En Micromegas, uno de sus famosos cuentos filosóficos, el escritor francés del siglo XVIII Voltaire cuenta la historia de un extraterrestre que, exiliado de su planeta por hereje, llega a nuestro sistema solar. Luego de algunas peripecias, Micromegas y un saturniano con quien ha trabado amistad llegan a Marte. Los viajeros, escribe Voltaire, “vieron dos lunas que sirven a este planeta y que han escapado a la mirada de nuestros astrónomos. Sé bien”, prosigue Voltaire con su humor característico, “que el padre Castel escribirá, y hasta agradablemente, contra la existencia de estas dos lunas, pero me remito aquí a quienes razonan por analogía. Estos buenos filósofos saben lo difícil que sería que Marte, tan alejado del sol, se las arreglara con menos dos lunas”. (Por cierto, el padre Castel era un jesuita que abogaba por una ciencia basada únicamente en el razonamiento, sin pasar por la experimentación.) Pues bien, resulta que Marte tiene, en efecto, dos lunas, hoy llamadas Fobos y Deimos, que descubrió el astrónomo estadunidense Asaph Hall en 1877, es decir, unos 120 años después de la publicación de Micromegas. Voltaire acertó. ¿Premonición sobrenatural? ¿Visión de genio?
Creo que el propio Voltaire concedería que en lo de las lunas de Marte acertó por casualidad. Su intención no era contribuir al conocimiento científico, sino hacer reír con lo absurdo de la idea de que Marte no se las puede arreglar con menos de dos lunas. ¿Por qué es absurda? Porque supone que las lunas de un planeta tienen un objetivo, que existen para algo. Explicar las cosas atribuyéndoles un propósito se conoce como teleología, y está muy mal visto en ciencias: por ejemplo, decir que el Sol existe para alumbrarnos y darnos energía. Las explicaciones teleológicas implican que la naturaleza planea las cosas y ve el futuro, como si fuera una señora con poderes psíquicos. En otras palabras, son explicaciones que no explican.
Voltaire daba su explicación de las lunas de Marte en broma, pero hay quien lo dice en serio. Tengo aquí una reproducción facsimilar de la primera edición de la Encyclopaedia Britannica, de 1771. En el artículo dedicado a la astronomía hay un párrafo que me gusta mucho. Aunque el artículo es moderno en el sentido de dar por descontado que la tierra gira alrededor del sol, al señalar que en el universo hay muchísimos “soles”, refiriéndose a las estrellas, el autor añade: “No es probable que el Todopoderoso, que siempre actúa con infinita sabiduría y no hace nada en vano, haya creado tantos gloriosos soles, aptos para tantos propósitos importantes, y los haya colocado a tales distancias unos de otros sin objetos propios lo bastante cercanos para beneficiarse de sus influencias. Quien se imagine que sólo fueron creados para ofrecer una pálida luz a los habitantes de nuestro orbe debe tener un conocimiento muy superficial de la astronomía y una opinión muy pobre de la Divina Sabiduría; puesto que, con harto menos esfuerzo de sus poderes creativos, la Deidad podría haberle dado a nuestra tierra mucha más luz con una sola luna adicional”. En otras palabras, las estrellas son centros de sendos sistemas planetarios porque de lo contrario sería un desperdicio de creatividad divina. Las estrellas “sirven” para alumbrar. ¿Qué caso tendría que alumbraran si no alumbran a nadie?
No es difícil ver que estos dos razonamientos teleológicos, el de Voltaire y el de la Britannica, fallan miserablemente porque hacen predicciones que no se cumplen. El primero implica que los planetas tienen más lunas cuanto más lejos están del sol, predicción que falla en Urano, Neptuno y Plutón. El segundo exige que todas las estrellas tengan planetas (es más: planetas habitados por seres inteligentes capaces de apreciar la bondad divina). Hoy sabemos que no es así.
La ciencia es como un juego, una de cuyas reglas más importantes dice: “no recurrirás a lo sobrenatural para explicar lo natural”. Pero el asunto no siempre ha estado tan claro como hoy. El mismísimo Isaac Newton, padre de la física moderna, se sintió obligado a introducir a dios en su modelo del universo cuando se dio cuenta de que, si todas las cosas se atraen por gravedad, el cosmos tendría que estarse derrumbando sobre sí mismo. Yo diría que aún hoy el asunto no está claro: todavía se enseña en algunas escuelas que las vacas y las abejas existen para darnos leche y miel. Pero los científicos hace tiempo que dejaron de apelar a la providencia por tener ésta poco poder explicativo. El reto en ciencias es llegar lo más lejos posible sin acudir a los dioses y hay que decir que no vamos nada mal.
jueves, 25 de diciembre de 2008
miércoles, 24 de diciembre de 2008
Santa Claus y la mecánica cuántica
Cuando los científicos se encuentran con un fenómeno extraño, tratan de entenderlo. Muchas personas piensan que explicarlas cosas les quita la gracia. Es que no están familiarizadas con las explicaciones científicas. Explicar sólo quita la gracia cuando lo que se explica es un truco, como las ilusiones de un mago, o un fraude, como los pronósticos de los astrólogos. Cuando el misterio es legítimo, la explicación puede dejarnos más maravillados que el propio misterio.
Piensen por ejemplo en Santa Claus y el hecho asombroso de que entregue tantos regalos en una sola noche. Piensen también en la clásica restricción santaclosiana: uno no debe estar despierto cuando llegue San Nicolás. Más específicamente, está prohibido ver a Santa Claus. Pues bien, la cosa puede tener una explicación científica asombrosa.
La mecánica cuántica es la teoría física más fundamental y exacta que tenemos. Hasta donde sabemos, todo en el universo cumple las leyes de la mecánica cuántica. En ciertas circunstancias, la mecánica cuántica permite que un objeto esté en muchas posiciones al mismo tiempo. Ese extraño estado es muy delicado: basta un soplo de energía –la más tenue partícula de luz, por ejemplo—para que el objeto se reintegre y aparezca en un solo sitio, como cualquier objeto decente.
Si Santa Claus lograra ponerse en semejante estado quizá podría estar en todo el mundo al mismo tiempo y entregar todos los regalos sin dificultad. Pero recordemos que esta insólita superposición de santacloses por todo el planeta es muy frágil. ¿Será por eso que Santa Claus no se deja ver? ¿Podría ser que la limitación santaclosiana se deba a que San Nicolás teme que al verlo se destruya su superposición de estados cuánticos?
Piensen por ejemplo en Santa Claus y el hecho asombroso de que entregue tantos regalos en una sola noche. Piensen también en la clásica restricción santaclosiana: uno no debe estar despierto cuando llegue San Nicolás. Más específicamente, está prohibido ver a Santa Claus. Pues bien, la cosa puede tener una explicación científica asombrosa.
La mecánica cuántica es la teoría física más fundamental y exacta que tenemos. Hasta donde sabemos, todo en el universo cumple las leyes de la mecánica cuántica. En ciertas circunstancias, la mecánica cuántica permite que un objeto esté en muchas posiciones al mismo tiempo. Ese extraño estado es muy delicado: basta un soplo de energía –la más tenue partícula de luz, por ejemplo—para que el objeto se reintegre y aparezca en un solo sitio, como cualquier objeto decente.
Si Santa Claus lograra ponerse en semejante estado quizá podría estar en todo el mundo al mismo tiempo y entregar todos los regalos sin dificultad. Pero recordemos que esta insólita superposición de santacloses por todo el planeta es muy frágil. ¿Será por eso que Santa Claus no se deja ver? ¿Podría ser que la limitación santaclosiana se deba a que San Nicolás teme que al verlo se destruya su superposición de estados cuánticos?
Cuento de navidad epistemológico
Marley estaba muerto. De eso no cabía ni la menor duda cartesiana. En vida el viejo Jacob Marley había sido un avaro de siete suelas, pero también había sido un empirista. Seguidor del filósofo escocés David Hume, Marley creía que el conocimiento proviene exclusivamente de la información que nos proporcionan los sentidos.
Así pues, Marley estaba más muerto que un clavo, por eso, el día de navidad del séptimo año después de su muerte, se quedó patidifuso al verse de pronto en su antigua casa londinense con una pesada cadena enrollada en la cintura y un vendaje sujetándole la quijada al cráneo. Pero sus sentidos le indicaban que aquello era verdad, y ningún empirista que se respetara, como Marley, se iba a poner a dudar de la evidencia de sus sentidos.
Ebenezer Scrooge, quien fuera socio de Marley por espacio de no sé cuántos años, era tan avaro como había sido su colega. Pero Scrooge era racionalista. Lo mismo que el filósofo francés René Descartes, Scrooge creía que la razón es la única fuente de conocimiento. Las ideas eran para él más reales que la experiencia sensorial.
Scrooge no etaba muerto, aunque siendo tan avaro y seco como era no podía decirse que estuviera muy vivo, y por eso se quedó perplejo cuando, en el séptimo aniversario de la muerte de su socio, vio la forma corpórea de Marley materializarse ante sus ojos. El fantasma lo miró fijamente. Scrooge le devolvió la mirada, haciéndose mentalmente el propósito de dejar de comer tanto porridge antes de irse a la cama.
-¡Hola! -dijo Scrooge- ¿Qué quieres de mí?
-¡Mucho! -dijo la horrible aparición.
Luego de estas efusiones, el fantasma de Marley y Scrooge sostuvieron el siguiente interesantísimo diálogo entre un empirista y un racionalista (y lo que sigue es cita textual de Dickens):
"-No crees en mí -observó el fantasma.
-No -dijo Scrooge.
-¿Qué prueba quieres de mi realidad si no te basta lo que te dicen los sentidos?
-No sé -dijo Scrooge.
-¿Por qué dudas de tus sentidos?
-Pues porque cualquier cosa los afecta -dijo Scrooge-. El menor trastorno estomacal los vuelve embusteros. Tú podrías ser un trozo de carne sin digerir, un poco de mostaza, una migaja de queso rancio o un fragmento de papa mal cocida. ¡Tienes más de salsa que de sepultura, seas lo que seas!"
Dicho lo cual, Scrooge se tomó un Alka-Seltzer y se fue a dormir tan tranquilo. El fantasma desapareció.
Si Scrooge no hubiera sido tan cartesiano, a las pocas horas se le habría aparecido el bondadoso fantasma de las navidades pasadas, el cual, con voz llena de dulzura, lo hubiera invitado a aferrarse a sus vestiduras y salir volando por la ventana para hacer una visita al pasado. Scrooge habría puesto los pies en el vacío pensándose inmune a la fuerza de gravedad, se hubiera pegado el porrazo de su vida, y en vez de viajar a su propio pasado, hubiera ido a reunirse con Jacob Marley en el más allá.
A la noche siguiente se le volvió a aparecer el fantasma. Scrooge lo ahuyentó propinándole un librazo con el Discurso del método.
Así pues, Marley estaba más muerto que un clavo, por eso, el día de navidad del séptimo año después de su muerte, se quedó patidifuso al verse de pronto en su antigua casa londinense con una pesada cadena enrollada en la cintura y un vendaje sujetándole la quijada al cráneo. Pero sus sentidos le indicaban que aquello era verdad, y ningún empirista que se respetara, como Marley, se iba a poner a dudar de la evidencia de sus sentidos.
Ebenezer Scrooge, quien fuera socio de Marley por espacio de no sé cuántos años, era tan avaro como había sido su colega. Pero Scrooge era racionalista. Lo mismo que el filósofo francés René Descartes, Scrooge creía que la razón es la única fuente de conocimiento. Las ideas eran para él más reales que la experiencia sensorial.
Scrooge no etaba muerto, aunque siendo tan avaro y seco como era no podía decirse que estuviera muy vivo, y por eso se quedó perplejo cuando, en el séptimo aniversario de la muerte de su socio, vio la forma corpórea de Marley materializarse ante sus ojos. El fantasma lo miró fijamente. Scrooge le devolvió la mirada, haciéndose mentalmente el propósito de dejar de comer tanto porridge antes de irse a la cama.
-¡Hola! -dijo Scrooge- ¿Qué quieres de mí?
-¡Mucho! -dijo la horrible aparición.
Luego de estas efusiones, el fantasma de Marley y Scrooge sostuvieron el siguiente interesantísimo diálogo entre un empirista y un racionalista (y lo que sigue es cita textual de Dickens):
"-No crees en mí -observó el fantasma.
-No -dijo Scrooge.
-¿Qué prueba quieres de mi realidad si no te basta lo que te dicen los sentidos?
-No sé -dijo Scrooge.
-¿Por qué dudas de tus sentidos?
-Pues porque cualquier cosa los afecta -dijo Scrooge-. El menor trastorno estomacal los vuelve embusteros. Tú podrías ser un trozo de carne sin digerir, un poco de mostaza, una migaja de queso rancio o un fragmento de papa mal cocida. ¡Tienes más de salsa que de sepultura, seas lo que seas!"
Dicho lo cual, Scrooge se tomó un Alka-Seltzer y se fue a dormir tan tranquilo. El fantasma desapareció.
Si Scrooge no hubiera sido tan cartesiano, a las pocas horas se le habría aparecido el bondadoso fantasma de las navidades pasadas, el cual, con voz llena de dulzura, lo hubiera invitado a aferrarse a sus vestiduras y salir volando por la ventana para hacer una visita al pasado. Scrooge habría puesto los pies en el vacío pensándose inmune a la fuerza de gravedad, se hubiera pegado el porrazo de su vida, y en vez de viajar a su propio pasado, hubiera ido a reunirse con Jacob Marley en el más allá.
A la noche siguiente se le volvió a aparecer el fantasma. Scrooge lo ahuyentó propinándole un librazo con el Discurso del método.
lunes, 22 de diciembre de 2008
La física de la Navidad
Hace unos cuatro años discutí con Pedro Ferriz, al aire, cómo hacía Santa Claus para entrar en las casas y recorrer el mundo repartiendo regalos en sólo una noche. Para celebrar las fiestas de diciembre aquí están esas cápsulas en forma de blog. Va la primera. Las otras dos o tres las iré poniendo a una por día. Espero que las disfruten.
Algunas personas dejan de creer en Santa Claus porque no se imaginan cómo hace todo lo que hace. Pero es pura falta de imaginación, o quizá de información. La física contemporánea ofrece explicaciones para muchas de las cosas que hace el gordo de rojo.
Hace tiempo Santa Claus entraba en las casas por la chimenea. En México hoy en día pocas casas tienen chimenea. En cualquier caso, será rara la casa que tenga una de tiro lo bastante espacioso para que quepa San Nicolás, conocido por panzón. ¿Cómo podría entrar hoy en las casas para dejar los juguetes?
Bueno, ¿cómo entrarían ustedes en un cuadrado pintado en el suelo? La pregunta es tonta sólo si piensan en tres dimensiones, porque si fuéramos criaturas de dos dimensiones, los lados del cuadrado serían muros infranqueables como lo son para nosotros las caras de un cubo. Pasar por encima no sólo sería imposible: sería impensable para un ser de dos dimensiones. En cambio nosotros, que vivimos en tres dimensiones, vemos perfectamente incluso el interior de la figura. Podríamos tomar a unos de los seres bidimensionales y meterlo en el cuadrado simplemente levantándolo de su plano y haciéndolo pasar por la tercera dimensión, que él no conoce.
Nuestras casas tridimensionales son como el cuadrado. Pueden estar cerradas por todos lados, pero estarían abiertas por una cuarta dimensión, si la hubiera. Pues bien, las teorías de supercuerdas, que tratan de explicar la estructura del espacio y del tiempo, así como las partículas elementales, requieren que el espacio tenga, no sólo una, sino 7 dimensiones más. Si Santa Claus puede meterse en alguna de éstas, no le será difícil entrar en nuestras casas para dejar los regalos.
Algunas personas dejan de creer en Santa Claus porque no se imaginan cómo hace todo lo que hace. Pero es pura falta de imaginación, o quizá de información. La física contemporánea ofrece explicaciones para muchas de las cosas que hace el gordo de rojo.
Hace tiempo Santa Claus entraba en las casas por la chimenea. En México hoy en día pocas casas tienen chimenea. En cualquier caso, será rara la casa que tenga una de tiro lo bastante espacioso para que quepa San Nicolás, conocido por panzón. ¿Cómo podría entrar hoy en las casas para dejar los juguetes?
Bueno, ¿cómo entrarían ustedes en un cuadrado pintado en el suelo? La pregunta es tonta sólo si piensan en tres dimensiones, porque si fuéramos criaturas de dos dimensiones, los lados del cuadrado serían muros infranqueables como lo son para nosotros las caras de un cubo. Pasar por encima no sólo sería imposible: sería impensable para un ser de dos dimensiones. En cambio nosotros, que vivimos en tres dimensiones, vemos perfectamente incluso el interior de la figura. Podríamos tomar a unos de los seres bidimensionales y meterlo en el cuadrado simplemente levantándolo de su plano y haciéndolo pasar por la tercera dimensión, que él no conoce.
Nuestras casas tridimensionales son como el cuadrado. Pueden estar cerradas por todos lados, pero estarían abiertas por una cuarta dimensión, si la hubiera. Pues bien, las teorías de supercuerdas, que tratan de explicar la estructura del espacio y del tiempo, así como las partículas elementales, requieren que el espacio tenga, no sólo una, sino 7 dimensiones más. Si Santa Claus puede meterse en alguna de éstas, no le será difícil entrar en nuestras casas para dejar los regalos.
jueves, 18 de diciembre de 2008
Hormiguitas
Imagínense una sociedad en la que sólo a unos cuantos se les permite tener hijos. Los demás trabajan para procurarles a los elegidos techo y sustento: consiguen comida, construyen las casas, patrullan las calles, reparan los desperfectos, mantienen a raya a los enemigos y velan en general por que las cosas marchen sobre ruedas. En una sociedad humana, para que los más sirvan a los menos se requiere bastante opresión e injusticia, y tal organización genera muchísimo descontento e indignación entre la mayoría (como quizá se habrán dado cuenta). Pero imagínense una comunidad en la que todos están conformes con su destino y nadie se siente pisoteado ni exprimido. ¿Existe semejante asociación de altruistas?
Sí: se llama “organismo” y sus habitantes son células de tipos muy diversos: células del sistema nervioso, musculares, hepáticas, células de la sangre, células del tejido conectivo, células de la piel, células de las gónadas: los ovarios y los testículos. En esta comunidad sólo las gónadas tienen la capacidad de efectuar la reproducción. Las demás células llevan a cabo otras tareas de administración e intendencia que mantienen al organismo saludable y en operación. Dicho de otro modo, un organismo es una federación de células que han decidido unirse por el bien común, con las prerrogativas y renuncias que tales uniones conllevan.
