Que levante la mano el que tenga apéndice (la levanta una buena parte de mis numerosos lectores). Que levante la mano el que no lo tenga (hace lo propio el resto de mis amables seguidores).
Que ahora levante la mano el que sepa por qué demonios tenemos apéndice (silencio, grillos en la lejanía).
Ahora imagínense una escena semejante, pero no entre lectores y autor de este blog, sino con palabras como personajes. Las palabras han cobrado vida y están congregadas en una plaza de la República de las Letras. Una palabra muy autoritaria (quizá la palabra huevos) solicita que levanten la mano los vocablos que tengan hache. Responden palabras como hijo, hermosura y hacer. Luego se pide que se manifiesten las que no tengan hache. Finalmente se pide que alcen la mano las que sepan a qué demonios se debe la extravagancia de la hache en una lengua en la que esta letra es muda.
La respuesta es bien conocida. A mí me la dio mi maestra de español en secundaria: la hache de muchas palabras ocupa el lugar que tuvo una efe en los antepasados de esas palabras (fijo, fermosura, facer). Al paso de los siglos la efe se fue desgastando en la pronunciación y se perdió. (Es algo parecido a lo que ocurre con la be de burro y la ve de vaca, que en México distinguimos con esa explicación zoológica porque ya no difieren en pronunciación. Sólo los cursis y algunos locutores de radio pronuncian hoy la v labio dental.) En la estructura de esas palabras que empezaban con efe quedó una casilla vacía. Se puso una hache para no dejar el hueco (¿o será el fueco?). Dicho de otro modo, esa letra es un vestigio, un indicio de que las palabras han evolucionado.
El apéndice de las personas es una hache en la anatomía humana.
A Charles Darwin le gustaba encontrar rastros del pasado en los organismos. Dedicó una buena parte del capítulo XIV de El origen de las especies a lo que llamó órganos rudimentarios o atrofiados, “que llevan el sello de la inutilidad evidente”. En ese libro Darwin expone con numerosísimos ejemplos la teoría de la evolución por selección natural. El capítulo en cuestión contiene hechos biológicos insospechados: los fetos de vaca desarrollan in utero dientes que nunca emergen de las encías; la boa constrictor conserva de sus antepasados rudimentos de la pelvis y las patas traseras; algunas especies de salamandra que viven lejos del agua son renacuajos en su estado embrionario (y esos renacuajos nadan cuando se les extrae del vientre de su muy terrestre madre).
Los perplejos contemporáneos de Darwin creían que los seres vivos, o mejor, las especies de seres vivos, no cambiaban; que Dios las había formado tal cuales eran desde el primer día. Los órganos rudimentarios servían, según se creía, para “completar el esquema de la naturaleza”, o bien “para mantener la simetría”. Dice Darwin, comprensiblemente exasperado: “Pero esto no es explicar, sino enunciar el hecho con otras palabras”. Si los elementos inútiles de la anatomía de algunas especies son para completar el esquema de la naturaleza, ¿por qué no tienen rudimentos de extremidades otras especies de serpiente, por ejemplo?
Darwin tenía una explicación de verdad: los órganos rudimentarios son rastros de la historia de la especie (como la hache lo es de la historia de un vocablo). Los organismos de hoy son descendientes de antepasados distintos a ellos. La selección natural, principal fuerza transformadora de especies, va conservando los cambios ventajosos para los individuos. Las transformaciones neutras, que ni ayudan ni estorban, pueden conservarse o no, indistintamente. Las ballenas tienen dentro de las aletas todos los huesos necesarios para formar dedos. Sus antepasados terrestres los necesitaban, las ballenas no. Desde el punto de vista funcional, da lo mismo si los dedos están o no están. Se han vuelto invisibles para la selección natural .
Darwin no pasó por alto la semejanza entre los órganos vestigiales y las letras vestigiales. Dice: “Los órganos rudimentarios se pueden comparar con las letras de algunas palabras, que se conservan en la ortografía pese a ser ya inútiles en la pronunciación, pero que sirven para determinar su origen”. Y termina esa sección con clarines y trompetas: “Podemos concluir que, desde la perspectiva de [la evolución por selección natural], la existencia de órganos en estado rudimentario, imperfecto e inútil, o casi, lejos de presentar dificultades, como sin duda ocurre en la antigua doctrina de la creación, podría incluso haberse previsto según las opiniones que aquí se exponen”.
Seguimos sin saber para qué sirve el apéndice (o más bien para qué servía). Pero ahora todos podemos levantar la mano cuando nos pregunten por qué lo tenemos.
lunes, 13 de octubre de 2008
jueves, 9 de octubre de 2008
El cerebro de Laplace, o el tamaño no importa
Si usted es de los que creen que más siempre equivale a mejor quizá piense que mientras más grande tenga el cerebro una persona, más inteligente será. Hoy en día ha caído en desuso la idea de que hay una relación directa e inequívoca entre el tamaño del cerebro (o, de manera equivalente, su peso) y la inteligencia, pero en el siglo XIX gozó de mucha popularidad entre los científicos que se dedicaban a estudiar ese órgano.
Cuantificar la inteligencia no es fácil. Ni siquiera es fácil definirla para saber qué cuantificar. La dificultad de precisar qué es y de medir la inteligencia dio lugar, en 1861, a una polémica científica de lo más jugosa. Los contendientes fueron Paul Broca y Louis Pierre Gratiolet, anatomistas franceses que debatieron acerca de la relación del peso del cerebro con la inteligencia.
Gratiolet decía que el peso del cerebro no era medida de la inteligencia; Broca decía que sí. El debate consumió más de 200 páginas impresas y duró cinco meses, al cabo de los cuales, al parecer, Broca salió victorioso. Su alegato se había fundamentado principalmente en el hecho conocido de que el cerebro de Georges Cuvier, célebre compatriota de los contendientes que fundó la paleontología (el estudio de los fósiles), pesaba, al morir su ilustre dueño, 1830 gramos –más de 30 % por encima del peso del cerebro del varón promedio (1375 gramos). El que Cuvier hubiera tenido el cerebro gordo era flaca evidencia, pero Broca convenció a muchos de sus colegas --posiblemente ya convencidos de antemano-- de que la capacidad intelectual de un individuo era función de su capacidad craneal.
Una de las conclusiones más lamentables que se deducían de esta premisa es que las mujeres, cuyos cerebros son, en promedio, un poco menos pesados que los de los hombres, debían ser más tontas que los varones, conclusión de la que tanto Broca como Gratiolet --junto con la mayoría de sus contemporáneos varones-- estaban convencidísimos aún antes de examinar cerebros. Esta deducción se pasa de simplista porque no toma en cuenta el hecho de que muchas funciones cerebrales como la percepción visual, la facultad de hablar y la de hacer matemáticas están localizadas en regiones particulares del cerebro (aunque Broca descubrió la primera de estas regiones de que se tuvo noticia: el área de Broca, que interviene en la comprensión y producción del habla). Tampoco se decían Broca y sus contemporáneos que, con masas corporales en promedio menores que las de los hombres, las mujeres necesitan menos cerebro para desempeñar funciones vitales automáticas como la digestión, la respiración y el control de la temperatura del organismo, por lo que el sobrante de la masa cerebral bien puede dedicarse a las funciones intelectuales. Hoy en día la gente bien informada sabe que, aparte diferencias en educación y en el modo de criar a los varones y a las mujeres en distintas culturas, no hay ningún indicio de que los sexos difieran en mérito intelectual.
Pero a Broca, por lo demás un anatomista de primera categoría, le faltaba información y le sobraban prejuicios. Años después, cuando hubo más cerebros de personajes ilustres metidos en frascos, se revelaron cosas interesantísimas: el cerebro del escritor ruso Iván Turgueniev pesó 2000 gramos, pero el del escritor francés Anatole France, que de tonto no tenía un pelo, pesó únicamente 1100. El cerebro de Albert Einstein, el cual estuvo durante mucho tiempo en un frasco guardado en un consultorio médico de Wichita, Kansas, pesó sólo 1230 gramos.
Estas cosas se supieron después y a mí me dan ganas de disculpar a Paul Broca. Después de todo, nadie se salva de los prejuicios de su época. Empero, ya antes del debate que los dos anatomistas franceses sostuvieron en 1861 se conocía por lo menos un ejemplo en el que fallaba la relación que Broca postuló entre peso del cerebro e inteligencia, como descubrí por casualidad husmeando en los archivos que ofrece en internet la revista Nature. En el número del 16 de abril de 1927 aparece una carta al editor por medio de la cual me enteré de lo que les voy a contar.
