“No quiero latines…”
Sergio de Régules
Tratar de convencer a otra persona
es indecoroso, es atentar contra su libertad de pensar o de creer o de hacer lo
que le dé la gana. Yo quiero sólo enseñar, dar a conocer, mostrar, no
demostrar.
—Jaime Sabines
En 1686 el poeta y dramaturgo manqué
Bernard de Fontenelle se retorcía las manos de angustia por el futuro
incierto de su creación más reciente, un libro titulado Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos. A Fontenelle no
le había ido bien con la crítica. De su teatro se decía que había enseñado al
público a bostezar, su poesía no la conocía nadie; pero el nuevo libro no era
ni poesía ni teatro, sino una aleación en la que el autor había combinado sus
aspiraciones literarias y su amor del conocimiento científico.
Conversaciones sobre la pluralidad
de los mundos es un diálogo imaginario repartido en seis veladas,
durante las cuales el narrador y la marquesa de G***, amiga suya, discurren de
astronomía y se imaginan a los seres que podrían poblar la luna y los planetas,
ahora que sabemos que éstos son otros mundos y no efluvios etéreos impulsados
por ángeles. Es una obra inspirada por el afán generoso de compartir las
maravillas que los astrónomos estaban encontrando en el cielo, maravillas que,
sin un mediador como Fontenelle, le estarían vedadas al lego que no habla la
lengua técnica del astrónomo.
Hoy el libro de Fontenelle es un clásico de la divulgación de la ciencia,
pero su autor no podía saber lo que le deparaba el destino a la obra. “Estoy en
la misma posición que Cicerón cuando quiso poner en latín las cosas de la
filosofía, que hasta entonces sólo se habían tratado en griego”, se lamenta
Fontenelle en el prefacio. Quizá se imagina al político y filósofo romano, su
antecesor en la divulgación del conocimiento, en la arena del circo entre las
fieras y el público, tratando de convencer por un lado a los conocedores de la
filosofía, que sabían griego y no necesitaban que se la contaran en latín, y a
los legos, que no digerían la filosofía ni en griego, ni en latín ni en
almíbar, porque no les interesaba. Fontenelle ha ido a meterse en el mismo
dilema: ofrecer en lenguaje natural un conocimiento especializado que se
expresa en otra lengua. Así resume Fontenelle su situación: “quizá por buscar
un medio en que [la astronomía] conviniese a todo el mundo haya yo dado con uno
en que no conviene a nadie”. En concreto, las Conversaciones podrían resultarles poco rigurosas a los expertos y
áridas a los legos: un trabajo inútil.
Con melón o con sandía
El dilema del divulgador sigue vigente. Cerca de trescientos años
después, el biólogo, poeta y divulgador Carlos López Beltrán escribía en la
revista Naturaleza: “Muy a menudo
incomprendida, [la divulgación de la ciencia] debe realizarse entre dos fuegos.
Por un lado, debe extraer su sustancia, sus materiales, del cerrado ámbito
científico, y debe, por otro lado alcanzar, interesar y, si es posible, hasta
entusiasmar al lector común con sus resultados. La crítica es dura por ambos
lados”. La divulgación “sirve a dos amos; el rigor y la amenidad”.
En principio, nada debería impedir ser riguroso y al mismo tiempo ameno,
pero en el ánimo de muchos críticos (y hasta enemigos) de la divulgación, rigor
y amenidad son polos opuestos, lo que obliga al sufrido divulgador a tomar
partido.
Así, cuando me siento a escribir sobre ciencia, la necesidad de rigor se
me manifiesta como una presencia que me vigila por encima del hombro: un ceñudo
investigador científico dispuesto a destriparme si me permito la más tímida
metáfora, un rapto de lirismo, o bien —¡horror!— una anécdota personal. La
necesidad de ser ameno se me aparece, en cambio, como un lector indiferente con
el que ansío congraciarme y que bosteza y se mira el reloj si suelto términos
técnicos, palabrejas domingueras o resultados científicos sin contexto,
historia ni gracia. “El científico exige no ser traicionado”, dice Carlos López
Beltrán. Ese celoso científico no se conforma con nada que no contenga todas
las ecuaciones y el lenguaje técnico. En cambio “el lector exige claridad y
calidad”, lo que es cierto, pero sólo del lector que ya está interesado en la
ciencia y que lee textos de divulgación por gusto; pero al lector común, como
en tiempos de Fontenelle, la ciencia le es desconocida y por lo mismo
indiferente. Ese lector no me exige nada. Mi trabajo es atraerlo y sugerirle,
sutilmente, que la ciencia merece, por lo menos, atención.
