Dan Arielli es profesor de psicología y economía conductual en la Universidad Duke. Se interesó en la transa (al menos en estudiarla, no tanto en cometerla) cuando sucedió el escándalo de Enron (y desde entonces, vaya que si ha tenido material de estudio). En concreto, Arielli se interesa en los mecanismos mentales que rigen la trampa y la mentira.
Todos nos creemos excelentes personas, pero ante la oportunidad de hacer trampa para obtener beneficios inmerecidos, es bien sabido que hasta el justo peca. ¿Por qué peca el justo? El punto de vista tradicional es que el justo, ante la oportunidad de pecar, sopesa costos y beneficios --hace un análisis económico, pues-- tomando en cuenta tres factores: cuánto puedo ganar si hago trampa, cuáles son las probabilidades de que me descubran y qué tan grave es el castigo. Arielli lo pone en duda. Para probar cómo funciona el mecanismo de la transa, Arielli hizo una serie de experimentos psicológicos.
En uno se les daba a los participantes una hoja con 20 problemas matemáticos sencillos para ver cuántos podían resolver en cinco minutos, y se les prometía un dólar por problema resuelto. Al final de este lapso, se les pedía su hoja. Los participantes resolvieron en promedio cuatro problemas.
A otro grupo se le ofrecía lo mismo, pero en vez de entregar la hoja de problemas resueltos, solamente tenían que decir cuántos problemas habían resuelto. Milagrosamente en esta prueba el promedio de problemas resueltos subió a siete.
Arielli concluye que el problema de la transa no es que haya unos cuantos individuos muy tramposos. Sí los hay, pero los sobrepasan en número y en daño que le hacen a la sociedad las personas que cometen pequeñas transas ocasionalmente sin dejar de tener la conciencia tranquila. Es muy decepcionante, dice Arielli: mucha gente hace trampa. Pero, visto de otra manera, es muy alentador: los grandes sinvergüenzas son unos cuantos. Los números del asunto dicen las cosas de una manera más clara. En 30,000 participantes en los experimentos de Arielli sólo hubo 12 grandes tramposos, a causa de cuyas transas los experimentadores pedieron unos 150 dólares. Pero también hubo 18,000 tramposos de ocasión, que hicieron pequeñas trampas, las cuales, sin embargo, les costaron a los experimentadores cerca de 40,000 dólares. Así pues, la sociedad quizá pierde mucho más por los que hacen pequeñas trampas ocasionalmente y se quedan con la conciencia tan tranquila.
Dan Arielli observa que tenemos en la mente un mecanismo para engañarnos a nosotros mismos y seguir pensando que somos buenas personas pese a las pequeñas trampas que hacemos a veces. ¿Cómo manipular este mecanismo autojustificador para saber si existe?
En otra serie de experimentos, Arielli les pidió a los participantes que enumeraran una de dos cosas: 1) 10 libros que hubieran leído en la escuela, o 2) los 10 mandamientos. Luego, como en el experimento anterior, les ofrecía un dólar por ítem recordado... y la ocasión de hacer trampa. Del grupo de los 10 mandamientos nadie fue capaz de recordarlos todos, pero ante la oportunidad de ganarse unos dólares inmerecidos, se mantuvieron firmes. Nadie hizo trampa. El resultado no tuvo que ver con el número de mandamientos que lograran recordar, ni con la religiosidad de los participantes: ni uno sólo mintió. En otra prueba, los experimentadores hicieron a los participantes firmar el código de honor de la universidad antes de empezar, pero rompiendo la hoja para que no hubiera forma de comprobar que habían firmado. Nadie hizo trampa. Lo que es muy interesante, señala Arielli, porque la universidad no tenía código de honor.
Arielli concluye que lo que nos decide a hacer trampa aunque no seamos personas especialmente tramposas es la posibilidad de justificarnos ante nosotros mismos, de inventar una narrativa a la luz de la cual no salgamos tan mal parados de la transa. No es un cuento para engañar a los demás, sino a nosotros mismos. Los experimentos sugieren que este mecanismo nos permite hacer trampa sin sentirnos mal si, por ejemplo, los demás también hacen trampa. También es más fácil caer en tentación si lo que obtenemos no es dinero en efectivo, sino, por ejemplo, fichas que luego se intercambian por dinero. Esta pequeña distancia entre el dinero y nuestras operaciones tramposas nos baja el índice de ética, lo que preocupa a Arielli, porque en la economái de hoy casi no hay transacciones que se hagan directamente con dinero. Y también transamos con más facilidad si creemos que es por una buena causa, como Robin Hood.
Todo esto demuestra que la mecánica de la transa no obedece al modelo económico que todos pensábamos (costo-beneficio entre botín y castigo). Sin embargo, la educación y las políticas para evitar transas están basadas en este modelo. Arielli sugiere que estas cosas requieren una profunda transformación.
viernes, 18 de mayo de 2012
sábado, 12 de mayo de 2012
Mirada de científico
A los científicos se les exige (o se exigen a sí mismos) mirar el mundo sin prejuicios ni expectativas, desapasionadamente, para informar lo que se ve tal cual, sin deformaciones; o sea, observar pero eliminar al observador: un mirar descarnado que no mira desde ninguna parte. La idea de quitarse de enmedio, de eliminar al intermediario, es natural y muy bonita, pero hace mucho que los psicólogos, los expertos en percepción y los filósofos de la ciencia saben que no es práctica. ¿Por qué?
