En Estados Unidos la comunicación entre los científicos que generan conocimientos nuevos y los periodistas que dan a conocer el trabajo de los científicos al público en general ha mejorado mucho. Hace unos años se organizó un encuentro entre ambos gremios. Un periodista reconocido dictó un curso sobre cómo hablar con la prensa cuando uno es científico. En un teatro lleno de investigadores atentos, les explicó que lo más importante para un periodista —y yo diría que para un comunicador en general— es que haya “historia”, que haya algo que narrar, que la información, digamos, se pueda presentar como un cuento (las explicaciones pueden ir después y también son necesarias). El periodista había hecho previamente una ronda entre los participantes para que éstos le contaran en qué andaban. De los seis que entrevistó, cinco le proporcionaron buen material para hacer su trabajo y el periodista se dio por bien servido. Al terminar la plática, empero, el sexto investigador se le acercó y le dijo:
—Lo hice todo mal hace rato, ¿verdad?
El periodista tuvo que reconocer que sí.
—Venga conmigo.
Entonces el científico lo llevó a su laboratorio. Ahí había una especie de chaleco hecho de bolsas de plástico compactadas sujeto a una base que lo mantenía a cierta altura del piso. El científico sacó una pistola, le apuntó al chaleco y disparó. La bala se incrustó en la extraña prenda, pero no la atravesó.
—Eso es lo que hacemos aquí —concluyó muy ufano el investigador ante la mirada atónita del periodista.
¡Un chaleco antibalas hecho de bolsas del súper! En su conversación anterior el científico quizá le había presentado al periodista la información como se la hubiera comunicado a sus colegas, con fórmulas químicas y términos físicos precisos para la resistencia de un material a la penetración, etcétera. Sin duda aquello había sido muy preciso y también muy árido; en pocas palabras, aburrido para quien no fuera partícipe del lenguaje de la ciencia, e imposible de presentar como un cuento. La demostración del chaleco —una demostración impactante, nunca mejor dicho— era otra cosa: un acontecimiento dramático con el cual interesar al público. Una historia.
En México aún no hay una relación de respeto mutuo y de comprensión entre periodistas y científicos. Es común entre éstos pensar que el periodista sobresimplifica para que lo entiendan unos ignorantes y al hacerlo desvirtúa la información científica. Muchos científicos rehuyen hablar con reporteros. Los periodistas, por su lado, no piden las historias que necesitan porque piensan que debería ser obvio para los científicos que la información se debe presentar siempre así. Se entabla así un diálogo de sordos, como comprobé hace un par de años, cuando se organizó en Universum una conferencia de prensa para que el Instituto de Astronomía de la UNAM informara a los periodistas sobre el descubrimiento de un objeto más grande que Plutón en los suburbios del sistema solar. Esto ocurrió poco antes de la reunión de la Unión Astronómica Internacional en la que los astrónomos de todo el mundo convinieron en una nueva definición de “planeta” que, entre otras cosas, degradaba a Plutón al rango de “planeta enano”.
Todos los periódicos habían anunciado un “nuevo planeta”. En la conferencia de prensa, los periodistas se desgañitaron repitiendo la pregunta “¿es planeta o no?” sin que les dieran una respuesta nítida que zanjara la controversia, que era lo que esperaban. Los astrónomos se andaban con rodeos, porque en la ciencia rara vez hay respuestas tajantes, y no hubo comunicación. Lo que pasó fue lo siguiente, en mi opinión: los periodistas, como el público en general, llevaban la idea de que la naturaleza del objeto descubierto es una propiedad objetiva, que se puede medir, como si el objeto llevara en algún lado una etiqueta que dijera “planeta” o “no planeta” y bastara con leerla para saber qué era en su esencia. Pero el concepto de planeta no es una categoría natural que esté “allá afuera”, claramente impresa en los cuerpos celestes pertinentes, sino una convención. Hay una graduación continua entre los granos de polvo y los planetas gigantes como Júpiter (y entre éstos y las estrellas, lo que complica las cosas). Las fronteras que le imponemos a la naturaleza son por fuerza artificiales. Así, tenemos que definir “planeta” como mejor nos convenga y no atendiendo a criterios objetivos que no existen.
En la antigüedad “planeta” era cualquier luminaria del cielo que se desplazara entre las estrellas fijas. Eran planetas el Sol y la Luna y no lo era la Tierra, por ejemplo. A partir del siglo XVII “planeta” fue “cuerpo que gira alrededor del Sol”. A principios del siglo XIX empezaron a aparecer objetos relativamente pequeños que se movían en órbitas que estaban entre Marte y Júpiter. A los primeros se les consideró nuevos planetas, pero cuando empezaron a multiplicarse, los astrónomos decidieron cambiarles de nombre. Les pusieron “asteroides” y hoy tenemos ubicados cientos de miles (imagínense si se hubieran quedado como planetas). Con los nuevos objetos que están más lejos que Plutón ocurrió exactamente lo mismo. Al empezar a proliferar los nuevos descubrimientos, los astrónomos han decidido no complicarse la vida y cambiar una vez más la definición de “planeta”. Plutón necesariamente quedó fuera por parecerse mucho más a los nuevos objetos que a los planetas clásicos.
