No se crean todo lo que dicen los periódicos. Hasta los mejores a veces publican falsedades (cuando no mentiras)... y errores garrafales. El 13 de enero de 1920 el New York Times, uno de los diarios más prestigiosos del mundo, metió la pata olímpicamente. El artículo culpable hablaba sobre el profesor Robert Goddard, de la Universidad Clark de Massachusetts. Goddard había publicado un artículo técnico titulado “Método para alcanzar altitudes extremas” en el que afirmaba que se podía llegar a la luna usando cohetes. El periódico hacía mofa de Goddard. ¿Cómo podía impulsarse un cohete en el espacio vacío, si no había atmósfera contra la cual empujar? “Al profesor Goddard”, decía el artículo del New York Times, “le faltan los conocimientos que se imparten diariamente en las secundarias”.
Pero el que carecía de conocimientos elementales de física era el autor del artículo del periódico. Un cohete no se impulsa empujando contra la atmósfera, sino porque el fuselaje y las partículas del chorro se empujan mutuamente. Unas salen despedidas hacia atrás y el otro hacia delante (la ley de la acción y la reacción en…ejem…acción). No hace falta que haya atmósfera.
Goddard era un científico muy serio y discreto. Este roce con la prensa lo hizo caer en una hosquedad rayana en la misantropía y no volvió a anunciar sus descubrimientos teóricos ni sus experimentos con cohetes. De poco le valió, como veremos.
Robert H. Goddard nació el 5 de octubre de 1882 en Worcester, Massachusetts. Desde muy pequeño mostró curiosidad por la naturaleza. Leía mucho sobre física y grandes inventos. En 1898, a los 15 años, leyó La guerra de los mundos, de H. G. Wells, que se publicaba por entregas en el periódico Boston Post. Un año y medio después, recién cumplidos los 17, Robert fue a pasar unos días en la granja de su tía Czarina. Su madre tenía tuberculosis y él estaba descansando para recuperarse de sus dolores de estómago crónicos. El 19 de octubre, un luminoso día de otoño, se trepó en un cerezo. Estaba embelesado contemplando el paisaje cuando lo asaltó una idea que lo dejó sin aliento: la física debía permitir construir un aparato para viajar a Marte. Robert decidió dedicar el resto de su vida a inventar ese aparato. “Cuando bajé del árbol”, escribió en su diario, “me pareció que mi vida por fin tenía un propósito”. Desde entonces y hasta su muerte Robert H. Goddard conmemoró sin falta el 19 de octubre, al que llamó “día del aniversario”.
Goddard se especializó en física. Luego se dedicó a dar clases y llevar a cabo sus investigaciones en la Universidad Clark, donde había obtenido su doctorado. El 16 de marzo de 1926 Goddard salió a un campo abierto con un cohete de tres metros de altura al que llamaba “Nell”. Su asistente encendió la mecha con un soplete. Primero no pasó nada. Luego el cohete salió disparado a cerca de 100 kilómetros por hora, se elevó 12 metros, hizo una curva hacia abajo y se estrelló en un plantío de coles, a 56 metros de distancia. Todo esto se produjo en 2 segundos y medio, pero era el primer vuelo de un vehículo de propulsión a reacción y combustible líquido (un cohete).
Goddard fue perfeccionando sus Nells. En 1929 uno de sus experimentos atrajo más atención de la que el científico hubiera deseado. El lanzamiento causó tal revuelo, que tuvo que acudir la policía. Inevitablemente acudió también la prensa local. Al día siguiente el periódico del lugar publicó un artículo con un titular que no debe haberle hecho mucha gracia al investigador: “Cohete lunar falla el objetivo por 238,799 millas y media”. Goddard se mudó a Roswell, Nuevo México, donde la gente no se metía con sus vecinos (quizá porque el vecino más cercano en el extenso y despoblado Nuevo México estaba demasiado lejos para hacerle caso a uno).
A partir de entonces, en efecto, nadie le hizo caso, ni siquiera los militares de Washington, a quienes Goddard ofreció sus descubrimientos al principio de la Segunda Guerra Mundial, luego de que los alemanes mostraran un insólito interés por sus investigaciones. Estados Unidos no desarrolló la técnica del cohete, pero Alemania sí, como descubrieron los habitantes de Londres cuando sobre la capital británica empezaron a llover misiles V-2. Un V-2 capturado al final de la guerra fue a dar a manos de Goddard. “Profesor, ¿no es éste su cohete?”, le preguntó un asistente. “Parece que sí”, dijo Goddard muy serio al tiempo que examinaba el aparato.
Goddard murió en 1945, pero el reconocimiento acabó por llegarle. En 1969, cuando el Apolo 11 llegó a la luna impulsado por un cohete de linaje goddardiano, el New York Times publicó una disculpa. Al parecer, los cohetes sí podían impulsarse en el vacío (lo que Isaac Newton pudo haberles dicho en 1686).