(Este artículo apareció en ¿Cómo ves? número 253, diciembre de 2019)
Piensen
en sus más profundas convicciones o creencias, en lo que les parece bueno y
verdadero, lo que define su identidad y sus acciones: ¿estarían dispuestos a
renunciar a ese lugar geométrico del yo si se demostrara que está basado
en falsedades? Algunos contestarán con mirada firme y labios apretados: “¡Claro
que sí! ¡Yo prefiero la Verdad!” Otros me mirarán de soslayo y dirán: “Depende:
¿a qué te refieres con ‘demostrar’ que son falsas?”
Exacto.
Hace poco vi un documental en el que
una cámara impasible acompañaba a unos cuantos terraplanistas en sus
actividades cotidianas. Nadie los increpaba ni los cuestionaba directamente. El
espectador asistía sin interferir a sus reuniones y discusiones. De vez en
cuando salían a cuadro unos científicos, pero no tanto para desmentir como para
comentar nada más. La idea, al parecer, era que los terraplanistas se
balconearan solitos.
Los terraplanistas son esas personas
que dicen que creen que la Tierra es un plato. Los del documental que yo iba
añadían que es un plano que no gira. Era muy interesante ver cómo reaccionaban
a argumentos que contradecían su convicción central. En cierto momento del
documental, ellos mismos proponían un experimento para demostrar que la Tierra
no está dando vueltas. El experimento consistía en echar mano de un giroscopio
de laboratorio que les había costado un dineral. Un giroscopio es básicamente
un trompo que no deja de dar vueltas. Los trompos, como todo lo que gira alrededor
de un eje, tienden a conservar la orientación, como si el eje no quisiera
moverse. Al balón de futbol americano se le imprime una rotación al lanzarlo
para que esta tendencia del eje impida que el balón vaya dando tumbos por el
aire. Este efecto se llama conservación del momento angular y es consecuencia
de la misma propiedad que hace que nos vayamos de bruces cuando el coche da un
frenazo: la inercia. Los barcos, los aviones y los satélites artificiales
tienen giroscopios para mantener la orientación y medir los cambios de posición.
Si la superficie en la que gira el grisocopio se inclina, el aparato parece
inclinarse en sentido opuesto, pero en realidad sólo está conservando la misma
orientación en el espacio.
El experimento que proponen los
terraplanistas del documental consiste en poner en marcha el giroscopio y
esperar. Si la Tierra da una vuelta sobre su eje cada veinticuatro horas,
entonces cada hora girará quince grados, por lo que se esperaría que el giroscopio
se desviara de su posición respecto a la Tierra quince grados cada hora. El
experimento está bien pensado, aunque no tiene nada de original: es el
principio de funcionamiento del péndulo de Foucault, inventado en el siglo XIX.
Los terraplanistas, claro, esperan que el giroscopio no se desvíe, lo que será
prueba irrefutable de que la Tierra no gira (aunque, irónicamente, este
experimento será prueba de que la Tierra no gira solamente si la Tierra es redonda;
si es un disco, el giroscopio no tendría por qué cambiar de orientación con sus
giros, pero dejemos tranquilos a nuestros terraplanistas, a ver cómo les va con
el experimento).
Se lleva a cabo el experimento y el giroscopio
se desvía exactamente quince grados cada hora, contradiciendo la predicción de
los terraplanistas.
Entonces ocurre lo pasmoso: ¡los
experimentadores no se convencen! Igual que el giroscopio, persisten en su
orientación. Algo debe de haber salido mal, alegan. Quizá el aparato está
registrando el movimiento del cielo. Así que meten el aparato en un cilindro
metálico para aislarlo de “energías celestes” (y aquí el razonamiento alcanza
el nivel de lo demencial, si acaso no lo hubiera alcanzado antes). El giroscopio
insiste en desviarse como si la Tierra fuera redonda y diera una vuelta sobre
su eje cada veinticuatro horas. Pero los intrépidos experimentadores siguen en
sus trece. Uno se pregunta para qué demonios se tomaron la molestia de hacer el
experimento y gastarse miles de dólares en el giroscopio si no estaban
dispuestos a aceptar resultados incompatibles con su fantasía.