Hay otro caso de federación provechosa para todos sus miembros, o mejor dicho, una clase de casos: los insectos eusociales, como llaman los expertos a las hormigas y las abejas. La organización de las abejas es muy sencilla: todas son trabajadoras, menos una, que es la reina y que se encarga exclusivamente de reproducirse. Las demás construyen el panal, traen alimento y cuidan a las larvas. Los hormigueros tienen más variedad que los panales: las hormigas que los habitan pueden diferir en forma y tamaño más que un perro chihuahueño y un San Bernardo pese a ser de la misma especie, y pese a tener los mismos genes. Cada casta, como se llama a las distintas clases de individuo en una misma comunidad de hormigas, tiene un tamaño y una forma particulares, adaptados a la especialidad que le toca desempeñar en la economía del hormiguero. Entre las hormigas cortadoras hay no menos de cuatro castas: los soldados, hormigas grandes de cabeza bulbosa llena de músculos que controlan las mandíbulas; las trabajadoras medianas, que cortan hojas y las llevan al hormiguero; las trabajadoras menores, que patrullan las inmediaciones de la columna de hormigas forrajeras para defenderla; y las trabajadoras mínimas. Las hormigas trabajadoras no se comen las hojas, se alimentan de la savia de las plantas. Las hojas que llevan al nido son para cortarse y masticarse hasta producir una pulpa, a la cual las mínimas añaden gotitas de excremento, para dar sabor, digamos. Este sabroso puré sirve de alimento, pero no para las hormigas, sino para un hongo que sólo crece en los nidos de las hormigas cortadoras. El hongo produce excrecencias que las hormigas usan para alimentar a las larvas. Es decir que una comunidad de hormigas cortadoras tiene brazos para ir a buscar comida, un sistema inmunitario que mantiene a raya a los enemigos, un aparato digestivo y un aparato reproductor: son, en el mismo orden, las trabajadoras medias, los soldados y las menores, las mínimas y el hongo y finalmente la reina.
Los biólogos Edward O. Wilson y Bert Hölldobler, célebres expertos en hormigas, llaman a estas asociaciones de insectos “superorganismos” porque en una comunidad de insectos eusociales como estos, el individuo es a su comunidad lo que las células son a un organismo. Igual que nuestras células no gonádicas, las hormigas cumplen distintas funciones para mantener, no a la reina, sino al hormiguero completo. La reina cumple la función de producir larvas. Éstas se convierten en ejemplares de las distintas castas según la alimentación que les den las trabajadoras. Algunas están destinadas a convertirse en reinas –las hormigas con alas--, que va a fundar otra colonia en otra parte: el hormiguero también se reproduce.
Las historias de hormiguitas y abejitas suelen terminar con una moraleja: seamos altruistas como las hormiguitas y las abejitas. Pero a veces el altruismo es egoísmo escondido, y en cierta forma tal es el caso de nuestras hormiguitas. En la lógica descarnada de la naturaleza el bien máximo es dejar descendencia. Todos los demás bienes –la comida, el techo, el prestigio—se miden en términos del grado en que favorecen nuestras posibilidades de transmitir nuestros genes. Visto a la manera del biólogo británico Richard Dawkins, es como si nuestros genes tuvieran una sola misión: pasar a la siguiente generación. Ser altruista quiere decir sacrificar parte del bien propio por el bien de otros, o favorecer las posibilidades de reproducirse de otros a expensas de las nuestras. Los animales –y muchas personas—son altruistas sólo con sus parientes, y mientras más cercano sea el parentesco, mejor, porque favoreciendo a un pariente cercano favorecemos a una buena parte de nuestros genes.
Las células de esa federación llamada organismo tienen todas los mismos genes, por lo que, en el fondo, no están trabajando para otros. Las hormiguitas y las abejitas no tienen exactamente los mismos genes, pero, por su peculiar modo de reproducción, están más emparentadas que los hermanos en otras especies. Eso explica su ejemplar altruismo…y también explica por qué nosotros, por más que queramos, no las podemos imitar.
Quede pues la historia sin moraleja. Es biológicamente imposible.
Sí: se llama “organismo” y sus habitantes son células de tipos muy diversos: células del sistema nervioso, musculares, hepáticas, células de la sangre, células del tejido conectivo, células de la piel, células de las gónadas: los ovarios y los testículos. En esta comunidad sólo las gónadas tienen la capacidad de efectuar la reproducción. Las demás células llevan a cabo otras tareas de administración e intendencia que mantienen al organismo saludable y en operación. Dicho de otro modo, un organismo es una federación de células que han decidido unirse por el bien común, con las prerrogativas y renuncias que tales uniones conllevan.
Hay otro caso de federación provechosa para todos sus miembros, o mejor dicho, una clase de casos: los insectos eusociales, como llaman los expertos a las hormigas y las abejas. La organización de las abejas es muy sencilla: todas son trabajadoras, menos una, que es la reina y que se encarga exclusivamente de reproducirse. Las demás construyen el panal, traen alimento y cuidan a las larvas. Los hormigueros tienen más variedad que los panales: las hormigas que los habitan pueden diferir en forma y tamaño más que un perro chihuahueño y un San Bernardo pese a ser de la misma especie, y pese a tener los mismos genes. Cada casta, como se llama a las distintas clases de individuo en una misma comunidad de hormigas, tiene un tamaño y una forma particulares, adaptados a la especialidad que le toca desempeñar en la economía del hormiguero. Entre las hormigas cortadoras hay no menos de cuatro castas: los soldados, hormigas grandes de cabeza bulbosa llena de músculos que controlan las mandíbulas; las trabajadoras medianas, que cortan hojas y las llevan al hormiguero; las trabajadoras menores, que patrullan las inmediaciones de la columna de hormigas forrajeras para defenderla; y las trabajadoras mínimas. Las hormigas trabajadoras no se comen las hojas, se alimentan de la savia de las plantas. Las hojas que llevan al nido son para cortarse y masticarse hasta producir una pulpa, a la cual las mínimas añaden gotitas de excremento, para dar sabor, digamos. Este sabroso puré sirve de alimento, pero no para las hormigas, sino para un hongo que sólo crece en los nidos de las hormigas cortadoras. El hongo produce excrecencias que las hormigas usan para alimentar a las larvas. Es decir que una comunidad de hormigas cortadoras tiene brazos para ir a buscar comida, un sistema inmunitario que mantiene a raya a los enemigos, un aparato digestivo y un aparato reproductor: son, en el mismo orden, las trabajadoras medias, los soldados y las menores, las mínimas y el hongo y finalmente la reina.
Los biólogos Edward O. Wilson y Bert Hölldobler, célebres expertos en hormigas, llaman a estas asociaciones de insectos “superorganismos” porque en una comunidad de insectos eusociales como estos, el individuo es a su comunidad lo que las células son a un organismo. Igual que nuestras células no gonádicas, las hormigas cumplen distintas funciones para mantener, no a la reina, sino al hormiguero completo. La reina cumple la función de producir larvas. Éstas se convierten en ejemplares de las distintas castas según la alimentación que les den las trabajadoras. Algunas están destinadas a convertirse en reinas –las hormigas con alas--, que va a fundar otra colonia en otra parte: el hormiguero también se reproduce.
Las historias de hormiguitas y abejitas suelen terminar con una moraleja: seamos altruistas como las hormiguitas y las abejitas. Pero a veces el altruismo es egoísmo escondido, y en cierta forma tal es el caso de nuestras hormiguitas. En la lógica descarnada de la naturaleza el bien máximo es dejar descendencia. Todos los demás bienes –la comida, el techo, el prestigio—se miden en términos del grado en que favorecen nuestras posibilidades de transmitir nuestros genes. Visto a la manera del biólogo británico Richard Dawkins, es como si nuestros genes tuvieran una sola misión: pasar a la siguiente generación. Ser altruista quiere decir sacrificar parte del bien propio por el bien de otros, o favorecer las posibilidades de reproducirse de otros a expensas de las nuestras. Los animales –y muchas personas—son altruistas sólo con sus parientes, y mientras más cercano sea el parentesco, mejor, porque favoreciendo a un pariente cercano favorecemos a una buena parte de nuestros genes.
Las células de esa federación llamada organismo tienen todas los mismos genes, por lo que, en el fondo, no están trabajando para otros. Las hormiguitas y las abejitas no tienen exactamente los mismos genes, pero, por su peculiar modo de reproducción, están más emparentadas que los hermanos en otras especies. Eso explica su ejemplar altruismo…y también explica por qué nosotros, por más que queramos, no las podemos imitar.
Quede pues la historia sin moraleja. Es biológicamente imposible.
lunes, 15 de diciembre de 2008
Beethoven artificial
Ludwig van Beethoven cumple hoy 238 años, lo cual no le ha impedido componer algunas cosas recientemente, como por ejemplo, esta variación sobre el primer movimiento de su sonata Op. 27 No. 2, o bien el primer movimiento de su décima sinfonía, que se estrenó en 1988.
Beethoven lleva muerto 181 años, pero su estilo de componer sobrevive por lo menos en dos cerebros, uno electrónico y el otro humano. El cerebro electrónico al que me refiero compuso el fragmento al que conduce el vínculo del párrafo anterior y se llama EMI, siglas de Experiments in Musical Intelligence. EMI es un programa de computadora creado por el compositor David Cope para simplificarse la vida. Cope empezó alrededor de 1980, con un programa muy sencillo que pudiera sugerirle cómo continuar una composición cuando la musa se mostraba arisca. Al paso de los años, y con mejores computadoras para hacer el trabajo difícil, Cope construyó un sistema que analiza piezas musicales y puede producir imitaciones convincentes. De hecho, EMI compuso una "sinfonía número 42 de Mozart" que se estrenó en San Francisco hace algunos años. Lo más interesante de este programa analizador de música es que si uno lo alimenta con piezas de dos compositores distintos, produce música que suena como una mezcla de los dos estilos, según cuenta el filósofo contemporáneo Daniel Dennett en un artículo que se puede descargar de su página web. Muy bien: Cope ha producido un programa que hace viles imitaciones de los "grandes compositores" (y de los pequeños también: EMI es una computadora y trabaja sobre lo que le dé su programador). Pero no sólo eso: nada impide alimentar a EMI con mucha música de muchos compositores. EMI mezcla los estilos obedientemente. ¿Y si luego se le alimenta con sus propias producciones? Eso es lo que ha hecho Cope. Lo que otuvo es música cada vez más original y alejada de sus "maestros", aunque con claras influencias, como cualquier compositor humano. Hoy en día el programa EMI es un compositor hecho y derecho, y no sólo de imitaciones de los clásicos. Los resultados están en la página web de Cope.
Daniel Dennett sugiere que el proceso mecánico de producción con excedentes y selección que se encuentra en la base de la evolución darwiniana podría ser en el fondo la única manera de crear, sea uno ingeniero, artista o la madre naturaleza. Dennett muestra (como Darwin en El origen de las especies) que el proceso ciego de la selección natural basta para crear organismos que parecen “diseñados” sin necesidad de diseñador. Luego Dennett invade un terreno que Darwin (como los ángeles) no se atrevió a hollar: aplica la selección natural al origen de la mente, de la cultura y de todas las producciones humanas. Detrás de todo lo creado (por la naturaleza o por la humanidad) hay algún proceso de generar cosas y ponerlas a prueba.
A la luz de estas ideas las obras de arte pueden considerarse como productos diseñados igual que son productos diseñados las ballenas, los lenguajes y las computadoras. En el caso de la creatividad individual, ¿dónde ocurre el proceso de generar y probar que da como resultado la obra terminada? En la mente del artista. Crear música, por ejemplo, es relacionar ideas musicales de una manera evocativa, equilibrada y expresiva. Para eso el compositor selecciona melodías, patrones rítmicos, colores orquestales y otros elementos musicales que puede sacar del mundo exterior (por ejemplo, Chaikovsky al usar temas folclóricos rusos en su Capricho italiano) o del interior. A veces una idea surge formada en la mente, otras veces la idea proviene de pasear los dedos más o menos al azar por el teclado del piano. En cuanto aparece algún elemento útil, el gusto de artista (otro mecanismo cerebral) lo selecciona. El compositor anota la idea y ésta pasa a formar parte de la materia prima con que luego construirá la obra.
Eso en cuanto a compositores puramente biológicos. Pero nada impide que el músico, como David Cope, emplee máquinas para la etapa de generar ideas o incluso para la de desarrollarlas por selección darwiniana. El compositor británico Brian Eno es una especie de cyborg musical, cuyo sistema de composición es un híbrido biológico-tecnológico. “Hace años que uso reglas para componer. Por ejemplo, he usado sistemas múltiples de cintas sin fin que se pueden reconfigurar de varias maneras. Yo sólo proporciono los sonidos o elementos musicales originales y dejo que el sistema genere patrones con ellos. Es una máquina musical caleidoscópica que genera variaciones continuamente”.
El otro cerebro donde pervive el estilo de Beethoven (o al menos una buena parte) es el del compositor británico Barry Cooper. Cooper es experto en Beethoven. En los años 80 examinó los manuscritos del genio de Bonn y construyó con los fragmentos sueltos una versión de lo que podría haber sido la décima sinfonía de Beethoven. La obra se estrenó en 1988. Luego Cooper produjo una segunda versión, más pulida, de la cual, al parecer, hay varias grabaciones. Las décimas sinfonías de Beethoven, ¡de Cooper!, son lo bastante buenas para convencer a los expertos, como la sinfonía 42 de Mozart, de EMI. Al parecer, pues, el estilo de un compositor es analizable, y no sólo eso: se puede transformar en un algoritmo que puede ser reproducido por una persona, o por una simple (bueno...) computadora. ¿No es maravilloso?
¿Dicen ustedes que no? Piénsenlo así: conocemos a una persona por la apariencia, la voz, la forma de caminar, el tipo de chistes que cuenta, los gustos… Toda esa información está guardada en nuestra mente, de tal modo que, incluso si la persona está ausente -o aún si está muerta- recordamos todos estos detalles, y hasta las opiniones que emite o emitía. En nuestro cerebro residen modelos de las personas que conocemos y con esos modelos nos las representamos y hasta podemos conversar con ellas. (Quizá sea esta la única forma en que vivimos después de la muerte…) El algoritmo beethoveniano (al que llamaremos algoritmo B para ahorrar saliva) sería una especie de modelo mental del lenguaje musical de Beethoven. Todos los músicos que hayan hecho el ejercicio de componer una pieza beethoveniana (y recuerdo que la pianista Eva María Zuk tocaba en son de broma Las mañanitas como si las hubiera compuesto Beethoven, haciéndolas sonar como la sonata de arriba) tienen grabados en el cerebro por lo menos unos cuantos renglones del algoritmo B.
¿Puede la creatividad ser un algoritmo que reside en el cerebro? Al parecer, hay muy buenas razones neurológicas para pensar que sí. En ese caso, ¿es el compositor humano indispensable? ¿Qué implicaría para el arte la existencia de máquinas artistas? ¿Habría que negarles ese calificativo? En esta época en la que se celebra la diversidad por todas partes, ¿habría que lamentar la diversidad de entes inteligentes y creativos? Si acaso su inteligencia resultara muy distinta a la humana, ¿qué formas de pensar inimaginables podrían aportar las máquinas? Tener otra vez a Beethoven –o a todos los demás, o a unos nuevos que jamás existieron— ¿no sería maravilloso? Tenerlos en cada computadora personal, ¿acabaría por trivializarlos?
Beethoven lleva muerto 181 años, pero su estilo de componer sobrevive por lo menos en dos cerebros, uno electrónico y el otro humano. El cerebro electrónico al que me refiero compuso el fragmento al que conduce el vínculo del párrafo anterior y se llama EMI, siglas de Experiments in Musical Intelligence. EMI es un programa de computadora creado por el compositor David Cope para simplificarse la vida. Cope empezó alrededor de 1980, con un programa muy sencillo que pudiera sugerirle cómo continuar una composición cuando la musa se mostraba arisca. Al paso de los años, y con mejores computadoras para hacer el trabajo difícil, Cope construyó un sistema que analiza piezas musicales y puede producir imitaciones convincentes. De hecho, EMI compuso una "sinfonía número 42 de Mozart" que se estrenó en San Francisco hace algunos años. Lo más interesante de este programa analizador de música es que si uno lo alimenta con piezas de dos compositores distintos, produce música que suena como una mezcla de los dos estilos, según cuenta el filósofo contemporáneo Daniel Dennett en un artículo que se puede descargar de su página web. Muy bien: Cope ha producido un programa que hace viles imitaciones de los "grandes compositores" (y de los pequeños también: EMI es una computadora y trabaja sobre lo que le dé su programador). Pero no sólo eso: nada impide alimentar a EMI con mucha música de muchos compositores. EMI mezcla los estilos obedientemente. ¿Y si luego se le alimenta con sus propias producciones? Eso es lo que ha hecho Cope. Lo que otuvo es música cada vez más original y alejada de sus "maestros", aunque con claras influencias, como cualquier compositor humano. Hoy en día el programa EMI es un compositor hecho y derecho, y no sólo de imitaciones de los clásicos. Los resultados están en la página web de Cope.
Daniel Dennett sugiere que el proceso mecánico de producción con excedentes y selección que se encuentra en la base de la evolución darwiniana podría ser en el fondo la única manera de crear, sea uno ingeniero, artista o la madre naturaleza. Dennett muestra (como Darwin en El origen de las especies) que el proceso ciego de la selección natural basta para crear organismos que parecen “diseñados” sin necesidad de diseñador. Luego Dennett invade un terreno que Darwin (como los ángeles) no se atrevió a hollar: aplica la selección natural al origen de la mente, de la cultura y de todas las producciones humanas. Detrás de todo lo creado (por la naturaleza o por la humanidad) hay algún proceso de generar cosas y ponerlas a prueba.
A la luz de estas ideas las obras de arte pueden considerarse como productos diseñados igual que son productos diseñados las ballenas, los lenguajes y las computadoras. En el caso de la creatividad individual, ¿dónde ocurre el proceso de generar y probar que da como resultado la obra terminada? En la mente del artista. Crear música, por ejemplo, es relacionar ideas musicales de una manera evocativa, equilibrada y expresiva. Para eso el compositor selecciona melodías, patrones rítmicos, colores orquestales y otros elementos musicales que puede sacar del mundo exterior (por ejemplo, Chaikovsky al usar temas folclóricos rusos en su Capricho italiano) o del interior. A veces una idea surge formada en la mente, otras veces la idea proviene de pasear los dedos más o menos al azar por el teclado del piano. En cuanto aparece algún elemento útil, el gusto de artista (otro mecanismo cerebral) lo selecciona. El compositor anota la idea y ésta pasa a formar parte de la materia prima con que luego construirá la obra.
