Cuando era niño, además de los coches, me gustaban los pianos (y me siguen gustando). Me encantaba averiguar detalles técnicos y comparar marcas. La marca más prestigiosa —el Rolls Royce de los pianos, digamos— era Steinway y siempre he soñado con tener uno de esos monstruos alados que son los pianos de concierto de esa marca.
En cierta ocasión alguien me contó (o lo leí) que para probar la calidad de los pianos Steinway los técnicos de la fábrica la emprendían a macanazos contra el teclado, curioso método de control que, hoy me doy cuenta, hubiera dejado hecho fosfatina a cualquier instrumento, fabricado por Steinway o no. Pero a los 14 años me lo creí a pie juntillas. ¡Qué máquinas tan maravillosas! Seguramente los pianos que sobrevivían a semejante azotaína debían de ser instrumentos de la mejor calidad. ¡Cómo ansiaba yo ponerle las manos encima a un Steinway!
Hay una tira cómica del caricaturista estadounidense Bill Waterson en la que Calvin, un niño de cinco años bastante precoz y latoso, le pregunta a su padre cómo hacen los ingenieros para determinar el peso máximo que soporta un puente. “Pues hacen pasar camiones cada vez más pesados”, contesta el padre, “hasta que el puente se cae. Luego lo vuelven a construir y ya está”. ¡Imagínense, si fuera cierto, el día en que probaron la resistencia del Golden Gate!
Estos dos métodos de control de calidad pueden parecer absurdos, pero no están muy alejados de los que emplean los científicos para probar sus ideas. Poner a prueba las ideas de uno no es usual en otras profesiones. Por ejemplo, no me imagino a un abogado ni a un político de los comunes y corrientes haciendo pasar camiones pesados por los puentes de sus convicciones. Los científicos, en cambio, le apuestan todo a los resultados reproducibles, los que sus colegas pueden ir a comprobar cuantas veces quieran. Los científicos, por lo general, no discuten sólo para ganar. Disfrutan la victoria como cualquiera, pero ganar no es lo más importante para la ciencia (aunque pueda serlo para la promoción del científico); lo importante es enfrentar ideas. En el debate científico sólo las ideas más aptas sobreviven. Los conceptos endebles perecen.
El filósofo de la ciencia Karl Popper escribió: “El que ansía tener la razón malinterpreta la ciencia, pues no es el poseer conocimiento ni verdades irrefutables lo que hace al hombre de ciencia, sino el buscar la verdad con persistencia y actitud crítica” [The Logic of Scientific Discovery, en The World Treasury of Physics, Astronomy, and Mathematics, p. 800]. Popper también escribió: “Quienes no están dispuestos a exponer sus ideas al peligro de la impugnación no participan en el juego de la ciencia” [p. 799]. Wolfgang Pauli, uno de los fundadores de la mecánica cuántica, contrató en cierta ocasión a un asistente cuyo trabajo consistía en rebatir constantemente las ideas de su patrón con los argumentos más sólidos. Lo mismo que los guerreros de antaño, el científico valora a un contrincante digno.
Un terremoto que deja en pie un edificio entre otros en ruinas demuestra la resistencia de éste. Los científicos someten constantemente sus teorías a terremotos conceptuales para probar su solidez. He aquí la opinión de Popper otra vez: “Jamás sostenemos nuestras hipótesis dogmáticamente. Nuestro método de investigación no consiste en defenderlas para demostrar cuanta razón tenemos. Al contrario, tratamos de echarlas por tierra” [p. 798].
Karl Popper es el padre intelectual de la idea de falsabilidad de las hipótesis científicas. Sostiene que, para que una proposición pueda considerarse como científica (aunque no por científica verdadera), debe formularse de tal manera que, si es falsa, se pueda demostrar que lo es. Esto contrasta con la idea tradicional de que las teorías científicas tienen que ser verificables, pero permite basar el edificio de la ciencia en fundamentos más sólidos. Por ejemplo, la proposición “la energía se conserva” es un enunciado científico válido según el criterio de Popper porque está expresado en una forma en que se puede rebatir. Un solo caso en que no se cumpla bastará para refutarla. El principio de conservación de la energía tiene más de 100 años de formulado. Hasta la fecha no hemos encontrado un solo caso en que no se cumpla. El concepto de falsabilidad de Popper permite construir principios científicos muy sólidos: la conservación de la energía se podría refutar, pero eso no ha sucedido. Cuantas más pruebas resiste, más seguros estamos de que la energía se conservará incluso en circunstancias en las que no hemos demostrado explícitamente que el principio se cumpla.
Los científicos invierten más que simple dinero en las ideas que aceptan. Lo que está en juego es su capacidad de hacer contribuciones útiles a la ciencia en el futuro, su visión del mundo y su equilibrio interior. El filósofo contemporáneo Daniel Dennett escribe: “Yo sólo puedo decir que amo suficientemente al mundo como para querer saber la verdad acerca de él” [Darwin’s Dangerous Idea, nota de la p. 82]. Igual que Dennett, los científicos, profesionales o aficionados, amamos tanto al mundo que no queremos verlo a través de cristales demasiado empañados, de modo que, a la hora de seleccionar nuestras verdades --nuestros pianos y puentes-- somos muy cautelosos. “Los verdaderos filósofos son como los elefantes, que al andar nunca ponen la segunda pata en el suelo sin que la primera esté firmemente apoyada”, escribió en 1686 Bernard de Fontenelle, uno de los primeros divulgadores de la ciencia, refiriéndose a los filósofos naturales, como se llamaba en su época a los científicos [Entretiens sur la pluralité des mondes, texto electrónico]. Ir con tiento por el mundo no es tarea fácil, pero en recompensa podemos tener la seguridad de que nuestros pianos son Steinway y nuestros puentes el Golden Gate.