El médico francés François Magendie escribió lo siguiente en un artículo que trataba de la fisiología del cerebro, en 1827: “Me vi en la dolorosa necesidad de examinar el cerebro de un hombre genial, muerto a una edad avanzada, pero que conservaba intactas sus facultades intelectuales...” Magendie tenía la teoría de que la inteligencia humana va en razón inversa a la cantidad de líquido cefalorraquídeo que contiene el cráneo, pero poco importa. El caso es que Magendie se vio en la “dolorosa necesidad” de rebanarle los sesos a un individuo con fama de listo, y que dicho individuo era, al parecer, Pierre Simon de Laplace, celebérrimo matemático y astrónomo francés, estudioso de la teoría de probabilidades y autor de un tratado titulado Mecánica celeste que hasta Napoleón leyó (o por lo menos hojeó).
El discreto Magendie no se tomó la molestia de anotar cuánto pesaba el cerebro de aquel “hombre genial” cuyo nombre no menciona, pero una carta escrita en 1834 por Joanna Baillie, poeta y dramaturga prolífica, a su sobrina Sophy puede darnos una idea de la capacidad craneal del personaje, además de confirmar que se trataba de Laplace y ofrecer otro indicio de que el tamaño del cerebro no influye directamente en la capacidad intelectual:
"Hampstead, 1834
"Mi querida Sophy:
"El doctor Somerville nos contó hace poco una circunstancia insólita acerca de la cabeza de Laplace, el célebre astrónomo francés. Un grupo de damas y caballeros fue un día a casa del gran anatomista Magendie para ver el cerebro del filósofo, el cual, suponían, debía ser de tamaño descomunal, y al ver sobre la mesa un ejemplar que respondía a sus expectativas, quedaron encantados. “¡Ah! ¡Miren que soberbio cerebro! ¡Qué órgano! ¡Qué tamaño! Esto explica completamente sus asombrosas facultades mentales”. Magendie, quien se encontraba a espaldas de ellos y los había escuchado, los interrumpió amablemente diciendo: “Sí, éste es, en efecto, un cerebro muy grande, pero perteneció a un pobre idiota que en vida apenas podía distinguir la mano derecha de la izquierda”. Luego, mostrándoles un cerebro notablemente pequeño, añadió: “Éste, damas y caballeros, es el cerebro de Laplace.
Afectuosamente,
tu tía, J. Baillie."
Cuantificar la inteligencia no es fácil. Ni siquiera es fácil definirla para saber qué cuantificar. La dificultad de precisar qué es y de medir la inteligencia dio lugar, en 1861, a una polémica científica de lo más jugosa. Los contendientes fueron Paul Broca y Louis Pierre Gratiolet, anatomistas franceses que debatieron acerca de la relación del peso del cerebro con la inteligencia.
Gratiolet decía que el peso del cerebro no era medida de la inteligencia; Broca decía que sí. El debate consumió más de 200 páginas impresas y duró cinco meses, al cabo de los cuales, al parecer, Broca salió victorioso. Su alegato se había fundamentado principalmente en el hecho conocido de que el cerebro de Georges Cuvier, célebre compatriota de los contendientes que fundó la paleontología (el estudio de los fósiles), pesaba, al morir su ilustre dueño, 1830 gramos –más de 30 % por encima del peso del cerebro del varón promedio (1375 gramos). El que Cuvier hubiera tenido el cerebro gordo era flaca evidencia, pero Broca convenció a muchos de sus colegas --posiblemente ya convencidos de antemano-- de que la capacidad intelectual de un individuo era función de su capacidad craneal.
Una de las conclusiones más lamentables que se deducían de esta premisa es que las mujeres, cuyos cerebros son, en promedio, un poco menos pesados que los de los hombres, debían ser más tontas que los varones, conclusión de la que tanto Broca como Gratiolet --junto con la mayoría de sus contemporáneos varones-- estaban convencidísimos aún antes de examinar cerebros. Esta deducción se pasa de simplista porque no toma en cuenta el hecho de que muchas funciones cerebrales como la percepción visual, la facultad de hablar y la de hacer matemáticas están localizadas en regiones particulares del cerebro (aunque Broca descubrió la primera de estas regiones de que se tuvo noticia: el área de Broca, que interviene en la comprensión y producción del habla). Tampoco se decían Broca y sus contemporáneos que, con masas corporales en promedio menores que las de los hombres, las mujeres necesitan menos cerebro para desempeñar funciones vitales automáticas como la digestión, la respiración y el control de la temperatura del organismo, por lo que el sobrante de la masa cerebral bien puede dedicarse a las funciones intelectuales. Hoy en día la gente bien informada sabe que, aparte diferencias en educación y en el modo de criar a los varones y a las mujeres en distintas culturas, no hay ningún indicio de que los sexos difieran en mérito intelectual.
Pero a Broca, por lo demás un anatomista de primera categoría, le faltaba información y le sobraban prejuicios. Años después, cuando hubo más cerebros de personajes ilustres metidos en frascos, se revelaron cosas interesantísimas: el cerebro del escritor ruso Iván Turgueniev pesó 2000 gramos, pero el del escritor francés Anatole France, que de tonto no tenía un pelo, pesó únicamente 1100. El cerebro de Albert Einstein, el cual estuvo durante mucho tiempo en un frasco guardado en un consultorio médico de Wichita, Kansas, pesó sólo 1230 gramos.
Estas cosas se supieron después y a mí me dan ganas de disculpar a Paul Broca. Después de todo, nadie se salva de los prejuicios de su época. Empero, ya antes del debate que los dos anatomistas franceses sostuvieron en 1861 se conocía por lo menos un ejemplo en el que fallaba la relación que Broca postuló entre peso del cerebro e inteligencia, como descubrí por casualidad husmeando en los archivos que ofrece en internet la revista Nature. En el número del 16 de abril de 1927 aparece una carta al editor por medio de la cual me enteré de lo que les voy a contar.
El médico francés François Magendie escribió lo siguiente en un artículo que trataba de la fisiología del cerebro, en 1827: “Me vi en la dolorosa necesidad de examinar el cerebro de un hombre genial, muerto a una edad avanzada, pero que conservaba intactas sus facultades intelectuales...” Magendie tenía la teoría de que la inteligencia humana va en razón inversa a la cantidad de líquido cefalorraquídeo que contiene el cráneo, pero poco importa. El caso es que Magendie se vio en la “dolorosa necesidad” de rebanarle los sesos a un individuo con fama de listo, y que dicho individuo era, al parecer, Pierre Simon de Laplace, celebérrimo matemático y astrónomo francés, estudioso de la teoría de probabilidades y autor de un tratado titulado Mecánica celeste que hasta Napoleón leyó (o por lo menos hojeó).
El discreto Magendie no se tomó la molestia de anotar cuánto pesaba el cerebro de aquel “hombre genial” cuyo nombre no menciona, pero una carta escrita en 1834 por Joanna Baillie, poeta y dramaturga prolífica, a su sobrina Sophy puede darnos una idea de la capacidad craneal del personaje, además de confirmar que se trataba de Laplace y ofrecer otro indicio de que el tamaño del cerebro no influye directamente en la capacidad intelectual:
"Hampstead, 1834
"Mi querida Sophy:
"El doctor Somerville nos contó hace poco una circunstancia insólita acerca de la cabeza de Laplace, el célebre astrónomo francés. Un grupo de damas y caballeros fue un día a casa del gran anatomista Magendie para ver el cerebro del filósofo, el cual, suponían, debía ser de tamaño descomunal, y al ver sobre la mesa un ejemplar que respondía a sus expectativas, quedaron encantados. “¡Ah! ¡Miren que soberbio cerebro! ¡Qué órgano! ¡Qué tamaño! Esto explica completamente sus asombrosas facultades mentales”. Magendie, quien se encontraba a espaldas de ellos y los había escuchado, los interrumpió amablemente diciendo: “Sí, éste es, en efecto, un cerebro muy grande, pero perteneció a un pobre idiota que en vida apenas podía distinguir la mano derecha de la izquierda”. Luego, mostrándoles un cerebro notablemente pequeño, añadió: “Éste, damas y caballeros, es el cerebro de Laplace.
