viernes, 2 de noviembre de 2012

La muerte y la teoría


Extracto de mi libro Las orejas de Saturno (Paidós, 2003). Feliz día de muertos.

Franz Schubert compuso su cuarteto de cuerdas La muerte y la doncella alrededor de 1825, tres años antes de su propia muerte en plena juventud, a los 31 años. La obra está basada en una canción que Schubert había compuesto unos años antes sobre cierto poema en el que la muerte viene a llevarse a una muchacha. En la canción (mas no en el cuarteto, que es instrumental) la joven se resiste. “Pasa de largo, por favor, muerte cruel”, le dice. “Soy aún joven. No me toques”. La muerte insiste, alegando que no viene a castigar, sino a recompensar a la chica con el dulce sueño eterno. Al final la convence y la muerte corta la flor en capullo.
         La muerte en la juventud es un tema común en el arte. Otros muertos jóvenes famosos, además de la doncella de Schubert, son Ofelia, enamorada del príncipe Hamlet, que, enloquecida, se ahoga en un arroyo, y los amantes Romeo y Julieta. De estas muertes la más interesante es la de Julieta. Presa de la desesperación porque su amado Romeo ha sido desterrado, bebe un filtro que le dará la apariencia de la muerte por espacio de 24 horas. Sus padres la encuentran pálida, fría y sin pulso y la depositan en la cripta de la familia Capuleto, adonde irá a buscarla Romeo si recibe a tiempo la nota que con un mensajero le envía Julieta y en la cual ésta le comunica a su amado el plan. Pero el mensajero y Romeo se cruzan sin darse cuenta en el camino de Verona. Romeo encuentra a su amada, la cree muerta y bebe un veneno. Julieta despierta de su catatonia y... Lo que sigue es bien conocido, y además no me hace falta para continuar.
         Hay muchas preguntas que se pueden hacer con provecho acerca de las teorías científicas que han pasado a mejor vida: ¿cuáles han sido las teorías muertas que más influencia tuvieron en vida? ¿Cuáles sirvieron para moldear la forma moderna de pensar? ¿Por qué mueren las teorías? ¿Puede una teoría volver a la vida?
         Algunas teorías se mueren bien muertas. En el siglo IV a. C. Aristóteles edificó una teoría de casi todo muy elaborada y hasta convincente, basada en una idea de Eudoxo de Cnidos. La teoría de Aristóteles explicaba los movimientos de los astros en el cielo en términos de un enrevesado mecanismo de esferas concéntricas que giraban como los engranes de un reloj. Aristóteles añadió a su descripción del cosmos una teoría de la física, por medio de la cual pretendía explicar los movimientos de todos los cuerpos. La cosmología y la física aristotélicas perduraron cerca de 2000 años, pero murieron entre el siglo XVI y el XVII, cuando se produjo una revolución científica que empezó cuando Nicolás Copérnico publicó su tratado De las revoluciones de las esferas celestes, en el que proponía que la Tierra gira alrededor del sol y no al revés, y culminó cuando Isaac Newton formuló las leyes de la mecánica que todavía nos enseñan en la escuela.
         Otras teorías no mueren, sólo pierden terreno. Tal es el caso de las susodichas leyes de Newton. Desde mediados del siglo XIX hubo indicios de que no eran tan universales como había parecido hasta entonces. En 1905 quedó claro que la mecánica newtoniana es un caso particular de una teoría más general que la abarca: la teoría de la relatividad de Albert Einstein.
         Un caso especialmente interesante es el de las teorías que, como Julieta, despiertan de una falsa muerte. El meteorólogo y explorador alemán Alfred Wegener se quedó atónito cuando, alrededor de 1910, mirando un mapa, se le ocurrió que el parecido de los contornos de África y América del Sur no era casualidad. Si los continentes parecían piezas de rompecabezas tenía que ser porque en el pasado habían estado juntos. Haciendo indagaciones Wegener descubrió muchos indicios más de que los continentes se habían movido. Por ejemplo, de un lado del Atlántico hay estratos geológicos que se repiten del otro; muchos animales antiguos que se encuentran fosilizados en África también existen en Sudamérica, y muchas especies modernas --entre ellas un caracol-- tienen hábitats que se extienden sobre varios continentes (¿cómo se diseminó el caracol si esas tierras no fueron una sola en el pasado?).
         En 1915 Wegener publicó el libro El origen de los continentes y los océanos, en el que expone la hipótesis de deriva continental: los continentes no siempre han tenido la configuración que les conocemos hoy en día. Pese a la gran cantidad de pruebas independientes que reunió, no logró convencer a los geólogos de que los continentes se movían. El rechazo de los geólogos se debió en parte a que Wegener nunca explicó satisfactoriamente por qué se movían los continentes, y en parte a que no era geólogo. Los científicos tienen sentimientos tribales como todo el mundo y desconfían de los forasteros, a veces con razón.
         La hipótesis de la deriva continental causó polémica mientras su autor estuvo vivo para defenderla y reeditar su libro. Pero en 1930 Wegener pereció durante una expedición a Groenlandia y con su muerte la hipótesis cayó en el olvido. No fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial cuando los oceanógrafos, usando instrumentos mejorados, descubrieron pruebas del movimiento de los continentes independientes de las de Wegener.
         Luego, en 1959, el geólogo Harry Hammond Hess hizo circular informalmente una hipótesis tan atrevida, que él mismo la llamó “ensayo de poesía geológica”. Basándose en estudios del lecho marino y las cordilleras submarinas, Hess proponía que las cordilleras son sitios de formación de suelo oceánico nuevo, el cual se desplaza hacia los lados de la cordillera en el transcurso de muchos millones de años y luego vuelve a las entrañas de la Tierra en las fosas oceánicas, que son zonas de hundimiento del lecho oceánico. En otras palabras, el suelo de los océanos se recicla, lo cual explica, entre otras cosas, por qué en el fondo del mar no hay fósiles de más de 200 millones de años de antigüedad pese a que en tierra se encuentran fósiles de hasta 3500 millones de años.
         La hipótesis de Hess es un elemento fundamental de la teoría de tectónica de placas, la síntesis geológica surgida en los años 60 que incorpora en una sola teoría un gran número de fenómenos geológicos que antes se creían independientes. En la tectónica de placas los continentes van montados en la capa basáltica que se recicla y por lo tanto se mueven, como había dicho Wegener. La hipótesis ha resucitado, transfigurada.

