Mil ochocientos treinta y cinco fue un año del cometa: en septiembre se esperaba la visita del cometa Halley.
Para los habitantes de Nueva York -hoy moderna y secular pero otrora piadosa y un poco ñoña- el cometa era prueba fehaciente de que había un creador divino, pues ¿no se requería un creador para montar semejante espectáculo?
Por esas fechas vivía en Nueva York un caballero inglés transplantado, de nombre Richard Adams Locke, que no se sentía muy a gusto con la exagerada religiosidad de su nuevo país de residencia. Como los ingleses siempre han presumido de ser más cultos que los estadounidenses -quizá con razón-, Locke concibió en su cabecita la idea de que él podía tomar cartas en el asunto.
Se sentía un poco decepcionado. Desde su nativa Inglaterra le había parecido que Estados Unidos era una plaza fuerte de la racionalidad y la independencia de pensamiento. Algunos de los fundadores de esa joven nación, como Thomas Jefferson y Benjamin Franklin, fueron personas muy cultas, con amplios intereses, críticos de la religiosidad irreflexiva. Oh, decepción: los Estados Unidos de 1835 estaban sumidos en el fundamentalismo religioso mientras Ben Franklin se revolcaba en su tumba.
Locke trabajaba como editor en jefe del periódico The New York Sun, uno de los primeros diarios de circulación masiva. Desde esa posición, empezó a publicar una serie de artículos en los que contaba las actividades del astrónomo británico John Herschel, que se había ido al extremo sur de África a hacer observaciones astronómicas. Herschel es un personaje real, y sí se encontraba en lo que hoy es Sudáfrica en agosto de 1835. Lo que seguía fue puro invento de Locke:
En el primer artículo, Richard Locke contaba que cierta revista científica estaba por publicar unos resultados asombrosos de las observaciones de Herschel. Locke no decía cuáles -quedaban prometidos para un artículo posterior-, pero sí explicaba con cierto grado de detalle cómo funcionaba el telescopio de Herschel.
Luego Locke escribió que Herschel había descubierto en la luna lagos y manadas de animales salvajes. Nada como un poco de sensacionalismo para estimular al público de un periódico. El New York Sun empezó a venderse como bolillos recién horneados.
Poco a poco, el imaginativo Locke fue aumentando la audacia de sus inventos. Herschel, según los artículos, no sólo había visto animales en la luna, sino seres parecidos a los humanos.
Finalmente Locke asestó el golpe de gracia: en el último artículo de la serie reportó que el astrónomo inglés había visto templos religiosos en la luna. Con eso, Locke pensaba que su público caería en la cuenta de que era una broma. Pues no. Incluso cuando llegaron de Sudáfrica informes en los que se desmentían las fantasías del New York Sun el público siguió creyéndolas. A Richard Locke le salió el tiro por la culata.
¿Por qué? El escritor científico David Bodanis explica en una reseña publicada esta semana en la revista Nature que -aunque nos pese a los divulgadores- la imagen popular de la ciencia y la tecnología -con sus tan cacareados milagros y maravillas- no es muy distinta de la idea que se hace el público de las creencias místicas: ambas están llenas de misterios que no hay que tratar de entender, y así la confianza ciega que muchas personas le otorgan a la religión se transmite a la ciencia, esa otra fuente de autoridad al parecer indiscutible. Sirva la historia de Richard Locke como advertencia a los divulgadores de la ciencia: a lo mejor al hacer nuestro trabajo de comunicar la maravilla de la ciencia se nos está pasando la mano, y la estamos pintando como una cosa milagrosa e incomprensible, que en nada difiere de la astrología y el tarot.
Gracias a mi amigo, el físico brasileño Peter Schulz, de la Universidad Estatal de Campinas, por mandarme esta historia publicada en Nature.
jueves, 16 de octubre de 2008
lunes, 13 de octubre de 2008
El apéndice y la hache
Que levante la mano el que tenga apéndice (la levanta una buena parte de mis numerosos lectores). Que levante la mano el que no lo tenga (hace lo propio el resto de mis amables seguidores).
