Vayan a la Grecia antigua y díganle a un griego que vivimos en un planeta. Verán cómo los manda al manicomio sin miramientos. Y con toda razón. No es porque el griego sea tonto y no sepa. No es que le estemos revelando un conocimiento demasiado avanzado para su pobre mente primitiva. Es simplemente que “planeta” quería decir una cosa totalmente distinta hace 2,000 años, e incluso hace apenas 500.
En algún momento en la primaria o la secundaria uno se entera de que “planeta” quiere decir “errante” en griego y se queda en las mismas. Cuando por fin se entera de que “errante” quiere decir “vagabundo”, o “que va de un lado a otro”, uno se da una palmada en la frente y dice: “¡Claro! Como la Tierra se mueve alrededor del sol, pues es un cuerpo errante. Ya entendí”. Pero no, no ha entendido nada.
Después de saber que “planeta” era “errante” durante muchas décadas, hace un par de años di una clase sobre Johannes Kepler en el campus Juriquilla de la UNAM. Una de las participantes era griega y aproveché para preguntarle qué quiere decir “planeta” en su lengua. Contestó que el verbo correspondiente significa “pasear”. (También le pregunté qué quiere decir “paradigma” y me dijo que “ejemplo”, de modo que cuando uno se pone muy intelectual y dice “ejemplo paradigmático” en realidad está cometiendo un horrible pleonasmo.)
Si uno mira el cielo inocentemente pero con detenimiento, al cabo de un tiempo distinguirá dos tipos de lucecitas celestes (y lucesotas, porque incluiremos al sol y a la luna): las que van todas juntas dando vueltas alrededor del mundo formando siempre las mismas constelaciones y las que se mueven contra ese telón de fondo. Lo más natural es llamarlas lucecitas fijas y lucecitas móviles, y eso es lo que hicieron los griegos, con dos pequeñas variantes: en lugar de lucecitas las nombraron “astros” o “estrellas” y en lugar de móviles les pusieron “errantes”. Así pues, en el cielo griego había estrellas fijas y estrellas errantes, o planetas. Eran planetas Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, el sol y la luna (los otros “planetas” que conocemos hoy no se ven a simple vista y por lo tanto les eran desconocidos a los griegos). Nada que ver con nuestro concepto moderno según el cual un planeta es un mundo que gira alrededor de una estrella, palabra que tampoco quiere decir lo mismo hoy. Si un día viajan a la Grecia antigua, eviten llamarle “planeta” a la Tierra. Tampoco le digan “estrella” a Jenniffer Lopez por favor, o los tacharán de τρελός.
Copérnico es famoso porque tiene una estatua en Chapultepec y también porque fue el primero que dijo que la Tierra da vueltas alrededor del sol y le hicieron caso (o sea, fue el primero en decirlo al que le hicieron caso; el caso se lo hicieron setenta años después de su muerte, cuando ya le importaba poco, pero igual). Y lo dijo por medio de un mamotreto (del griego “mammóthreptos”: “criado por su abuela” y por lo tanto “gordinflón”, aunque en español se refiere a un libro) en el que construía un complicado argumento en favor de esa hipótesis. Les ahorro los detalles sórdidos.
Una vez que le hicieron caso y todo el mundo se convenció de que sí, ocurrió un maremágnum conceptual con la palabra “planeta”. Si la Tierra gira alrededor del sol como Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, entonces la Tierra es una estrella ambulante –número uno/y número dos—: si la Tierra es como las estrellas ambulantes, entonces éstas son como la Tierra. Ahora son planetas Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno (y el sol y la luna dejan de ser planetas: el sol porque ya no es un astro errante y la luna porque no gira alrededor del sol); y resulta que esas lucecitas que se pasean en el cielo entre las estrellas fijas en realidad eran otros mundos que podrían estar habitados, e incluso deberían estar habitados si el Creador no hace las cosas de oquis. O sea que, de paso, la revolución copernicana abre las puertas al concepto de habitante de otro planeta, que antes era absurdo (los únicos extraterrestres que se habían considerado hasta entonces eran los selenitas).