Llegados a este punto quizá ustedes
esperan que yo me burle de los terraplanistas (qué fácil sería) y que los
compare desfavorablemente con los científicos; quizá se imaginan que añadiré que
a los científicos nunca les pasa esto, que jamás se aferran a sus ideas
preferidas aunque la evidencia demuestre que se equivocan. Pero no lo voy a
hacer porque no es cierto: en la ciencia hay personajes tan recalcitrantes como
el terraplanista más terco. “Entonces no son científicos”, me dirán los lectores
que respondieron más arriba que no dudarían ni un instante en renunciar a sus
creencias en aras de la Verdad con Mayúscula, y yo me limitaré a mirarme las
uñas y a desgranar tranquilamente esta lista: Johannes Kepler, Galileo, Einstein,
Fred Hoyle, Joseph Weber, Pons y Fleischmann. Todos estos científicos, de cuyas
credenciales no puede dudarse, se aferraron a alguna convicción contraria a la
evidencia al menos por un tiempo, y algunos hasta la muerte. Incluso en la terquedad
hay niveles, y las de estos individuos no son todas igual de injustificables,
pero bastan para convencerse de que ni los científicos de verdad se salvan de
aferrarse irracionalmente a sus ideas preferidas.
¿Será siempre un error? ¿Habría que irse al otro extremo y
renunciar a una buena teoría o a un buen modelo del mundo al primer signo de
que no siempre funciona? Esta postura, que podría parecernos abnegada y
heroica, digna de paladines de la ciencia que se inmolan en el altar de la Verdad,
es insostenible y nos habría conducido a abandonar a las primeras de cambio muchas
teorías que han resultado muy fecundas tras haberse topado con anomalías a
primera vista inexplicables.
Por ejemplo, Saturno y Urano no se mueven como indica la
teoría de Newton. ¿La tiramos a la basura? Los científicos del siglo XIX que
tuvieron que vérselas con este problema decidieron que no había que tirarla a
la basura. Antes de renunciar a una teoría tan fructífera había que preguntarse
por qué fallaba. Abandonarla no era la única alternativa: se podía conservar si
suponemos que hay un planeta desconocido que altera las órbitas de los otros
dos con su atracción gravitacional, atracción que no por inesperada dejaría de
ser newtoniana. Así se descubrió Neptuno: se infirió su existencia a partir de
sus efectos sobre los otros planetas y luego apareció casi en el mismo lugar en
el que decía la teoría que debía de estar. Ante la anomalía, la teoría se salvó
suponiendo un nuevo ente en el mundo: el planeta Neptuno.
Hace 90 años Karl Popper propuso distinguir las afirmaciones
científicas de las de otro tipo exigiéndoles que –sin importar si a la postre se
aceptaban o no— estuvieran formuladas de una manera que permitiera ponerlas a
prueba, y hasta se inventó un verbo, “falsar” (no confundir con “falsear”), que
quiere decir algo muy parecido a desmentir o refutar. Así, para que una
afirmación se considere científica bastaría con que sea falsable. Por ejemplo:
“todo lo que sube tiene que bajar” es una afirmación científica en el sentido
de Popper, no porque sea cierta (spoiler: no lo es), sino porque no es
difícil concebir una manera de desmentirla. O sea, se puede poner a prueba (y
demostrar que es falsa): la NASA nos ha dado montones de ejemplos de objetos
que subieron y jamás van a bajar espontáneamente, lo cual es una falsación de
la afirmación “todo lo que sube tiene que bajar”. Ésta es entonces una
proposición científica y al mismo tiempo falsa. La idea de Popper era que una
teoría falsable pero no falsada se acepta provisionalmente; y por supuesto, una
teoría falsabe y falsada se desecha.
Lo malo es que si fuera cierto que las teorías falsadas se
desechan, no se entiende el que los científicos de principios del siglo XIX hayan
conservado la teoría newtoniana. La anomalía de Saturno y Urano era una
falsación de esa teoría. La ciencia al estilo Popper no explica éste ni otros
episodios parecidos de la historia de la ciencia en los que una teoría se
resiste a morir, o más bien en que los partidarios de una teoría se niegan a abandonarla
pese a las anomalías. La hipótesis de que la Tierra está en el centro del Universo,
con el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas girándole alrededor duró
cerca de un milenio y medio pese a que cada avance en las técnicas de
observación astronómica revelaba anomalías. En lugar de abandonarla, los
astrónomos la fueron enmendando y ajustando para absorber estas anomalías,
hasta que la teoría ya no pudo dar más de sí. Las teorías y las comunidades que
se integran en torno a ellas tienen una especie de instinto de supervivencia.
Obedecen a una ley de conservación de sí mismas, y qué bueno, porque salvar
teorías a fuerza de inventar (y luego descubrir) nuevas cosas en la naturaleza
ha resultado muy fructífero, pese al peligro de empecinarse en ideas que ya
están listas para la basura.
Así pues, ¿se equivocan los
terraplanistas en eso de no aceptar la evidencia de la desviación del giroscopio?
Claro que se equivocan, porque la Tierra gira y es redonda, pero, ¿es tan
absurda e irracional como parece su resistencia a renunciar a su modelo?