Cuenta el historiador del arte Ernst Gombrich que en tiempos del Romanticismo un pintor fue a copiar del natural la catedral de Chartres. Su dibujo a lápiz muestra una catedral gótica típica, con todo y sus ventanas ojivales (en forma de pico curvo). Pero resulta que la catedral de Chartres no es una catedral gótica típica porque no tiene ventanas ojivales, sino en arco. El artista se dejó llevar por sus expectativas y quizá por su amor por lo gótico, muy del Romanticismo. Mirar con los propios ojos no basta para asir la realidad objetivamente. Gombrich también cuenta que Leonardo da Vinci abrió el corazón de un mono para saber cómo estaba hecho (con la esperanza más o menos razonable de que se pareciera al de un humano) y dibujó lo que veía. En el dibujo de Leonardo, según Gombrich, aparecen partes del corazón que no existen, pero que sí estaban en los tratados del médico griego antiguo Galeno que Leonardo conocía bien.
"Ver" es interpretar, qué remedio, e interpretar está sujeto a todas las refracciones del prisma de la subjetividad.
Los historiadores de la ciencia Lorraine Daston y Peter Galison muestran en su libro Objectivity que: 1) el requisito de objetividad como salvaguarda de autenticidad en el conocimiento científico es un invento del siglo XIX (relativamente reciente), y 2) que su significado ha ido cambiando. Cuando los botánicos y zoólogos del siglo XIX hacían ilustraciones para dejar registro de nuevas plantas y animales seleccionaban para el ejemplar ilustrado las características que les parecían las más distintivas de la especie, características que los botánicos y zoólogos tomaban de un montón de ejemplares reales. La "objetividad" era una idealización de la realidad que se hacía inevitablemente interpretando.
Luego se desarrollaron la fotografía y otros métodos para recoger información automáticamente, sin intervención humana. La realidad se registraba mecánicamente, siguiendo un protocolo estricto, con lo cual se suponía que se evitaban los errores de la percepción humana, pero ¿quién diseña los aparatos? ¿Quién les da sentido a los datos? ¿Puede la naturaleza simplemente "pasar a la página impresa", como dicen Daston y Galison, sin mediador humano? La falibilidad volvió a entrar por la puerta de atrás.
Una foto de plantas o animales es una imagen que todo el mundo puede reconocer e interpretar, por lo menos hasta cierto grado. Pero un electrocardiograma, una radiografía y una imagen de microscopio electrónico son otra cosa: interpretarlos exige capacitación y práctica. Hace poco estuve en el Centro de Física Aplicada y Tecnología Avanzada de la UNAM (campus Juriquilla, Querétaro). Me invitaron a conocer el centro y a sus investigadores para preparar una plática que presentaré el 23 de mayo, en el décimo aniversario del centro, pero mi misión secreta e inconfesable era buscar arquetipos de la investigación científica --temas o hilos conductores-- en las entrevistas que me concedieron un montón de investigadores. Los encontré, lo que será el tema de mi plática, pero aquí viene al caso lo que me contó Rodrigo X (no me dijo su apellido y no lo encuentro). Rodrigo es experto en microscopía electrónica y estuvo trabajando un tiempo en el campus San Antonio de la UNAM. Me contó que el microscopista en ciernes es básicamente como una persona muy miope: obtiene imágenes de muestras de materiales para analizar y falla al interpretarlas porque la imagen no habla claramente y sin ambigüedades. Lo que parece un aspecto importante de la estructura de la muestra muchas veces resulta ser un defecto sistemático del microscopio que sólo el microscopista experimentado es capaz de reconocer. Una vez que construye una interpretación teórica posible, el microscopista vuelve a su imagen y este ir y venir le va dando perspectivas distintas sobre ésta cada vez que regresa a ella. En otras palabras, los datos y la teoría interactúan en la mente del microscopista y van construyendo una imagen de la realidad. Donde primero uno no veía nada puede empezar a ver un montón de cosas... ¡una vez que ya sabe que están ahí! ¿Dónde quedó la objetividad que consistía en considerar los datos sin prejuicios ni expectativas? ¿Dónde quedó esa mirada "desde ninguna parte", como dice el filósofo Thomas Nagel?
Daston y Galison sugieren que hoy la "objetividad" exige una mirada informada, un ojo experto, de modo que no nos hemos librado de la necesidad de interpretar la información. Aspirar a la objetividad en cualquiera de sus formas cambiantes está muy bien, pero librarse de lo subjetivo, como dice un reseñista del libro de Daston y Galison, es como tratar de separarse de su propia sombra.