Afectuosamente,
tu tía, J. Baillie."
miércoles, 1 de octubre de 2008
La evolución no es como la pintan

El otro día iba con mi hija y mis sobrinos en el coche cuando vimos una larguísima hilera de vehículos formados en doble fila obstruyendo parte de la calle. Sin pensarlo dos veces les dije a los niños: “predigo que todos los coches que están ahí formados tienen placas que terminan en 7 o en 8”. Al confirmarse mi hipótesis cuando pasamos junto a los coches formados, los niños se quedaron patidifusos de admiración por mis habilidades adivinatorias, dignas del profesor Dumbledore de Harry Potter.
A ustedes, radioescuchas y bloglectores, les revelaré las observaciones que fundamentaron mi predicción: era 30 de septiembre y los coches estaban formados frente a un verificentro. ¿Cabía dudar de que fueran conductores remisos que dejaron la verificación de sus automóviles para el último día? ¿Había otra hipótesis que explicara mejor las observaciones? Claro que no.
He aquí otra situación de la vida cotidiana en la que podría yo aventurar una predicción para impresionar incautos (o criaturitas preciosas, como mi hija y mis sobrinos): es día de partido Chivas-América y vemos un coche que corre raudo por el Periférico hacia el sur. El vehículo enarbola una bandera de las chivas. Mi predicción sería que se dirige al Estadio Azteca. ¿Es igual de segura que la de los coches frente al verificentro? Claramente no. Aunque es muy probable que sí vaya al estadio, también podría ser que el conductor y sus pasajeros se dirijan a casa de algún amigo a ver el partido por televisión tomándose unas chelas.
En la ciencia tenemos también predicciones que nos inspiran distintos grados de confianza. No todo resultado de la investigación científica y del consenso entre profesionales nos convece con la misma fuerza. Así, hay creencias científicas estilo coche con bandera de las chivas en día de partido –probables, pero no seguras; y hay otras que son como una fila de coches en el verificentro en último de mes: impepinables, que no podría ponerlas en duda ninguna persona bien informada que esté al tanto de los detalles (los niños, por lo general, no son personas bien informadas, por suerte para los papás y tíos presumidos como yo).
Que la Tierra gira alrededor del sol es una de estas conclusiones impepinables para quien entiende los detalles (casi todo el mundo). Otra igual de impepinable, pero no para tanta gente, es que las especies de plantas, animales y microorganismos que pueblan la Tierra son producto de un proceso de transformación de las especies, proceso que opera en lapsos de muchas generaciones y tiene como motor los cambios del entorno y las pequeñas variaciones genéticas que existen entre individuos de la misma especie. La evolución por selección natural, como llamó a esta idea el más conocido de sus creadores, Charles Darwin, es un resultado científico de categoría impepinable, que hoy no pone en duda nadie que esté al tanto de los detalles.
Los íconos de la evolución son ya lugares comunes. Los vemos hasta en la publicidad, donde para dar a entender que un producto es lo último en tecnología se lo tilda de “el más evolucionado” o bien se lo relaciona con una imagen muy difundida de la evolución de la especie humana: una fila, pero no de coches, sino de primates, que empieza con uno pequeño y encorvado, pasa por una serie de homínidos que van creciendo y se van enderezando y culmina con un Homo sapiens sapiens, o sea, usted o yo, pero por lo general desnudos. Seguro que usted ya la recordó, pues esta imagen es a la evolución humana lo que la Mona Lisa es a la pintura renacentista: su mismísimo símbolo. Pues bien, esta imagen, igual que la Mona Lisa, da una imagen parcial y hasta engañosa de lo que simboliza.
“El hombre desciende del mono”, se dice con descuido (y desafortunadamente la eduación que nos dan en la escuela no basta para darse cuenta del tamaño de la pifia). El ícono que estamos discutiendo parece confirmar esta imprecisión, porque detrás del Homo sapiens vemos algunos primates que parecen chimpancés. Pero los humanos no descendemos del chimpancé. La prueba es ¡que todavía hay chimpancés! La forma correcta de verlo es ésta: chimpancés y humanos descendemos de un antepasado común. Nuestros linajes se separaron hace unos seis millones de años (lo que se calcula a partir de la diferencia entre el genoma de un chimpancé y el de una persona, suponiendo que las diferencias se acumulan a ritmo constante). Así, los simios de hoy –y de hecho, cualquier especie de hoy, sea simio o bacteria—es igual de evolucionada que nosotros en el sentido de llevar el mismo tiempo que nuestro linaje sometida al torno moldeador de precisión que es la selección natural. Incluso los cocodrilos y las cucarachas, de los que se dice que fueron abandonados por la evolución, son organismos perfectamente adaptados a su entorno y por lo tanto, tan “evolucionados” como el que más.
La imagen icónica de la evolución humana comete otro equívoco: darnos a entender que nuestra especie es la culminación perfecta de un linaje cuyos otros miembros son fenómenos de circo o algo por el estilo. Es como si creyéramos que los organismos de pasado son pruebas que salieron mal. Lo cierto es que, puesto que el entorno actúa como una podadora, cortando ramas que no son viables en las condiciones del momento, sería muy extraño que en el pasado –o en cualquier otro tiempo—hubiera habido organismos mal adaptados o defectuosos. No: el elenco de organismos de cada época es un catálogo de campeones, o de máquinas finamente ajustadas para operar eficazmente en su entorno. Un mamut no es peor que un elefante. Es una especie adaptada a otras condiciones.
Muchos científicos y divulgadores de la ciencia, como yo, recomiendan no usar esa imagen para ilustrar la evolución humana, que como la de cualquier otro organismo hoy se entiende como una serie de ramificaciones, no una línea recta. El hombre de Neandertal no es nuestro antepasado, sino un primo con el que compartimos un antepasado común que vivió hace alrededor de un millón de años. Así pues, cuando vean esta imagen en un museo de ciencias, ¡o en un anuncio!, pueden estar seguros de que los responsables no entienden la evolución, predicción que hago con el mismo grado de certeza con que predije que los coches formados en esa fila tenían placas terminadas en siete u ocho.
martes, 30 de septiembre de 2008
El sol y los huracanes
Aunque los científicos por lo general no creemos en la astrología, tenemos que reconocer que hay una estrella que sí tiene efectos sobre lo que acontece en la Tierra: se llama sol y está aquí cerquita, a 150 millones de kilómetros. El sol es a la Tierra lo que la economía de Estados Unidos a la de México. Cuando al sol le dan agruras, aquí en la Tierra pueden freírse los satélites artificiales, estallar las centrales eléctricas e intensificarse las auroras polares.
Parece que también puede reducirse la intensidad de los huracanes.
James Elsner, climatólogo de la Universidad Estatal de Florida, analizó los datos de huracanes que se han acumulado desde hace más de un siglo. En un artículo publicado el 19 de septiembre en la revista Geophysical Research Letters, Elsner afirma que la intensidad promedio de los huracanes varía en un ciclo que dura entre 11 y 12 años. Según el investigador, el ciclo de los huracanes coincide con el bien conocido ciclo de 11 años de la actividad magnética del sol.
Cuando el sol está en el máximo de actividad, se le llena la cara de manchas y --si Elsner tiene razón-- se reduce la intensidad de los huracanes en 10 % por cada 100 manchas solares. Sería muy útil tener un asidero más para predecir la intensidad de estas tormentas... falta que Elsner tenga razón.
El mecanismo que propone funciona así: cuando hay más manchas solares, el sol emite más radiación ultravioleta. Ésta calienta las capas superiores de la atmósfera de la Tierra, lo que reduce la diferencia de temperatura entre el mar y la atmósfera. A menor diferencia de temperatura, menos fuertes son las corrientes de convección ascendentes y descendentes que dan origen a los huracanes (ayudadas por la fuerza de Coriolis).
Los expertos en huracanes no están convencidos. Alegan, en primer lugar, que las capas de la atmósfera que reciben más calor durante el máximo solar están demasiado altas para afectar los huracanes. En segundo lugar, objetan que Elsner no consideró directamente en su análisis la intensidad de los huracanes. ¡No podía! La escala de intensidad de huracanes existe apenas desde 1971. Para los datos anteriores a esa fecha, Elsner y sus colaboradores tomaron en cuenta cuántos huracanes llegaban a tocar tierra en cada temporada. Su método equivale a identificar la frecuencia de huracanes que tocan tierra con la intensidad promedio de los huracanes de la temporada, método que no ha convencido a los expertos.
