan razonable que hemos ideado. La hilera superior de letras empieza con la Q, sigue con la W, luego la E, la R, la T, la Y. Esta distribución de las letras tan insólita se conoce como teclado QWERTY por razones más o menos obvias. El teclado QWERTY parece absurdo. Es difícil aprender a usarlo. Yo aprendí en la secundaria (en máquinas de escribir porque aún no había computadoras presonales). Teníamos que practicar mucho. Cuando nos aprendíamos la posición de una letra, la maestra le ponía al botón correpondiente un taponcito de plástico de color para taparla. A mí me tomó varios meses tapar la mayor parte del teclado (y nunca lo tapé por completo). Aprender a escribir en el teclado QWERTY no es cualquier cosa.
De hecho, el teclado QWERTY es tan complicado que uno sospecha que detrás de ese orden desordenado debe haber una buena razón. Y la hay.
La primera patente para una máquina de escribir la concedió la reina Ana en Inglaterra el 7 de enero de 1714 a un tal Henry Mill. Durante el siglo XIX hubo muchos intentos de fabricar un aparato para escribir rápido, que además de rápido fuera práctico, pero nadie lo consiguió
En 1867 tres inventores radicados en Milwaukee, Wisconsin, hicieron un prototipo de máquina de escribir. Uno de ellos, Christopher Latham Sholes, había leído en la revista de divulgación de la ciencia Scientific American un artículo acerca de una máquina de escribir fabricada en Gran Bretaña. Sholes construyó 30 modelos de prueba y el 1 de marzo de 1873 firmó un contrato con la fábrica de armas Remington para manufacturar su invento. En los primeros meses de 1874 la Remington lanzó al mercado la primera máquina de escribir funcional. La máquina de Christopher Latham Sholes y sus amigos ya incluía el teclado QWERTY.
Pero los primeros modelos no. Sholes y sus colaboradores tuvieron al principio la misma idea que nosotros: poner los botones en hileras ordenadas alfabéticamente. Ahora bien, la ciudad de Milwaukee no era exactamente el centro del universo. Las máquinas herramientas de que disponían los socios no servían para fabricar piezas de precisión, de modo que el mecanismo de la máquina de escribir tenía algunos defectos. El peor: se trababa cuando uno tecleaba demasiado rápido. Especialmente si dos letras sucesivas eran vecinas en el mecanismo.
Sholes echó mano de un estudio realizado por el educador Amos Densmore, hermano del socio capitalista de Sholes. Densmore estudió las frecuencias con que aparecían en inglés todos los pares de letras (por ejemplo, el par TH es bastante común en esa lengua). Sholes separó las letras que formaban pares frecuentes para que los mecanógrafos más veloces no trastornaran el burdo mecanismo de la primera máquina de escribir. El resultado fue el teclado QWERTY. Sholes se fue corriendo a la oficina de patentes. Poco más de 100 años después, mis compañeros y yo batallábamos para aprendernos su absurdo sistema.
Que no es absurdo. El misterio se ha disipado. El teclado QWERTY sirvió para resolver un problema técnico de su tiempo. Y lo resolvió muy bien. Escribir con la máquina de Sholes era mucho más rápido que a mano y que con el teclado alfabético, que producía trabazones cada tres teclazos.
Ahora el misterio es que sigamos usándolo. Durante el siglo XX se inventaron varias disposiciones distintas de las teclas. Está demostrado que todas son superiores al teclado QWERTY en facilidad de aprendizaje y velocidad. Pero para cuando se inventaron las alternativas, ya había millones de máquinas de escribir en el mundo. Los usuarios se habían aprendido el teclado QWERTY y nadie estaba dispuesto a cambiarlo por otro. Las aparentes ventajas de los otros teclados no eran ventajas frente al tremendo esfuerzo que haría falta para que todos aprendiéramos a usar otro teclado. En cierta forma, el teclado QWERTY sigue siendo una buena idea, aunque el problema técnico que lo originó haya desaparecido hace mucho. La historia ha dejado un rastro que se conserva incluso en nuestras modernas computadoras. Y se conserva porque sería muy costoso y complicado cambiarlo.
Evolución de los cetáceos
Volvamos a la ballena de Universum con sus (aparentemente) absurdos e inútiles dedos. Los dedos de las ballenas son tan absurdos e inútiles, de hecho, que uno se pregunta si no habrá una buena razón para que existan. Y la hay.
Los dedos de las ballenas son el rastro inconfundible de que estos mamíferos marinos tuvieron antepasados que fueron mamíferos terrestres. Dicho de otro modo, son la huella de la evolución. El narrador de Moby Dick no se lo imaginó, pero su amado Leviatán tiene esos huesos porque desciende, por una línea muy larga, de mamíferos costeros que pasaban parte del tiempo en el agua.
