Que levante la mano el que tenga apéndice (la levanta una buena parte de mis numerosos lectores). Que levante la mano el que no lo tenga (hace lo propio el resto de mis amables seguidores).
Que ahora levante la mano el que sepa por qué demonios tenemos apéndice (silencio, grillos en la lejanía).
Ahora imagínense una escena semejante, pero no entre lectores y autor de este blog, sino con palabras como personajes. Las palabras han cobrado vida y están congregadas en una plaza de la República de las Letras. Una palabra muy autoritaria (quizá la palabra huevos) solicita que levanten la mano los vocablos que tengan hache. Responden palabras como hijo, hermosura y hacer. Luego se pide que se manifiesten las que no tengan hache. Finalmente se pide que alcen la mano las que sepan a qué demonios se debe la extravagancia de la hache en una lengua en la que esta letra es muda.
La respuesta es bien conocida. A mí me la dio mi maestra de español en secundaria: la hache de muchas palabras ocupa el lugar que tuvo una efe en los antepasados de esas palabras (fijo, fermosura, facer). Al paso de los siglos la efe se fue desgastando en la pronunciación y se perdió. (Es algo parecido a lo que ocurre con la be de burro y la ve de vaca, que en México distinguimos con esa explicación zoológica porque ya no difieren en pronunciación. Sólo los cursis y algunos locutores de radio pronuncian hoy la v labio dental.) En la estructura de esas palabras que empezaban con efe quedó una casilla vacía. Se puso una hache para no dejar el hueco (¿o será el fueco?). Dicho de otro modo, esa letra es un vestigio, un indicio de que las palabras han evolucionado.
El apéndice de las personas es una hache en la anatomía humana.
A Charles Darwin le gustaba encontrar rastros del pasado en los organismos. Dedicó una buena parte del capítulo XIV de El origen de las especies a lo que llamó órganos rudimentarios o atrofiados, “que llevan el sello de la inutilidad evidente”. En ese libro Darwin expone con numerosísimos ejemplos la teoría de la evolución por selección natural. El capítulo en cuestión contiene hechos biológicos insospechados: los fetos de vaca desarrollan in utero dientes que nunca emergen de las encías; la boa constrictor conserva de sus antepasados rudimentos de la pelvis y las patas traseras; algunas especies de salamandra que viven lejos del agua son renacuajos en su estado embrionario (y esos renacuajos nadan cuando se les extrae del vientre de su muy terrestre madre).
Los perplejos contemporáneos de Darwin creían que los seres vivos, o mejor, las especies de seres vivos, no cambiaban; que Dios las había formado tal cuales eran desde el primer día. Los órganos rudimentarios servían, según se creía, para “completar el esquema de la naturaleza”, o bien “para mantener la simetría”. Dice Darwin, comprensiblemente exasperado: “Pero esto no es explicar, sino enunciar el hecho con otras palabras”. Si los elementos inútiles de la anatomía de algunas especies son para completar el esquema de la naturaleza, ¿por qué no tienen rudimentos de extremidades otras especies de serpiente, por ejemplo?
Darwin tenía una explicación de verdad: los órganos rudimentarios son rastros de la historia de la especie (como la hache lo es de la historia de un vocablo). Los organismos de hoy son descendientes de antepasados distintos a ellos. La selección natural, principal fuerza transformadora de especies, va conservando los cambios ventajosos para los individuos. Las transformaciones neutras, que ni ayudan ni estorban, pueden conservarse o no, indistintamente. Las ballenas tienen dentro de las aletas todos los huesos necesarios para formar dedos. Sus antepasados terrestres los necesitaban, las ballenas no. Desde el punto de vista funcional, da lo mismo si los dedos están o no están. Se han vuelto invisibles para la selección natural .
Darwin no pasó por alto la semejanza entre los órganos vestigiales y las letras vestigiales. Dice: “Los órganos rudimentarios se pueden comparar con las letras de algunas palabras, que se conservan en la ortografía pese a ser ya inútiles en la pronunciación, pero que sirven para determinar su origen”. Y termina esa sección con clarines y trompetas: “Podemos concluir que, desde la perspectiva de [la evolución por selección natural], la existencia de órganos en estado rudimentario, imperfecto e inútil, o casi, lejos de presentar dificultades, como sin duda ocurre en la antigua doctrina de la creación, podría incluso haberse previsto según las opiniones que aquí se exponen”.
Seguimos sin saber para qué sirve el apéndice (o más bien para qué servía). Pero ahora todos podemos levantar la mano cuando nos pregunten por qué lo tenemos.
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4 comentarios:
YA me da pena comentar, pero bueno, yo recuerdo que un amigo me dijo que la apendice era otro estomago que tenian nuestros antepasados para digerir plantas o fibras. Pero cuando se bajaron de los arboles y dejaron de comer eso, pues se fue haciendo inutil y con el paso del tiempo dejo de servir. No se si sea cierto, pero a mi me hace mucho sentido.
Saludos
José María Hernandez
Pues no suena nada mal... ¿Por rqué te da pena comentar? ¡No se apene!
Sergio, los organos vestigiales son como los trebejos que una persona sigue guardando, que aunque ya no le sirven, y no se da tiempo de tirar.
No obstante, tengo la idea que solo se pierden si acaso hay una fuerza evolutiva que haga mas ventajoso perderloque conservarlo.
Finalmente, la evolucion no es una fuerza voluntaria, es una fuerza ciega que lleva a los organismos por muy diversos lugares.
Luis Martin Baltazar Ochoa
bueno ami se me hace interesante este articulo ya que es muy interesante saber de donnde y como esta contistuido nuestro organismo
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