Este artículo salió originalmente en ¿Cómo ves?, no. 254, enero 2020
“…no pocas disciplinas científicas basan su labor en restos de acontecimientos pasados que se van acumulando y duermen, en algún lugar del mundo.”
--Jorge
Wagensberg, Ideas para la imaginación impura
La Tierra hace las
cosas con parsimonia. Una glaciación no empieza de la noche a la mañana, con un
tiempo repentinamente gélido que ya no cede. Los polos magnéticos no se
invierten como si alguien apretara un botón y las brújulas se pusieran de
cabeza. El monte Everest no se levantó en un día con un gran ¡pop!
Las transformaciones
geológicas dejan rastros de piedra. Los acontecimientos y sus fechas quedan
inscritos en capas de sedimentos, rocas arañadas o comprimidas por glaciares,
campos magnéticos añejos estampados en las vetas. Pero las fechas son
imprecisas. Nunca apuntan a un día específico, con año, mes, número y día de la
semana. “El Carbonífero empezó en jueves” es una frase absurda. Los cambios son
graduales como un amanecer.
Pero no siempre.
Dies irae
Hay por lo menos
una transición geológica que sabemos que sí empezó un día concreto –un día
señalado por terrible, el día de la ira divina, cuando se movieron los cielos y
la tierra, llovió fuego, se alzaron las aguas y se hizo la oscuridad—: el fin
del periodo Cretácico y la era Mesozoica y el principio del Paleógeno y la era
Cenozoica, cambio que no se debió a un largo proceso terrestre, sino a un
accidente de tránsito espacial: el choque de un planeta de 12,800 kilómetros de
diámetro con una roca de 15.
El impacto,
ocurrido hace 66 millones de años, desencadenó un colapso ecológico mundial que
tardó miles de años en consumarse (con la extinción del 75% de todas las
especies, incluyendo a los dinosaurios), pero también tuvo consecuencias
inmediatas el mismo día que ocurrió. El rastro más evidente es un cráter de
impacto de 200 kilómetros de diámetro, hoy enterrado bajo un kilómetro de
sedimentos en la península de Yucatán (véase ¿Cómo ves? no. 34). Según
los modelos por computadora de estas cosas, el cráter se formó en el lapso de
unos cuantos minutos. Pero aparte de esta huella evidente, ¿quedan otros
rastros de aquel día? ¿Era jueves?
Lo del jueves nunca
se sabrá. Si bien el impacto ocurrió un día específico, no hay manera de saber
cuántos días han transcurrido desde entonces. En 66 millones de años (fecha ya de
por sí aproximada) cabrían 24,000 millones de días normales de 24 horas; el
problema es que sabemos que los días en esa época eran más breves. Pero es lo
de menos.
Según el
paleontólogo Robert DePalma sí quedan otros rastros de ese día. En un artículo
publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Science
en abril de 2019 DePalma y un grupo de colaboradores reportan un yacimiento de
fósiles y sedimentos que guarda rastros de acontecimientos ocurridos entre 10
minutos y dos horas después del impacto: una crónica del última día del
Cretácico y primero del Paleógeno… si acaso se confirma la interpretación de
este equipo. Y hay dudas, como veremos.
El peor día
del Cretácico
DePalma encontró el
lugar en un rancho privado de Dakota del Norte en 2012. El dueño se lo había
rentado a unos coleccionistas comerciales de fósiles pero estos ya no esperaban
encontrar ahí nada de interés para sus clientes. Los coleccionistas se lo
cedieron al joven paleontólogo. En esa región, llamada formación Hell Creek, afloran
rocas del Cretácico y de la transición al Paleógeno (hoy llamada transición
K-Pg, antes K-T), célebres por sus fósiles de dinosaurios (por eso estaban ahí
los coleccionistas). El sitio de DePalma parecía ser el entorno inmediato de un
antiguo río o brazo de mar. En el Cretácico había cerca de ahí un mar interior
poco profundo, llamado Mar Interior Occidental, conectado con el futuro Golfo
de México. Todo el centro de lo que sería Estados Unidos estaba bajo el agua.