Eso en cuanto a compositores puramente biológicos. Pero nada impide que el músico, como David Cope, emplee máquinas para la etapa de generar ideas o incluso para la de desarrollarlas por selección darwiniana. El compositor británico Brian Eno es una especie de cyborg musical, cuyo sistema de composición es un híbrido biológico-tecnológico. “Hace años que uso reglas para componer. Por ejemplo, he usado sistemas múltiples de cintas sin fin que se pueden reconfigurar de varias maneras. Yo sólo proporciono los sonidos o elementos musicales originales y dejo que el sistema genere patrones con ellos. Es una máquina musical caleidoscópica que genera variaciones continuamente”.
El otro cerebro donde pervive el estilo de Beethoven (o al menos una buena parte) es el del compositor británico Barry Cooper. Cooper es experto en Beethoven. En los años 80 examinó los manuscritos del genio de Bonn y construyó con los fragmentos sueltos una versión de lo que podría haber sido la décima sinfonía de Beethoven. La obra se estrenó en 1988. Luego Cooper produjo una segunda versión, más pulida, de la cual, al parecer, hay varias grabaciones. Las décimas sinfonías de Beethoven, ¡de Cooper!, son lo bastante buenas para convencer a los expertos, como la sinfonía 42 de Mozart, de EMI. Al parecer, pues, el estilo de un compositor es analizable, y no sólo eso: se puede transformar en un algoritmo que puede ser reproducido por una persona, o por una simple (bueno...) computadora. ¿No es maravilloso?
¿Dicen ustedes que no? Piénsenlo así: conocemos a una persona por la apariencia, la voz, la forma de caminar, el tipo de chistes que cuenta, los gustos… Toda esa información está guardada en nuestra mente, de tal modo que, incluso si la persona está ausente -o aún si está muerta- recordamos todos estos detalles, y hasta las opiniones que emite o emitía. En nuestro cerebro residen modelos de las personas que conocemos y con esos modelos nos las representamos y hasta podemos conversar con ellas. (Quizá sea esta la única forma en que vivimos después de la muerte…) El algoritmo beethoveniano (al que llamaremos algoritmo B para ahorrar saliva) sería una especie de modelo mental del lenguaje musical de Beethoven. Todos los músicos que hayan hecho el ejercicio de componer una pieza beethoveniana (y recuerdo que la pianista Eva María Zuk tocaba en son de broma Las mañanitas como si las hubiera compuesto Beethoven, haciéndolas sonar como la sonata de arriba) tienen grabados en el cerebro por lo menos unos cuantos renglones del algoritmo B.
¿Puede la creatividad ser un algoritmo que reside en el cerebro? Al parecer, hay muy buenas razones neurológicas para pensar que sí. En ese caso, ¿es el compositor humano indispensable? ¿Qué implicaría para el arte la existencia de máquinas artistas? ¿Habría que negarles ese calificativo? En esta época en la que se celebra la diversidad por todas partes, ¿habría que lamentar la diversidad de entes inteligentes y creativos? Si acaso su inteligencia resultara muy distinta a la humana, ¿qué formas de pensar inimaginables podrían aportar las máquinas? Tener otra vez a Beethoven –o a todos los demás, o a unos nuevos que jamás existieron— ¿no sería maravilloso? Tenerlos en cada computadora personal, ¿acabaría por trivializarlos?
miércoles, 10 de diciembre de 2008
La fuerza de los cuentos
"Cada cabeza es un mundo”, dice un refrán para dar a entender que cada individuo piensa distinto, pero es falso: al nivel más profundo –el del funcionamiento del cerebro—todas las cabezas son el mismo mundo.
Mi cerebro y el de usted manipulan los estímulos que les llegan por los órganos de los sentidos de la misma manera (o casi). Si, por ejemplo, nos presentan la ilusión óptica que encabeza esta entrada, es muy posible que usted y yo la percibamos igual (le recomiendo hacer clic en la imagen para verla más grande). De hecho, por eso se pueden diseñar ilusiones ópticas: el diseñador cuenta con que todos los cerebros procesarán la información de la misma manera y que no ocurrirá, por ejemplo, que uno vea bolas azules donde otro ve triángulos violetas.
Es como comparar tostadores de pan o coches: en el fondo, todos son iguales. Un tostador de pan es un artefacto que tiene que resolver un problema específico. Su diseño responde al problema que está llamado a resolver. Los cerebros también son artefactos cuyo funcionamiento responde a los problemas que están llamados a resolver (sólo que en el caso de los cerebros el diseñador es la evolución por selección natural).
En el transcurso de la evolución de los humanos, nuestros antepasados, para sobrevivir, tenían que ser hábiles para hacer predicciones acerca del entorno y del prójimo. Había que saber cuándo iba a hacer frío, dónde podía encontrarse buena cacería, quiénes eran los compañeros de clan y qué haría fulano si uno le robaba el alimento. Al paso de las generaciones, los individuos que por casualidad estaban mejor dotados para resolver estos problemas tuvieron más probabilidades de vivir lo suficiente para dejar descendencia. Sus hijos heredaron esa característica, la cual les confirió aptitudes para sobrevivir que sus congéneres no tenían. Poco a poco fueron quedando sólo organismos que nacían programados (es un decir) para resolver bien todos estos problemas.
Los neurofisiólogos y psicólogos han identificado algunas de las características que vienen programadas en nuestros cerebros porque fueron útiles para nuestros antepasados. Dicho de otro modo, las funciones que realizan todos los cerebros como resultado de la larga evolución de nuestra especie, y no sólo de la cultura y la actualidad del individuo. Por ejemplo, hablar chino es función de la cultura y actualidad de un individuo, pero ser capaz de aprender a hablar no, porque todas las personas normales aprenden a hablar. Como alega el psicólogo canadiense Steven Pinker, el cerebro humano no es nada más una computadora muy potente a la que se le puede enseñar a hablar, sino una máquina especialmente programada para absorber palabras y reglas sintácticas. Buscando en mi propio cerebro me doy cuenta de que tiene ciertas características que no necesariamente me vienen de fábrica, por así decirlo. Por ejemplo, estoy seguro de que mi manía de repetir lo que me dicen con las sílabas tergiversadas no resuelve ningún problema importante de mis antepasados de las cavernas. ¿Cómo identificar las funciones cerebrales que sí?
Los psicólogos evolucionistas y los neurocientíficos piensan que un buen indicio de que una característica del cerebro nos viene de nuestra evolución es que la característica sea universal, es decir, que se encuentre en todas las culturas y en todos los tiempos. Una característica con estas…ejem…características…es nuestro gusto por las historias, como alega el periodista científico Jeremy Hsu en un artículo que apareció en agosto en la revista Scientific American Mind. Todo el mundo narra, desde Homero hasta los papás de hoy cuando les contamos cuentos a nuestros hijos antes de irse a dormir. Los científicos han empezado a estudiar los cuentos y los modos de contarlos para reconstruir parte de nuestra historia evolutiva y desentrañar el origen de las emociones y la empatía (la capacidad de ponerse en los zapatos de los demás).
Parte del interés de estos estudios es encontrarle la utilidad a la característica en cuestión: ¿por qué favoreció la supervivencia de nuestros antepasados primitivos? En el caso de los cuentos no faltan hipótesis. Una de ellas es que, en una comunidad de animales sociales, los cuentos sirven como entrenamiento para las relaciones humanas. Los niños empiezan a aprender acerca de las regles de interacción social que rigen en su comunidad por medio de las historias. Como dice Keith Oatley, profesor de psicología cognitiva aplicada de la Universidad de Toronto, esto tiene las mismas ventajas que entrenarse para volar aviones practicando en un simulador de vuelo: uno puede cometer en la imaginación todos los errores sociales concebibles sin poner en peligro sus relaciones con su comunidad.
Al mismo tiempo, en una comunidad de animales sociales es fundamental que cada cual entienda que el prójimo tiene motivaciones, preferencias, proyectos y ganas de sobrevivir, igual que uno mismo. En otras palabras, es fundamental que los niños desarollen lo que los psicólogos llaman una “teoría de la mente”, que les permitirá interpretar las acciones de los demás como acciones orientadas a satisfacer las necesidades y los deseos de quien las realiza. (Los niños muy pequeños y los autistas, por ejemplo, no tienen bien desarrollada la teoría de la mente; viven en un mundo donde sólo ellos actúan deliberadamente y las acciones de los demás son un misterio.) Debido a esta necesidad de atribuirles mentes a nuestros congéneres, nuestros cerebros tienen la tendencia a atribuirle mente a todas las cosas. En un estudio realizado en 1944, Fritz Heider y Mary-Ann Simmel pusieron a los participantes a ver una animación de dos triángulos y un círculo que daban vueltas alrededor de un cuadrado. Cuando les pedían que describieran qué estaba pasando, los participantes decían, por ejemplo, “el círculo está persiguiendo a los triángulos”, como si el círculo pudiera tener intenciones. He aquí la semilla de una historia, ¿no creen? Podría ser, pues, que nuestros cerebros inventen cuentos (y los disfruten) porque en su afán de entender al prójimo, tienden a atribuirle intenciones, motivos e intereses a todo, no sólo a las personas.
En mis cursos de divulgación de la ciencia siempre recomiendo contar historias, o comunicar en forma narrativa. La información llana es insípida, pero las historias, con personas que persiguen objetivos y superan obstáculos puestos por otras personas, nunca fallan cuando uno quiere captar la atención del público. Después de leer el artículo de Jeremy Hsu por fin entiendo por qué.
martes, 9 de diciembre de 2008
Marte en la Tierra
En 1976 los dos laboratorios robotizados Viking se posaron en la superificie de Marte. Llevaban a cuestas las esperanzas de un equipo de científicos muy grande, además de instrumentos para analizar el suelo marciano. Buscaban vida, pero no la encontraron. ¿Había que concluir que Marte es yermo?
No necesariamente, dice un equipo encabezado por Rafael Navarro, del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM. Navarro es el fundador del Laboratorio de Química de Plasmas y Estudios Planetarios de ese instituto. La historia la narra Antígona Segura, investigadora y divulgadora científica del ICN, además de colaboradora frecuente en la revista ¿Cómo ves?, que editamos en la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM.
Antígona cuenta que Rafael Navarro y sus colaboradores cuestionaron recientemente los resultados de la misión Viking. En su opinión, los instrumentos que llevaban esas naves de hace tres décadas no eran lo bastante sensibles como para concluir, a partir de esos resultados, que no hay vida en Marte. Para demostrarlo, en 2001 Rafael Navarro y Christopher McKay, de la NASA, recorrieron el mundo en busca de lugares terrestres que se parecieran a Marte por sus condiciones físicas. El primer lugar que examinaron fue el desierto de Atacama, en el sur de Perú y el norte de Chile. El desierto es tan seco, que en su región central no hay organismos vivos, pero el viento lleva cantidades mínimas de material orgánico de otras regiones. Navarro y sus colaboradores usaron la misma técnica que los laboratorios Viking para ver si detectaban esta minúscula cantidad de materia orgánica. Descubrieron que no: las naves no hubieran podido detectar nada en el desierto de Atacama.
En otras localidades desérticas (en África, Estados Unidos y la Antártida) ocurría lo mismo: pese a sí haber materia orgánica y organismos vivos, la técnica de los Viking fallaba, o sólo detectaba una fracción muy pequeña de lo que había. Sólo cuando los científicos calentaban la muestra de suelo por encima de las temperaturas que usaron las naves de 1976 detectaban signos de compuestos orgánicos. Navarro y sus colaboradores publicaron sus resultados en 2006. Klaus Biermann, encargado de los experimentos de los Viking, estaba furioso, pero pese a que trató de rebatir los resultados de Rafael Navarro y su equipo, al final la NASA decidió cambiar de estrategia para buscar materia orgánica en Marte: las nuevas naves que se envíen a explorar el planeta rojo llevarán instrumentos adicionales para resolver el problema.
Para entonces, empero, el más reciente emisario de la Tierra ya estaba en construcción. La sonda Phoenix se posó cerca del polo norte de Marte en mayo de 2008. La misión era buscar hielo y materia orgánica. Rafael Navarro predijo que los instrumentos de esta nave tampoco podrían detectar cantidades bajas de materia orgánica. La NASA lo invitó a estar presente cuando llegaran los primeros resultados.
En el Laboratorio de Química de Plasmas y Estudios Planetarios se llevan a cabo otras investigaciones que tienen la particularidad de explorar otros mundos sin salir de éste. Por ejemplo, en el Pico de Orizaba, la cima más alta de México, los colaboradores de Rafael Navarro investigan a qué obedece que no haya árboles a partir de cierta altitud. Ahí han encontrado una especie de pino que prolifera a altitudes que ninguna otra especie de árbol ha podido conquistar. Los investigadores proponen que, si algún día alquien se anima a emprender la terraformación de Marte (hacerlo hospitalario para la vida, labor que llevaría varios siglos), se emplee esta variedad de pino como primer árbol marciano.
El artículo de Antígona Segura aparece en nuestro número del 10 aniversario de ¿Cómo ves?, que ya está a la venta en puestos de periódico y localres cerrados, pero también lo pueden leer en la sección "índice" de la página web de la revista.
No necesariamente, dice un equipo encabezado por Rafael Navarro, del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM. Navarro es el fundador del Laboratorio de Química de Plasmas y Estudios Planetarios de ese instituto. La historia la narra Antígona Segura, investigadora y divulgadora científica del ICN, además de colaboradora frecuente en la revista ¿Cómo ves?, que editamos en la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM.
Antígona cuenta que Rafael Navarro y sus colaboradores cuestionaron recientemente los resultados de la misión Viking. En su opinión, los instrumentos que llevaban esas naves de hace tres décadas no eran lo bastante sensibles como para concluir, a partir de esos resultados, que no hay vida en Marte. Para demostrarlo, en 2001 Rafael Navarro y Christopher McKay, de la NASA, recorrieron el mundo en busca de lugares terrestres que se parecieran a Marte por sus condiciones físicas. El primer lugar que examinaron fue el desierto de Atacama, en el sur de Perú y el norte de Chile. El desierto es tan seco, que en su región central no hay organismos vivos, pero el viento lleva cantidades mínimas de material orgánico de otras regiones. Navarro y sus colaboradores usaron la misma técnica que los laboratorios Viking para ver si detectaban esta minúscula cantidad de materia orgánica. Descubrieron que no: las naves no hubieran podido detectar nada en el desierto de Atacama.
En otras localidades desérticas (en África, Estados Unidos y la Antártida) ocurría lo mismo: pese a sí haber materia orgánica y organismos vivos, la técnica de los Viking fallaba, o sólo detectaba una fracción muy pequeña de lo que había. Sólo cuando los científicos calentaban la muestra de suelo por encima de las temperaturas que usaron las naves de 1976 detectaban signos de compuestos orgánicos. Navarro y sus colaboradores publicaron sus resultados en 2006. Klaus Biermann, encargado de los experimentos de los Viking, estaba furioso, pero pese a que trató de rebatir los resultados de Rafael Navarro y su equipo, al final la NASA decidió cambiar de estrategia para buscar materia orgánica en Marte: las nuevas naves que se envíen a explorar el planeta rojo llevarán instrumentos adicionales para resolver el problema.
Para entonces, empero, el más reciente emisario de la Tierra ya estaba en construcción. La sonda Phoenix se posó cerca del polo norte de Marte en mayo de 2008. La misión era buscar hielo y materia orgánica. Rafael Navarro predijo que los instrumentos de esta nave tampoco podrían detectar cantidades bajas de materia orgánica. La NASA lo invitó a estar presente cuando llegaran los primeros resultados.
En el Laboratorio de Química de Plasmas y Estudios Planetarios se llevan a cabo otras investigaciones que tienen la particularidad de explorar otros mundos sin salir de éste. Por ejemplo, en el Pico de Orizaba, la cima más alta de México, los colaboradores de Rafael Navarro investigan a qué obedece que no haya árboles a partir de cierta altitud. Ahí han encontrado una especie de pino que prolifera a altitudes que ninguna otra especie de árbol ha podido conquistar. Los investigadores proponen que, si algún día alquien se anima a emprender la terraformación de Marte (hacerlo hospitalario para la vida, labor que llevaría varios siglos), se emplee esta variedad de pino como primer árbol marciano.
El artículo de Antígona Segura aparece en nuestro número del 10 aniversario de ¿Cómo ves?, que ya está a la venta en puestos de periódico y localres cerrados, pero también lo pueden leer en la sección "índice" de la página web de la revista.
jueves, 4 de diciembre de 2008
Las orejas de Saturno
A veces no basta ser testigo presencial de las cosas para saber cómo sucedieron exactamente. Es más: puede ser que nunca baste. La policía en los países desarrollados ya sabe que haber "visto" no es evidencia impepinable de nada, porque los testigos oculares son muy poco confiables. Creo que se debe a que cuando vemos no sólo captamos información del exterior, sino que la interpretamos.
El historiador del arte Ernst Gombrich cuenta la historia de un grabado de la catedral de Chartres, pintado del natural por un artista de tiempos del romanticismo. En el grabado la catedral tiene ventanas ojivales. Pero en la realidad las ventanas de la catedral de Chartres no son ojivas medievales, sino arcos. El pintor, que al realizar el grabado tenía el modelo frente a las narices, se dejó llevar por su gusto romántico por lo medieval y vio ojivas donde había arcos. Así influye en lo que vemos lo que tenemos en la cabeza.
Los pintores románticos no son los únicos que se dejan llevar por sus preferencias, teorías y expectativas. Según Gombrich, le pasó a Leonardo da Vinci. Leonardo abrió corazones humanos para ver cómo estaban hechos y, claro, dibujó lo que vio. Pues bien, resulta que en los dibujos de Leonardo se ve claramente, más que la realidad, la influencia de las teorías del médico griego antiguo Galeno.
Y le pasó a Galileo. La semana pasada hablamos de sus observaciones con el telescopio que se fabricó en 1609, y de cómo asestaron esas observaciones el golpe de gracia a la teoría antigua de un cosmos centrado en la Tierra. En alguna ocasión Galileo se burló de un contemporáneo suyo, que creyó ver el planeta Mercurio pasar frente a la refulgente cara del sol, cuando en realidad estaba viendo manchas solares (identificadas por Galileo). ¡Qué tonto!, se dice, muy ufano, Galileo. Pero hace mal, porque ni él estaba exento de interpretar los datos de una manera que, a la postre, resultó incorrecta.
Después de observar la luna (y descubrirle montañas), Júpiter (y verle lunas) y Venus (y encontrar que tenía fases), Galileo dirigió su telescopio a Saturno, el más lejano de los planetas que se ven a simple vista. Con su aparato, que aumentaba unas 30 veces, Galileo vio una especie de manchita alargada en vez de la bolita que esperaba ver. Luego de mucho pensarlo, Galileo concluyó que, puesto que ya se sabía que Júpiter tiene satélites, quizá lo que se veía en Saturno era un par de lunas muy grandes y muy ceñidas al planeta. Por el resto de su vida Galileo se refirió a ese planeta como "Saturno tricorpóreo" (Saturno de tres cuerpos) y en una carta a un colega explicó que las lunas estaban a los lados del planeta, como unas orejas.