Que ahora levante la mano el que sepa por qué demonios tenemos apéndice (silencio, grillos en la lejanía).
Ahora imagínense una escena semejante, pero no entre lectores y autor de este blog, sino con palabras como personajes. Las palabras han cobrado vida y están congregadas en una plaza de la República de las Letras. Una palabra muy autoritaria (quizá la palabra huevos) solicita que levanten la mano los vocablos que tengan hache. Responden palabras como hijo, hermosura y hacer. Luego se pide que se manifiesten las que no tengan hache. Finalmente se pide que alcen la mano las que sepan a qué demonios se debe la extravagancia de la hache en una lengua en la que esta letra es muda.
La respuesta es bien conocida. A mí me la dio mi maestra de español en secundaria: la hache de muchas palabras ocupa el lugar que tuvo una efe en los antepasados de esas palabras (fijo, fermosura, facer). Al paso de los siglos la efe se fue desgastando en la pronunciación y se perdió. (Es algo parecido a lo que ocurre con la be de burro y la ve de vaca, que en México distinguimos con esa explicación zoológica porque ya no difieren en pronunciación. Sólo los cursis y algunos locutores de radio pronuncian hoy la v labio dental.) En la estructura de esas palabras que empezaban con efe quedó una casilla vacía. Se puso una hache para no dejar el hueco (¿o será el fueco?). Dicho de otro modo, esa letra es un vestigio, un indicio de que las palabras han evolucionado.
El apéndice de las personas es una hache en la anatomía humana.
A Charles Darwin le gustaba encontrar rastros del pasado en los organismos. Dedicó una buena parte del capítulo XIV de El origen de las especies a lo que llamó órganos rudimentarios o atrofiados, “que llevan el sello de la inutilidad evidente”. En ese libro Darwin expone con numerosísimos ejemplos la teoría de la evolución por selección natural. El capítulo en cuestión contiene hechos biológicos insospechados: los fetos de vaca desarrollan in utero dientes que nunca emergen de las encías; la boa constrictor conserva de sus antepasados rudimentos de la pelvis y las patas traseras; algunas especies de salamandra que viven lejos del agua son renacuajos en su estado embrionario (y esos renacuajos nadan cuando se les extrae del vientre de su muy terrestre madre).
Los perplejos contemporáneos de Darwin creían que los seres vivos, o mejor, las especies de seres vivos, no cambiaban; que Dios las había formado tal cuales eran desde el primer día. Los órganos rudimentarios servían, según se creía, para “completar el esquema de la naturaleza”, o bien “para mantener la simetría”. Dice Darwin, comprensiblemente exasperado: “Pero esto no es explicar, sino enunciar el hecho con otras palabras”. Si los elementos inútiles de la anatomía de algunas especies son para completar el esquema de la naturaleza, ¿por qué no tienen rudimentos de extremidades otras especies de serpiente, por ejemplo?
Darwin tenía una explicación de verdad: los órganos rudimentarios son rastros de la historia de la especie (como la hache lo es de la historia de un vocablo). Los organismos de hoy son descendientes de antepasados distintos a ellos. La selección natural, principal fuerza transformadora de especies, va conservando los cambios ventajosos para los individuos. Las transformaciones neutras, que ni ayudan ni estorban, pueden conservarse o no, indistintamente. Las ballenas tienen dentro de las aletas todos los huesos necesarios para formar dedos. Sus antepasados terrestres los necesitaban, las ballenas no. Desde el punto de vista funcional, da lo mismo si los dedos están o no están. Se han vuelto invisibles para la selección natural .