Judy Curry, huracanóloga del Instituto Tecnológico de Georgia, Estados Unidos, dice que el resultado es interesante y que puede valr la pena explorarlo, pero que Elsner hizo demasiadas suposiciones para creerle en este momento. Para avanzar en esta investigación habría que: 1) verificar que existe el ciclo de los huracanes (quizá con otra suposición para sustituir la medida de la intensidad en los datos de antes de 1971), y 2) detallar mejor el mecanismo mediante el cual la actividad del sol podría ser la causa de este ciclo.
Como siempre, el artículo de James Elsner es una propuesta y una invitación al debate, y no la revelación de una verdad absoluta.
Parece que también puede reducirse la intensidad de los huracanes.
James Elsner, climatólogo de la Universidad Estatal de Florida, analizó los datos de huracanes que se han acumulado desde hace más de un siglo. En un artículo publicado el 19 de septiembre en la revista Geophysical Research Letters, Elsner afirma que la intensidad promedio de los huracanes varía en un ciclo que dura entre 11 y 12 años. Según el investigador, el ciclo de los huracanes coincide con el bien conocido ciclo de 11 años de la actividad magnética del sol.
Cuando el sol está en el máximo de actividad, se le llena la cara de manchas y --si Elsner tiene razón-- se reduce la intensidad de los huracanes en 10 % por cada 100 manchas solares. Sería muy útil tener un asidero más para predecir la intensidad de estas tormentas... falta que Elsner tenga razón.
El mecanismo que propone funciona así: cuando hay más manchas solares, el sol emite más radiación ultravioleta. Ésta calienta las capas superiores de la atmósfera de la Tierra, lo que reduce la diferencia de temperatura entre el mar y la atmósfera. A menor diferencia de temperatura, menos fuertes son las corrientes de convección ascendentes y descendentes que dan origen a los huracanes (ayudadas por la fuerza de Coriolis).
Los expertos en huracanes no están convencidos. Alegan, en primer lugar, que las capas de la atmósfera que reciben más calor durante el máximo solar están demasiado altas para afectar los huracanes. En segundo lugar, objetan que Elsner no consideró directamente en su análisis la intensidad de los huracanes. ¡No podía! La escala de intensidad de huracanes existe apenas desde 1971. Para los datos anteriores a esa fecha, Elsner y sus colaboradores tomaron en cuenta cuántos huracanes llegaban a tocar tierra en cada temporada. Su método equivale a identificar la frecuencia de huracanes que tocan tierra con la intensidad promedio de los huracanes de la temporada, método que no ha convencido a los expertos.
Judy Curry, huracanóloga del Instituto Tecnológico de Georgia, Estados Unidos, dice que el resultado es interesante y que puede valr la pena explorarlo, pero que Elsner hizo demasiadas suposiciones para creerle en este momento. Para avanzar en esta investigación habría que: 1) verificar que existe el ciclo de los huracanes (quizá con otra suposición para sustituir la medida de la intensidad en los datos de antes de 1971), y 2) detallar mejor el mecanismo mediante el cual la actividad del sol podría ser la causa de este ciclo.
Como siempre, el artículo de James Elsner es una propuesta y una invitación al debate, y no la revelación de una verdad absoluta.
lunes, 22 de septiembre de 2008
La astronomía tiene ojos españoles
En la escuela nos imparten una idea de la historia tan falsa como la que nos dejan de la ciencia. Según esta visión escolar, los hechos del pasado se conocen con toda certidumbre, como si los historiadores tuvieran máquinas del tiempo para ver las cosas con sus propios ojos, y como si ver con los propios ojos bastara para comprobar una verdad que es absoluta –como si las cosas en historia no dependieran en buena medida de la interpretación. Así pues, el pasado es inamovible: nada puede hacernos cambiar de parecer acerca de las hazañas de los próceres y las traiciones de los infames. En realidad la cosa es más complicada: los historiadores interpretan documentos, y éstos son más numerosos cuanto más cercano está un acontecimiento en el pasado. Conocemos mejor las andanzas de don Benito Juárez, en el siglo XIX, que las del rey Arturo, en el siglo IV, V o VI (ni siquiera sabemos si existió de veras). Y cuando los historiadores descubren nuevos documentos, es posible que cambie nuestra interpretación de los acontecimientos históricos. Los historiadores andan cambiando el pasado todo el tiempo.
Hace 20 años estaba de moda un juego de preguntas llamado Maratón. Tu turno consistía en sacar una carta y responder una pregunta sobre uno de varios temas. Algunas preguntas tenían que ver con ciencias, y en particular con la historia de la ciencia. Si respondías bien, podías mover tu ficha una casilla hacia delante, si contestabas mal, avanzaba la ficha negra de la ignorancia.
Así, una vez, jugando con unos amigos, me tocó la siguiente pregunta: ¿quién inventó el telescopio? Antes de contestar me dije lo siguiente: “es un error común pensar que el inventor del telescopio fue Galileo Galilei, científico italiano del siglo XVII. Lo dice hasta en la estampita sobre Galileo que te venden en la papelería, pero es falso. Los físicos y los astrónomos sabemos que Galileo perfeccionó un diseño que ya existía en Holanda. El verdadero inventor fue Hans Lipperhey, pero no creo que lo sepan los fabricantes del Maratón, así que mejor seamos prudentes”. Muy ufano, contesté: “La estampita va a decir que fue Galileo, pero no es cierto. Bueno, digamos que mi respuesta es Galileo, aunque les advierto que está mal”. ¡Sorpresa!, la tarjetita atribuía la invención del telescopio a Isaac Newton, quien nació el año en que murió Galileo. Aquello sí que era un error, porque Galileo es famoso por haber usado el telescopio para mirar al cielo y hacer varios descubrimientos importantísimos en 1609, treinta y tres años antes de que Newton viera la luz del día. Con todo, no hubo manera de convencer a mis contendientes, poco versados en historia de la astronomía. Avanzó la ignorancia (¡y en qué modo!).
Con este amargo recuerdo en mente leí la noticia que me mandó mi amigo y colega divulgador Rolando Ísita este fin de semana: ¡el telescopio tampoco lo inventó Lippherhey ni ningún holandés, porque se inventó en España! (Bueno, quizá...).
En un artículo recién publicado en la revista History Today, el informático metido a historiador Nick Pelling cuenta que se interesó en el tema cuando encontró en Internet una referencia a una investigación que realizó un historiador aficionado español llamado Simón de Guilleuma. Luego de seguir un tenue rastro histórico durante varias décadas, Guilleuma, a los 73 años, anunció sus descubrimientos en una transmisión de Radio Barcelona. Pero ya se sabe que las ondas hertzianas se las lleva el viento. El trabajo del historiador catalán cayó en el olvido.
En sus investigaciones, rescatadas por Nick Pelling, Guilleuma narra que en 1609 un autor italiano llamado Girolamo Sirtori contó en un libro su encuentro con Juan Roget, fabricante de anteojos catalán. Decía Sirtori que Roget había inventado el anteojo de larga vista, o telescopio. Guilleuma se interesó en este personaje y se puso a hacer indagaciones. Escarbando en los registros de la época, encontró los nombres de varios Rogets, parientes de Juan, que también fueron fabricantes de anteojos. Luego hurgó en los archivos que contienen los inventarios de las pertenencias de las personas muertas en Barcelona y encontró varias menciones de la palabra "ulleras", que significa tanto "anteojos" como "telescopio". La más antigua, y una de las menos ambiguas, era del 10 de abril de 1593. En esa fecha, un tal Don Pedro de Carolona le legó a su esposa "un anteojo largo decorado con bronce". La investigación de Guilleuma quedó incompleta, pero Pelling la retoma y trata de atar varios cabos para mostrar que, contra las afirmaciones de inventores holandeses e italianos de la época, el fabricante de telescopios más antiguo es el catalán de origen francés Roget. Pelling interpreta los pocos datos que hay para construir una verdadera historia de detectives que explicaría por qué en el transcurso de una semana de octubre de 1608 no menos de tres inventores holandeses solicitaron patentes para el telescopio. Uno de esos inventores era el célebre Hans Lipperhey. Según Pelling, las tres solicitudes son fraudulentas.
Así pues, ¿quién inventó el telescopio? En la historia, como en la ciencia, nada es "verdad" hasta que no lo acepta la mayoría de la comunidad de profesionales pertinente. Para eso Pelling los tiene que convencer. Su artículo no es el anuncio de una verdad revelada, sino una invitación al debate, como todo artículo especializado, sea de historia o de ciencia. Entre tanto, podemos ver su narración como una interesante historia de misterio.