De todo esto se desprende que la categoría de planeta se confiere artificialmente. La naturaleza no tiene prevista esa división. Los astrónomos de aquella conferencia de prensa no supieron explicarles a los periodistas este importante asunto por considerarlo evidente. En esa fecha (poco antes de la reunión donde se redefinió el concepto, pues) cada astrónomo tenía su propia opinión acerca de la clasificación de los nuevos objetos. Unos querían que se consideraran planetas y otros lo veían problemático (el sistema solar acabaría con miles de planetas en lugar de una decena). La doctora Julia Espresate hizo honor a su apellido y “espresó” su opinión: el nuevo objeto no debía considerarse planeta. Pero no explicó bien que aquella afirmación era una postura personal y no la palabra de dios. Al día siguiente en el periódico apareció el siguiente titular: “No es planeta: UNAM”. ¡Con razón los científicos rehuyen a los periodistas!
Con todo, no hay remedio: la ciencia —como los deportes, las finanzas y la política— tiene que comunicarse a la comunidad. ¿Cómo podríamos remediar este caso de teléfono descompuesto? Educando a ambas partes.
Los periodistas que se ocupen de las noticias científicas tienen que informarse más acerca de cómo funciona la ciencia. Por ejemplo, tienen que saber que la ciencia no se construye a base de “grandes descubrimientos” hechos por próceres científicos. No hay héroes en la ciencia porque la ciencia es una actividad colectiva. La comunidad recoge datos por medio de observaciones y experimentos, trata de armar con ellos una estructura coherente (es decir, trata de interpretarlos y armar con ellos una teoría consistente), predice resultados y propone nuevos experimentos. Y sobre todo, discute constantemente. Un artículo científico publicado en una revista especializada no es, como podría creerse, una declaración de la verdad absoluta, sino una idea (o un conjunto de ideas) que se pone allí para que los colegas la discutan. Las revistas científicas son un ring de box. Uno entra ahí a recibir tortazos. Mientras más tortazos reciba la idea sin que le hagan el knock-out, más confianza tenemos en que esa idea es una buena descripción de la realidad. Al final, las ideas más resistentes van convenciendo a más y más profesionales de la ciencia y se genera el consenso. La idea ha sido aceptada… por el momento. En efecto, las teorías científicas no son verdades absolutas e inamovibles; son paradas más o menos duraderas en un camino que nunca se acaba. He aquí una visión de la ciencia muy distinta a la de grandes descubrimientos y verdades científicas que presentan los medios.
Los científicos, por su parte, tienen que entender que estas cosas no las sabe quien no pertenece a la comunidad científica, y que por lo tanto es importante explicarlas aunque para ellos sean evidentes. Quien anuncia, por ejemplo, que ha encontrado una partícula que viaja más rápido que la luz tiene que explicar por qué cree que sus datos indican que encontró una partícula superlumínica, qué significa su hallazgo en el panorama de la ciencia y quién disputa sus resultados (y por qué). Es muy importante, sobre todo, que los científicos dejen de pensar que cuando hablan con periodistas o con el público están hablando con retrasados mentales.
En México estamos muy lejos de ese ideal. Los investigadores rehusan expresarse en español de todos los días y los periódicos insisten en mandar a cubrir la ciencia a los mismos reporteros que cubren los deportes, las finanzas o la nota roja. Y parece que en Argentina tampoco, como demuestra esta nota, publicada por el diario La Nación de ese país.
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2 comentarios:
que tal Sergio
pues esto que dices de la relación con los medios aplica en muchas otras área
yo he trabajado en el tema de los desastres, y como bien dices, los reporteros estan buscando historias que llamen la atención y si la explicación que reciben no es así, ellos se encargan de hacer algo llamativo aunque este muy alejado de la realidad
lo que nos dimos cuenta es que para minimizar las "descomposturas del telefono" puede ayudar el trabajar de la mano con un equipo de reporteros frecuentes, de manera que poco a poco se vayan familiarizando tanto ellos como nosotros y mejorar el entendimiento de la labor de ambos
Muy buena idea. Así vas formando periodistas especializados en noticias sobre desastres. Los científicos tendríamos que hacer lo mismo, lo malo es que, por lo general, la ciencia no es noticia, por lo que sería difícil construir un grupo de reporteros frecuentes. A falta de esto, algunos institutos de investigación de la UNAM han montado departamentos de divulgación dirigidos por divulgadores que se encargan de redactar las noticias y de las relaciones con la prensa. Peor es nada.
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