Darwin no pasó por alto la semejanza entre los órganos vestigiales y las letras vestigiales. Dice: “Los órganos rudimentarios se pueden comparar con las letras de algunas palabras, que se conservan en la ortografía pese a ser ya inútiles en la pronunciación, pero que sirven para determinar su origen”. Y termina esa sección con clarines y trompetas: “Podemos concluir que, desde la perspectiva de [la evolución por selección natural], la existencia de órganos en estado rudimentario, imperfecto e inútil, o casi, lejos de presentar dificultades, como sin duda ocurre en la antigua doctrina de la creación, podría incluso haberse previsto según las opiniones que aquí se exponen”.
Seguimos sin saber para qué sirve el apéndice (o más bien para qué servía). Pero ahora todos podemos levantar la mano cuando nos pregunten por qué lo tenemos.
Que ahora levante la mano el que sepa por qué demonios tenemos apéndice (silencio, grillos en la lejanía).
Ahora imagínense una escena semejante, pero no entre lectores y autor de este blog, sino con palabras como personajes. Las palabras han cobrado vida y están congregadas en una plaza de la República de las Letras. Una palabra muy autoritaria (quizá la palabra huevos) solicita que levanten la mano los vocablos que tengan hache. Responden palabras como hijo, hermosura y hacer. Luego se pide que se manifiesten las que no tengan hache. Finalmente se pide que alcen la mano las que sepan a qué demonios se debe la extravagancia de la hache en una lengua en la que esta letra es muda.
La respuesta es bien conocida. A mí me la dio mi maestra de español en secundaria: la hache de muchas palabras ocupa el lugar que tuvo una efe en los antepasados de esas palabras (fijo, fermosura, facer). Al paso de los siglos la efe se fue desgastando en la pronunciación y se perdió. (Es algo parecido a lo que ocurre con la be de burro y la ve de vaca, que en México distinguimos con esa explicación zoológica porque ya no difieren en pronunciación. Sólo los cursis y algunos locutores de radio pronuncian hoy la v labio dental.) En la estructura de esas palabras que empezaban con efe quedó una casilla vacía. Se puso una hache para no dejar el hueco (¿o será el fueco?). Dicho de otro modo, esa letra es un vestigio, un indicio de que las palabras han evolucionado.
El apéndice de las personas es una hache en la anatomía humana.
A Charles Darwin le gustaba encontrar rastros del pasado en los organismos. Dedicó una buena parte del capítulo XIV de El origen de las especies a lo que llamó órganos rudimentarios o atrofiados, “que llevan el sello de la inutilidad evidente”. En ese libro Darwin expone con numerosísimos ejemplos la teoría de la evolución por selección natural. El capítulo en cuestión contiene hechos biológicos insospechados: los fetos de vaca desarrollan in utero dientes que nunca emergen de las encías; la boa constrictor conserva de sus antepasados rudimentos de la pelvis y las patas traseras; algunas especies de salamandra que viven lejos del agua son renacuajos en su estado embrionario (y esos renacuajos nadan cuando se les extrae del vientre de su muy terrestre madre).
Los perplejos contemporáneos de Darwin creían que los seres vivos, o mejor, las especies de seres vivos, no cambiaban; que Dios las había formado tal cuales eran desde el primer día. Los órganos rudimentarios servían, según se creía, para “completar el esquema de la naturaleza”, o bien “para mantener la simetría”. Dice Darwin, comprensiblemente exasperado: “Pero esto no es explicar, sino enunciar el hecho con otras palabras”. Si los elementos inútiles de la anatomía de algunas especies son para completar el esquema de la naturaleza, ¿por qué no tienen rudimentos de extremidades otras especies de serpiente, por ejemplo?
Darwin tenía una explicación de verdad: los órganos rudimentarios son rastros de la historia de la especie (como la hache lo es de la historia de un vocablo). Los organismos de hoy son descendientes de antepasados distintos a ellos. La selección natural, principal fuerza transformadora de especies, va conservando los cambios ventajosos para los individuos. Las transformaciones neutras, que ni ayudan ni estorban, pueden conservarse o no, indistintamente. Las ballenas tienen dentro de las aletas todos los huesos necesarios para formar dedos. Sus antepasados terrestres los necesitaban, las ballenas no. Desde el punto de vista funcional, da lo mismo si los dedos están o no están. Se han vuelto invisibles para la selección natural .