He aquí un extracto del artículo de Nick Pelling en History Today, traducido sin permiso por su servidor:
"Que los instrumentos de trabajo de Juan Roget estuvieran oxidados en 1609, como afirma Girolamo Sirtori, y que el artesano ya estuviera retirado para entonces es consistente con la posibilidad de que el telescopio que Don Pedro de Carolona legó a su esposa en 1593 fuera uno de los que fabricó Roget. Esto es lo que creía Simón de Guilleuma. Pero a mí me intriga más la subasta de los bienes de Jaime Galvany, que se llevó a cabo en Barcelona en septiembre de 1608. Si aceptamos, con Guilleuma, que lo que se subastó en esa ocasión fue un telescopio de Roget, creo que se puede reconstruir una secuencia plausible de los hechos más importantes.
"En 1608 la Feria de Frankfurt se celebró de principios hasta finales de septiembre. Esta feria era popularmente considerada la mejor oportunidad en todo el año para vender productos novedosos a precios altísimos. Así pues, supongamos para empezar que el avispado comprador de la subasta lleva este telescopio de Roget a la feria, pero con las prisas le rompe una lente.
"Al llegar a la feria, el mercader no consigue que nadie le haga caso. No tiene influencias para colarse en los círculos adecuados. Entonces se encuentra con un holandés de 20 años llamado Zacharias Janssen, vendedor de anteojos itinerante. El mercader le permite a Janssen tratar de venderles el telescopio a sus contactos de la feria, accediendo a dividirse con él las ganancias.
"Janssen da aviso de que tiene a la venta un artículo insólito y consigue una cita con el acaudalado John Philip Fuchs. Con su arrojo de vendedor, Janssen se declara inventor del artefacto y exige por éste un precio escandaloso. Pero el joven con su lente rota le da mala espina a Fuchs, que rechaza la oferta.
"El comerciante le devuelve el telescopio a su dueño. Pese a lo interesante del aparato, nadie lo quiere comprar en lo que el dueño piensa que vale. Los socios se despiden y el mercader regresa a Barcelona. Supongamos que se trata del marsellés Honorato Graner (otro personaje de la historia de Guilleuma), quien dejaría un telescopio parecido en 1613 y cuyo acento Janssen, en su ignorancia, bien pudo tomar erróneamente por italiano.
"El holandés, entre tanto, concibe una añagaza: copiar el telescopio del mercader, para lo cual regresa a Middelburg veloz como un rayo. Aunque ignora cómo se combinan las lentes, se convence de que puede resolverlo si manda traer varias del taller de Hans Lipperhey. Pero cuando Lipperhey le muestra el conjunto de lentes, Janssen no puede resistir la tentación de alinearlas para comprobar si está a punto de hacerse rico... y con esta acción precipitada e imprudente, el secreto se hace público.
"Se ha iniciado la carrera, aunque el joven comerciante no se da cuenta. Janssen y Lipperhey poseen el mismo secreto, pero el fabricante de anteojos le lleva la ventaja de la experiencia. Así, mientras Janssen construye trabajosamente su aparato como va pudiendo, Lipperhey lo rebasa por la izquierda, muestra un telescopio al príncipe Mauricio de Nassau el 25 de septiembre y a la semana solicita una patente. Janssen hace una demostración de su propio telescopio el 14 de octubre, pero la oportunidad ha pasado. El cuento del "telescopio holandés" ha empezado sin él.
"Si es correcta esta reconstrucción, coincide en casi todo con el informe de Sirtori y al mismo tiempo explica diversas anomalías provenientes de otras fuentes, como el asunto de la lente rota. De hecho, en la investigación de Simón de Guilleuma, Sirtori queda más como primer investigador de la historia del telescopio que como candidato a inventor de ese aparato.
"Si los historiadores modernos siguen el rastro de la familia Roget de Barcelona, Gerona y Aveyron, quizá emerja un cuadro más completo. Así puede resultar que, como creía Simón de Guilleuma, la historia del telescopio no haya empezado con una serie de extrañas coincidencias en Holanda, sino con un genio solitario en Cataluña. ¿Será que durante 400 años los astrónomos, sin saberlo, han mirado el cielo con ojos españoles?"
Bonita historia, ¿no creen?
Hace 20 años estaba de moda un juego de preguntas llamado Maratón. Tu turno consistía en sacar una carta y responder una pregunta sobre uno de varios temas. Algunas preguntas tenían que ver con ciencias, y en particular con la historia de la ciencia. Si respondías bien, podías mover tu ficha una casilla hacia delante, si contestabas mal, avanzaba la ficha negra de la ignorancia.
Así, una vez, jugando con unos amigos, me tocó la siguiente pregunta: ¿quién inventó el telescopio? Antes de contestar me dije lo siguiente: “es un error común pensar que el inventor del telescopio fue Galileo Galilei, científico italiano del siglo XVII. Lo dice hasta en la estampita sobre Galileo que te venden en la papelería, pero es falso. Los físicos y los astrónomos sabemos que Galileo perfeccionó un diseño que ya existía en Holanda. El verdadero inventor fue Hans Lipperhey, pero no creo que lo sepan los fabricantes del Maratón, así que mejor seamos prudentes”. Muy ufano, contesté: “La estampita va a decir que fue Galileo, pero no es cierto. Bueno, digamos que mi respuesta es Galileo, aunque les advierto que está mal”. ¡Sorpresa!, la tarjetita atribuía la invención del telescopio a Isaac Newton, quien nació el año en que murió Galileo. Aquello sí que era un error, porque Galileo es famoso por haber usado el telescopio para mirar al cielo y hacer varios descubrimientos importantísimos en 1609, treinta y tres años antes de que Newton viera la luz del día. Con todo, no hubo manera de convencer a mis contendientes, poco versados en historia de la astronomía. Avanzó la ignorancia (¡y en qué modo!).
Con este amargo recuerdo en mente leí la noticia que me mandó mi amigo y colega divulgador Rolando Ísita este fin de semana: ¡el telescopio tampoco lo inventó Lippherhey ni ningún holandés, porque se inventó en España! (Bueno, quizá...).
En un artículo recién publicado en la revista History Today, el informático metido a historiador Nick Pelling cuenta que se interesó en el tema cuando encontró en Internet una referencia a una investigación que realizó un historiador aficionado español llamado Simón de Guilleuma. Luego de seguir un tenue rastro histórico durante varias décadas, Guilleuma, a los 73 años, anunció sus descubrimientos en una transmisión de Radio Barcelona. Pero ya se sabe que las ondas hertzianas se las lleva el viento. El trabajo del historiador catalán cayó en el olvido.
En sus investigaciones, rescatadas por Nick Pelling, Guilleuma narra que en 1609 un autor italiano llamado Girolamo Sirtori contó en un libro su encuentro con Juan Roget, fabricante de anteojos catalán. Decía Sirtori que Roget había inventado el anteojo de larga vista, o telescopio. Guilleuma se interesó en este personaje y se puso a hacer indagaciones. Escarbando en los registros de la época, encontró los nombres de varios Rogets, parientes de Juan, que también fueron fabricantes de anteojos. Luego hurgó en los archivos que contienen los inventarios de las pertenencias de las personas muertas en Barcelona y encontró varias menciones de la palabra "ulleras", que significa tanto "anteojos" como "telescopio". La más antigua, y una de las menos ambiguas, era del 10 de abril de 1593. En esa fecha, un tal Don Pedro de Carolona le legó a su esposa "un anteojo largo decorado con bronce". La investigación de Guilleuma quedó incompleta, pero Pelling la retoma y trata de atar varios cabos para mostrar que, contra las afirmaciones de inventores holandeses e italianos de la época, el fabricante de telescopios más antiguo es el catalán de origen francés Roget. Pelling interpreta los pocos datos que hay para construir una verdadera historia de detectives que explicaría por qué en el transcurso de una semana de octubre de 1608 no menos de tres inventores holandeses solicitaron patentes para el telescopio. Uno de esos inventores era el célebre Hans Lipperhey. Según Pelling, las tres solicitudes son fraudulentas.
Así pues, ¿quién inventó el telescopio? En la historia, como en la ciencia, nada es "verdad" hasta que no lo acepta la mayoría de la comunidad de profesionales pertinente. Para eso Pelling los tiene que convencer. Su artículo no es el anuncio de una verdad revelada, sino una invitación al debate, como todo artículo especializado, sea de historia o de ciencia. Entre tanto, podemos ver su narración como una interesante historia de misterio.