En el perfil de una
escarpa de unos 20 metros de desnivel se veía una capa de sedimentos de 1.5
metros de espesor que cubría el terraplén como una manta. Una antigua
inundación. Algo había soliviantado las aguas y provocado una serie de oleadas
de más de 10 metros que penetraron 50 metros tierra adentro. DePalma no tardó
en encontrar montones de peces fosilizados. Eran peces de río y estaban todos apretujados
entre restos de troncos de árboles que se habían alineado con un flujo violento
a contracorriente del curso normal del río. Los peces habían quedado enterrados
tan repentinamente, que ni siquiera estaban aplastados, y aún parecía que se
retorcían en posiciones típicas de peces que se están asfixiando.
Sobrepuesta a la
manta de sedimentos de las oleadas como azúcar glass estaba la marca bien
conocida de la transición K-Pg: una capa de polvo fino rico en iridio que se
encuentra por todo el mundo y que proviene del asteroide que impactó la Tierra
hace 66 millones de años (véase ¿Cómo ves? no. 193). La inundación había
ocurrido por la misma época que el impacto y antes de que se depositara la capa
de arcilla iridiada… lo cual no daba una gran precisión: podría haber ocurrido
años antes.
Mezcladas con el
lodo de la inundación, DePalma y su ayudante encontraron millones de motitas
blancas que, bajo la lupa, resultaron ser partículas esféricas o en forma de
gota alargada de un par de milímetros de diámetro. El joven inmediatamente las
reconoció como microtectitas: partículas de vidrio que se forman al volar por
los aires roca fundida tras el impacto de un meteorito. Al paso de los siglos
estas esferitas de vidrio se transforman en arcilla gris, pero los dos
paleontólogos encontraron microtectitas intactas atrapadas en ámbar (resina
fosilizada). También las encontraron en las agallas de los peces, que las
habían absorbido del agua al momento de morir.
Había un indicio
impepinable de que las microtectitas llegaron al mismo tiempo que las oleadas
(y no, por ejemplo, que hubieran sido arrastradas por la corriente desde otro
lugar). DePalma encontró rocas hechas de capas delgadas de lodo endurecido,
como pastel mil hojas. Aquí y allá las capas se curvaban hacia abajo, formando
embudos como la típica representación de un hoyo negro, al fondo de los cuales había
sendas esferitas de vidrio. Eran microcráteres formados por partículas que
impactaron el lodo anegado a gran velocidad. Los restos de madera carbonizada
que había en el depósito indicaban, además, que al llegar las olas el bosque
circunstante estaba en llamas. Las aguas se habían alzado al mismo tiempo que
llovía fuego. Un pésimo día para estar vivo.
Rompecabezas
completo
DePalma, quien se
esmera en cultivar una imagen estilo Indiana Jones, para exasperación de sus
colegas más establecidos, trabajó en secreto varios meses hasta decidirse en
2013 a compartir sus hallazgos y colaborar con otros científicos, entre ellos los
célebres Walter Alvarez y Jan Smit, quienes en 1980 propusieron
independientemente la hipótesis del impacto como causa de la gran extinción del
Cretácico. También se unió al equipo el geofísico Mark Richards.
Para entonces
Robert DePalma ya se había hecho una idea de lo que debía haber ocurrido en ese
lugar, al cual llamó “Tanis”, como una ciudad egipcia que figura en la película
Cazadores del arca perdida. Las microtectitas indicaban que la
inundación ocurrió el mismo día del impacto. Es más: la catástrofe ocurrió a
los pocos minutos, que es lo que tardarían las salpicaduras de roca
incandescente en llegar desde Chicxulub volando como proyectiles en
trayectorias casi parabólicas hasta la localidad de Tanis, situada a unos 3,000
kilómetros. Así, las olas serían consecuencia del tsunami que se sabe por otros
estudios que asoló las costas del Golfo de México. Esos peces, árboles y
animales marinos serían entonces de las primeras víctimas de la extinción en
masa de fines del Cretácico, la tercera en gravedad de las cinco que sabemos
que han ocurrido desde que existe vida multicelular, hace 600 millones de años.