Darwin no pasó por alto la semejanza entre los órganos vestigiales y las letras vestigiales. Dice: “Los órganos rudimentarios se pueden comparar con las letras de algunas palabras, que se conservan en la ortografía pese a ser ya inútiles en la pronunciación, pero que sirven para determinar su origen”. Y termina esa sección con clarines y trompetas: “Podemos concluir que, desde la perspectiva de [la evolución por selección natural], la existencia de órganos en estado rudimentario, imperfecto e inútil, o casi, lejos de presentar dificultades, como sin duda ocurre en la antigua doctrina de la creación, podría incluso haberse previsto según las opiniones que aquí se exponen”.
Seguimos sin saber para qué sirve el apéndice (o más bien para qué servía). Pero ahora todos podemos levantar la mano cuando nos pregunten por qué lo tenemos.
jueves, 9 de octubre de 2008
El cerebro de Laplace, o el tamaño no importa
Si usted es de los que creen que más siempre equivale a mejor quizá piense que mientras más grande tenga el cerebro una persona, más inteligente será. Hoy en día ha caído en desuso la idea de que hay una relación directa e inequívoca entre el tamaño del cerebro (o, de manera equivalente, su peso) y la inteligencia, pero en el siglo XIX gozó de mucha popularidad entre los científicos que se dedicaban a estudiar ese órgano.
Cuantificar la inteligencia no es fácil. Ni siquiera es fácil definirla para saber qué cuantificar. La dificultad de precisar qué es y de medir la inteligencia dio lugar, en 1861, a una polémica científica de lo más jugosa. Los contendientes fueron Paul Broca y Louis Pierre Gratiolet, anatomistas franceses que debatieron acerca de la relación del peso del cerebro con la inteligencia.
Gratiolet decía que el peso del cerebro no era medida de la inteligencia; Broca decía que sí. El debate consumió más de 200 páginas impresas y duró cinco meses, al cabo de los cuales, al parecer, Broca salió victorioso. Su alegato se había fundamentado principalmente en el hecho conocido de que el cerebro de Georges Cuvier, célebre compatriota de los contendientes que fundó la paleontología (el estudio de los fósiles), pesaba, al morir su ilustre dueño, 1830 gramos –más de 30 % por encima del peso del cerebro del varón promedio (1375 gramos). El que Cuvier hubiera tenido el cerebro gordo era flaca evidencia, pero Broca convenció a muchos de sus colegas --posiblemente ya convencidos de antemano-- de que la capacidad intelectual de un individuo era función de su capacidad craneal.
Una de las conclusiones más lamentables que se deducían de esta premisa es que las mujeres, cuyos cerebros son, en promedio, un poco menos pesados que los de los hombres, debían ser más tontas que los varones, conclusión de la que tanto Broca como Gratiolet --junto con la mayoría de sus contemporáneos varones-- estaban convencidísimos aún antes de examinar cerebros. Esta deducción se pasa de simplista porque no toma en cuenta el hecho de que muchas funciones cerebrales como la percepción visual, la facultad de hablar y la de hacer matemáticas están localizadas en regiones particulares del cerebro (aunque Broca descubrió la primera de estas regiones de que se tuvo noticia: el área de Broca, que interviene en la comprensión y producción del habla). Tampoco se decían Broca y sus contemporáneos que, con masas corporales en promedio menores que las de los hombres, las mujeres necesitan menos cerebro para desempeñar funciones vitales automáticas como la digestión, la respiración y el control de la temperatura del organismo, por lo que el sobrante de la masa cerebral bien puede dedicarse a las funciones intelectuales. Hoy en día la gente bien informada sabe que, aparte diferencias en educación y en el modo de criar a los varones y a las mujeres en distintas culturas, no hay ningún indicio de que los sexos difieran en mérito intelectual.