He aquí un extracto del artículo de Nick Pelling en History Today, traducido sin permiso por su servidor:
"Que los instrumentos de trabajo de Juan Roget estuvieran oxidados en 1609, como afirma Girolamo Sirtori, y que el artesano ya estuviera retirado para entonces es consistente con la posibilidad de que el telescopio que Don Pedro de Carolona legó a su esposa en 1593 fuera uno de los que fabricó Roget. Esto es lo que creía Simón de Guilleuma. Pero a mí me intriga más la subasta de los bienes de Jaime Galvany, que se llevó a cabo en Barcelona en septiembre de 1608. Si aceptamos, con Guilleuma, que lo que se subastó en esa ocasión fue un telescopio de Roget, creo que se puede reconstruir una secuencia plausible de los hechos más importantes.
"En 1608 la Feria de Frankfurt se celebró de principios hasta finales de septiembre. Esta feria era popularmente considerada la mejor oportunidad en todo el año para vender productos novedosos a precios altísimos. Así pues, supongamos para empezar que el avispado comprador de la subasta lleva este telescopio de Roget a la feria, pero con las prisas le rompe una lente.
"Al llegar a la feria, el mercader no consigue que nadie le haga caso. No tiene influencias para colarse en los círculos adecuados. Entonces se encuentra con un holandés de 20 años llamado Zacharias Janssen, vendedor de anteojos itinerante. El mercader le permite a Janssen tratar de venderles el telescopio a sus contactos de la feria, accediendo a dividirse con él las ganancias.
"Janssen da aviso de que tiene a la venta un artículo insólito y consigue una cita con el acaudalado John Philip Fuchs. Con su arrojo de vendedor, Janssen se declara inventor del artefacto y exige por éste un precio escandaloso. Pero el joven con su lente rota le da mala espina a Fuchs, que rechaza la oferta.
"El comerciante le devuelve el telescopio a su dueño. Pese a lo interesante del aparato, nadie lo quiere comprar en lo que el dueño piensa que vale. Los socios se despiden y el mercader regresa a Barcelona. Supongamos que se trata del marsellés Honorato Graner (otro personaje de la historia de Guilleuma), quien dejaría un telescopio parecido en 1613 y cuyo acento Janssen, en su ignorancia, bien pudo tomar erróneamente por italiano.
"El holandés, entre tanto, concibe una añagaza: copiar el telescopio del mercader, para lo cual regresa a Middelburg veloz como un rayo. Aunque ignora cómo se combinan las lentes, se convence de que puede resolverlo si manda traer varias del taller de Hans Lipperhey. Pero cuando Lipperhey le muestra el conjunto de lentes, Janssen no puede resistir la tentación de alinearlas para comprobar si está a punto de hacerse rico... y con esta acción precipitada e imprudente, el secreto se hace público.
"Se ha iniciado la carrera, aunque el joven comerciante no se da cuenta. Janssen y Lipperhey poseen el mismo secreto, pero el fabricante de anteojos le lleva la ventaja de la experiencia. Así, mientras Janssen construye trabajosamente su aparato como va pudiendo, Lipperhey lo rebasa por la izquierda, muestra un telescopio al príncipe Mauricio de Nassau el 25 de septiembre y a la semana solicita una patente. Janssen hace una demostración de su propio telescopio el 14 de octubre, pero la oportunidad ha pasado. El cuento del "telescopio holandés" ha empezado sin él.
"Si es correcta esta reconstrucción, coincide en casi todo con el informe de Sirtori y al mismo tiempo explica diversas anomalías provenientes de otras fuentes, como el asunto de la lente rota. De hecho, en la investigación de Simón de Guilleuma, Sirtori queda más como primer investigador de la historia del telescopio que como candidato a inventor de ese aparato.
"Si los historiadores modernos siguen el rastro de la familia Roget de Barcelona, Gerona y Aveyron, quizá emerja un cuadro más completo. Así puede resultar que, como creía Simón de Guilleuma, la historia del telescopio no haya empezado con una serie de extrañas coincidencias en Holanda, sino con un genio solitario en Cataluña. ¿Será que durante 400 años los astrónomos, sin saberlo, han mirado el cielo con ojos españoles?"
Bonita historia, ¿no creen?
lunes, 8 de septiembre de 2008
Para subir al cielo se necesita...un elevador
El transbordador espacial, armatoste antiguo fabricado con tecnología de hace 40 años, va de salida. Los cohetes con los que se envía carga al espacio desde tiempos del Sputnik son muy caros. Para subir al cielo, lo mejor -según algunos- es un elevador de 100,000 kilómetros de altura, equivalente a un edificio de casi 48 millones de pisos.
No es difícil preverle a este artefacto algunas dificultades técnicas. ¿De dónde se cuelga el cable, por ejemplo? Basta pensar en una honda o unas boleadoras argentinas para imaginarse la solución que han dado quienes proponen este concepto. A esa altura no es necesario colgar el cable, porque la fuerza centrífuga debida a la rotación de la Tierra proporciona ampliamente la fuerza necesaria para mantenerlo tenso. Así, no hace falta construir una estructura sólida que llegue desde la Tierra hasta el extremo del cable, lo que de todos modos sería imposible porque no hay material que aguante el peso de semejante estructura, y por si fuera poco ni el radio de la Tierra (6,400 kilómetros) bastaría para anclar los cimientos del edificio. Así pues, bastaría poner en órbita el cable y luego descolgarlo hacia la superficie del planeta. Y de hecho, por depender la tensión del cable del movimiento de rotación de la Tierra, se podría decir más bien que el elevador está colgado de la superficie terrestre y "cae" hacia el espacio.
Pasemos por alto los obstáculos que esto supondría. Otro problema grave es éste: ¿de qué hacemos el cable? Según Bradley Carl Edwards, ingeniero estadounidense que ha ideado uno de los muchos proyectos de elevador espacial que se están evaluando, el cable podría fabricarse con nanotubos de carbono, material muy resistente descubierto en 1990. Edwards ha calculado que un listón de este material de un metro de ancho, no más espeso que una hoja de papel y de la longitud necesaria pesaría "solamente" 800 toneladas y proporcionaría la resistencia necesaria (aunque hasta hace poco los nanotubos de carbono no habían superado en las pruebas ni la mitad de la resistencia recomendada por los ingenieros para el elevador espacial).
Los vehículos de ascenso que contempla el proyecto de Edwards, uno de los pocos avalados por la NASA, subirían a 200 kilómetros por hora y podrían hacer escala a distintas altitudes: desde las correspondientes a órbitas bajas, como las de los transbordadores espaciales y muchos satélites (unos 400 kilómetros de altura), pasando por la altitud de una órbita geoestacionaria (unos 37,000 kilómetros, donde un objeto le da una vuelta a la Tierra en 24 horas, el mismo tiempo que ésta tarda en girar sobre su eje. Un objeto en semejante órbita sobre el ecuador permanece siempre sobre el mismo punto de la superficie terrestre.), hasta la altitud máxima de 100,000 kilómetros, donde habría una estación-trampolín para proseguir hacia la Luna. El viaje duraría unas 2 horas en el primer caso, más de una semana en el segundo y cerca de un mes en el tercero. Durante los primeros minutos del ascenso los pasajeros del elevador espacial verían pasar el color del cielo de azul a negro azabache mientras la curvatura de la Tierra se haría visible, junto con los contornos de los continentes...sin duda una experiencia que ninguno olvidaría.
Con tecnología previsible para el futuro cercano Edwards y David Raitt, de la Agencia Espacial Europea, calculan que el aparato costaría unos 6,200 millones de dólares. ¿Mucho dinero? Depende. Desarrollar el A380, el avión más grande del mundo, le costó a la empresa europea Airbus 15,000 millones de dólares, por ejemplo. Y la Estación Espacial Internacional ha costado ocho veces más de lo que costaría el elevador (si los cálculos de Edwards y Raitt son correctos). Por si fuera poco, con el elevador se reducen considerablemente los costos: poner un kilo de carga útil en órbita geoestacionaria cuesta en promedio 20,000 dólares con los cohetes de hoy; con el elevador de Edwards costaría 220 dólares.