A menos que este pequeño apocalipsis se debiera a otro impacto más local y no
al de Chicxulub.
En efecto, había
dudas. Jan Smit y Mark Richards señalaron que las microtectitas tardarían unos
15 minutos en llegar desde Chicxulub. Suponiendo que el tsunami no se hubiera
atenuado en las grandísimas extensiones de aguas poco profundas que mediaban
entre Tanis y el sitio del impacto, de todas maneras habría tardado 18 horas en
llegar. Pero había otra posibilidad. Richards recordó que el temblor de Japón de
2011 había hecho agitarse las aguas de un fiordo Noruego situado a 8,000
kilómetros de distancia y en un lugar inaccesible al tsunami. La explicación
era que la agitación de las aguas no se debió al tsunami, sino a las ondas
sísmicas que llegaron por el subsuelo 30 minutos después del temblor. El
impacto de Chicxulub causó un terremoto miles de veces más intenso que el peor del
que tengamos noticia. Sus reverberaciones lejanas serían mucho más eficaces
para agitar aguas remotas, y Tanis estaba mucho más cerca de Yucatán que
Noruega de Japón. Richards y Smit calcularon que las ondas sísmicas llegarían
entre seis y 13 minutos después del impacto, en perfecta sincronía con la
lluvia de roca incandescente. Las olas no fueron, pues, un tsunami, sino un
tipo de ondas llamadas “seiches”, que vienen a ser como el chapaleo de una
piscina durante un temblor, pero a lo bestia, con marejadas de 20 metros de
altura y varios minutos de duración. Todo cuadraba.
O casi todo.
Faltaba una prueba crucial. Jan Smit analizó la composición química de las
esferitas de vidrio y su proporción de cierto elemento radiactivo para
determinar su antigüedad. Tanto ésta como la composición química coincidían
bien, dentro del margen de error, con el impacto de Chicxulub.
El artículo científico
de DePalma, Smit, Alvarez, Richards y ocho colaboradores más apareció en abril
de 2019. Además de la evidencia de los peces y las microtectitas, los autores
añaden muchos detalles que no dejan duda de que el depósito de Tanis se debió a
una serie de oleadas causadas por un impacto. Muestran que el terreno cubierto
por el lodo de la inundación no estaba bajo el agua antes de esta: hay huellas
y madrigueras de animales terrestres. El acontecimiento fue repentino porque la
manta de sedimentos lodosos está sobrepuesta abruptamente al terreno de las
márgenes del río. Los investigadores encuentran también muchas marcas de flujo
turbulento y deposición violenta, así como granos de polen de especies
vegetales de fines del Cretácico. Y encima de todo, la capa de la transición
K-Pg. Estamos viendo una instantánea de los primeros minutos del Paleógeno.
Transgresión
protocolaria
Pero ya antes de
que saliera el artículo, la investigación de DePalma estaba causando polémica
en Twitter entre los expertos. El problema principal fue que en marzo la revista
The New Yorker había publicado un largo reportaje sobre las aventuras
del émulo de Indiana Jones. El novelista Douglas Preston, autor del reportaje,
acompañaba a DePalma en un jeep hasta la ubicación súper secreta del yacimiento
de Tanis mientras en el estéreo del vehículo se oía el tema principal de Cazadores
del arca perdida. Ahí DePalma le mostraba al autor fósiles de plumas de 40
centímetros de largo que pertenecieron a un dinosaurio, y se vanagloriaba de
haber encontrado también madrigueras de mamíferos con los animales aún dentro,
huevos de muchas especies de dinosaurio, ¡con los embriones intactos! y huesos de
dinosaurio por montones. En resumen, el reportaje presentaba a DePalma como una
especie de quijote anti-establishment que sigue adelante con sus propias
ideas pese a la incomprensión de sus colegas: la clásica historia del héroe
científico… que nunca es cierta.