Pero a Broca, por lo demás un anatomista de primera categoría, le faltaba información y le sobraban prejuicios. Años después, cuando hubo más cerebros de personajes ilustres metidos en frascos, se revelaron cosas interesantísimas: el cerebro del escritor ruso Iván Turgueniev pesó 2000 gramos, pero el del escritor francés Anatole France, que de tonto no tenía un pelo, pesó únicamente 1100. El cerebro de Albert Einstein, el cual estuvo durante mucho tiempo en un frasco guardado en un consultorio médico de Wichita, Kansas, pesó sólo 1230 gramos.
Estas cosas se supieron después y a mí me dan ganas de disculpar a Paul Broca. Después de todo, nadie se salva de los prejuicios de su época. Empero, ya antes del debate que los dos anatomistas franceses sostuvieron en 1861 se conocía por lo menos un ejemplo en el que fallaba la relación que Broca postuló entre peso del cerebro e inteligencia, como descubrí por casualidad husmeando en los archivos que ofrece en internet la revista Nature. En el número del 16 de abril de 1927 aparece una carta al editor por medio de la cual me enteré de lo que les voy a contar.
El médico francés François Magendie escribió lo siguiente en un artículo que trataba de la fisiología del cerebro, en 1827: “Me vi en la dolorosa necesidad de examinar el cerebro de un hombre genial, muerto a una edad avanzada, pero que conservaba intactas sus facultades intelectuales...” Magendie tenía la teoría de que la inteligencia humana va en razón inversa a la cantidad de líquido cefalorraquídeo que contiene el cráneo, pero poco importa. El caso es que Magendie se vio en la “dolorosa necesidad” de rebanarle los sesos a un individuo con fama de listo, y que dicho individuo era, al parecer, Pierre Simon de Laplace, celebérrimo matemático y astrónomo francés, estudioso de la teoría de probabilidades y autor de un tratado titulado Mecánica celeste que hasta Napoleón leyó (o por lo menos hojeó).
El discreto Magendie no se tomó la molestia de anotar cuánto pesaba el cerebro de aquel “hombre genial” cuyo nombre no menciona, pero una carta escrita en 1834 por Joanna Baillie, poeta y dramaturga prolífica, a su sobrina Sophy puede darnos una idea de la capacidad craneal del personaje, además de confirmar que se trataba de Laplace y ofrecer otro indicio de que el tamaño del cerebro no influye directamente en la capacidad intelectual:
"Hampstead, 1834
"Mi querida Sophy:
"El doctor Somerville nos contó hace poco una circunstancia insólita acerca de la cabeza de Laplace, el célebre astrónomo francés. Un grupo de damas y caballeros fue un día a casa del gran anatomista Magendie para ver el cerebro del filósofo, el cual, suponían, debía ser de tamaño descomunal, y al ver sobre la mesa un ejemplar que respondía a sus expectativas, quedaron encantados. “¡Ah! ¡Miren que soberbio cerebro! ¡Qué órgano! ¡Qué tamaño! Esto explica completamente sus asombrosas facultades mentales”. Magendie, quien se encontraba a espaldas de ellos y los había escuchado, los interrumpió amablemente diciendo: “Sí, éste es, en efecto, un cerebro muy grande, pero perteneció a un pobre idiota que en vida apenas podía distinguir la mano derecha de la izquierda”. Luego, mostrándoles un cerebro notablemente pequeño, añadió: “Éste, damas y caballeros, es el cerebro de Laplace.
Afectuosamente,
tu tía, J. Baillie."
Cuantificar la inteligencia no es fácil. Ni siquiera es fácil definirla para saber qué cuantificar. La dificultad de precisar qué es y de medir la inteligencia dio lugar, en 1861, a una polémica científica de lo más jugosa. Los contendientes fueron Paul Broca y Louis Pierre Gratiolet, anatomistas franceses que debatieron acerca de la relación del peso del cerebro con la inteligencia.