La idea no es tan nueva como podría pensarse. Aparece ya en una novela del escritor británico de ciencia ficción Arthur C. Clarke, escrita en los años 70. Pero las raíces del concepto se encuentran más atrás, en 1895, cuando el científico ruso Konstantin Tsiolkovsky, pionero de la propulsión por cohetes, fue a París y se quedó embelesado contemplando la torre Eiffel y sus enormes elevadores. Tsiolkovsky concibió un "castillo celeste" en órbita alrededor de la Tierra, al cual se llegaría por medio de trenes que correrían por rieles verticales. Este primitivo elevador espacial no traspasó la frontera de Rusia hasta mucho después. Aunque se discutió en los años 60, durante mucho tiempo el elevador espacial fue una especie de sueño guajiro sin posibilidades de realizarse porque no se conocía material alguno que tuviera ni remotamente la resistencia necesaria. Hoy, los nanotubos de carbono se van acercando cada vez más.
En 2004 la Spaceward Foundation, asociación sin fines de lucro asociada a la NASA, lanzó el concurso Elevator:2010 para darle prisa al mal paso y estimular el desarrollo de la tecnología necesaria para construir el elevador espacial. En su edición de 2008 el concurso, dotado con un total de cuatro millones de dólares a repartir en varios rubros, atrajo equipos de Japón, Canadá, Estados Unidos y Europa. Estos equipos compiten en dos grandes ramas: 1) diseño de un vehículo ligero y rápido para subir la carga por el cable. Los participantes tienen que resolver también el problema de la fuente de energía; y 2) fabricación de un material ligero y resistente para el cable. Los vehículos tienen que escalar un cable de colgado de un helicóptero. La energía se le suministra al vehículo por rayo láser superpotente transmitido desde la superficie y dirigido hacia unas celdas fotovoltaicas especiales que lleva el aparato. El concurso sigue la tradición de los "Air shows", o exposiciones de aeronáutica, que se usaron a principios del siglo XX para demostrar lo útiles que podían ser los aviones. También se basa en el modelo del "American Solar Challenge", concurso anual para diseñar vehículos impulsados por energía solar en el que participan los estudiantes de ingeniería de muchas universidades.
Según los pronósticos más optimistas, como el de Brad Edwards, se podría construir un elevador espacial elemental para el año 2012; otros opinan que la cosa es para fines de este siglo. Sea como sea, una vez que exista el elevador espacial, habrá que resolver también un problema social relacionado con los elevadores que me parece grave: ¿cómo vamos a aguantar una semana haciendo los esfuerzos sobrehumanos que todos hacemos para no posar la vista sobre nuestros compañeros de elevador? A que nadie se lo ha preguntado...
No es difícil preverle a este artefacto algunas dificultades técnicas. ¿De dónde se cuelga el cable, por ejemplo? Basta pensar en una honda o unas boleadoras argentinas para imaginarse la solución que han dado quienes proponen este concepto. A esa altura no es necesario colgar el cable, porque la fuerza centrífuga debida a la rotación de la Tierra proporciona ampliamente la fuerza necesaria para mantenerlo tenso. Así, no hace falta construir una estructura sólida que llegue desde la Tierra hasta el extremo del cable, lo que de todos modos sería imposible porque no hay material que aguante el peso de semejante estructura, y por si fuera poco ni el radio de la Tierra (6,400 kilómetros) bastaría para anclar los cimientos del edificio. Así pues, bastaría poner en órbita el cable y luego descolgarlo hacia la superficie del planeta. Y de hecho, por depender la tensión del cable del movimiento de rotación de la Tierra, se podría decir más bien que el elevador está colgado de la superficie terrestre y "cae" hacia el espacio.
Pasemos por alto los obstáculos que esto supondría. Otro problema grave es éste: ¿de qué hacemos el cable? Según Bradley Carl Edwards, ingeniero estadounidense que ha ideado uno de los muchos proyectos de elevador espacial que se están evaluando, el cable podría fabricarse con nanotubos de carbono, material muy resistente descubierto en 1990. Edwards ha calculado que un listón de este material de un metro de ancho, no más espeso que una hoja de papel y de la longitud necesaria pesaría "solamente" 800 toneladas y proporcionaría la resistencia necesaria (aunque hasta hace poco los nanotubos de carbono no habían superado en las pruebas ni la mitad de la resistencia recomendada por los ingenieros para el elevador espacial).
Los vehículos de ascenso que contempla el proyecto de Edwards, uno de los pocos avalados por la NASA, subirían a 200 kilómetros por hora y podrían hacer escala a distintas altitudes: desde las correspondientes a órbitas bajas, como las de los transbordadores espaciales y muchos satélites (unos 400 kilómetros de altura), pasando por la altitud de una órbita geoestacionaria (unos 37,000 kilómetros, donde un objeto le da una vuelta a la Tierra en 24 horas, el mismo tiempo que ésta tarda en girar sobre su eje. Un objeto en semejante órbita sobre el ecuador permanece siempre sobre el mismo punto de la superficie terrestre.), hasta la altitud máxima de 100,000 kilómetros, donde habría una estación-trampolín para proseguir hacia la Luna. El viaje duraría unas 2 horas en el primer caso, más de una semana en el segundo y cerca de un mes en el tercero. Durante los primeros minutos del ascenso los pasajeros del elevador espacial verían pasar el color del cielo de azul a negro azabache mientras la curvatura de la Tierra se haría visible, junto con los contornos de los continentes...sin duda una experiencia que ninguno olvidaría.
Con tecnología previsible para el futuro cercano Edwards y David Raitt, de la Agencia Espacial Europea, calculan que el aparato costaría unos 6,200 millones de dólares. ¿Mucho dinero? Depende. Desarrollar el A380, el avión más grande del mundo, le costó a la empresa europea Airbus 15,000 millones de dólares, por ejemplo. Y la Estación Espacial Internacional ha costado ocho veces más de lo que costaría el elevador (si los cálculos de Edwards y Raitt son correctos). Por si fuera poco, con el elevador se reducen considerablemente los costos: poner un kilo de carga útil en órbita geoestacionaria cuesta en promedio 20,000 dólares con los cohetes de hoy; con el elevador de Edwards costaría 220 dólares.
La idea no es tan nueva como podría pensarse. Aparece ya en una novela del escritor británico de ciencia ficción Arthur C. Clarke, escrita en los años 70. Pero las raíces del concepto se encuentran más atrás, en 1895, cuando el científico ruso Konstantin Tsiolkovsky, pionero de la propulsión por cohetes, fue a París y se quedó embelesado contemplando la torre Eiffel y sus enormes elevadores. Tsiolkovsky concibió un "castillo celeste" en órbita alrededor de la Tierra, al cual se llegaría por medio de trenes que correrían por rieles verticales. Este primitivo elevador espacial no traspasó la frontera de Rusia hasta mucho después. Aunque se discutió en los años 60, durante mucho tiempo el elevador espacial fue una especie de sueño guajiro sin posibilidades de realizarse porque no se conocía material alguno que tuviera ni remotamente la resistencia necesaria. Hoy, los nanotubos de carbono se van acercando cada vez más.
En 2004 la Spaceward Foundation, asociación sin fines de lucro asociada a la NASA, lanzó el concurso Elevator:2010 para darle prisa al mal paso y estimular el desarrollo de la tecnología necesaria para construir el elevador espacial. En su edición de 2008 el concurso, dotado con un total de cuatro millones de dólares a repartir en varios rubros, atrajo equipos de Japón, Canadá, Estados Unidos y Europa. Estos equipos compiten en dos grandes ramas: 1) diseño de un vehículo ligero y rápido para subir la carga por el cable. Los participantes tienen que resolver también el problema de la fuente de energía; y 2) fabricación de un material ligero y resistente para el cable. Los vehículos tienen que escalar un cable de colgado de un helicóptero. La energía se le suministra al vehículo por rayo láser superpotente transmitido desde la superficie y dirigido hacia unas celdas fotovoltaicas especiales que lleva el aparato. El concurso sigue la tradición de los "Air shows", o exposiciones de aeronáutica, que se usaron a principios del siglo XX para demostrar lo útiles que podían ser los aviones. También se basa en el modelo del "American Solar Challenge", concurso anual para diseñar vehículos impulsados por energía solar en el que participan los estudiantes de ingeniería de muchas universidades.
