Post-scriptum, música: Francisco Delahay, Sergio de Régules
viernes, 29 de mayo de 2009
Post-scriptum musical
Post-scriptum, música: Francisco Delahay, Sergio de Régules
jueves, 28 de mayo de 2009
Galileo esquina con Newton
martes, 26 de mayo de 2009
La bola mágica de Stephen Wolfram
lunes, 25 de mayo de 2009
Actualización sobre "Ángeles y demonios"
martes, 19 de mayo de 2009
Ángeles, demonios y antimateria
jueves, 14 de mayo de 2009
El nombre del planeta X
Para los griegos los puntitos de luz que se veían en el cielo se podían dividir en dos grandes categorías: las estrellas fijas y las estrellas vagabundas.
jueves, 7 de mayo de 2009
Noticias atrasadas
lunes, 4 de mayo de 2009
(In)cultura de la salud
El señor X empezó a sentirse mal. Tenía dolor de cabeza, la nariz le fluía sin parar y estaba hirviendo en fiebre. “Una gripa”, pensó (en México llamamos gripa a todos los trastornos respiratorios que causan ardor de garganta, flujo nasal, tos y síntomas parecidos), y le pidió a su esposa “una pastilla”. Por suerte la señora X prefirió llevarlo al hospital, donde le diagnosticaron influenza debida al virus A/H1N1. El señor X se restableció al cabo de unos días, pero la costumbre de tomar “pastillas” sin la participación de un médico cuando uno se siente mal —y el confundir los resfriados comunes con la influenza, enfermedad mucho más grave— pudieron haberle causado la muerte.
Para muchas personas en México los medicamentos son como pociones mágicas que curan sin que uno sepa cómo. Si te sientes mal, te tomas “una pastilla”, o varias, hasta que te sientes bien. ¿Qué necesidad hay de perder el tiempo yendo al médico? Y por supuesto, si te sientes bien, dejas de tomar pastillas…
Me pregunto qué pastillas podía tener el señor X en su casa de Ecatepec, una de las zonas más pobres de la Ciudad de México. Posiblemente analgésicos como aspirina o paracetamol. Estos fármacos quizá sí lo hubieran hecho sentir mejor mitigándole la fiebre y los dolores de articulaciones, pero este alivio pasajero sólo hubiera servido para enmascarar los estragos que iba haciendo en su organismo el agente patógeno. Si, por ventura, el señor X hubiera tenido en su casa el antiviral Tamiflú (la probabilidad es casi cero), al cabo de unos días también se habría sentido mejor y habría dejado de tomarlo. Entonces la infección hubiera arremetido otra vez contra su organismo. El señor X tuvo la suerte de que su esposa es una persona mucho más inteligente que él…
…O mucho mejor informada en lo tocante a la salud y el tratamiento y prevención de las enfermedades. Saber cómo funcionan las enfermedades y cómo operan las distintas medicinas es un conocimiento práctico vital que debería aprenderse en la escuela aunque no se aprendiera nada más. Si uno va al médico y sale con una larga lista de medicinas que comprar, conviene saber para qué sirve cada “pastilla” para poder encaminar mejor sus acciones. ¿Qué tal si no le alcanza para comprarlas todas? Con cuáles se queda: ¿con las aspirinas, que apagan los síntomas más molestos de muchos males pero no atacan las causas? ¿Con el antihistamínico, que frena el flujo nasal y descongestiona los pulmones para evitar la insuficiencia respiratoria y las infecciones oportunistas? ¿O con el antibiótico, que ataca la causa cuando la enfermedad es una infección bacteriana? ¿Y si dejo de tomarme la pastilla de la presión porque ya no me siento mal?
Los peligros para un paciente que ingiere fármacos indiscriminadamente son muchos y graves. La ignorancia puede conducir a la muerte. En 1975 la joven Karen Ann Quinlan se desmayó en su casa después de tomar un calmante, un analgésico y alcohol. La llevaron al hospital, pero no sin que Karen Ann pasara dos largos ratos sin respirar. Sufrió daños cerebrales que la dejaron en coma durante 10 años, hasta que murió en 1985. Su caso es célebre por haber levantado controversia acerca del tema de la eutanasia, pero se podría esgrimir también contra la automedicación y la inopia farmacológica.
Más allá de los peligros de la automedicación para el paciente, se encuentra un interesante y grave problema de salud pública mundial que ha costado mucho dinero y mucho sufrimiento: la resistencia de los agentes patógenos a los antibióticos. Es un bonito ejemplo de evolución por selección natural: cuando uno empieza a tratarse una infección con antibióticos el organismo se vuelve territorio hostil para el agente patógeno. La ofensiva tiene que sostenerse durante un lapso suficiente para que mueran todas las bacterias, o casi. Al primer embate (con la primera dosis) morirán las que por casualidad sean más débiles; al segundo, las que les siguen en resistencia, y así sucesivamente, hasta que —con buena suerte— no quede ninguna, o queden tan pocas que el organismo se pueda defender solo. A las dos o tres dosis uno puede empezar a sentirse bien porque el nivel de la infección va en declive, pero si deja de tomarse las pastillas, lo que uno está haciendo es dejarles la vía libre a unas bacterias muy resistentes, las cuales empezarán a reproducirse y proliferar. La infección vuelve por sus fueros, pero esta vez responde mal al antibiótico. El paciente puede luego infectar a otras personas, en cuyos organismos medrarán estas bacterias reforzadas. Si mucha gente hace esto, en poco tiempo conseguirán crear una cepa completamente resistente a los antibióticos.