Gratiolet decía que el peso del cerebro no era medida de la inteligencia; Broca decía que sí. El debate consumió más de 200 páginas impresas y duró cinco meses, al cabo de los cuales, al parecer, Broca salió victorioso. Su alegato se había fundamentado principalmente en el hecho conocido de que el cerebro de Georges Cuvier, célebre compatriota de los contendientes que fundó la paleontología (el estudio de los fósiles), pesaba, al morir su ilustre dueño, 1830 gramos –más de 30 % por encima del peso del cerebro del varón promedio (1375 gramos). El que Cuvier hubiera tenido el cerebro gordo era flaca evidencia, pero Broca convenció a muchos de sus colegas --posiblemente ya convencidos de antemano-- de que la capacidad intelectual de un individuo era función de su capacidad craneal.
Una de las conclusiones más lamentables que se deducían de esta premisa es que las mujeres, cuyos cerebros son, en promedio, un poco menos pesados que los de los hombres, debían ser más tontas que los varones, conclusión de la que tanto Broca como Gratiolet --junto con la mayoría de sus contemporáneos varones-- estaban convencidísimos aún antes de examinar cerebros. Esta deducción se pasa de simplista porque no toma en cuenta el hecho de que muchas funciones cerebrales como la percepción visual, la facultad de hablar y la de hacer matemáticas están localizadas en regiones particulares del cerebro (aunque Broca descubrió la primera de estas regiones de que se tuvo noticia: el área de Broca, que interviene en la comprensión y producción del habla). Tampoco se decían Broca y sus contemporáneos que, con masas corporales en promedio menores que las de los hombres, las mujeres necesitan menos cerebro para desempeñar funciones vitales automáticas como la digestión, la respiración y el control de la temperatura del organismo, por lo que el sobrante de la masa cerebral bien puede dedicarse a las funciones intelectuales. Hoy en día la gente bien informada sabe que, aparte diferencias en educación y en el modo de criar a los varones y a las mujeres en distintas culturas, no hay ningún indicio de que los sexos difieran en mérito intelectual.
Pero a Broca, por lo demás un anatomista de primera categoría, le faltaba información y le sobraban prejuicios. Años después, cuando hubo más cerebros de personajes ilustres metidos en frascos, se revelaron cosas interesantísimas: el cerebro del escritor ruso Iván Turgueniev pesó 2000 gramos, pero el del escritor francés Anatole France, que de tonto no tenía un pelo, pesó únicamente 1100. El cerebro de Albert Einstein, el cual estuvo durante mucho tiempo en un frasco guardado en un consultorio médico de Wichita, Kansas, pesó sólo 1230 gramos.
Estas cosas se supieron después y a mí me dan ganas de disculpar a Paul Broca. Después de todo, nadie se salva de los prejuicios de su época. Empero, ya antes del debate que los dos anatomistas franceses sostuvieron en 1861 se conocía por lo menos un ejemplo en el que fallaba la relación que Broca postuló entre peso del cerebro e inteligencia, como descubrí por casualidad husmeando en los archivos que ofrece en internet la revista Nature. En el número del 16 de abril de 1927 aparece una carta al editor por medio de la cual me enteré de lo que les voy a contar.
El médico francés François Magendie escribió lo siguiente en un artículo que trataba de la fisiología del cerebro, en 1827: “Me vi en la dolorosa necesidad de examinar el cerebro de un hombre genial, muerto a una edad avanzada, pero que conservaba intactas sus facultades intelectuales...” Magendie tenía la teoría de que la inteligencia humana va en razón inversa a la cantidad de líquido cefalorraquídeo que contiene el cráneo, pero poco importa. El caso es que Magendie se vio en la “dolorosa necesidad” de rebanarle los sesos a un individuo con fama de listo, y que dicho individuo era, al parecer, Pierre Simon de Laplace, celebérrimo matemático y astrónomo francés, estudioso de la teoría de probabilidades y autor de un tratado titulado Mecánica celeste que hasta Napoleón leyó (o por lo menos hojeó).