El reportaje de The
New Yorker no es un artículo científico. No incluye la evidencia sobre la
que se basó DePalma para construir su interpretación, solo lo que el
plaeontólogo le contó al autor. Sin estos datos, imposible verificar sus conclusiones.
Publicar hallazgos en la prensa generalista antes que en la prensa académica
está muy mal visto en ciencia, y por buenas razones. Si el descubrimiento
anunciado resulta un fiasco a la postre, una vez que lo examinan otros expertos,
el público queda engañado y la ciencia mal parada. En 2014 un equipo
internacional anunció con bombos y platillos que había encontrado rastros de
ondas gravitacionales en el big bang (véase ¿Cómo ves? no. 186). A los
pocos días el anuncio se había desmentido, pero los medios masivos ya habían
proclamado un gran descubrimiento y repartido premios Nobel antes de tiempo. En
2010 la NASA organizó una conferencia de prensa con la astrobióloga Felisa
Wolfe-Simon para anunciar ciertos resultados sorprendentes acerca de unas
bacterias de un lago californiano que ampliaban las posibilidades de vida
extraterrestre. Se armó un gran circo mediático, pero los resultados no
resistieron ni el primer embate de la crítica científica. Wolfe-Simon sufrió
las consecuencias de esta falta al protocolo científico. Lo malo es que también
las sufrió el prestigio de la ciencia.
En el caso de
DePalma, otro problema es que los hallazgos más espectaculares que se
anunciaban en el reportaje de The New Yorker no figuran en el artículo científico:
ni plumas, ni huevos, ni montañas de huesos de dinosaurio, ni mamíferos
enterrados en sus madrigueras. Añádase que, a sus 37 años, DePalma no ha
terminado el doctorado y no está adscrito a ninguna institución de
investigación reconocida. Riley Black (@Laelaps en Twitter) tuiteó: “Estas son
las cosas que ponen en guardia a la comunidad paleo: verstirse y comportarse
como Indiana Jones o una caricatura de paleontólogo, publicar conclusiones en
la prensa antes de sacar el artículo científico correspondiente”. El mismo día
el paleontólogo Steve Brusatte (@SteveBrusatte) anunció: “Ya hojeé el artículo
científico. Sólo se menciona un hueso de dinosaurio… El sitio es increíble,
pero no veo ninguna evidencia de un cementerio de dinosaurios. Algo anda mal”.
Los tuits de estos influencers científicos desencadenaron un diluvio de
comentarios críticos en la comunidad paleontológica. En conclusión, el sitio de
Tanis parecía bueno, con mucho potencial y muy interesante, pero DePalma había
hecho mal en buscar publicidad fácil y todavía peor en presumir supuestos
hallazgos sin mostrar la evidencia. La ciencia no se hace así.
Eso sí: la
colaboración de investigadores de la talla de Jan Smit y Walter Alvarez es un
gran espaldarazo a DePalma y garantía de que la investigación –por lo menos lo
que se reporta en el artículo científico— está bien hecha. Además, cementerio de
dinosaurios o no, la catástrofe de Tanis es interesante porque revela “un
posible mecanismo adicional capaz de causar destrucción abrupta y vasta en
regiones y ecologías muy apartadas unas de otras”, como escriben los autores al
final de su artículo. “La extinción mundial pudo haber tenido un precursor
inmediato, tanto local como globalmente, a los pocos minutos del impacto”.
Sergio de Régules
es coordinador científico de ¿Cómo ves? y ganador del Premio Nacional de
Divulgación de la Ciencia “Alejandra Jáidar” 2019.
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