La palabra “planeta” siguió paseando. Los primeros asteroides que se descubrieron se llamaron planetas durante un tiempo, hasta que fueron tantos, ya mediado el siglo XIX, que era muy incómodo y para referirse a ellos se inventó la palabra “asteroide”, que quiere decir “que parece una estrella”, nombre que se eligió porque los asteroides, por pequeños, se veían al telescopio como puntitos de luz igual que las estrellas y a diferencia de los planetas, que por ser relativamente grandes y cercanos se ven como discos.
Luego apareció Plutón. Cuando lo encontró Clyde Tombaugh en 1930 lo más natural era incluirlo entre los planetas. Era un objeto que giraba alrededor del sol y además el hallazgo fue la culminación de la búsqueda de un hipotético “planeta X” que empezó tras el descubrimiento de Neptuno cien años antes y pasó por varias etapas, entre las cuales una en la que Urbain Leverrier, papá de Neptuno, lo buscó entre el sol y Mercurio (aunque Leverrier lo llamaba Vulcano). Tombaugh trabajaba en el Observatorio Lowell, fundado por el millonario Percival Lowell para observar los míticos canales de Marte y encontrar el planeta X. El planeta X acabó por aparecer, pero de canales, nada. Eran una quimera, como muy bien pudo haberlo sido el planeta X.
Sumar un miembro a la lista de planetas no era nada del otro jueves. Ya había ocurrido en 1781 con el descubrimiento de Urano, en 1801 con el de Ceres (el primer asteroide, originalmente considerado como el planeta que “faltaba” entre Marte y Júpiter) y el de Neptuno en 1846. Se hizo un concurso para ponerle nombre al nuevo hermanito y lo ganó una nenita inglesa llamada Venetia Burney, que propuso el nombre del dios romano del inframundo, Plutón (Hades en griego). Digamos, el Mictlantecuhtli de por allá. Qué encantadora nenita.
Plutón siempre fue el raro de la familia. Era rocoso y más pequeño que la luna pese a encontrarse en la región que nos habíamos acostumbrado a considerar como el coto de los planetas gigantes y gaseosos. Su órbita estaba muy inclinada respecto al plano de los planetas respetables y además tenía la osadía de cruzar la de Neptuno, razón por la cual Plutón empezó a ser el planeta más lejano apenas en 1999, pese a lo que nos enseñaban en la escuela. Por si fuera poco, los modelos dinámicos de formación del sistema solar de los años 50 explicaban que más allá de Neptuno debería de haber una región en forma de cinturón muy ancho llena de objetos rocosos de tamaños muy variados, hasta más grandes que Plutón: el hoy célebre cinturón de Kuiper. Desde entonces los astrónomos miraban a Plutón de ladito.
En los años 90, con mejores telescopios y más tiempo libre para malgastarlo en tonterías, los astrónomos empezaron a encontrar objetos planetoides más allá de Neptuno con todas las características que se esperaban desde hacía 40 años de los habitantes del cinturón de Kuiper. Un día salía una noticia: “la NASA (siempre ponen que es la NASA, haya sido quien haya sido; parece que la NASA cumple la función de una especie de Vaticano de la ciencia para los medios de comunicación mal informados) descubre el décimo planeta del sistema solar”. Tiempo después, otra noticia: “la NASA descubre el décimo planeta del sistema solar”. Y así, cada par de años, se descubría un décimo planeta del sistema solar. En realidad eran objetos del cinturón de Kuiper, todos parecidos a Plutón. Tan parecidos, que los astrónomos ahora sí miraban a Plutón con franca desconfianza, hasta que pasó lo que había pasado con los nuevos planetas de principios del siglo XIX, que acabaron convirtiéndose en otra cosa por acuerdo entre los astrónomos: en 2006 la Unión Astronómica Internacional decidió redefinir la palabra “planeta” y la nueva definición excluía a Plutón. La UIA sólo estaba haciendo lo que se había hecho tantas veces a lo largo de la historia: ajustar el significado de “planeta” al conocimiento científico de la época.
La palabra "planeta" ha sufrido modificaciones a lo largo de la historia igual que el edificio del Louvre en París y por las mismas razones: cada época tiene algo que aportarle.
La palabra "planeta" ha sufrido modificaciones a lo largo de la historia igual que el edificio del Louvre en París y por las mismas razones: cada época tiene algo que aportarle.