El discreto Magendie no se tomó la molestia de anotar cuánto pesaba el cerebro de aquel “hombre genial” cuyo nombre no menciona, pero una carta escrita en 1834 por Joanna Baillie, poeta y dramaturga prolífica, a su sobrina Sophy puede darnos una idea de la capacidad craneal del personaje, además de confirmar que se trataba de Laplace y ofrecer otro indicio de que el tamaño del cerebro no influye directamente en la capacidad intelectual:
"Hampstead, 1834
"Mi querida Sophy:
"El doctor Somerville nos contó hace poco una circunstancia insólita acerca de la cabeza de Laplace, el célebre astrónomo francés. Un grupo de damas y caballeros fue un día a casa del gran anatomista Magendie para ver el cerebro del filósofo, el cual, suponían, debía ser de tamaño descomunal, y al ver sobre la mesa un ejemplar que respondía a sus expectativas, quedaron encantados. “¡Ah! ¡Miren que soberbio cerebro! ¡Qué órgano! ¡Qué tamaño! Esto explica completamente sus asombrosas facultades mentales”. Magendie, quien se encontraba a espaldas de ellos y los había escuchado, los interrumpió amablemente diciendo: “Sí, éste es, en efecto, un cerebro muy grande, pero perteneció a un pobre idiota que en vida apenas podía distinguir la mano derecha de la izquierda”. Luego, mostrándoles un cerebro notablemente pequeño, añadió: “Éste, damas y caballeros, es el cerebro de Laplace.
Afectuosamente,
tu tía, J. Baillie."
miércoles, 1 de octubre de 2008
La evolución no es como la pintan
El otro día iba con mi hija y mis sobrinos en el coche cuando vimos una larguísima hilera de vehículos formados en doble fila obstruyendo parte de la calle. Sin pensarlo dos veces les dije a los niños: “predigo que todos los coches que están ahí formados tienen placas que terminan en 7 o en 8”. Al confirmarse mi hipótesis cuando pasamos junto a los coches formados, los niños se quedaron patidifusos de admiración por mis habilidades adivinatorias, dignas del profesor Dumbledore de Harry Potter.
A ustedes, radioescuchas y bloglectores, les revelaré las observaciones que fundamentaron mi predicción: era 30 de septiembre y los coches estaban formados frente a un verificentro. ¿Cabía dudar de que fueran conductores remisos que dejaron la verificación de sus automóviles para el último día? ¿Había otra hipótesis que explicara mejor las observaciones? Claro que no.
He aquí otra situación de la vida cotidiana en la que podría yo aventurar una predicción para impresionar incautos (o criaturitas preciosas, como mi hija y mis sobrinos): es día de partido Chivas-América y vemos un coche que corre raudo por el Periférico hacia el sur. El vehículo enarbola una bandera de las chivas. Mi predicción sería que se dirige al Estadio Azteca. ¿Es igual de segura que la de los coches frente al verificentro? Claramente no. Aunque es muy probable que sí vaya al estadio, también podría ser que el conductor y sus pasajeros se dirijan a casa de algún amigo a ver el partido por televisión tomándose unas chelas.
En la ciencia tenemos también predicciones que nos inspiran distintos grados de confianza. No todo resultado de la investigación científica y del consenso entre profesionales nos convece con la misma fuerza. Así, hay creencias científicas estilo coche con bandera de las chivas en día de partido –probables, pero no seguras; y hay otras que son como una fila de coches en el verificentro en último de mes: impepinables, que no podría ponerlas en duda ninguna persona bien informada que esté al tanto de los detalles (los niños, por lo general, no son personas bien informadas, por suerte para los papás y tíos presumidos como yo).