La deriva continental no es la única hipótesis que ha despertado de una muerte prematura. En 1916 Albert Einstein publicó la teoría general de la relatividad, la teoría de la gravedad que aceptan hoy en día casi todos los científicos. La relatividad general ha dado un servicio estupendo desde su publicación. Sirve para estudiar la estructura global del universo, así como las estrellas de neutrones y los agujeros negros, esos objetos astronómicos insólitos que tanto nos gustan a los divulgadores de la ciencia. Las ecuaciones de la relatividad general le parecieron a Einstein tan hermosas que no podían ser falsas.
         Empero, cuando uno las aplicaba al universo en conjunto las ecuaciones decían que éste debía estar contrayéndose o expandiéndose, resultado teórico para el cual no había la menor prueba en 1916. Desde la antigüedad el cosmos nos había parecido estático y a nadie se le había ocurrido dudarlo ni un instante. Tampoco se le ocurrió a Einstein. A diferencia de su antecesor Isaac Newton, quien no tuvo el menor empacho en inmiscuir a Dios en su teoría de la gravedad cuando no pudo explicar sin milagros que el universo fuera estático, Einstein introdujo en las ecuaciones un término matemático extra para que el universo relativista se quedara quieto. El término que añadió se llama constante cosmológica y equivale a una especie de antigravedad que serviría para contrarrestar la atracción gravitacional usual. El equilibrio entre la gravedad normal y la repulsión de la constante cosmológica daba como consecuencia un universo estático y bien comportado. “Reconocemos que para llegar a esta descripción consistente”, escribió Einstein, “tuvimos que introducir en las ecuaciones de campo de la gravitación una extensión que no tiene fundamento en nuestro conocimiento actual de la gravedad” [citado en R. W. Clark, Einstein: The Life and Times, p. 269]. La constante cosmológica era un feo pegote añadido a unas ecuaciones elegantes y concisas, y Einstein, quien como muchos físicos teóricos se dejaba guiar en sus investigaciones por criterios estéticos, no estaba nada contento.
         Diez años después de que Einstein manchara sus bonitas ecuaciones con la horrible constante cosmológica el astrónomo estadounidense Edwin Hubble, que de relatividad no sabía ni jota, descubrió que el universo, lejos de ser estático, se está expandiendo [véase mi libro El sol muerto de risa, pp. 73-78]. Al parecer la constante cosmológica era innecesaria y Einstein, muy ufano, la borró de sus ecuaciones. Más tarde dijo que introducir en la teoría aquel término infamante había sido el error más grave de su vida. Descanse en paz la constante cosmológica.
         Pero no por mucho tiempo. A fines de los años 70 los cosmólogos, científicos dedicados a explicar el origen y estructura del universo, se vieron en la necesidad de introducir en la teoría del Big Bang (la gran explosión con que empezó el universo) una fuerza de repulsión gravitacional que operó solamente en los primeros instantes del universo. Esa fuerza de repulsión produjo un breve periodo de expansión salvaje, al que los cosmólogos llamaron inflación, durante el cual el universo adquirió la distribución de materia que le conocemos hoy en día. Para explicar la causa de la inflación los cosmólogos echaron mano, naturalmente, de la vieja constante cosmológica de Einstein.
         La antigravedad volvió a dar de qué hablar recientemente, con el descubrimiento de que la expansión del universo se acelera en vez de frenarse, como todo el mundo había supuesto hasta hace muy poco. Alrededor de 1998 dos equipos independientes de científicos que estaban estudiando la velocidad de expansión del universo se dieron cuenta de que algo andaba muy mal. Analizando la intensidad y color de la luz que emiten ciertas estrellas en explosión conocidas como supernovas tipo Ia, el equipo de Brian Schmidt, en Australia, y el de Saul Perlmutter, en Estados Unidos, descubrieron que las supernovas más lejanas (que al mismo tiempo son las más antiguas: vemos luz que emitieron hace miles de millones de años y que apenas está llegando hasta nosotros) se ven más tenues de lo que cabría esperar si la expansión del universo se frenara. Al principio los científicos trataron de encontrar errores en sus datos. Luego, gracias en parte a que los datos de ambos equipos decían lo mismo, aceptaron la evidencia: el universo se expande cada vez más rápido.
         La noticia causó revuelo en la comunidad científica, lo cual no es difícil de entender: no se conocía ningún agente capaz de acelerar la expansión del universo. A la causa de que el universo vaya pisando el acelerador en vez del freno se le llama hoy en día energía oscura (porque no se ve, no porque sea maligna). Aunque nadie sabe muy bien qué es, la energía oscura se parece mucho en sus efectos a la constante cosmológica de Einstein y algunos cosmólogos piensan que eso es, ni más ni menos. Otros tratan de explicar el origen de la energía oscura como efecto de algún tipo de “materia exótica”, a la cual llaman quintaesencia. El asunto no está decidido. Como el telescopio de Galileo, que hizo creer al científico renacentista que Saturno tenía orejas, el procedimiento mediante el cual se hicieron las mediciones pertinentes hasta hace poco nos presenta una imagen borrosa. El fallo dependerá de los resultados que arrojen las mediciones que se están realizando con instrumentos y métodos más precisos. Pese a todo, la antigravedad que Einstein desechó ha vuelto a asomar la nariz y al parecer ya no será tan fácil deshacerse de ella.
         La muerte de las teorías e hipótesis científicas nos revela muchas cosas acerca de la naturaleza de la ciencia. Examinando la historia de las teorías muertas se ve que la adquisición de conocimiento científico es un constante refinar de nuestros instrumentos de observación y de los conceptos con que organizamos los resultados de las observaciones. La ciencia es un edificio en perpetua construcción, es cierto, pero además se construye sobre cimientos cambiantes.