Las orejas, claro está, son los anillos. Pero nosotros vemos anillos porque ya sabemos que ahí están. Descubrirlos en el siglo XVII requirió un telescopio más potente, amen de más experiencia con las observaciones telescópicas; y no ocurrió sino unos 20 años después de la muerte de Galileo (los anillos los identificó el astrónomo y matemático holandés Christiaan Huygens). Galileo no podía adivinar que nosotros veríamos anillos. Confrontado a los datos que arrojaba su instrumento, Galileo, como todo el mundo, interpretó. A la postre resultó que estaba equivocado. (¿Qué creencias de hoy resultarán evidentemente falsas mañana, con más observaciones? ¡Me da una curiosidad!)
P.D. Aprovecho para recomendarles alevosamente mi libro Las orejas de Saturno, que empieza con esta historia y sigue con muchas otras igual de sabrosas.
lunes, 1 de diciembre de 2008
Venus, Júpiter, la luna y Galileo
El cielo nocturno se puso espectacular para recibir el último mes antes del Año Internacional de la Astronomía. Venus y Júpiter se han venido acercando desde hace unos días. La noche de ayer (1 de diciembre) quedaron muy juntos, con la luna creciente un poco más arriba. El trío destacó hasta en los cielos cenagosos de la Ciudad de México. Venus es el que se ve más brillante y blanco, Júpiter un poco más amarillo.
Me parece muy interesante que ocurra esta triple conjunción precisamente un mes antes de 2009, porque resulta que la luna, Venus y Júpiter están muy relacionados con el hecho de que la UNESCO y la Unión Astronómica Internacional hayan decidido celebrar el Año Internacional de la Astronomía. En los primeros días de 2009 se cumplen 400 años de que Galileo Galilei se pusiera a mirar el cielo con un "anteojo" que construyó de oído, por así decirlo: había oído hablar de un aparato que se vendía en las ferias en Holanda y que servía para ver cercanas las cosas lejanas por medio de dos lentes ingeniosamente dispuestas. En enero de 1609 Galileo desafió el frío para escudriñar el cielo nocturno con su juguete nuevo.
Cuando apuntó a Júpiter se llevó la sorpresa de su vida: junto al disco del planeta había cuatro estrellitas casi alineadas. Todavía podía tratarse de una casualidad. Podía ser que las cuatro lucecitas fueran simplemente estrellas mucho más lejanas que por un accidente de perspectiva se veían alineadas cerca de Júpiter. De modo que Galileo reanudó las observaciones a la noche siguiente. Las estrellitas estaban allí otra vez, pero en distintas posiciones. Galileo siguió observándolas durante varias noches y se dio cuenta de que a veces había sólo tres y hasta dos. Hizo una secuencia de dibujos con Júpiter en el centro y las estrellitas en las posiciones que iban tomando cada noche y no tardó en darse cuenta de que las estrellitas debían estar girando alrededor de Júpiter como Júpiter y los otros planetas giraban alrededor del sol.
Resulta que Galileo era de los pocos que en el siglo XVII creía que la Tierra giraba alrededor del sol. Los demás pensaban, con Aristóteles 15 siglos antes, que el sol, la luna, los planetas y las estrellas giraban como vasallos alrededor de la Tierra imperial. En 1609 Galileo aún no se había atrevido a confesarlo muy abiertamente. Era un fino político y más fino promotor de sí mismo, de modo que no quería hacer enojar a las autoridades de su tiempo. Pero si Júpiter tenía cuerpos girándole alrededor, Aristóteles esta errado como un caballo. Si Júpiter podía ser el centro de un movimiento de rotación entonces los cuerpos celestes no estaban obligados todos a girar alrededor de la Tierra. En pocas palabras, que Júpiter tuviera cuatro lunas era buen argumento en favor de la hipótesis de que la Tierra no era el centro del Universo, sino uno más de los planetas.
Por la misma época Galileo también observó la luna y vio las sombras que proyectan al atardecer lunar las montañas y los bordes de los cráteres. La luna era un mundo, como la Tierra, no una esfera etérea de material perfecto e inmutable. Una luna prosaica era otro argumento en favor del heliocentrismo.
Lo que vio en Venus le pareció a Galileo el argumento más contundente. Venus se ve como un lucero muy brillante a simple vista y basta verlo esta noche para darse cuenta de que no hay manera de saber qué forma tiene. Con el telescopio Galileo observó que Venus se veía como una lunita creciente a veces, como una media luna otras: Venus tenía "fases". Galileo lo interpretó así: a Júpiter no le vemos fases porque está más lejos del sol que nosotros, por lo tanto siempre vemos su cara iluminada y nunca la parte de noche; si Venus tiene fases --si le vemos el lado de noche-- es porque está más cerca del sol que nosotros. Cuando Venus y la Tierra se encuentran del mismo lado del sol, desde aquí le vemos parcialmente el lado oscuro. Conclusión: Venus no gira alrededor de la Tierra, sino alrededor del sol, Júpiter también y por si fuera poco, la Tierra también: no hay escapatoria.
Galileo se puso entonces a dar demostraciones del telescopio en plazas públicas...pero no para el pueblo, sino para las autoridades (siempre político, Galileo). Hubo quien, temeroso de ver algo que chocaría con sus creencias, prefirió no mirar por el anteojo. El debate no se zanjó de la noche a la mañana, pero con sus observaciones telescópicas Galileo le asestó el golpe de gracia a la teoría aristotélica del cosmos.
Feliz Año Internacional de la Astronomía.
jueves, 27 de noviembre de 2008
Espera un segundo
Las vacaciones de Navidad serán más largas este año. Permítanme explicar por qué.
Hace mucho tiempo, en la página editorial de un periódico de la Ciudad de México, un conocido escritor expresó su opinión acerca de la teoría del Big Bang del origen del universo: según él, no podía ser por varias razones que no recuerdo, pero no importa, porque eran bastante inocentes de ciencia.
Recuerdo que el escritor decía también que no había el menor indicio de que la rotación de la Tierra se estuviera frenando, no sé a santo de qué. Se equivocaba en esto también: no sólo hay indicios, es un hecho impepinable. La luna hace subir y bajar la marea dos veces al día. Este subir y bajar de las aguas, que ocurre en cada lugar según esté la luna alta en el cielo o no, ejerce una fuerza de fricción sobre la parte sólida del planeta, como los frenos de un coche. Poco a poco, la fricción le va robando energía al movimiento de rotación del planeta. Podríamos decir que es la luna la que nos está robando esa energía, pues conforme la Tierra se frena, la luna se aleja. Así, el día solar va siendo cada vez más largo. Pero no hay que preocuparse mucho: el efecto es de 1.7 milisegundos por siglo. Para todo fin práctico es como si no existiera… bueno, casi para todo fin práctico. Desde los años 60, cuando el tiempo civil dejó de regirse por el movimiento de la Tierra y empezó a gobernarse por la marcha de un equipo de relojes atómicos distribuidos por todo el mundo, la hora exactísima de esos relojes atómicos va dejando atrás a la hora solar (que depende de la rotación de la Tierra). Por lo tanto, de vez en cuando hay que hacer ajustes.
Es como el año bisiesto. Desde hace miles de años se sabe que el ciclo de las estaciones no se repite exactamente cada 365 días, sino cada 365 días y pico. Desde tiempos de Julio César, por ahí del 50 antes de Cristo, se sabe que el pico es de alrededor de un cuarto de día. Así, cada cuatro años los solsticios y equinoccios se retrasan un día del calendario, lo cual no es demasiado grave a corto plazo, pero al paso de los siglos se vuelve una verdadera monserga. En esa época se modificó el calendario de 365 días insertándole un día extra cada cuatro años para compensar por la enojosa falta de exactitud de la naturaleza. Siglos más tarde se reconoció que el pico era de un poco más de un cuarto de día: para el siglo XVI el calendario juliano ya iba atrasado como 11 días. El equinoccio de primavera ocurría alrededor del 10 de marzo. Para tomar en cuenta la fracción de día extra se modificó nuevamente el calendario. Primero se decretó un salto de 10 días: del 5 de octubre de 1582 se pasó al 15 de octubre. Luego se añadió la regla de que los años bisiestos acabados en 00 dejaban de ser bisiestos, a menos de que también fueran divisibles entre 400 (el 2000 fue el primer año acabado en 00 que fue bisiesto desde 1600). Qué horrible enredo.
Para complicar las cosas, la rotación de la Tierra no sólo se va frenando. En el interior del planeta se mueven grandes masas de magma caliente. El momento de inercia de la Tierra está cambiando todo el tiempo, como una patinadora que al dar vueltas estirara y encogiera los brazos. El efecto es muy pequeño, pero detectable con relojes atómicos. Por lo tanto, hay una componente impredecible en los cambios de la velocidad de rotación del planeta (de hecho, parece que el terremoto de 2004 en el océano Índico la alteró ligeramente). Para mantener coordinados el tiempo medido con relojes atómicos y la hora solar, o la rotación del planeta, de vez cuando un organismo internacional basado en Alemania decide insertar “segundos bisiestos”, ya sea el 30 de junio o el 31 de diciembre del año en cuestión. Así, el 31 de diciembre de 2008, y con él las vacaciones de navidad, será un segundo más largo.
Los segundos bisiestos son una pesadilla para los programadores de computadoras que requieren medir el tiempo con toda precisión. Y lo serían para los programadores de los satélites del Sistema Mundial de Localización si no fuera porque el sistema GPS lleva su propia escala de tiempo sin ocuparse de las vicisitudes de la rotación de la Tierra. Los segundos bisiestos tienen sus críticos, quienes alegan que éstos generan más problemas de los que resuelven. Con todo, no han logrado convencer al Servicio Internacional para la Rotación de la Tierra y Sistemas de Referencia.
Disfruten sus vacaciones largas. ¿Qué van a hacer en ese segundo extra?
martes, 25 de noviembre de 2008
Planetas por doquier
En la ciencia nada es hasta que no se comprueba, y sobre todo hasta que no convence a una comunidad muy exigente. Con todo, yo creo que, desde el siglo XVII, nadie dudó seriamente que hubiera planetas en otras estrellas. La certeza no vino hasta el 6 de octubre de 1995, cuando Michel Mayor y Didier Queloz, de la Universidad de Ginebra, anunciaron que habían detectado un planeta girando alrededor de la estrella 51-Pegasi. Su artículo no tardó en convencer a la comunidad astronómica. Desde entonces los astrónomos han detectado 329 planetas extrasolares, como se les llama.
Detectar planetas en otras estrellas no es cosa fácil. Las estrellas -incluso las más cercanas- están a distancias enormes. Por si fuera poco, un planeta es un objeto comparativamente diminuto. Los planetas que giran alrededor de otras estrellas están inmersos en el brillo deslumbrante de su estrella madre. Así pues, no podemos "verlos" como vemos Júpiter o Marte, digamos. Hay que detectarlos por métodos indirectos: midiendo el bamboleo de la estrella a lo largo de los años, examinando la intensidad de la luz de ésta para ver si tiene variaciones periódicas que indiquen que algo le está pasando por enfrente, u obstruyendo por medio de un filtro la luz de la estrella para ver si así se dejan ver los minúsculos planetas. Hay otros métodos, pero éstos son los clásicos. Así se puede saber la masa de los planetas, la distancia a la que se encuentran de sus estrellas y lo que tardan en dar una vuelta (aunque son inferencias, no mediciones directas).
Lo malo es que, hasta hace poco, estos métodos sólo son sensibles a los planetas más grandes. La mayoría de los planetas extrasolares que conocemos hoy son gigantes estilo Júpiter, y más grandes. Aún no hemos detectado con toda certeza planetas que se parezcan más en tamaño a la Tierra. Porque, en el fondo, eso es lo que buscamos, ¿no creen? Lo emocionante no es saber que hay gigantes gaseosos, que hasta donde sabemos serían inhóspitos para la vida, sino encontrar un planeta hermano, donde quizá haya surgido la vida y en el mejor de los casos hasta la inteligencia.
La técnica se va acercando. Estamos ya en posibilidades de detectar "planetas terrestres", e incluso algunos grupos de investigación ya han reportado detecciones. La discusión no está zanjada, empero.
Al mismo tiempo, los astrónomos han desarrollado técnicas para husmear las atmósferas de los planetas extrasolares. La semana pasada (21 de noviembre de 2008) la astrónoma Giovana Tinetti y sus colaboradores, del University College London, presentaron los resultados de una investigación en el congreso de "moléculas en atmósferas de planetas extrasolares" que se celebró en París. Tinetti y amigos afirman que han detectado bióxido de carbono en la atmósfera de un planeta gigante situado a 63 años luz del sistema solar. El bióxido de carbono es uno de los compuestos que se esperaría encontrar en la atmósfera de un planeta con vida (pero su presencia no basta para saltar a conclusiones). El resultado es más o menos emocionante. En primer lugar, ya podemos analizar confiablemente la atmósfera de un planeta lejano (aunque en este caso es un planeta gigante donde nadie espera encontrar vida como la de la Tierra). En segundo lugar, con este descubrimiento el bióxido de carbono se suma a los otros dos "marcadores" o indicadores de vida que se han detectado en distintos planetas (agua y metano). Sólo falta uno -el oxígeno-...y desde luego falta que se encuentren todos en el MISMO planeta, que no es el caso hasta hoy.
Preguntan los que leyeron esta noticia en el portal de la revista Nature por qué nos empeñamos en buscar vida "como la que conocemos". ¿No podría haber de otro tipo? Es posible que sí, ¡pero no sabríamos qué buscar! Por eso, con cautela científica, nos atenemos a la vida que sabemos que existe con toda certeza.
Yo esperé muchos años, desde que era niño, para que se confirmarar que hay otros planetas. Ya tengo ansias de que se confirme que hay vida en algunos de esos planetas. Parece que ese resultado -el más emocionante de todos (o casi)- podría venir en el futuro cercano. Ojalá.
Detectar planetas en otras estrellas no es cosa fácil. Las estrellas -incluso las más cercanas- están a distancias enormes. Por si fuera poco, un planeta es un objeto comparativamente diminuto. Los planetas que giran alrededor de otras estrellas están inmersos en el brillo deslumbrante de su estrella madre. Así pues, no podemos "verlos" como vemos Júpiter o Marte, digamos. Hay que detectarlos por métodos indirectos: midiendo el bamboleo de la estrella a lo largo de los años, examinando la intensidad de la luz de ésta para ver si tiene variaciones periódicas que indiquen que algo le está pasando por enfrente, u obstruyendo por medio de un filtro la luz de la estrella para ver si así se dejan ver los minúsculos planetas. Hay otros métodos, pero éstos son los clásicos. Así se puede saber la masa de los planetas, la distancia a la que se encuentran de sus estrellas y lo que tardan en dar una vuelta (aunque son inferencias, no mediciones directas).
Lo malo es que, hasta hace poco, estos métodos sólo son sensibles a los planetas más grandes. La mayoría de los planetas extrasolares que conocemos hoy son gigantes estilo Júpiter, y más grandes. Aún no hemos detectado con toda certeza planetas que se parezcan más en tamaño a la Tierra. Porque, en el fondo, eso es lo que buscamos, ¿no creen? Lo emocionante no es saber que hay gigantes gaseosos, que hasta donde sabemos serían inhóspitos para la vida, sino encontrar un planeta hermano, donde quizá haya surgido la vida y en el mejor de los casos hasta la inteligencia.
La técnica se va acercando. Estamos ya en posibilidades de detectar "planetas terrestres", e incluso algunos grupos de investigación ya han reportado detecciones. La discusión no está zanjada, empero.
Al mismo tiempo, los astrónomos han desarrollado técnicas para husmear las atmósferas de los planetas extrasolares. La semana pasada (21 de noviembre de 2008) la astrónoma Giovana Tinetti y sus colaboradores, del University College London, presentaron los resultados de una investigación en el congreso de "moléculas en atmósferas de planetas extrasolares" que se celebró en París. Tinetti y amigos afirman que han detectado bióxido de carbono en la atmósfera de un planeta gigante situado a 63 años luz del sistema solar. El bióxido de carbono es uno de los compuestos que se esperaría encontrar en la atmósfera de un planeta con vida (pero su presencia no basta para saltar a conclusiones). El resultado es más o menos emocionante. En primer lugar, ya podemos analizar confiablemente la atmósfera de un planeta lejano (aunque en este caso es un planeta gigante donde nadie espera encontrar vida como la de la Tierra). En segundo lugar, con este descubrimiento el bióxido de carbono se suma a los otros dos "marcadores" o indicadores de vida que se han detectado en distintos planetas (agua y metano). Sólo falta uno -el oxígeno-...y desde luego falta que se encuentren todos en el MISMO planeta, que no es el caso hasta hoy.
Preguntan los que leyeron esta noticia en el portal de la revista Nature por qué nos empeñamos en buscar vida "como la que conocemos". ¿No podría haber de otro tipo? Es posible que sí, ¡pero no sabríamos qué buscar! Por eso, con cautela científica, nos atenemos a la vida que sabemos que existe con toda certeza.
Yo esperé muchos años, desde que era niño, para que se confirmarar que hay otros planetas. Ya tengo ansias de que se confirme que hay vida en algunos de esos planetas. Parece que ese resultado -el más emocionante de todos (o casi)- podría venir en el futuro cercano. Ojalá.
miércoles, 5 de noviembre de 2008
Obama y la ciencia
Los últimos ocho años han sido catastróficos para la ciencia estadounidense. El gobierno de George Bush interfirió como nunca desde la Segunda Guerra Mundial, tiñendo de política e intereses particulares decisiones que normalmente deberían de tomarse desde la perspectiva académcia: hubo casos de científicos a los que se les preguntó por quién habían votado y qué opinaban del aborto antes de contratarlos. En la Casa Blanca la realidad y los datos objetivos dejaron de importar: las opiniones de los científicos tenían que ajustarse a la agenda política de Bush, particularmente en los temas de cambio climático e investigación sobre células madre embrionarias. No entro en detalles porque no terminaríamos nunca y porque es muy fácil obtenerlos tecleando "George Bush science" en Google.
Hace poco Barack Obama respondió preguntas sobre su política científica para la revista británica Physics World. (John McCain se negó a contestar el cuestionario de la revista, aunque sí atendió la invitación de la organización Science Debate).
La relación de Barack Obama con la ciencia no se parece nada a la de George Bush. Obama ha dicho que se propone ir aumentando el presupuesto de investigación básica en física, biología, matemáticas e ingeniería al doble en el curso de 10 años. Para incitar a los jóvenes a dedicarse a la investigación científica, Obama propone un plan de becas para investigadores jóvenes. Pero la juventud no se acercará a la ciencia si no mejora la enseñanza de la física y las matemáticas en Estados Unidos, por lo que Obama ofrece pagarles un sueldo decente a todos los egresados de carreras científicas que quieran dar clases en escuelas marginadas.