Que la Tierra gira alrededor del sol es una de estas conclusiones impepinables para quien entiende los detalles (casi todo el mundo). Otra igual de impepinable, pero no para tanta gente, es que las especies de plantas, animales y microorganismos que pueblan la Tierra son producto de un proceso de transformación de las especies, proceso que opera en lapsos de muchas generaciones y tiene como motor los cambios del entorno y las pequeñas variaciones genéticas que existen entre individuos de la misma especie. La evolución por selección natural, como llamó a esta idea el más conocido de sus creadores, Charles Darwin, es un resultado científico de categoría impepinable, que hoy no pone en duda nadie que esté al tanto de los detalles.
Los íconos de la evolución son ya lugares comunes. Los vemos hasta en la publicidad, donde para dar a entender que un producto es lo último en tecnología se lo tilda de “el más evolucionado” o bien se lo relaciona con una imagen muy difundida de la evolución de la especie humana: una fila, pero no de coches, sino de primates, que empieza con uno pequeño y encorvado, pasa por una serie de homínidos que van creciendo y se van enderezando y culmina con un Homo sapiens sapiens, o sea, usted o yo, pero por lo general desnudos. Seguro que usted ya la recordó, pues esta imagen es a la evolución humana lo que la Mona Lisa es a la pintura renacentista: su mismísimo símbolo. Pues bien, esta imagen, igual que la Mona Lisa, da una imagen parcial y hasta engañosa de lo que simboliza.
“El hombre desciende del mono”, se dice con descuido (y desafortunadamente la eduación que nos dan en la escuela no basta para darse cuenta del tamaño de la pifia). El ícono que estamos discutiendo parece confirmar esta imprecisión, porque detrás del Homo sapiens vemos algunos primates que parecen chimpancés. Pero los humanos no descendemos del chimpancé. La prueba es ¡que todavía hay chimpancés! La forma correcta de verlo es ésta: chimpancés y humanos descendemos de un antepasado común. Nuestros linajes se separaron hace unos seis millones de años (lo que se calcula a partir de la diferencia entre el genoma de un chimpancé y el de una persona, suponiendo que las diferencias se acumulan a ritmo constante). Así, los simios de hoy –y de hecho, cualquier especie de hoy, sea simio o bacteria—es igual de evolucionada que nosotros en el sentido de llevar el mismo tiempo que nuestro linaje sometida al torno moldeador de precisión que es la selección natural. Incluso los cocodrilos y las cucarachas, de los que se dice que fueron abandonados por la evolución, son organismos perfectamente adaptados a su entorno y por lo tanto, tan “evolucionados” como el que más.
La imagen icónica de la evolución humana comete otro equívoco: darnos a entender que nuestra especie es la culminación perfecta de un linaje cuyos otros miembros son fenómenos de circo o algo por el estilo. Es como si creyéramos que los organismos de pasado son pruebas que salieron mal. Lo cierto es que, puesto que el entorno actúa como una podadora, cortando ramas que no son viables en las condiciones del momento, sería muy extraño que en el pasado –o en cualquier otro tiempo—hubiera habido organismos mal adaptados o defectuosos. No: el elenco de organismos de cada época es un catálogo de campeones, o de máquinas finamente ajustadas para operar eficazmente en su entorno. Un mamut no es peor que un elefante. Es una especie adaptada a otras condiciones.
Muchos científicos y divulgadores de la ciencia, como yo, recomiendan no usar esa imagen para ilustrar la evolución humana, que como la de cualquier otro organismo hoy se entiende como una serie de ramificaciones, no una línea recta. El hombre de Neandertal no es nuestro antepasado, sino un primo con el que compartimos un antepasado común que vivió hace alrededor de un millón de años. Así pues, cuando vean esta imagen en un museo de ciencias, ¡o en un anuncio!, pueden estar seguros de que los responsables no entienden la evolución, predicción que hago con el mismo grado de certeza con que predije que los coches formados en esa fila tenían placas terminadas en siete u ocho.
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