Según los pronósticos más optimistas, como el de Brad Edwards, se podría construir un elevador espacial elemental para el año 2012; otros opinan que la cosa es para fines de este siglo. Sea como sea, una vez que exista el elevador espacial, habrá que resolver también un problema social relacionado con los elevadores que me parece grave: ¿cómo vamos a aguantar una semana haciendo los esfuerzos sobrehumanos que todos hacemos para no posar la vista sobre nuestros compañeros de elevador? A que nadie se lo ha preguntado...
viernes, 5 de septiembre de 2008
Misión suicida en el intestino
Las personas tenemos muchos motivos para ayudar al prójimo, o sea, para sacrificar por ellos una parte de la tajada de beneficios que nos depara la tómbola de la vida. Ayudamos a nuestros familiares y a nuestros amigos, ayudamos a nuestros compatriotas, y ante un ataque de extraterrestres exterminadores, seguro que ayudaríamos a nuestros congéneres sin importar nada aparte de que son humanos.
Pero entre los organismos sin nuestra complejidad cultural la cooperación obedece a unos criterios más implacables. Se ayuda más a quien más se nos parece genéticamente: primero a los hijos y a los hermanos, luego a los sobrinos y a los primos, luego a los primos segundos, y así, reduciéndose el grado de sacrificio que un organismo está dispuesto a hacer por los demás conforme se reduce el grado de parentesco. Y a quien no es ni remotamente de nuestra familia, ni un vaso de agua le sacrificamos. Así operan, en general, muchos organismos cooperadores, que van desde mamíferos hasta bacterias, pasando por los insectos.
La cosa tiene lógica. Los biólogos han logrado explicar la cooperación en términos del beneficio que ésta brinda, pero no a los individuos, sino a sus genes. Si no fuera así, no se entendería por qué, por ejemplo, los vampiros regurgitan parte de su comida para compartirla con sus parientes en desgracia (sí: los vampiros cooperan), ni por qué las abejas obreras, que no pueden tener descendencia, trabajan a fin de cuentas para la reina y su prole. Si el individuo fuera la unidad fundamental no habría cooperación (como es claro en el caso de los humanos más egoístas y tramposos, que sólo ven por sí mismos). En cambio si lo que cuenta es que sobrevivan los genes, es fácil ver que una tía soltera obtiene un beneficio al ayudar a criar a sus sobrinos, igual que las abejas obreras, que tienen muchos genes en común con la reina.
Pero hay de sacrificios a sacrificios. Una cosa es cederles parte del alimento a los parientes, o cuidar hijos ajenos, y otra muy distinta es sacrificar la vida por el bien común. Los pilotos kamikaze de la Segunda Guerra Mundial morían socavando las defensas del enemigo para que sus compatriotas pudieran atacar más fácilmente. ¿Qué beneficio obtenían de su inmolación?
Los kamikaze eran japoneses y en la cultura japonesa el honor es más importante que la vida, por lo que se entiende que estos pilotos se sacrificaran por los demás, pero también hay bacterias kamikaze, para las que esta explicación no basta. En una población de salmonelas idénticas que invaden el intestino de un hospedero, unas cuantas (alrededor de 15 por ciento) presenta un comportamiento especial: invaden las paredes del intestino, donde son prontamente eliminadas por el sistema inmunitario de ese órgano. ¿Qué ganan con el sacrificio? Ellas, nada. Pero la invasión produce una respuesta inmunitaria más generalizada que tiene el efecto de eliminar a otros microorganismos que compiten con las salmonelas por proliferar en el intestino. Así, las salmonelas sobrevivientes (las que no se inmolan) tienen la vía libre. Sin el sacrificio de unas cuantas la infección terminaría muy pronto con el triunfo del sistema inmunitario del organismo hospedero.
En el número del 21 de agosto de 2008 de la revista Nature un equipo de científicos suizos y canadienses reportan una investigación que sugiere las condiciones para que un organismo desarrolle en el curso de su evolución esta tendencia al sacrificio kamikaze. Usando un modelo matemático basado en probabilidades y en cuantificar los beneficios que obtienen los individuos y sus genes –y empleando observaciones experimentales del proceso de infección por Salmonella Typhimurium— Martin Ackerman, del Instituto Federal de Tecnología de Zurich, Suiza, y sus colaboradores proponen que la conducta suicida puede evolucionar sólo si los genes que la dictan, estando presentes en todos los individuos, sólo se encienden en algunos. Aún no se entiende el mecanismo de esta ruleta rusa microscópica. Si lo entendiéramos, quizá podría idearse una manera de evitar que las bacterias emprendan su misión suicida y así mitigar la infección.
El interés de estos científicos no es explicar cómo avanza la infección por salmonelas, sino investigar en qué condiciones puede evolucionar una conducta altruista extrema como ésta. El trabajo es un bonito ejemplo de la interacción entre modelos matemáticos y experimentación, antes coto casi exclusivo de la física, pero hoy muy usado también en biología.
Pero entre los organismos sin nuestra complejidad cultural la cooperación obedece a unos criterios más implacables. Se ayuda más a quien más se nos parece genéticamente: primero a los hijos y a los hermanos, luego a los sobrinos y a los primos, luego a los primos segundos, y así, reduciéndose el grado de sacrificio que un organismo está dispuesto a hacer por los demás conforme se reduce el grado de parentesco. Y a quien no es ni remotamente de nuestra familia, ni un vaso de agua le sacrificamos. Así operan, en general, muchos organismos cooperadores, que van desde mamíferos hasta bacterias, pasando por los insectos.
La cosa tiene lógica. Los biólogos han logrado explicar la cooperación en términos del beneficio que ésta brinda, pero no a los individuos, sino a sus genes. Si no fuera así, no se entendería por qué, por ejemplo, los vampiros regurgitan parte de su comida para compartirla con sus parientes en desgracia (sí: los vampiros cooperan), ni por qué las abejas obreras, que no pueden tener descendencia, trabajan a fin de cuentas para la reina y su prole. Si el individuo fuera la unidad fundamental no habría cooperación (como es claro en el caso de los humanos más egoístas y tramposos, que sólo ven por sí mismos). En cambio si lo que cuenta es que sobrevivan los genes, es fácil ver que una tía soltera obtiene un beneficio al ayudar a criar a sus sobrinos, igual que las abejas obreras, que tienen muchos genes en común con la reina.
Pero hay de sacrificios a sacrificios. Una cosa es cederles parte del alimento a los parientes, o cuidar hijos ajenos, y otra muy distinta es sacrificar la vida por el bien común. Los pilotos kamikaze de la Segunda Guerra Mundial morían socavando las defensas del enemigo para que sus compatriotas pudieran atacar más fácilmente. ¿Qué beneficio obtenían de su inmolación?
Los kamikaze eran japoneses y en la cultura japonesa el honor es más importante que la vida, por lo que se entiende que estos pilotos se sacrificaran por los demás, pero también hay bacterias kamikaze, para las que esta explicación no basta. En una población de salmonelas idénticas que invaden el intestino de un hospedero, unas cuantas (alrededor de 15 por ciento) presenta un comportamiento especial: invaden las paredes del intestino, donde son prontamente eliminadas por el sistema inmunitario de ese órgano. ¿Qué ganan con el sacrificio? Ellas, nada. Pero la invasión produce una respuesta inmunitaria más generalizada que tiene el efecto de eliminar a otros microorganismos que compiten con las salmonelas por proliferar en el intestino. Así, las salmonelas sobrevivientes (las que no se inmolan) tienen la vía libre. Sin el sacrificio de unas cuantas la infección terminaría muy pronto con el triunfo del sistema inmunitario del organismo hospedero.
En el número del 21 de agosto de 2008 de la revista Nature un equipo de científicos suizos y canadienses reportan una investigación que sugiere las condiciones para que un organismo desarrolle en el curso de su evolución esta tendencia al sacrificio kamikaze. Usando un modelo matemático basado en probabilidades y en cuantificar los beneficios que obtienen los individuos y sus genes –y empleando observaciones experimentales del proceso de infección por Salmonella Typhimurium— Martin Ackerman, del Instituto Federal de Tecnología de Zurich, Suiza, y sus colaboradores proponen que la conducta suicida puede evolucionar sólo si los genes que la dictan, estando presentes en todos los individuos, sólo se encienden en algunos. Aún no se entiende el mecanismo de esta ruleta rusa microscópica. Si lo entendiéramos, quizá podría idearse una manera de evitar que las bacterias emprendan su misión suicida y así mitigar la infección.
El interés de estos científicos no es explicar cómo avanza la infección por salmonelas, sino investigar en qué condiciones puede evolucionar una conducta altruista extrema como ésta. El trabajo es un bonito ejemplo de la interacción entre modelos matemáticos y experimentación, antes coto casi exclusivo de la física, pero hoy muy usado también en biología.
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