Barack Obama se hace eco del consenso entre los científicos cuando dice que ya no hay duda de que las actividades humanas están afectando el clima. Por lo tanto, durante su mandato Estados Unidos empezará por fin a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero con miras a alcanzar las cifras que recomiendan los científicos (80 % por debajo de la concentración de 1990 al llegar el año 2050). El país también volverá al diálogo entre las naciones que producen más emisiones. Barack Obama propone crear un foro para la energía constituido por los países del grupo G8 + 5 (lo que incluye a México, por cierto) e incrementar la inversión gubernamental en investigación sobre fuentes de energía alternativas.
Obama cuenta una historia: “en 1957, cuando la URSS puso en órbita el satélite Sputnik 1, el presidente Eisenhower aprovechó la circunstancia para hacer un llamado a sus conciudadanos para aumentar la matrícula en carreras de ciencias y matemáticas. Este fundamento educativo no sólo sirvió para mejorar la seguridad nacional y alentar el programa espacial, sino que también trajo crecimiento económico e innovación durante la segunda mitad del siglo”. Así, Barack Obama ve a la ciencia como una garantía de la seguridad de Estados Unidos, pero también como motor de innovación y fuente de creatividad.
En cuanto a la investigación sobre células madre y terapia génica, Obama escribe: “creo que las restricciones que ha impuesto el presidente Bush a la investigación con células madre embrionarias tienen maniatados a nuestros científicos y han menoscabado nuestra habilidad de competir con otros países. Como presidente, levantaré la prohibición de usar fondos federales para financiar la investigación sobre células madre y al mismo tiempo velaré porque éstas se llevan a cabo de manera ética y vigilada. Reconozco que algunos se oponen a que el gobierno financie investigaciones que requieren extraer células madre de embriones humanos, pero hay cientos de miles de embriones almacenados que no se usarán con fines reproductivos y por lo tanto será destruidos. En mi opinión, es ético usarlos en investigaciones que podrían salvarles la vida a muchas personas, si estos embriones se han donado libremente para este propósito. En vez de limitar el apoyo del gobierno para estas investigaciones, yo estoy a favor de realizarlas bajo vigilancia responsable”.
Creo que no van a extrañar nadita a George Bush los científicos estadounidenses, que por fin podrán decir, con su presidente electo, Yes we can!
Hace poco Barack Obama respondió preguntas sobre su política científica para la revista británica Physics World. (John McCain se negó a contestar el cuestionario de la revista, aunque sí atendió la invitación de la organización Science Debate).
La relación de Barack Obama con la ciencia no se parece nada a la de George Bush. Obama ha dicho que se propone ir aumentando el presupuesto de investigación básica en física, biología, matemáticas e ingeniería al doble en el curso de 10 años. Para incitar a los jóvenes a dedicarse a la investigación científica, Obama propone un plan de becas para investigadores jóvenes. Pero la juventud no se acercará a la ciencia si no mejora la enseñanza de la física y las matemáticas en Estados Unidos, por lo que Obama ofrece pagarles un sueldo decente a todos los egresados de carreras científicas que quieran dar clases en escuelas marginadas.
Barack Obama se hace eco del consenso entre los científicos cuando dice que ya no hay duda de que las actividades humanas están afectando el clima. Por lo tanto, durante su mandato Estados Unidos empezará por fin a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero con miras a alcanzar las cifras que recomiendan los científicos (80 % por debajo de la concentración de 1990 al llegar el año 2050). El país también volverá al diálogo entre las naciones que producen más emisiones. Barack Obama propone crear un foro para la energía constituido por los países del grupo G8 + 5 (lo que incluye a México, por cierto) e incrementar la inversión gubernamental en investigación sobre fuentes de energía alternativas.
Obama cuenta una historia: “en 1957, cuando la URSS puso en órbita el satélite Sputnik 1, el presidente Eisenhower aprovechó la circunstancia para hacer un llamado a sus conciudadanos para aumentar la matrícula en carreras de ciencias y matemáticas. Este fundamento educativo no sólo sirvió para mejorar la seguridad nacional y alentar el programa espacial, sino que también trajo crecimiento económico e innovación durante la segunda mitad del siglo”. Así, Barack Obama ve a la ciencia como una garantía de la seguridad de Estados Unidos, pero también como motor de innovación y fuente de creatividad.
En cuanto a la investigación sobre células madre y terapia génica, Obama escribe: “creo que las restricciones que ha impuesto el presidente Bush a la investigación con células madre embrionarias tienen maniatados a nuestros científicos y han menoscabado nuestra habilidad de competir con otros países. Como presidente, levantaré la prohibición de usar fondos federales para financiar la investigación sobre células madre y al mismo tiempo velaré porque éstas se llevan a cabo de manera ética y vigilada. Reconozco que algunos se oponen a que el gobierno financie investigaciones que requieren extraer células madre de embriones humanos, pero hay cientos de miles de embriones almacenados que no se usarán con fines reproductivos y por lo tanto será destruidos. En mi opinión, es ético usarlos en investigaciones que podrían salvarles la vida a muchas personas, si estos embriones se han donado libremente para este propósito. En vez de limitar el apoyo del gobierno para estas investigaciones, yo estoy a favor de realizarlas bajo vigilancia responsable”.
Creo que no van a extrañar nadita a George Bush los científicos estadounidenses, que por fin podrán decir, con su presidente electo, Yes we can!
jueves, 16 de octubre de 2008
El año del cometa
Mil ochocientos treinta y cinco fue un año del cometa: en septiembre se esperaba la visita del cometa Halley.
Para los habitantes de Nueva York -hoy moderna y secular pero otrora piadosa y un poco ñoña- el cometa era prueba fehaciente de que había un creador divino, pues ¿no se requería un creador para montar semejante espectáculo?
Por esas fechas vivía en Nueva York un caballero inglés transplantado, de nombre Richard Adams Locke, que no se sentía muy a gusto con la exagerada religiosidad de su nuevo país de residencia. Como los ingleses siempre han presumido de ser más cultos que los estadounidenses -quizá con razón-, Locke concibió en su cabecita la idea de que él podía tomar cartas en el asunto.
Se sentía un poco decepcionado. Desde su nativa Inglaterra le había parecido que Estados Unidos era una plaza fuerte de la racionalidad y la independencia de pensamiento. Algunos de los fundadores de esa joven nación, como Thomas Jefferson y Benjamin Franklin, fueron personas muy cultas, con amplios intereses, críticos de la religiosidad irreflexiva. Oh, decepción: los Estados Unidos de 1835 estaban sumidos en el fundamentalismo religioso mientras Ben Franklin se revolcaba en su tumba.
Locke trabajaba como editor en jefe del periódico The New York Sun, uno de los primeros diarios de circulación masiva. Desde esa posición, empezó a publicar una serie de artículos en los que contaba las actividades del astrónomo británico John Herschel, que se había ido al extremo sur de África a hacer observaciones astronómicas. Herschel es un personaje real, y sí se encontraba en lo que hoy es Sudáfrica en agosto de 1835. Lo que seguía fue puro invento de Locke:
En el primer artículo, Richard Locke contaba que cierta revista científica estaba por publicar unos resultados asombrosos de las observaciones de Herschel. Locke no decía cuáles -quedaban prometidos para un artículo posterior-, pero sí explicaba con cierto grado de detalle cómo funcionaba el telescopio de Herschel.
Luego Locke escribió que Herschel había descubierto en la luna lagos y manadas de animales salvajes. Nada como un poco de sensacionalismo para estimular al público de un periódico. El New York Sun empezó a venderse como bolillos recién horneados.
Poco a poco, el imaginativo Locke fue aumentando la audacia de sus inventos. Herschel, según los artículos, no sólo había visto animales en la luna, sino seres parecidos a los humanos.
Finalmente Locke asestó el golpe de gracia: en el último artículo de la serie reportó que el astrónomo inglés había visto templos religiosos en la luna. Con eso, Locke pensaba que su público caería en la cuenta de que era una broma. Pues no. Incluso cuando llegaron de Sudáfrica informes en los que se desmentían las fantasías del New York Sun el público siguió creyéndolas. A Richard Locke le salió el tiro por la culata.
¿Por qué? El escritor científico David Bodanis explica en una reseña publicada esta semana en la revista Nature que -aunque nos pese a los divulgadores- la imagen popular de la ciencia y la tecnología -con sus tan cacareados milagros y maravillas- no es muy distinta de la idea que se hace el público de las creencias místicas: ambas están llenas de misterios que no hay que tratar de entender, y así la confianza ciega que muchas personas le otorgan a la religión se transmite a la ciencia, esa otra fuente de autoridad al parecer indiscutible. Sirva la historia de Richard Locke como advertencia a los divulgadores de la ciencia: a lo mejor al hacer nuestro trabajo de comunicar la maravilla de la ciencia se nos está pasando la mano, y la estamos pintando como una cosa milagrosa e incomprensible, que en nada difiere de la astrología y el tarot.
Gracias a mi amigo, el físico brasileño Peter Schulz, de la Universidad Estatal de Campinas, por mandarme esta historia publicada en Nature.
Para los habitantes de Nueva York -hoy moderna y secular pero otrora piadosa y un poco ñoña- el cometa era prueba fehaciente de que había un creador divino, pues ¿no se requería un creador para montar semejante espectáculo?
Por esas fechas vivía en Nueva York un caballero inglés transplantado, de nombre Richard Adams Locke, que no se sentía muy a gusto con la exagerada religiosidad de su nuevo país de residencia. Como los ingleses siempre han presumido de ser más cultos que los estadounidenses -quizá con razón-, Locke concibió en su cabecita la idea de que él podía tomar cartas en el asunto.
Se sentía un poco decepcionado. Desde su nativa Inglaterra le había parecido que Estados Unidos era una plaza fuerte de la racionalidad y la independencia de pensamiento. Algunos de los fundadores de esa joven nación, como Thomas Jefferson y Benjamin Franklin, fueron personas muy cultas, con amplios intereses, críticos de la religiosidad irreflexiva. Oh, decepción: los Estados Unidos de 1835 estaban sumidos en el fundamentalismo religioso mientras Ben Franklin se revolcaba en su tumba.
Locke trabajaba como editor en jefe del periódico The New York Sun, uno de los primeros diarios de circulación masiva. Desde esa posición, empezó a publicar una serie de artículos en los que contaba las actividades del astrónomo británico John Herschel, que se había ido al extremo sur de África a hacer observaciones astronómicas. Herschel es un personaje real, y sí se encontraba en lo que hoy es Sudáfrica en agosto de 1835. Lo que seguía fue puro invento de Locke:
En el primer artículo, Richard Locke contaba que cierta revista científica estaba por publicar unos resultados asombrosos de las observaciones de Herschel. Locke no decía cuáles -quedaban prometidos para un artículo posterior-, pero sí explicaba con cierto grado de detalle cómo funcionaba el telescopio de Herschel.
Luego Locke escribió que Herschel había descubierto en la luna lagos y manadas de animales salvajes. Nada como un poco de sensacionalismo para estimular al público de un periódico. El New York Sun empezó a venderse como bolillos recién horneados.
Poco a poco, el imaginativo Locke fue aumentando la audacia de sus inventos. Herschel, según los artículos, no sólo había visto animales en la luna, sino seres parecidos a los humanos.
Finalmente Locke asestó el golpe de gracia: en el último artículo de la serie reportó que el astrónomo inglés había visto templos religiosos en la luna. Con eso, Locke pensaba que su público caería en la cuenta de que era una broma. Pues no. Incluso cuando llegaron de Sudáfrica informes en los que se desmentían las fantasías del New York Sun el público siguió creyéndolas. A Richard Locke le salió el tiro por la culata.
¿Por qué? El escritor científico David Bodanis explica en una reseña publicada esta semana en la revista Nature que -aunque nos pese a los divulgadores- la imagen popular de la ciencia y la tecnología -con sus tan cacareados milagros y maravillas- no es muy distinta de la idea que se hace el público de las creencias místicas: ambas están llenas de misterios que no hay que tratar de entender, y así la confianza ciega que muchas personas le otorgan a la religión se transmite a la ciencia, esa otra fuente de autoridad al parecer indiscutible. Sirva la historia de Richard Locke como advertencia a los divulgadores de la ciencia: a lo mejor al hacer nuestro trabajo de comunicar la maravilla de la ciencia se nos está pasando la mano, y la estamos pintando como una cosa milagrosa e incomprensible, que en nada difiere de la astrología y el tarot.
Gracias a mi amigo, el físico brasileño Peter Schulz, de la Universidad Estatal de Campinas, por mandarme esta historia publicada en Nature.
lunes, 13 de octubre de 2008
El apéndice y la hache
Que levante la mano el que tenga apéndice (la levanta una buena parte de mis numerosos lectores). Que levante la mano el que no lo tenga (hace lo propio el resto de mis amables seguidores).
Que ahora levante la mano el que sepa por qué demonios tenemos apéndice (silencio, grillos en la lejanía).
Ahora imagínense una escena semejante, pero no entre lectores y autor de este blog, sino con palabras como personajes. Las palabras han cobrado vida y están congregadas en una plaza de la República de las Letras. Una palabra muy autoritaria (quizá la palabra huevos) solicita que levanten la mano los vocablos que tengan hache. Responden palabras como hijo, hermosura y hacer. Luego se pide que se manifiesten las que no tengan hache. Finalmente se pide que alcen la mano las que sepan a qué demonios se debe la extravagancia de la hache en una lengua en la que esta letra es muda.
La respuesta es bien conocida. A mí me la dio mi maestra de español en secundaria: la hache de muchas palabras ocupa el lugar que tuvo una efe en los antepasados de esas palabras (fijo, fermosura, facer). Al paso de los siglos la efe se fue desgastando en la pronunciación y se perdió. (Es algo parecido a lo que ocurre con la be de burro y la ve de vaca, que en México distinguimos con esa explicación zoológica porque ya no difieren en pronunciación. Sólo los cursis y algunos locutores de radio pronuncian hoy la v labio dental.) En la estructura de esas palabras que empezaban con efe quedó una casilla vacía. Se puso una hache para no dejar el hueco (¿o será el fueco?). Dicho de otro modo, esa letra es un vestigio, un indicio de que las palabras han evolucionado.
El apéndice de las personas es una hache en la anatomía humana.
A Charles Darwin le gustaba encontrar rastros del pasado en los organismos. Dedicó una buena parte del capítulo XIV de El origen de las especies a lo que llamó órganos rudimentarios o atrofiados, “que llevan el sello de la inutilidad evidente”. En ese libro Darwin expone con numerosísimos ejemplos la teoría de la evolución por selección natural. El capítulo en cuestión contiene hechos biológicos insospechados: los fetos de vaca desarrollan in utero dientes que nunca emergen de las encías; la boa constrictor conserva de sus antepasados rudimentos de la pelvis y las patas traseras; algunas especies de salamandra que viven lejos del agua son renacuajos en su estado embrionario (y esos renacuajos nadan cuando se les extrae del vientre de su muy terrestre madre).
Los perplejos contemporáneos de Darwin creían que los seres vivos, o mejor, las especies de seres vivos, no cambiaban; que Dios las había formado tal cuales eran desde el primer día. Los órganos rudimentarios servían, según se creía, para “completar el esquema de la naturaleza”, o bien “para mantener la simetría”. Dice Darwin, comprensiblemente exasperado: “Pero esto no es explicar, sino enunciar el hecho con otras palabras”. Si los elementos inútiles de la anatomía de algunas especies son para completar el esquema de la naturaleza, ¿por qué no tienen rudimentos de extremidades otras especies de serpiente, por ejemplo?
Darwin tenía una explicación de verdad: los órganos rudimentarios son rastros de la historia de la especie (como la hache lo es de la historia de un vocablo). Los organismos de hoy son descendientes de antepasados distintos a ellos. La selección natural, principal fuerza transformadora de especies, va conservando los cambios ventajosos para los individuos. Las transformaciones neutras, que ni ayudan ni estorban, pueden conservarse o no, indistintamente. Las ballenas tienen dentro de las aletas todos los huesos necesarios para formar dedos. Sus antepasados terrestres los necesitaban, las ballenas no. Desde el punto de vista funcional, da lo mismo si los dedos están o no están. Se han vuelto invisibles para la selección natural .
Darwin no pasó por alto la semejanza entre los órganos vestigiales y las letras vestigiales. Dice: “Los órganos rudimentarios se pueden comparar con las letras de algunas palabras, que se conservan en la ortografía pese a ser ya inútiles en la pronunciación, pero que sirven para determinar su origen”. Y termina esa sección con clarines y trompetas: “Podemos concluir que, desde la perspectiva de [la evolución por selección natural], la existencia de órganos en estado rudimentario, imperfecto e inútil, o casi, lejos de presentar dificultades, como sin duda ocurre en la antigua doctrina de la creación, podría incluso haberse previsto según las opiniones que aquí se exponen”.
Seguimos sin saber para qué sirve el apéndice (o más bien para qué servía). Pero ahora todos podemos levantar la mano cuando nos pregunten por qué lo tenemos.
Que ahora levante la mano el que sepa por qué demonios tenemos apéndice (silencio, grillos en la lejanía).
Ahora imagínense una escena semejante, pero no entre lectores y autor de este blog, sino con palabras como personajes. Las palabras han cobrado vida y están congregadas en una plaza de la República de las Letras. Una palabra muy autoritaria (quizá la palabra huevos) solicita que levanten la mano los vocablos que tengan hache. Responden palabras como hijo, hermosura y hacer. Luego se pide que se manifiesten las que no tengan hache. Finalmente se pide que alcen la mano las que sepan a qué demonios se debe la extravagancia de la hache en una lengua en la que esta letra es muda.
La respuesta es bien conocida. A mí me la dio mi maestra de español en secundaria: la hache de muchas palabras ocupa el lugar que tuvo una efe en los antepasados de esas palabras (fijo, fermosura, facer). Al paso de los siglos la efe se fue desgastando en la pronunciación y se perdió. (Es algo parecido a lo que ocurre con la be de burro y la ve de vaca, que en México distinguimos con esa explicación zoológica porque ya no difieren en pronunciación. Sólo los cursis y algunos locutores de radio pronuncian hoy la v labio dental.) En la estructura de esas palabras que empezaban con efe quedó una casilla vacía. Se puso una hache para no dejar el hueco (¿o será el fueco?). Dicho de otro modo, esa letra es un vestigio, un indicio de que las palabras han evolucionado.
El apéndice de las personas es una hache en la anatomía humana.