En años recientes los paleontólogos han ido encontrando los restos de todos los eslabones de la cadena evolutiva de las ballenas, que va desde un mamífero claramente terrestre llamado Pakicetus (paki porque lo encontaron en Pakistán, cetus por ser un antiguo cetáceo), pasando por varios anfibios (Kutchicetus, Rhodocetus) hasta mamíferos inconfundiblemente acuáticos, como el Dorudon y el basilosaurio.
La clave para reconocer las distintas etapas han sido los huesos de las patas traseras. Los fósiles más antiguos (el Pakicetus, de unos 53 millones de años de antigüedad y el Ambulocetus, de 48) tienen patas traseras que se adivinan fuertes y funcionales. En los intermedios (Rhodocetus, de 45 millones de años de antigüedad) las patas traseras, aunque presentes, ya no sirven bien para mantener en pie a la mole del animal. A los fósiles más recientes (Dorudon y Basilosaurus, ambos de hace unos 38 millones de años) les quedan sólo patas vestigiales que aún se extienden fuera del cuerpo, pero que ahora sirven para maniobrar, como el timón de cola de un avión. Algunas ballenas modernas tienen todavía unos vestigios óseos de patas traseras, que crecen enterrados en la musculatura de la parte posterior del animal.
Una señora tacaña
Los miembros de una especie no son todos idénticos. Entre padres e hijos hay variaciones al azar, llamadas mutaciones. La gran mayoría de estas variaciones son imperceptibles y dejan al organismo hijo igual de bien adaptado que sus padres al estilo de vida de su especie. Pero de tanto en tanto aparecen variaciones más notables. La mayoría producen “monstruos”: organismos inviables que no tardan en morir. Pero algunas, fortuitamente, pueden darle al individuo que las posea una ventaja sobre sus congéneres. Como dice Jorge Wagensberg, director del Museo de Ciencias de la Fundación La Caixa y colaborador de ¿Cómo ves?, las cebras, para sobrevivir, no tienen que ser más veloces que las leonas que les dan caza, sino más veloces que las otras cebras. Una cebra más veloz tendrá más probabilidades de vivir lo suficiente para dejar descendencia. Sus hijos heredarán esta ventaja. Nada les garantiza aun la supervivencia (igual pueden morir aplastados por un piano, por veloces que sean). Pero al cabo de muchas generaciones, los herederos de esa ventaja fortuita se irán haciendo más numerosos entre la población, hasta dominarla. Acumulando cambios durante millones de años, las poblaciones se diferencian hasta separarse en especies distintas.
La selección y acumulación de diferencias opera sólo cuando esas diferencias son ventajas (si no lo fueran, los organismos que las poseen simplemente no tendrían más probabilidades de sobrevivir que sus congéneres y no se harían más numerosos). El que sean ventajas depende del entorno de la especie. Ser veloces no les serviría de nada a las vacas, por ejemplo, ni a las almejas. Si el entorno no lo exige, las especies no cambian (salvo por las pequeñas variaciones al azar que mencioné antes). El proceso de selección que queda descrito aquí es ciego respecto al futuro. Sólo influyen las necesidades del momento. Por eso hay especies que no cambian en muchos millones de años. No es que la evolución los haya olvidado. Es que siguen adaptadas a su entorno.
Las huellas de la señora
El paleontólogo Stephen Jay Gould y su archienemigo, el filósofo Daniel Dennett, han usado el ejemplo del teclado QWERTY para simbolizar los rastros que deja la evolución en los organismos. Charles Darwin, en el siglo XIX, se regocijaba encontrando ejemplos de estos rastros. “¿Qué puede ser más curioso que el hecho de que la mano de un hombre, hecha para aferrar, la de un topo para cavar, la pata de un caballo, la aleta de una marsopa y el ala de un murciélago estén todas construidas sobre el mismo patrón?” escribió en uno de los últimos capítulos de El origen de las especies. Para Darwin, estas semejanzas “proclaman abiertamente que las incontables especies, géneros y familias de que está poblado este mundo son todas descendientes de antepasados comunes y todas se han modificado en el curso de las generaciones”. Luego, usando un poquito de retórica, Darwin añade: “yo no dudaría en adoptar este punto de vista (la evolución por selección natural) aunque para justificarlo no hubiera otros hechos ni argumentos”.
Hoy en día hay muchísimos más “hechos y argumentos” en favor de la evolución de los que presentó Darwin en 1859 (que ya eran numerosos, por cierto). Los biólogos ya saben cómo opera el proceso incluso en la escala molecular y no sólo anatómica y fisiológica. En Estados Unidos se están llevando a cabo experimentos con simulaciones en las que los organismos son programas informáticos que se reproducen e interactúan con su entorno digital. Los organismos producen especies que evolucionan adquiriendo habilidades complejas al cabo de varias generaciones sin intervención de los investigadores. Si ya en 1859 Darwin no veía motivos para rechazar la evolución, hoy en día la idea está tan firmemente establecida como la redondez de la Tierra.