Kirchhoff y Bunsen habían estado haciendo experimentos con un espectroscopio, aparato que sirve para descomponer la luz de una fuente incandescente en los colores que la integran. Calentaban sustancias y luego observaban con el aparato la luz que emitían los vapores de éstas. En una serie de experimentos que llevaron a cabo durante la década de 1850, Kirchhoff y Bunsen se dieron cuenta de que cada elemento químico (de los que se conocían en su época, que no eran todos los que conocemos hoy) producía en el espectroscopio una señal (o espectro) que le era particular, de modo que el espectro de un elemento químico podía usarse, en principio, para identificar ese elemento. Y el método funcionaba incluso cuando los átomos estaban combinados químicamente con átomos de otros elementos, es decir, cuando estaban reunidos en moléculas.
Entonces se produjo el incendio en Mannheim. Las llamas se veían claramente desde Heidelberg, donde trabajaban Kirchhoff y Bunsen, que rápidamente sacaron su espectroscopio y lo usaron para analizar la luz del incendio. Así descubrieron --desde lejos y sin tener en sus manos muestras de las sustancias que ardían-- las líneas características de los espectros de los elementos bario y estroncio. ¿Sería posible también --se preguntaron-- detectar elementos químicos en el sol por medio del espectroscopio? “La gente pensaría que estábamos locos por soñar semejante cosa”, escribió Bunsen.
En 1861 Kirchhoff intentó esta locura y aisló los espectros individuales del sodio, el calcio, el magnesio, el hierro, el cromo, el níquel, el bario, el cobre y el cinc en el espectro de la luz solar --todo en la comodidad de su laboratorio, sin tener que ir a achicharrarse al sol. Por si fuera poco, Kirchhoff y Bunsen descubrieron dos elementos nuevos, el cesio y el rubidio, usando el espectroscopio. La técnica de la espectroscopía estaba resultando bastante útil.
Con el espectroscopio el astrónomo Joseph Norman Lockyer encontró en la luz del sol el espectro de un elemento desconocido, al que llamó helio (porque "helios" significa "sol" en griego). El helio no se encontró en la Tierra hasta varios años después.
¿Qué más se podía hacer con el juguete nuevo? En el transcurso de 50 o 60 años los físicos y los astrónomos echaron mano de la espectroscopía para zanjar varios debates añejos, uno de los cuales tenía que ver con la naturaleza de esas nubecitas de luz difusa que se ven por todo el cielo con telescopio. A falta de un nombre mejor --y por no saberse qué eran--, las habían llamado "nebulosas", que significa "nubecitas", y las había de varios tipos: unas tenían bonitas espirales de luz, otras eran esféricas u oblongas, otras más eran masas amorfas desparramadas por el espacio. La luz de ciertas nebulosas llevaba la huella de otro espectro insólito. Con el recuerdo del helio aún fresco en la mente, los astrónomos pensaron que se trataba de otro elemento nuevo, al que llamaron "nebulio". Pero el nebulio no aparecía en ningún otro sitio y al cabo del tiempo hubo que concluir que quizá el extraño espectro era el resultado de sustancias comunes y corrientes sometidas a condiciones insólitas.
En los años 30 Edgar Rice Burroughs, creador de Tarzán, escribió narraciones de ciencia-ficción en las que proponía que en Marte había más colores primarios que en la Tierra. Aquello era un poco como decir que en Marte había círculos cuadrados, pero la anécdota ilustra bien un tema recurrente de la ciencia-ficción: que en el espacio todo puede suceder. Hoy gracias al espectroscopio sabemos que todas las galaxias están compuestas de los mismos elementos químicos que se encuentran en la Tierra y que, al parecer, las mismas leyes físicas rigen en todo el universo, lo cual puede parecer aburrido, pero no deja de ser una información muy interesante. Ya no podemos permitirnos imaginar elementos químicos desconocidos en otras galaxias, por lejanas que sean, pero en cambio sabemos que una buena parte de la descripción física del mundo que hemos construido desde nuestro pequeño planeta vale en todo el universo. No está mal.