A Charles Darwin le gustaba encontrar rastros del pasado en los organismos. Dedicó una buena parte del capítulo XIV de El origen de las especies a lo que llamó órganos rudimentarios o atrofiados, “que llevan el sello de la inutilidad evidente”. En ese libro Darwin expone con numerosísimos ejemplos la teoría de la evolución por selección natural. El capítulo en cuestión contiene hechos biológicos insospechados: los fetos de vaca desarrollan in utero dientes que nunca emergen de las encías; la boa constrictor conserva de sus antepasados rudimentos de la pelvis y las patas traseras; algunas especies de salamandra que viven lejos del agua son renacuajos en su estado embrionario (y esos renacuajos nadan cuando se les extrae del vientre de su muy terrestre madre).
Los perplejos contemporáneos de Darwin creían que los seres vivos, o mejor, las especies de seres vivos, no cambiaban; que Dios las había formado tal cuales eran desde el primer día. Los órganos rudimentarios servían, según se creía, para “completar el esquema de la naturaleza”, o bien “para mantener la simetría”. Dice Darwin, comprensiblemente exasperado: “Pero esto no es explicar, sino enunciar el hecho con otras palabras”. Si los elementos inútiles de la anatomía de algunas especies son para completar el esquema de la naturaleza, ¿por qué no tienen rudimentos de extremidades otras especies de serpiente, por ejemplo?
Darwin tenía una explicación de verdad: los órganos rudimentarios son rastros de la historia de la especie (como la hache lo es de la historia de un vocablo). Los organismos de hoy son descendientes de antepasados distintos a ellos. La selección natural, principal fuerza transformadora de especies, va conservando los cambios ventajosos para los individuos. Las transformaciones neutras, que ni ayudan ni estorban, pueden conservarse o no, indistintamente. Las ballenas tienen dentro de las aletas todos los huesos necesarios para formar dedos. Sus antepasados terrestres los necesitaban, las ballenas no. Desde el punto de vista funcional, da lo mismo si los dedos están o no están. Se han vuelto invisibles para la selección natural .
Darwin no pasó por alto la semejanza entre los órganos vestigiales y las letras vestigiales. Dice: “Los órganos rudimentarios se pueden comparar con las letras de algunas palabras, que se conservan en la ortografía pese a ser ya inútiles en la pronunciación, pero que sirven para determinar su origen”. Y termina esa sección con clarines y trompetas: “Podemos concluir que, desde la perspectiva de [la evolución por selección natural], la existencia de órganos en estado rudimentario, imperfecto e inútil, o casi, lejos de presentar dificultades, como sin duda ocurre en la antigua doctrina de la creación, podría incluso haberse previsto según las opiniones que aquí se exponen”.
Seguimos sin saber para qué sirve el apéndice (o más bien para qué servía). Pero ahora todos podemos levantar la mano cuando nos pregunten por qué lo tenemos.
jueves, 9 de octubre de 2008
El cerebro de Laplace, o el tamaño no importa
Si usted es de los que creen que más siempre equivale a mejor quizá piense que mientras más grande tenga el cerebro una persona, más inteligente será. Hoy en día ha caído en desuso la idea de que hay una relación directa e inequívoca entre el tamaño del cerebro (o, de manera equivalente, su peso) y la inteligencia, pero en el siglo XIX gozó de mucha popularidad entre los científicos que se dedicaban a estudiar ese órgano.
Cuantificar la inteligencia no es fácil. Ni siquiera es fácil definirla para saber qué cuantificar. La dificultad de precisar qué es y de medir la inteligencia dio lugar, en 1861, a una polémica científica de lo más jugosa. Los contendientes fueron Paul Broca y Louis Pierre Gratiolet, anatomistas franceses que debatieron acerca de la relación del peso del cerebro con la inteligencia.
Gratiolet decía que el peso del cerebro no era medida de la inteligencia; Broca decía que sí. El debate consumió más de 200 páginas impresas y duró cinco meses, al cabo de los cuales, al parecer, Broca salió victorioso. Su alegato se había fundamentado principalmente en el hecho conocido de que el cerebro de Georges Cuvier, célebre compatriota de los contendientes que fundó la paleontología (el estudio de los fósiles), pesaba, al morir su ilustre dueño, 1830 gramos –más de 30 % por encima del peso del cerebro del varón promedio (1375 gramos). El que Cuvier hubiera tenido el cerebro gordo era flaca evidencia, pero Broca convenció a muchos de sus colegas --posiblemente ya convencidos de antemano-- de que la capacidad intelectual de un individuo era función de su capacidad craneal.
Una de las conclusiones más lamentables que se deducían de esta premisa es que las mujeres, cuyos cerebros son, en promedio, un poco menos pesados que los de los hombres, debían ser más tontas que los varones, conclusión de la que tanto Broca como Gratiolet --junto con la mayoría de sus contemporáneos varones-- estaban convencidísimos aún antes de examinar cerebros. Esta deducción se pasa de simplista porque no toma en cuenta el hecho de que muchas funciones cerebrales como la percepción visual, la facultad de hablar y la de hacer matemáticas están localizadas en regiones particulares del cerebro (aunque Broca descubrió la primera de estas regiones de que se tuvo noticia: el área de Broca, que interviene en la comprensión y producción del habla). Tampoco se decían Broca y sus contemporáneos que, con masas corporales en promedio menores que las de los hombres, las mujeres necesitan menos cerebro para desempeñar funciones vitales automáticas como la digestión, la respiración y el control de la temperatura del organismo, por lo que el sobrante de la masa cerebral bien puede dedicarse a las funciones intelectuales. Hoy en día la gente bien informada sabe que, aparte diferencias en educación y en el modo de criar a los varones y a las mujeres en distintas culturas, no hay ningún indicio de que los sexos difieran en mérito intelectual.
Pero a Broca, por lo demás un anatomista de primera categoría, le faltaba información y le sobraban prejuicios. Años después, cuando hubo más cerebros de personajes ilustres metidos en frascos, se revelaron cosas interesantísimas: el cerebro del escritor ruso Iván Turgueniev pesó 2000 gramos, pero el del escritor francés Anatole France, que de tonto no tenía un pelo, pesó únicamente 1100. El cerebro de Albert Einstein, el cual estuvo durante mucho tiempo en un frasco guardado en un consultorio médico de Wichita, Kansas, pesó sólo 1230 gramos.
Estas cosas se supieron después y a mí me dan ganas de disculpar a Paul Broca. Después de todo, nadie se salva de los prejuicios de su época. Empero, ya antes del debate que los dos anatomistas franceses sostuvieron en 1861 se conocía por lo menos un ejemplo en el que fallaba la relación que Broca postuló entre peso del cerebro e inteligencia, como descubrí por casualidad husmeando en los archivos que ofrece en internet la revista Nature. En el número del 16 de abril de 1927 aparece una carta al editor por medio de la cual me enteré de lo que les voy a contar.
El médico francés François Magendie escribió lo siguiente en un artículo que trataba de la fisiología del cerebro, en 1827: “Me vi en la dolorosa necesidad de examinar el cerebro de un hombre genial, muerto a una edad avanzada, pero que conservaba intactas sus facultades intelectuales...” Magendie tenía la teoría de que la inteligencia humana va en razón inversa a la cantidad de líquido cefalorraquídeo que contiene el cráneo, pero poco importa. El caso es que Magendie se vio en la “dolorosa necesidad” de rebanarle los sesos a un individuo con fama de listo, y que dicho individuo era, al parecer, Pierre Simon de Laplace, celebérrimo matemático y astrónomo francés, estudioso de la teoría de probabilidades y autor de un tratado titulado Mecánica celeste que hasta Napoleón leyó (o por lo menos hojeó).
El discreto Magendie no se tomó la molestia de anotar cuánto pesaba el cerebro de aquel “hombre genial” cuyo nombre no menciona, pero una carta escrita en 1834 por Joanna Baillie, poeta y dramaturga prolífica, a su sobrina Sophy puede darnos una idea de la capacidad craneal del personaje, además de confirmar que se trataba de Laplace y ofrecer otro indicio de que el tamaño del cerebro no influye directamente en la capacidad intelectual:
"Hampstead, 1834
"Mi querida Sophy:
"El doctor Somerville nos contó hace poco una circunstancia insólita acerca de la cabeza de Laplace, el célebre astrónomo francés. Un grupo de damas y caballeros fue un día a casa del gran anatomista Magendie para ver el cerebro del filósofo, el cual, suponían, debía ser de tamaño descomunal, y al ver sobre la mesa un ejemplar que respondía a sus expectativas, quedaron encantados. “¡Ah! ¡Miren que soberbio cerebro! ¡Qué órgano! ¡Qué tamaño! Esto explica completamente sus asombrosas facultades mentales”. Magendie, quien se encontraba a espaldas de ellos y los había escuchado, los interrumpió amablemente diciendo: “Sí, éste es, en efecto, un cerebro muy grande, pero perteneció a un pobre idiota que en vida apenas podía distinguir la mano derecha de la izquierda”. Luego, mostrándoles un cerebro notablemente pequeño, añadió: “Éste, damas y caballeros, es el cerebro de Laplace.
Afectuosamente,
tu tía, J. Baillie."
Cuantificar la inteligencia no es fácil. Ni siquiera es fácil definirla para saber qué cuantificar. La dificultad de precisar qué es y de medir la inteligencia dio lugar, en 1861, a una polémica científica de lo más jugosa. Los contendientes fueron Paul Broca y Louis Pierre Gratiolet, anatomistas franceses que debatieron acerca de la relación del peso del cerebro con la inteligencia.
Gratiolet decía que el peso del cerebro no era medida de la inteligencia; Broca decía que sí. El debate consumió más de 200 páginas impresas y duró cinco meses, al cabo de los cuales, al parecer, Broca salió victorioso. Su alegato se había fundamentado principalmente en el hecho conocido de que el cerebro de Georges Cuvier, célebre compatriota de los contendientes que fundó la paleontología (el estudio de los fósiles), pesaba, al morir su ilustre dueño, 1830 gramos –más de 30 % por encima del peso del cerebro del varón promedio (1375 gramos). El que Cuvier hubiera tenido el cerebro gordo era flaca evidencia, pero Broca convenció a muchos de sus colegas --posiblemente ya convencidos de antemano-- de que la capacidad intelectual de un individuo era función de su capacidad craneal.
Una de las conclusiones más lamentables que se deducían de esta premisa es que las mujeres, cuyos cerebros son, en promedio, un poco menos pesados que los de los hombres, debían ser más tontas que los varones, conclusión de la que tanto Broca como Gratiolet --junto con la mayoría de sus contemporáneos varones-- estaban convencidísimos aún antes de examinar cerebros. Esta deducción se pasa de simplista porque no toma en cuenta el hecho de que muchas funciones cerebrales como la percepción visual, la facultad de hablar y la de hacer matemáticas están localizadas en regiones particulares del cerebro (aunque Broca descubrió la primera de estas regiones de que se tuvo noticia: el área de Broca, que interviene en la comprensión y producción del habla). Tampoco se decían Broca y sus contemporáneos que, con masas corporales en promedio menores que las de los hombres, las mujeres necesitan menos cerebro para desempeñar funciones vitales automáticas como la digestión, la respiración y el control de la temperatura del organismo, por lo que el sobrante de la masa cerebral bien puede dedicarse a las funciones intelectuales. Hoy en día la gente bien informada sabe que, aparte diferencias en educación y en el modo de criar a los varones y a las mujeres en distintas culturas, no hay ningún indicio de que los sexos difieran en mérito intelectual.
Pero a Broca, por lo demás un anatomista de primera categoría, le faltaba información y le sobraban prejuicios. Años después, cuando hubo más cerebros de personajes ilustres metidos en frascos, se revelaron cosas interesantísimas: el cerebro del escritor ruso Iván Turgueniev pesó 2000 gramos, pero el del escritor francés Anatole France, que de tonto no tenía un pelo, pesó únicamente 1100. El cerebro de Albert Einstein, el cual estuvo durante mucho tiempo en un frasco guardado en un consultorio médico de Wichita, Kansas, pesó sólo 1230 gramos.
Estas cosas se supieron después y a mí me dan ganas de disculpar a Paul Broca. Después de todo, nadie se salva de los prejuicios de su época. Empero, ya antes del debate que los dos anatomistas franceses sostuvieron en 1861 se conocía por lo menos un ejemplo en el que fallaba la relación que Broca postuló entre peso del cerebro e inteligencia, como descubrí por casualidad husmeando en los archivos que ofrece en internet la revista Nature. En el número del 16 de abril de 1927 aparece una carta al editor por medio de la cual me enteré de lo que les voy a contar.
El médico francés François Magendie escribió lo siguiente en un artículo que trataba de la fisiología del cerebro, en 1827: “Me vi en la dolorosa necesidad de examinar el cerebro de un hombre genial, muerto a una edad avanzada, pero que conservaba intactas sus facultades intelectuales...” Magendie tenía la teoría de que la inteligencia humana va en razón inversa a la cantidad de líquido cefalorraquídeo que contiene el cráneo, pero poco importa. El caso es que Magendie se vio en la “dolorosa necesidad” de rebanarle los sesos a un individuo con fama de listo, y que dicho individuo era, al parecer, Pierre Simon de Laplace, celebérrimo matemático y astrónomo francés, estudioso de la teoría de probabilidades y autor de un tratado titulado Mecánica celeste que hasta Napoleón leyó (o por lo menos hojeó).
El discreto Magendie no se tomó la molestia de anotar cuánto pesaba el cerebro de aquel “hombre genial” cuyo nombre no menciona, pero una carta escrita en 1834 por Joanna Baillie, poeta y dramaturga prolífica, a su sobrina Sophy puede darnos una idea de la capacidad craneal del personaje, además de confirmar que se trataba de Laplace y ofrecer otro indicio de que el tamaño del cerebro no influye directamente en la capacidad intelectual:
"Hampstead, 1834
"Mi querida Sophy:
"El doctor Somerville nos contó hace poco una circunstancia insólita acerca de la cabeza de Laplace, el célebre astrónomo francés. Un grupo de damas y caballeros fue un día a casa del gran anatomista Magendie para ver el cerebro del filósofo, el cual, suponían, debía ser de tamaño descomunal, y al ver sobre la mesa un ejemplar que respondía a sus expectativas, quedaron encantados. “¡Ah! ¡Miren que soberbio cerebro! ¡Qué órgano! ¡Qué tamaño! Esto explica completamente sus asombrosas facultades mentales”. Magendie, quien se encontraba a espaldas de ellos y los había escuchado, los interrumpió amablemente diciendo: “Sí, éste es, en efecto, un cerebro muy grande, pero perteneció a un pobre idiota que en vida apenas podía distinguir la mano derecha de la izquierda”. Luego, mostrándoles un cerebro notablemente pequeño, añadió: “Éste, damas y caballeros, es el cerebro de Laplace.
Afectuosamente,
tu tía, J. Baillie."
miércoles, 1 de octubre de 2008
La evolución no es como la pintan
El otro día iba con mi hija y mis sobrinos en el coche cuando vimos una larguísima hilera de vehículos formados en doble fila obstruyendo parte de la calle. Sin pensarlo dos veces les dije a los niños: “predigo que todos los coches que están ahí formados tienen placas que terminan en 7 o en 8”. Al confirmarse mi hipótesis cuando pasamos junto a los coches formados, los niños se quedaron patidifusos de admiración por mis habilidades adivinatorias, dignas del profesor Dumbledore de Harry Potter.
A ustedes, radioescuchas y bloglectores, les revelaré las observaciones que fundamentaron mi predicción: era 30 de septiembre y los coches estaban formados frente a un verificentro. ¿Cabía dudar de que fueran conductores remisos que dejaron la verificación de sus automóviles para el último día? ¿Había otra hipótesis que explicara mejor las observaciones? Claro que no.
He aquí otra situación de la vida cotidiana en la que podría yo aventurar una predicción para impresionar incautos (o criaturitas preciosas, como mi hija y mis sobrinos): es día de partido Chivas-América y vemos un coche que corre raudo por el Periférico hacia el sur. El vehículo enarbola una bandera de las chivas. Mi predicción sería que se dirige al Estadio Azteca. ¿Es igual de segura que la de los coches frente al verificentro? Claramente no. Aunque es muy probable que sí vaya al estadio, también podría ser que el conductor y sus pasajeros se dirijan a casa de algún amigo a ver el partido por televisión tomándose unas chelas.
En la ciencia tenemos también predicciones que nos inspiran distintos grados de confianza. No todo resultado de la investigación científica y del consenso entre profesionales nos convece con la misma fuerza. Así, hay creencias científicas estilo coche con bandera de las chivas en día de partido –probables, pero no seguras; y hay otras que son como una fila de coches en el verificentro en último de mes: impepinables, que no podría ponerlas en duda ninguna persona bien informada que esté al tanto de los detalles (los niños, por lo general, no son personas bien informadas, por suerte para los papás y tíos presumidos como yo).
Que la Tierra gira alrededor del sol es una de estas conclusiones impepinables para quien entiende los detalles (casi todo el mundo). Otra igual de impepinable, pero no para tanta gente, es que las especies de plantas, animales y microorganismos que pueblan la Tierra son producto de un proceso de transformación de las especies, proceso que opera en lapsos de muchas generaciones y tiene como motor los cambios del entorno y las pequeñas variaciones genéticas que existen entre individuos de la misma especie. La evolución por selección natural, como llamó a esta idea el más conocido de sus creadores, Charles Darwin, es un resultado científico de categoría impepinable, que hoy no pone en duda nadie que esté al tanto de los detalles.
Los íconos de la evolución son ya lugares comunes. Los vemos hasta en la publicidad, donde para dar a entender que un producto es lo último en tecnología se lo tilda de “el más evolucionado” o bien se lo relaciona con una imagen muy difundida de la evolución de la especie humana: una fila, pero no de coches, sino de primates, que empieza con uno pequeño y encorvado, pasa por una serie de homínidos que van creciendo y se van enderezando y culmina con un Homo sapiens sapiens, o sea, usted o yo, pero por lo general desnudos. Seguro que usted ya la recordó, pues esta imagen es a la evolución humana lo que la Mona Lisa es a la pintura renacentista: su mismísimo símbolo. Pues bien, esta imagen, igual que la Mona Lisa, da una imagen parcial y hasta engañosa de lo que simboliza.
“El hombre desciende del mono”, se dice con descuido (y desafortunadamente la eduación que nos dan en la escuela no basta para darse cuenta del tamaño de la pifia). El ícono que estamos discutiendo parece confirmar esta imprecisión, porque detrás del Homo sapiens vemos algunos primates que parecen chimpancés. Pero los humanos no descendemos del chimpancé. La prueba es ¡que todavía hay chimpancés! La forma correcta de verlo es ésta: chimpancés y humanos descendemos de un antepasado común. Nuestros linajes se separaron hace unos seis millones de años (lo que se calcula a partir de la diferencia entre el genoma de un chimpancé y el de una persona, suponiendo que las diferencias se acumulan a ritmo constante). Así, los simios de hoy –y de hecho, cualquier especie de hoy, sea simio o bacteria—es igual de evolucionada que nosotros en el sentido de llevar el mismo tiempo que nuestro linaje sometida al torno moldeador de precisión que es la selección natural. Incluso los cocodrilos y las cucarachas, de los que se dice que fueron abandonados por la evolución, son organismos perfectamente adaptados a su entorno y por lo tanto, tan “evolucionados” como el que más.