Cuenta el historiador del arte Ernst Gombrich que en tiempos del Romanticismo un pintor fue a copiar del natural la catedral de Chartres. Su dibujo a lápiz muestra una catedral gótica típica, con todo y sus ventanas ojivales (en forma de pico curvo). Pero resulta que la catedral de Chartres no es una catedral gótica típica porque no tiene ventanas ojivales, sino en arco. El artista se dejó llevar por sus expectativas y quizá por su amor por lo gótico, muy del Romanticismo. Mirar con los propios ojos no basta para asir la realidad objetivamente. Gombrich también cuenta que Leonardo da Vinci abrió el corazón de un mono para saber cómo estaba hecho (con la esperanza más o menos razonable de que se pareciera al de un humano) y dibujó lo que veía. En el dibujo de Leonardo, según Gombrich, aparecen partes del corazón que no existen, pero que sí estaban en los tratados del médico griego antiguo Galeno que Leonardo conocía bien.
"Ver" es interpretar, qué remedio, e interpretar está sujeto a todas las refracciones del prisma de la subjetividad.
Los historiadores de la ciencia Lorraine Daston y Peter Galison muestran en su libro Objectivity que: 1) el requisito de objetividad como salvaguarda de autenticidad en el conocimiento científico es un invento del siglo XIX (relativamente reciente), y 2) que su significado ha ido cambiando. Cuando los botánicos y zoólogos del siglo XIX hacían ilustraciones para dejar registro de nuevas plantas y animales seleccionaban para el ejemplar ilustrado las características que les parecían las más distintivas de la especie, características que los botánicos y zoólogos tomaban de un montón de ejemplares reales. La "objetividad" era una idealización de la realidad que se hacía inevitablemente interpretando.
Luego se desarrollaron la fotografía y otros métodos para recoger información automáticamente, sin intervención humana. La realidad se registraba mecánicamente, siguiendo un protocolo estricto, con lo cual se suponía que se evitaban los errores de la percepción humana, pero ¿quién diseña los aparatos? ¿Quién les da sentido a los datos? ¿Puede la naturaleza simplemente "pasar a la página impresa", como dicen Daston y Galison, sin mediador humano? La falibilidad volvió a entrar por la puerta de atrás.
Una foto de plantas o animales es una imagen que todo el mundo puede reconocer e interpretar, por lo menos hasta cierto grado. Pero un electrocardiograma, una radiografía y una imagen de microscopio electrónico son otra cosa: interpretarlos exige capacitación y práctica. Hace poco estuve en el Centro de Física Aplicada y Tecnología Avanzada de la UNAM (campus Juriquilla, Querétaro). Me invitaron a conocer el centro y a sus investigadores para preparar una plática que presentaré el 23 de mayo, en el décimo aniversario del centro, pero mi misión secreta e inconfesable era buscar arquetipos de la investigación científica --temas o hilos conductores-- en las entrevistas que me concedieron un montón de investigadores. Los encontré, lo que será el tema de mi plática, pero aquí viene al caso lo que me contó Rodrigo X (no me dijo su apellido y no lo encuentro). Rodrigo es experto en microscopía electrónica y estuvo trabajando un tiempo en el campus San Antonio de la UNAM. Me contó que el microscopista en ciernes es básicamente como una persona muy miope: obtiene imágenes de muestras de materiales para analizar y falla al interpretarlas porque la imagen no habla claramente y sin ambigüedades. Lo que parece un aspecto importante de la estructura de la muestra muchas veces resulta ser un defecto sistemático del microscopio que sólo el microscopista experimentado es capaz de reconocer. Una vez que construye una interpretación teórica posible, el microscopista vuelve a su imagen y este ir y venir le va dando perspectivas distintas sobre ésta cada vez que regresa a ella. En otras palabras, los datos y la teoría interactúan en la mente del microscopista y van construyendo una imagen de la realidad. Donde primero uno no veía nada puede empezar a ver un montón de cosas... ¡una vez que ya sabe que están ahí! ¿Dónde quedó la objetividad que consistía en considerar los datos sin prejuicios ni expectativas? ¿Dónde quedó esa mirada "desde ninguna parte", como dice el filósofo Thomas Nagel?
Daston y Galison sugieren que hoy la "objetividad" exige una mirada informada, un ojo experto, de modo que no nos hemos librado de la necesidad de interpretar la información. Aspirar a la objetividad en cualquiera de sus formas cambiantes está muy bien, pero librarse de lo subjetivo, como dice un reseñista del libro de Daston y Galison, es como tratar de separarse de su propia sombra.
viernes, 4 de mayo de 2012
Tránsito de Venus
He estado muy flojo últimamente (con el blog, si no con el programa de radio). En espera de mejores condiciones para sentarme con calma a escribir entradas del blog comparto con ustedes este texto sobre tránsitos de Venus que escribí en el periódico The News alrededor de 1994, pero que hoy vuelve a ser de rabiosa actualidad (eso sí: en inglés). La fuente principal del texto es un artículo del historiador de la astronomía Marco Arturo Moreno Corral, publicado en el libro Historia de la astronomía en México, de la colección La ciencia para todos, del Fondo de Cultura Económica. Aquí está el vínculo:
Venus, a "pulquería" and an observatory
Venus, a "pulquería" and an observatory
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