5 comentarios:

José María Hdz dijo...

Hola Sergio. Qué padre se ve la 'muerte'en la ciencia. Gracias por publicar la entrada.
No entendí entonces de dónde salió el comentario de Pedro Ferriz de poder hablar con los cetáceos. Pero en fin, me da gusto leerte.

Saludos!!!

Luis Martin Baltazar Ochoa dijo...

ESTUPENDO INSERTO. La ciencia asi divulgada, es sabrosa y entendible, sin demerito de su exactitud. Mas que la aceptacion BARATA del sensacionalismo de naves tipo star trek, es el asombro permanente de un velo que se va quitanto muy pero muy poco a poco. Pero que en efecto se va quitando... jeje a veces para encontrar el siguiente velo.

En lo personal no me late que la constante cosmologica reviva. La "invento" (ya dijo que no lo vueelve a hacer) Einstein pero para otra cosa, para explicar que el universo no se movia. Será muy ilusorio que algo que se penso por una OBSERVACION BASICA ERRONEA (que el universo era estatico) de chiripa resultara cierto para un fenomeno QUE NI SIQUIERA ERA OBSERVABLE. Muchoa mas que improbable.

La muerte en la juventud, ese es un temazazaso, que lastima que este no es un blog de filosofia o sociologia, sino de ciencia (en ese caso)... por eso lo trataron como bien reseñas Schubert o Shakespeare... poetas, pues (solo con el corazon se puede ver bien, lo escencial es invisible para los ojos... sabiduria de Atoine de Saint-Exupery, canela pura).

Saludos y por favor, no espacies tanto los insertos.

Anónimo dijo...

inlcuso el principito "muere" joven...

Quino Medina dijo...

La muerte es a la única cita a la que se llega, ni más temprano ni demasiado tarde; es puntual.

Luis Martin Baltazar Ochoa dijo...

Si solo existiera este mundo, si las manifestaciones de vida solo fueran las expresiones de fenomenos materiales, si no existiera lo espiritual y todo fuera lo material... que fatal destino (por inexorable y por terrible) seria "disolverse" al final.
La certeza de que asi fuera y asi sería, es un peso demasiado grande para ignorar su amenazadora sombra durante toda la vida. Sería tan grande la influencia que por saupuesto que moldearía el carácter de cualquier persona con esa conviccion: que la muerte es el final, el borde del precipicio, el muro infranqueable.
Una fria nada, un eterno silencio y un eterno no-ser. En efecto, sería terrible que eso fuera así...