La imagen icónica de la evolución humana comete otro equívoco: darnos a entender que nuestra especie es la culminación perfecta de un linaje cuyos otros miembros son fenómenos de circo o algo por el estilo. Es como si creyéramos que los organismos de pasado son pruebas que salieron mal. Lo cierto es que, puesto que el entorno actúa como una podadora, cortando ramas que no son viables en las condiciones del momento, sería muy extraño que en el pasado –o en cualquier otro tiempo—hubiera habido organismos mal adaptados o defectuosos. No: el elenco de organismos de cada época es un catálogo de campeones, o de máquinas finamente ajustadas para operar eficazmente en su entorno. Un mamut no es peor que un elefante. Es una especie adaptada a otras condiciones.
Muchos científicos y divulgadores de la ciencia, como yo, recomiendan no usar esa imagen para ilustrar la evolución humana, que como la de cualquier otro organismo hoy se entiende como una serie de ramificaciones, no una línea recta. El hombre de Neandertal no es nuestro antepasado, sino un primo con el que compartimos un antepasado común que vivió hace alrededor de un millón de años. Así pues, cuando vean esta imagen en un museo de ciencias, ¡o en un anuncio!, pueden estar seguros de que los responsables no entienden la evolución, predicción que hago con el mismo grado de certeza con que predije que los coches formados en esa fila tenían placas terminadas en siete u ocho.
martes, 30 de septiembre de 2008
El sol y los huracanes
Aunque los científicos por lo general no creemos en la astrología, tenemos que reconocer que hay una estrella que sí tiene efectos sobre lo que acontece en la Tierra: se llama sol y está aquí cerquita, a 150 millones de kilómetros. El sol es a la Tierra lo que la economía de Estados Unidos a la de México. Cuando al sol le dan agruras, aquí en la Tierra pueden freírse los satélites artificiales, estallar las centrales eléctricas e intensificarse las auroras polares.
Parece que también puede reducirse la intensidad de los huracanes.
James Elsner, climatólogo de la Universidad Estatal de Florida, analizó los datos de huracanes que se han acumulado desde hace más de un siglo. En un artículo publicado el 19 de septiembre en la revista Geophysical Research Letters, Elsner afirma que la intensidad promedio de los huracanes varía en un ciclo que dura entre 11 y 12 años. Según el investigador, el ciclo de los huracanes coincide con el bien conocido ciclo de 11 años de la actividad magnética del sol.
Cuando el sol está en el máximo de actividad, se le llena la cara de manchas y --si Elsner tiene razón-- se reduce la intensidad de los huracanes en 10 % por cada 100 manchas solares. Sería muy útil tener un asidero más para predecir la intensidad de estas tormentas... falta que Elsner tenga razón.
El mecanismo que propone funciona así: cuando hay más manchas solares, el sol emite más radiación ultravioleta. Ésta calienta las capas superiores de la atmósfera de la Tierra, lo que reduce la diferencia de temperatura entre el mar y la atmósfera. A menor diferencia de temperatura, menos fuertes son las corrientes de convección ascendentes y descendentes que dan origen a los huracanes (ayudadas por la fuerza de Coriolis).
Los expertos en huracanes no están convencidos. Alegan, en primer lugar, que las capas de la atmósfera que reciben más calor durante el máximo solar están demasiado altas para afectar los huracanes. En segundo lugar, objetan que Elsner no consideró directamente en su análisis la intensidad de los huracanes. ¡No podía! La escala de intensidad de huracanes existe apenas desde 1971. Para los datos anteriores a esa fecha, Elsner y sus colaboradores tomaron en cuenta cuántos huracanes llegaban a tocar tierra en cada temporada. Su método equivale a identificar la frecuencia de huracanes que tocan tierra con la intensidad promedio de los huracanes de la temporada, método que no ha convencido a los expertos.
Judy Curry, huracanóloga del Instituto Tecnológico de Georgia, Estados Unidos, dice que el resultado es interesante y que puede valr la pena explorarlo, pero que Elsner hizo demasiadas suposiciones para creerle en este momento. Para avanzar en esta investigación habría que: 1) verificar que existe el ciclo de los huracanes (quizá con otra suposición para sustituir la medida de la intensidad en los datos de antes de 1971), y 2) detallar mejor el mecanismo mediante el cual la actividad del sol podría ser la causa de este ciclo.
Como siempre, el artículo de James Elsner es una propuesta y una invitación al debate, y no la revelación de una verdad absoluta.
Parece que también puede reducirse la intensidad de los huracanes.
James Elsner, climatólogo de la Universidad Estatal de Florida, analizó los datos de huracanes que se han acumulado desde hace más de un siglo. En un artículo publicado el 19 de septiembre en la revista Geophysical Research Letters, Elsner afirma que la intensidad promedio de los huracanes varía en un ciclo que dura entre 11 y 12 años. Según el investigador, el ciclo de los huracanes coincide con el bien conocido ciclo de 11 años de la actividad magnética del sol.
Cuando el sol está en el máximo de actividad, se le llena la cara de manchas y --si Elsner tiene razón-- se reduce la intensidad de los huracanes en 10 % por cada 100 manchas solares. Sería muy útil tener un asidero más para predecir la intensidad de estas tormentas... falta que Elsner tenga razón.
El mecanismo que propone funciona así: cuando hay más manchas solares, el sol emite más radiación ultravioleta. Ésta calienta las capas superiores de la atmósfera de la Tierra, lo que reduce la diferencia de temperatura entre el mar y la atmósfera. A menor diferencia de temperatura, menos fuertes son las corrientes de convección ascendentes y descendentes que dan origen a los huracanes (ayudadas por la fuerza de Coriolis).
Los expertos en huracanes no están convencidos. Alegan, en primer lugar, que las capas de la atmósfera que reciben más calor durante el máximo solar están demasiado altas para afectar los huracanes. En segundo lugar, objetan que Elsner no consideró directamente en su análisis la intensidad de los huracanes. ¡No podía! La escala de intensidad de huracanes existe apenas desde 1971. Para los datos anteriores a esa fecha, Elsner y sus colaboradores tomaron en cuenta cuántos huracanes llegaban a tocar tierra en cada temporada. Su método equivale a identificar la frecuencia de huracanes que tocan tierra con la intensidad promedio de los huracanes de la temporada, método que no ha convencido a los expertos.
Judy Curry, huracanóloga del Instituto Tecnológico de Georgia, Estados Unidos, dice que el resultado es interesante y que puede valr la pena explorarlo, pero que Elsner hizo demasiadas suposiciones para creerle en este momento. Para avanzar en esta investigación habría que: 1) verificar que existe el ciclo de los huracanes (quizá con otra suposición para sustituir la medida de la intensidad en los datos de antes de 1971), y 2) detallar mejor el mecanismo mediante el cual la actividad del sol podría ser la causa de este ciclo.
Como siempre, el artículo de James Elsner es una propuesta y una invitación al debate, y no la revelación de una verdad absoluta.
lunes, 22 de septiembre de 2008
La astronomía tiene ojos españoles
En la escuela nos imparten una idea de la historia tan falsa como la que nos dejan de la ciencia. Según esta visión escolar, los hechos del pasado se conocen con toda certidumbre, como si los historiadores tuvieran máquinas del tiempo para ver las cosas con sus propios ojos, y como si ver con los propios ojos bastara para comprobar una verdad que es absoluta –como si las cosas en historia no dependieran en buena medida de la interpretación. Así pues, el pasado es inamovible: nada puede hacernos cambiar de parecer acerca de las hazañas de los próceres y las traiciones de los infames. En realidad la cosa es más complicada: los historiadores interpretan documentos, y éstos son más numerosos cuanto más cercano está un acontecimiento en el pasado. Conocemos mejor las andanzas de don Benito Juárez, en el siglo XIX, que las del rey Arturo, en el siglo IV, V o VI (ni siquiera sabemos si existió de veras). Y cuando los historiadores descubren nuevos documentos, es posible que cambie nuestra interpretación de los acontecimientos históricos. Los historiadores andan cambiando el pasado todo el tiempo.
Hace 20 años estaba de moda un juego de preguntas llamado Maratón. Tu turno consistía en sacar una carta y responder una pregunta sobre uno de varios temas. Algunas preguntas tenían que ver con ciencias, y en particular con la historia de la ciencia. Si respondías bien, podías mover tu ficha una casilla hacia delante, si contestabas mal, avanzaba la ficha negra de la ignorancia.
Así, una vez, jugando con unos amigos, me tocó la siguiente pregunta: ¿quién inventó el telescopio? Antes de contestar me dije lo siguiente: “es un error común pensar que el inventor del telescopio fue Galileo Galilei, científico italiano del siglo XVII. Lo dice hasta en la estampita sobre Galileo que te venden en la papelería, pero es falso. Los físicos y los astrónomos sabemos que Galileo perfeccionó un diseño que ya existía en Holanda. El verdadero inventor fue Hans Lipperhey, pero no creo que lo sepan los fabricantes del Maratón, así que mejor seamos prudentes”. Muy ufano, contesté: “La estampita va a decir que fue Galileo, pero no es cierto. Bueno, digamos que mi respuesta es Galileo, aunque les advierto que está mal”. ¡Sorpresa!, la tarjetita atribuía la invención del telescopio a Isaac Newton, quien nació el año en que murió Galileo. Aquello sí que era un error, porque Galileo es famoso por haber usado el telescopio para mirar al cielo y hacer varios descubrimientos importantísimos en 1609, treinta y tres años antes de que Newton viera la luz del día. Con todo, no hubo manera de convencer a mis contendientes, poco versados en historia de la astronomía. Avanzó la ignorancia (¡y en qué modo!).
Con este amargo recuerdo en mente leí la noticia que me mandó mi amigo y colega divulgador Rolando Ísita este fin de semana: ¡el telescopio tampoco lo inventó Lippherhey ni ningún holandés, porque se inventó en España! (Bueno, quizá...).
En un artículo recién publicado en la revista History Today, el informático metido a historiador Nick Pelling cuenta que se interesó en el tema cuando encontró en Internet una referencia a una investigación que realizó un historiador aficionado español llamado Simón de Guilleuma. Luego de seguir un tenue rastro histórico durante varias décadas, Guilleuma, a los 73 años, anunció sus descubrimientos en una transmisión de Radio Barcelona. Pero ya se sabe que las ondas hertzianas se las lleva el viento. El trabajo del historiador catalán cayó en el olvido.
En sus investigaciones, rescatadas por Nick Pelling, Guilleuma narra que en 1609 un autor italiano llamado Girolamo Sirtori contó en un libro su encuentro con Juan Roget, fabricante de anteojos catalán. Decía Sirtori que Roget había inventado el anteojo de larga vista, o telescopio. Guilleuma se interesó en este personaje y se puso a hacer indagaciones. Escarbando en los registros de la época, encontró los nombres de varios Rogets, parientes de Juan, que también fueron fabricantes de anteojos. Luego hurgó en los archivos que contienen los inventarios de las pertenencias de las personas muertas en Barcelona y encontró varias menciones de la palabra "ulleras", que significa tanto "anteojos" como "telescopio". La más antigua, y una de las menos ambiguas, era del 10 de abril de 1593. En esa fecha, un tal Don Pedro de Carolona le legó a su esposa "un anteojo largo decorado con bronce". La investigación de Guilleuma quedó incompleta, pero Pelling la retoma y trata de atar varios cabos para mostrar que, contra las afirmaciones de inventores holandeses e italianos de la época, el fabricante de telescopios más antiguo es el catalán de origen francés Roget. Pelling interpreta los pocos datos que hay para construir una verdadera historia de detectives que explicaría por qué en el transcurso de una semana de octubre de 1608 no menos de tres inventores holandeses solicitaron patentes para el telescopio. Uno de esos inventores era el célebre Hans Lipperhey. Según Pelling, las tres solicitudes son fraudulentas.
Así pues, ¿quién inventó el telescopio? En la historia, como en la ciencia, nada es "verdad" hasta que no lo acepta la mayoría de la comunidad de profesionales pertinente. Para eso Pelling los tiene que convencer. Su artículo no es el anuncio de una verdad revelada, sino una invitación al debate, como todo artículo especializado, sea de historia o de ciencia. Entre tanto, podemos ver su narración como una interesante historia de misterio.
He aquí un extracto del artículo de Nick Pelling en History Today, traducido sin permiso por su servidor:
"Que los instrumentos de trabajo de Juan Roget estuvieran oxidados en 1609, como afirma Girolamo Sirtori, y que el artesano ya estuviera retirado para entonces es consistente con la posibilidad de que el telescopio que Don Pedro de Carolona legó a su esposa en 1593 fuera uno de los que fabricó Roget. Esto es lo que creía Simón de Guilleuma. Pero a mí me intriga más la subasta de los bienes de Jaime Galvany, que se llevó a cabo en Barcelona en septiembre de 1608. Si aceptamos, con Guilleuma, que lo que se subastó en esa ocasión fue un telescopio de Roget, creo que se puede reconstruir una secuencia plausible de los hechos más importantes.
"En 1608 la Feria de Frankfurt se celebró de principios hasta finales de septiembre. Esta feria era popularmente considerada la mejor oportunidad en todo el año para vender productos novedosos a precios altísimos. Así pues, supongamos para empezar que el avispado comprador de la subasta lleva este telescopio de Roget a la feria, pero con las prisas le rompe una lente.
"Al llegar a la feria, el mercader no consigue que nadie le haga caso. No tiene influencias para colarse en los círculos adecuados. Entonces se encuentra con un holandés de 20 años llamado Zacharias Janssen, vendedor de anteojos itinerante. El mercader le permite a Janssen tratar de venderles el telescopio a sus contactos de la feria, accediendo a dividirse con él las ganancias.
"Janssen da aviso de que tiene a la venta un artículo insólito y consigue una cita con el acaudalado John Philip Fuchs. Con su arrojo de vendedor, Janssen se declara inventor del artefacto y exige por éste un precio escandaloso. Pero el joven con su lente rota le da mala espina a Fuchs, que rechaza la oferta.
"El comerciante le devuelve el telescopio a su dueño. Pese a lo interesante del aparato, nadie lo quiere comprar en lo que el dueño piensa que vale. Los socios se despiden y el mercader regresa a Barcelona. Supongamos que se trata del marsellés Honorato Graner (otro personaje de la historia de Guilleuma), quien dejaría un telescopio parecido en 1613 y cuyo acento Janssen, en su ignorancia, bien pudo tomar erróneamente por italiano.
"El holandés, entre tanto, concibe una añagaza: copiar el telescopio del mercader, para lo cual regresa a Middelburg veloz como un rayo. Aunque ignora cómo se combinan las lentes, se convence de que puede resolverlo si manda traer varias del taller de Hans Lipperhey. Pero cuando Lipperhey le muestra el conjunto de lentes, Janssen no puede resistir la tentación de alinearlas para comprobar si está a punto de hacerse rico... y con esta acción precipitada e imprudente, el secreto se hace público.
"Se ha iniciado la carrera, aunque el joven comerciante no se da cuenta. Janssen y Lipperhey poseen el mismo secreto, pero el fabricante de anteojos le lleva la ventaja de la experiencia. Así, mientras Janssen construye trabajosamente su aparato como va pudiendo, Lipperhey lo rebasa por la izquierda, muestra un telescopio al príncipe Mauricio de Nassau el 25 de septiembre y a la semana solicita una patente. Janssen hace una demostración de su propio telescopio el 14 de octubre, pero la oportunidad ha pasado. El cuento del "telescopio holandés" ha empezado sin él.
"Si es correcta esta reconstrucción, coincide en casi todo con el informe de Sirtori y al mismo tiempo explica diversas anomalías provenientes de otras fuentes, como el asunto de la lente rota. De hecho, en la investigación de Simón de Guilleuma, Sirtori queda más como primer investigador de la historia del telescopio que como candidato a inventor de ese aparato.
"Si los historiadores modernos siguen el rastro de la familia Roget de Barcelona, Gerona y Aveyron, quizá emerja un cuadro más completo. Así puede resultar que, como creía Simón de Guilleuma, la historia del telescopio no haya empezado con una serie de extrañas coincidencias en Holanda, sino con un genio solitario en Cataluña. ¿Será que durante 400 años los astrónomos, sin saberlo, han mirado el cielo con ojos españoles?"
Bonita historia, ¿no creen?
Hace 20 años estaba de moda un juego de preguntas llamado Maratón. Tu turno consistía en sacar una carta y responder una pregunta sobre uno de varios temas. Algunas preguntas tenían que ver con ciencias, y en particular con la historia de la ciencia. Si respondías bien, podías mover tu ficha una casilla hacia delante, si contestabas mal, avanzaba la ficha negra de la ignorancia.
Así, una vez, jugando con unos amigos, me tocó la siguiente pregunta: ¿quién inventó el telescopio? Antes de contestar me dije lo siguiente: “es un error común pensar que el inventor del telescopio fue Galileo Galilei, científico italiano del siglo XVII. Lo dice hasta en la estampita sobre Galileo que te venden en la papelería, pero es falso. Los físicos y los astrónomos sabemos que Galileo perfeccionó un diseño que ya existía en Holanda. El verdadero inventor fue Hans Lipperhey, pero no creo que lo sepan los fabricantes del Maratón, así que mejor seamos prudentes”. Muy ufano, contesté: “La estampita va a decir que fue Galileo, pero no es cierto. Bueno, digamos que mi respuesta es Galileo, aunque les advierto que está mal”. ¡Sorpresa!, la tarjetita atribuía la invención del telescopio a Isaac Newton, quien nació el año en que murió Galileo. Aquello sí que era un error, porque Galileo es famoso por haber usado el telescopio para mirar al cielo y hacer varios descubrimientos importantísimos en 1609, treinta y tres años antes de que Newton viera la luz del día. Con todo, no hubo manera de convencer a mis contendientes, poco versados en historia de la astronomía. Avanzó la ignorancia (¡y en qué modo!).
Con este amargo recuerdo en mente leí la noticia que me mandó mi amigo y colega divulgador Rolando Ísita este fin de semana: ¡el telescopio tampoco lo inventó Lippherhey ni ningún holandés, porque se inventó en España! (Bueno, quizá...).