Esto ya ha sucedido con muchos microorganismos y muchos antibióticos, empezando por la penicilina: cuatro años después de que empezara a producirse en masa se detectaron los primeros microorganismos que habían desarrollado resistencia a la nueva medicina maravillosa. Nuestras armas contra las infecciones dejan de servir si las usamos mal. Cuando esto ocurre, hay que buscar nuevos fármacos para atacar enfermedades infecciosas que ya teníamos dominadas, todo por culpa de quienes no saben que los antibióticos hay que tomarlos sólo cuando está uno enfermo, por indicación médica y hasta acabar el tratamiento indicado, se sienta uno bien o mal.
Lo mismo podría ocurrir con los antivirales que se han estado recomendando para combatir el virus A/H1N1, Tamiflú y Relenza. Si usted fue de los que compró estos fármacos, hágale un favor a la humanidad (y hágase un favor a sí mismo) y no se los tome hasta no saber con toda certeza —por indicación de un médico— que está usted infectado. Y por lo que más quiera, siga las indicaciones terapéuticas al pie de la letra; no abandone el tratamiento aunque ya se sienta bien. Los virus de influenza tienen por sí solos la capacidad de evolucionar a velocidades estratosféricas debido a la manera en que se reproducen dentro de las células de distintos animales. Que no sea nuestra ineptitud la causa de que aparezca una cepa resistente a estos fármacos, porque lo que está resultando ser una epidemia leve (no cantemos victoria) podría convertirse en una pandemia mortífera cuando reaparezca en unos meses, como suelen hacer los virus de influenza no estacional.
¿Se han fijado en lo que cuestan los antibióticos hoy en día? Los hay carísimos. Esto se debe a que los laboratorios tienen que invertir más en investigación y desarrollo para poner a punto fármacos de eficacia efímera, de los que no pueden esperar obtener grandes ganancias a menos que los vendan a precios estratosféricos. Pero no se puede esperar parar la automedicación, y sobre todo el mal uso de los antibióticos y antivirales, sin un público bien informado acerca de cómo funciona la evolución por selección natural y cómo operan estos medicamentos. Mientras siga flotando en el aire la idea de que las pastillas curan —de la medicina como magia— seguirá habiendo quien tome cualquier cosa e interrumpa el tratamiento en cuanto se sienta bien.
También convendría saber cómo funcionan las enfermedades. A veces un adelanto tecnológico puede propiciar que aparezca o se agrave una enfermedad. Eso ocurrió a fines de la Edad Media, cuando en Europa se inventaron barcos y métodos de navegación que permitían estar muchos meses en altamar sin tocar tierra. Al cabo de muchas semanas en el mar, los marinos caían enfermos de un mal horrible: se les inflamaban las encías, les dolían las articulaciones hasta no poder moverse y se les caían los dientes uno por uno. Era el escorbuto. ¿A qué se debía? Había quien sostenía que en ciertas regiones del mar se desprendían del agua miasmas pestíferos que envenenaban el aire. En el siglo XVII un capitán de navío observó que el escorbuto no aparecía cuando en el barco se consumían narajanas y limones. También se observó que el mal se curaba ingiriendo frutas cítricas. Sea como fuere, el escorbuto era como la peste para los marinos.
Hoy sabemos que peste y escorbuto son males muy distintos. La primera es una infección causada por una bacteria que entra en el organismo por las picaduras de pulgas. La segunda se debe a la falta de vitamina C. Reconocemos muchas causas de enfermedades: infecciones por bacterias o por virus, carencias de sustancias necesarias para el organismo, excesos de sustancias necesarias para el organismo, envenenamientos, traumas, defectos congénitos… El saber qué causa los males que uno padece puede ayudar a cuidarse mejor. Los marinos empezaron a llevar cítricos para las grandes travesías; en las ciudades se mejoraron las condiciones sanitarias y sobre todo se exterminó a las ratas, en cuyos cuerpos vivían las pulgas infectadas.
En el caso de la influenza A/H1N1 —que algunos proponen llamar influenza norteamericana para que los mexicanos no sintamos tan feo— saber cómo se transmite el virus puede ayudar a entender las medidas sanitarias que indica la Organización Mundial de la Salud. En estos días de incertidumbre he visto mucha gente en la calle con cubrebocas. Algunos se los ponen para ir en el coche. Otros se lo quitan en el coche, pero se lo ponen al salir a la calle. Otros más lo usan cuando entran en un lugar concurrido. El colmo fue el individuo que vi hace un par de días. Salí con mi familia al campo, a unos 50 kilómetros de la ciudad de México. Llegamos a un valle muy amplio, en el municipio de Isidro Favela, situado a unos 3000 metros de altitud. Soplaba un viento helado muy distinto al aire caliente y pegajoso de estas semanas de máxima insolación en la Ciudad de México. Sobre todo, no había nadie. A lo lejos vi llegar otro coche, del que se bajó un individuo. Ahí, sólo, en medio de la inmensidad y como a 300 metros de donde estábamos nosotros, se veía francamente ridículo con su cubrebocas. ¿Qué pensaba, que el virus está en el aire como la contaminación, por todas partes? Sospecho que sí. Si ese individuo entendiera que el virus de la influenza se contagia por contacto de las mucosas con el rocío de gotitas de agua minúsculas que les salen de la boca a las personas al hablar, toser y estornudar, se habría dado cuenta de que la precaución de taparse la boca es superflua en el desierto y se hubiera evitado la incomodidad. La máscara quirúrgica es útil (y parece que poco) sólo cuando estamos cerca de otras personas, dentro de su radio de rocío (o sea, tampoco en el coche si vamos solos). Es más útil lavarse las manos. ¿Cuándo? Cuando hayan estado en contacto con nuestro aerosol o el de alguien más (tener en cuenta que el aerosol puede haber caído en las superficies y los objetos que tocamos).
La cultura de la salud debería de ser uno de los temas más importantes de la escuela.