En un artículo recién publicado en la revista History Today, el informático metido a historiador Nick Pelling cuenta que se interesó en el tema cuando encontró en Internet una referencia a una investigación que realizó un historiador aficionado español llamado Simón de Guilleuma. Luego de seguir un tenue rastro histórico durante varias décadas, Guilleuma, a los 73 años, anunció sus descubrimientos en una transmisión de Radio Barcelona. Pero ya se sabe que las ondas hertzianas se las lleva el viento. El trabajo del historiador catalán cayó en el olvido.
En sus investigaciones, rescatadas por Nick Pelling, Guilleuma narra que en 1609 un autor italiano llamado Girolamo Sirtori contó en un libro su encuentro con Juan Roget, fabricante de anteojos catalán. Decía Sirtori que Roget había inventado el anteojo de larga vista, o telescopio. Guilleuma se interesó en este personaje y se puso a hacer indagaciones. Escarbando en los registros de la época, encontró los nombres de varios Rogets, parientes de Juan, que también fueron fabricantes de anteojos. Luego hurgó en los archivos que contienen los inventarios de las pertenencias de las personas muertas en Barcelona y encontró varias menciones de la palabra "ulleras", que significa tanto "anteojos" como "telescopio". La más antigua, y una de las menos ambiguas, era del 10 de abril de 1593. En esa fecha, un tal Don Pedro de Carolona le legó a su esposa "un anteojo largo decorado con bronce". La investigación de Guilleuma quedó incompleta, pero Pelling la retoma y trata de atar varios cabos para mostrar que, contra las afirmaciones de inventores holandeses e italianos de la época, el fabricante de telescopios más antiguo es el catalán de origen francés Roget. Pelling interpreta los pocos datos que hay para construir una verdadera historia de detectives que explicaría por qué en el transcurso de una semana de octubre de 1608 no menos de tres inventores holandeses solicitaron patentes para el telescopio. Uno de esos inventores era el célebre Hans Lipperhey. Según Pelling, las tres solicitudes son fraudulentas.
Así pues, ¿quién inventó el telescopio? En la historia, como en la ciencia, nada es "verdad" hasta que no lo acepta la mayoría de la comunidad de profesionales pertinente. Para eso Pelling los tiene que convencer. Su artículo no es el anuncio de una verdad revelada, sino una invitación al debate, como todo artículo especializado, sea de historia o de ciencia. Entre tanto, podemos ver su narración como una interesante historia de misterio.
He aquí un extracto del artículo de Nick Pelling en History Today, traducido sin permiso por su servidor:
"Que los instrumentos de trabajo de Juan Roget estuvieran oxidados en 1609, como afirma Girolamo Sirtori, y que el artesano ya estuviera retirado para entonces es consistente con la posibilidad de que el telescopio que Don Pedro de Carolona legó a su esposa en 1593 fuera uno de los que fabricó Roget. Esto es lo que creía Simón de Guilleuma. Pero a mí me intriga más la subasta de los bienes de Jaime Galvany, que se llevó a cabo en Barcelona en septiembre de 1608. Si aceptamos, con Guilleuma, que lo que se subastó en esa ocasión fue un telescopio de Roget, creo que se puede reconstruir una secuencia plausible de los hechos más importantes.
"En 1608 la Feria de Frankfurt se celebró de principios hasta finales de septiembre. Esta feria era popularmente considerada la mejor oportunidad en todo el año para vender productos novedosos a precios altísimos. Así pues, supongamos para empezar que el avispado comprador de la subasta lleva este telescopio de Roget a la feria, pero con las prisas le rompe una lente.
"Al llegar a la feria, el mercader no consigue que nadie le haga caso. No tiene influencias para colarse en los círculos adecuados. Entonces se encuentra con un holandés de 20 años llamado Zacharias Janssen, vendedor de anteojos itinerante. El mercader le permite a Janssen tratar de venderles el telescopio a sus contactos de la feria, accediendo a dividirse con él las ganancias.
"Janssen da aviso de que tiene a la venta un artículo insólito y consigue una cita con el acaudalado John Philip Fuchs. Con su arrojo de vendedor, Janssen se declara inventor del artefacto y exige por éste un precio escandaloso. Pero el joven con su lente rota le da mala espina a Fuchs, que rechaza la oferta.
"El comerciante le devuelve el telescopio a su dueño. Pese a lo interesante del aparato, nadie lo quiere comprar en lo que el dueño piensa que vale. Los socios se despiden y el mercader regresa a Barcelona. Supongamos que se trata del marsellés Honorato Graner (otro personaje de la historia de Guilleuma), quien dejaría un telescopio parecido en 1613 y cuyo acento Janssen, en su ignorancia, bien pudo tomar erróneamente por italiano.
"El holandés, entre tanto, concibe una añagaza: copiar el telescopio del mercader, para lo cual regresa a Middelburg veloz como un rayo. Aunque ignora cómo se combinan las lentes, se convence de que puede resolverlo si manda traer varias del taller de Hans Lipperhey. Pero cuando Lipperhey le muestra el conjunto de lentes, Janssen no puede resistir la tentación de alinearlas para comprobar si está a punto de hacerse rico... y con esta acción precipitada e imprudente, el secreto se hace público.
"Se ha iniciado la carrera, aunque el joven comerciante no se da cuenta. Janssen y Lipperhey poseen el mismo secreto, pero el fabricante de anteojos le lleva la ventaja de la experiencia. Así, mientras Janssen construye trabajosamente su aparato como va pudiendo, Lipperhey lo rebasa por la izquierda, muestra un telescopio al príncipe Mauricio de Nassau el 25 de septiembre y a la semana solicita una patente. Janssen hace una demostración de su propio telescopio el 14 de octubre, pero la oportunidad ha pasado. El cuento del "telescopio holandés" ha empezado sin él.
"Si es correcta esta reconstrucción, coincide en casi todo con el informe de Sirtori y al mismo tiempo explica diversas anomalías provenientes de otras fuentes, como el asunto de la lente rota. De hecho, en la investigación de Simón de Guilleuma, Sirtori queda más como primer investigador de la historia del telescopio que como candidato a inventor de ese aparato.
"Si los historiadores modernos siguen el rastro de la familia Roget de Barcelona, Gerona y Aveyron, quizá emerja un cuadro más completo. Así puede resultar que, como creía Simón de Guilleuma, la historia del telescopio no haya empezado con una serie de extrañas coincidencias en Holanda, sino con un genio solitario en Cataluña. ¿Será que durante 400 años los astrónomos, sin saberlo, han mirado el cielo con ojos españoles?"
Bonita historia, ¿no creen?
lunes, 8 de septiembre de 2008
Para subir al cielo se necesita...un elevador
El transbordador espacial, armatoste antiguo fabricado con tecnología de hace 40 años, va de salida. Los cohetes con los que se envía carga al espacio desde tiempos del Sputnik son muy caros. Para subir al cielo, lo mejor -según algunos- es un elevador de 100,000 kilómetros de altura, equivalente a un edificio de casi 48 millones de pisos.
No es difícil preverle a este artefacto algunas dificultades técnicas. ¿De dónde se cuelga el cable, por ejemplo? Basta pensar en una honda o unas boleadoras argentinas para imaginarse la solución que han dado quienes proponen este concepto. A esa altura no es necesario colgar el cable, porque la fuerza centrífuga debida a la rotación de la Tierra proporciona ampliamente la fuerza necesaria para mantenerlo tenso. Así, no hace falta construir una estructura sólida que llegue desde la Tierra hasta el extremo del cable, lo que de todos modos sería imposible porque no hay material que aguante el peso de semejante estructura, y por si fuera poco ni el radio de la Tierra (6,400 kilómetros) bastaría para anclar los cimientos del edificio. Así pues, bastaría poner en órbita el cable y luego descolgarlo hacia la superficie del planeta. Y de hecho, por depender la tensión del cable del movimiento de rotación de la Tierra, se podría decir más bien que el elevador está colgado de la superficie terrestre y "cae" hacia el espacio.
Pasemos por alto los obstáculos que esto supondría. Otro problema grave es éste: ¿de qué hacemos el cable? Según Bradley Carl Edwards, ingeniero estadounidense que ha ideado uno de los muchos proyectos de elevador espacial que se están evaluando, el cable podría fabricarse con nanotubos de carbono, material muy resistente descubierto en 1990. Edwards ha calculado que un listón de este material de un metro de ancho, no más espeso que una hoja de papel y de la longitud necesaria pesaría "solamente" 800 toneladas y proporcionaría la resistencia necesaria (aunque hasta hace poco los nanotubos de carbono no habían superado en las pruebas ni la mitad de la resistencia recomendada por los ingenieros para el elevador espacial).
Los vehículos de ascenso que contempla el proyecto de Edwards, uno de los pocos avalados por la NASA, subirían a 200 kilómetros por hora y podrían hacer escala a distintas altitudes: desde las correspondientes a órbitas bajas, como las de los transbordadores espaciales y muchos satélites (unos 400 kilómetros de altura), pasando por la altitud de una órbita geoestacionaria (unos 37,000 kilómetros, donde un objeto le da una vuelta a la Tierra en 24 horas, el mismo tiempo que ésta tarda en girar sobre su eje. Un objeto en semejante órbita sobre el ecuador permanece siempre sobre el mismo punto de la superficie terrestre.), hasta la altitud máxima de 100,000 kilómetros, donde habría una estación-trampolín para proseguir hacia la Luna. El viaje duraría unas 2 horas en el primer caso, más de una semana en el segundo y cerca de un mes en el tercero. Durante los primeros minutos del ascenso los pasajeros del elevador espacial verían pasar el color del cielo de azul a negro azabache mientras la curvatura de la Tierra se haría visible, junto con los contornos de los continentes...sin duda una experiencia que ninguno olvidaría.
Con tecnología previsible para el futuro cercano Edwards y David Raitt, de la Agencia Espacial Europea, calculan que el aparato costaría unos 6,200 millones de dólares. ¿Mucho dinero? Depende. Desarrollar el A380, el avión más grande del mundo, le costó a la empresa europea Airbus 15,000 millones de dólares, por ejemplo. Y la Estación Espacial Internacional ha costado ocho veces más de lo que costaría el elevador (si los cálculos de Edwards y Raitt son correctos). Por si fuera poco, con el elevador se reducen considerablemente los costos: poner un kilo de carga útil en órbita geoestacionaria cuesta en promedio 20,000 dólares con los cohetes de hoy; con el elevador de Edwards costaría 220 dólares.
La idea no es tan nueva como podría pensarse. Aparece ya en una novela del escritor británico de ciencia ficción Arthur C. Clarke, escrita en los años 70. Pero las raíces del concepto se encuentran más atrás, en 1895, cuando el científico ruso Konstantin Tsiolkovsky, pionero de la propulsión por cohetes, fue a París y se quedó embelesado contemplando la torre Eiffel y sus enormes elevadores. Tsiolkovsky concibió un "castillo celeste" en órbita alrededor de la Tierra, al cual se llegaría por medio de trenes que correrían por rieles verticales. Este primitivo elevador espacial no traspasó la frontera de Rusia hasta mucho después. Aunque se discutió en los años 60, durante mucho tiempo el elevador espacial fue una especie de sueño guajiro sin posibilidades de realizarse porque no se conocía material alguno que tuviera ni remotamente la resistencia necesaria. Hoy, los nanotubos de carbono se van acercando cada vez más.
En 2004 la Spaceward Foundation, asociación sin fines de lucro asociada a la NASA, lanzó el concurso Elevator:2010 para darle prisa al mal paso y estimular el desarrollo de la tecnología necesaria para construir el elevador espacial. En su edición de 2008 el concurso, dotado con un total de cuatro millones de dólares a repartir en varios rubros, atrajo equipos de Japón, Canadá, Estados Unidos y Europa. Estos equipos compiten en dos grandes ramas: 1) diseño de un vehículo ligero y rápido para subir la carga por el cable. Los participantes tienen que resolver también el problema de la fuente de energía; y 2) fabricación de un material ligero y resistente para el cable. Los vehículos tienen que escalar un cable de colgado de un helicóptero. La energía se le suministra al vehículo por rayo láser superpotente transmitido desde la superficie y dirigido hacia unas celdas fotovoltaicas especiales que lleva el aparato. El concurso sigue la tradición de los "Air shows", o exposiciones de aeronáutica, que se usaron a principios del siglo XX para demostrar lo útiles que podían ser los aviones. También se basa en el modelo del "American Solar Challenge", concurso anual para diseñar vehículos impulsados por energía solar en el que participan los estudiantes de ingeniería de muchas universidades.
Según los pronósticos más optimistas, como el de Brad Edwards, se podría construir un elevador espacial elemental para el año 2012; otros opinan que la cosa es para fines de este siglo. Sea como sea, una vez que exista el elevador espacial, habrá que resolver también un problema social relacionado con los elevadores que me parece grave: ¿cómo vamos a aguantar una semana haciendo los esfuerzos sobrehumanos que todos hacemos para no posar la vista sobre nuestros compañeros de elevador? A que nadie se lo ha preguntado...
No es difícil preverle a este artefacto algunas dificultades técnicas. ¿De dónde se cuelga el cable, por ejemplo? Basta pensar en una honda o unas boleadoras argentinas para imaginarse la solución que han dado quienes proponen este concepto. A esa altura no es necesario colgar el cable, porque la fuerza centrífuga debida a la rotación de la Tierra proporciona ampliamente la fuerza necesaria para mantenerlo tenso. Así, no hace falta construir una estructura sólida que llegue desde la Tierra hasta el extremo del cable, lo que de todos modos sería imposible porque no hay material que aguante el peso de semejante estructura, y por si fuera poco ni el radio de la Tierra (6,400 kilómetros) bastaría para anclar los cimientos del edificio. Así pues, bastaría poner en órbita el cable y luego descolgarlo hacia la superficie del planeta. Y de hecho, por depender la tensión del cable del movimiento de rotación de la Tierra, se podría decir más bien que el elevador está colgado de la superficie terrestre y "cae" hacia el espacio.
Pasemos por alto los obstáculos que esto supondría. Otro problema grave es éste: ¿de qué hacemos el cable? Según Bradley Carl Edwards, ingeniero estadounidense que ha ideado uno de los muchos proyectos de elevador espacial que se están evaluando, el cable podría fabricarse con nanotubos de carbono, material muy resistente descubierto en 1990. Edwards ha calculado que un listón de este material de un metro de ancho, no más espeso que una hoja de papel y de la longitud necesaria pesaría "solamente" 800 toneladas y proporcionaría la resistencia necesaria (aunque hasta hace poco los nanotubos de carbono no habían superado en las pruebas ni la mitad de la resistencia recomendada por los ingenieros para el elevador espacial).
Los vehículos de ascenso que contempla el proyecto de Edwards, uno de los pocos avalados por la NASA, subirían a 200 kilómetros por hora y podrían hacer escala a distintas altitudes: desde las correspondientes a órbitas bajas, como las de los transbordadores espaciales y muchos satélites (unos 400 kilómetros de altura), pasando por la altitud de una órbita geoestacionaria (unos 37,000 kilómetros, donde un objeto le da una vuelta a la Tierra en 24 horas, el mismo tiempo que ésta tarda en girar sobre su eje. Un objeto en semejante órbita sobre el ecuador permanece siempre sobre el mismo punto de la superficie terrestre.), hasta la altitud máxima de 100,000 kilómetros, donde habría una estación-trampolín para proseguir hacia la Luna. El viaje duraría unas 2 horas en el primer caso, más de una semana en el segundo y cerca de un mes en el tercero. Durante los primeros minutos del ascenso los pasajeros del elevador espacial verían pasar el color del cielo de azul a negro azabache mientras la curvatura de la Tierra se haría visible, junto con los contornos de los continentes...sin duda una experiencia que ninguno olvidaría.
Con tecnología previsible para el futuro cercano Edwards y David Raitt, de la Agencia Espacial Europea, calculan que el aparato costaría unos 6,200 millones de dólares. ¿Mucho dinero? Depende. Desarrollar el A380, el avión más grande del mundo, le costó a la empresa europea Airbus 15,000 millones de dólares, por ejemplo. Y la Estación Espacial Internacional ha costado ocho veces más de lo que costaría el elevador (si los cálculos de Edwards y Raitt son correctos). Por si fuera poco, con el elevador se reducen considerablemente los costos: poner un kilo de carga útil en órbita geoestacionaria cuesta en promedio 20,000 dólares con los cohetes de hoy; con el elevador de Edwards costaría 220 dólares.
La idea no es tan nueva como podría pensarse. Aparece ya en una novela del escritor británico de ciencia ficción Arthur C. Clarke, escrita en los años 70. Pero las raíces del concepto se encuentran más atrás, en 1895, cuando el científico ruso Konstantin Tsiolkovsky, pionero de la propulsión por cohetes, fue a París y se quedó embelesado contemplando la torre Eiffel y sus enormes elevadores. Tsiolkovsky concibió un "castillo celeste" en órbita alrededor de la Tierra, al cual se llegaría por medio de trenes que correrían por rieles verticales. Este primitivo elevador espacial no traspasó la frontera de Rusia hasta mucho después. Aunque se discutió en los años 60, durante mucho tiempo el elevador espacial fue una especie de sueño guajiro sin posibilidades de realizarse porque no se conocía material alguno que tuviera ni remotamente la resistencia necesaria. Hoy, los nanotubos de carbono se van acercando cada vez más.
En 2004 la Spaceward Foundation, asociación sin fines de lucro asociada a la NASA, lanzó el concurso Elevator:2010 para darle prisa al mal paso y estimular el desarrollo de la tecnología necesaria para construir el elevador espacial. En su edición de 2008 el concurso, dotado con un total de cuatro millones de dólares a repartir en varios rubros, atrajo equipos de Japón, Canadá, Estados Unidos y Europa. Estos equipos compiten en dos grandes ramas: 1) diseño de un vehículo ligero y rápido para subir la carga por el cable. Los participantes tienen que resolver también el problema de la fuente de energía; y 2) fabricación de un material ligero y resistente para el cable. Los vehículos tienen que escalar un cable de colgado de un helicóptero. La energía se le suministra al vehículo por rayo láser superpotente transmitido desde la superficie y dirigido hacia unas celdas fotovoltaicas especiales que lleva el aparato. El concurso sigue la tradición de los "Air shows", o exposiciones de aeronáutica, que se usaron a principios del siglo XX para demostrar lo útiles que podían ser los aviones. También se basa en el modelo del "American Solar Challenge", concurso anual para diseñar vehículos impulsados por energía solar en el que participan los estudiantes de ingeniería de muchas universidades.
Según los pronósticos más optimistas, como el de Brad Edwards, se podría construir un elevador espacial elemental para el año 2012; otros opinan que la cosa es para fines de este siglo. Sea como sea, una vez que exista el elevador espacial, habrá que resolver también un problema social relacionado con los elevadores que me parece grave: ¿cómo vamos a aguantar una semana haciendo los esfuerzos sobrehumanos que todos hacemos para no posar la vista sobre nuestros compañeros de elevador? A que nadie se lo ha preguntado...
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