Mi experiencia —¿o será mi gusto?— me dice que la buena divulgación no es
la que reproduce verbatim el libro de
texto, el artículo especializado, las palabras del investigador —la que se
inmola en el altar del Rigor Científico—, sino la que existe para los que no
son científicos, la que reconoce que la mayoría de la gente ni sabe ciencia, ni
tiene por qué saberla; una divulgación que aspira a compartir más que a
instruir. López Beltrán la caracteriza muy bien en su artículo de 1983. La
divulgación “es un discurso autónomo y creativo […] que no es ni un apéndice
del mundo científico ni un periodismo especializado. Por su fin y por su
exigencia está más cerca de los textos literarios”.
Técnicos contra literarios
“No quiero latines en lo que pretendo vulgar”, escribía en el siglo XVIII
Carlos de Sigüenza y Góngora, matemático, astrónomo y divulgador novohispano avant la lettre, en una discusión sobre
los cometas en la que alegaba que éstos no son presagios funestos. Sigüenza usó
esta frase para excusarse de omitir las opiniones de multitud de expertos (las
cosas habían cambiado desde tiempos de Cicerón, en que la lengua docta era el
griego y la común el latín; para Sigüenza es el latín la lengua de los doctos
que se ha de traducir). Los divulgadores de hoy podríamos enarbolar esta frase
como lema para anunciar que en nuestro trabajo no podemos dar cabida a la jerga
técnica ni las formas de decir con que se comunican los profesionales de la
ciencia, llenas de sobrentendidos y presuposiciones.
Hace unos años me tocó presentar en el museo Universum el proyecto de una
exposición en la que participé. En cierto momento hablé de la “coherencia” que
habíamos buscado entre las distintas partes de la exposición. Un colega físico
me reclamó que “coherencia”, en física, no quería decir lo que yo estaba
implicando, reclamo impertinente, puesto que en la sala los únicos físicos
éramos él y yo. “Sí, pero yo estoy hablando en español, no en físico”, le dije,
y seguí adelante. La jerga técnica tiene su lugar y cumple una función en los
artículos especializados y entre profesionales, pero cuando uno sale al mundo,
como persona bien educada deja de hablar en el idioma elitista de la ciencia
profesional. En una fiesta, por ejemplo, sería un suicidio social insistir en
hablar “físico”, que viene a ser como hablar húngaro, con el agravante de que
quien habla “físico” queda, además, como un pedante insufrible.
Pero escoger el registro de lenguaje adecuado no es sólo cuestión de
buenas maneras, sino de comunicación eficaz. Al divulgador que quiera hacer
contacto con su público (y no hay de otra: la divulgación es, ante todo,
comunicación) le conviene echar mano de las técnicas del lenguaje literario,
como da a entender Carlos López Beltrán, empezando por una muy sencilla: usar
la lengua natural. El originalísimo escritor y predicador británico Laurence
Sterne decía por boca del narrador de su Tristram
Shandy: “No soporto las disertaciones, —y sobre todas las cosas del mundo
es una de las más tontas, al disertar, oscurecer la propia hipótesis poniendo
una hilera de palabras rimbombantes e incomprensibles como un muro entre uno y
su lector”. Lo que tenemos que comunicar los divulgadores —el pensamiento
científico, los resultados de la ciencia, las polémicas de la ciencia— ya es
bastante difícil como para que, encima, lo compliquemos expresándolo en una
lengua que nuestro público desconoce.
Así pues, nada de latines, pero hay palabras (como “coherencia”) que
tienen doble nacionalidad: viven al mismo tiempo en el lenguaje técnico y en el
cotidiano. En su dimensión técnica, estas palabras adquieren significados
restringidos, pierden holgura semántica. Es más, los vocablos de la ciencia aspiran
a la monosemia monda y lironda, mientras que la riqueza (y desde luego la
sabrosura) de la lengua común y la expresión literaria está en lo contrario: en
la polisemia, en la posibilidad de interpretarse, en la libertad. Hasta
podríamos decir que el lenguaje técnico es exactamente lo contrario del
literario: el primero tiene el objetivo de llevar al lector en camisa de fuerza
por un sendero bien trazado, el segundo lo sitúa en un terreno extenso y
solamente le sugiere direcciones de la manera más sutil. Quizá el terreno es
montañoso y las direcciones las propone la topografía. En el texto
especializado, en cambio, hay un letrero con una flecha descomunal que dice,
perentorio, “por aquí”.
Las ventajas, para la divulgación, del sugerir del lenguaje literario sobre el imponer de la jerga técnica se
aprecian en estas palabras del escritor francés Georges Perec: “Había yo
descubierto la libertad en la escritura: cómo se puede dejar al lector libre de
entender, de elegir; cómo se lo puede influenciar por medios indirectos; cómo
se le puede convencer. Y esto es posible si trato de evitar las afirmaciones,
si dejo siempre al lector la posibilidad de escoger entre diversas
interpretaciones posibles de un suceso o de un sentimiento”. Conclusión: se
puede influenciar y convencer dejando al lector en libertad, que siempre será
mejor que confundirlo y mangonearlo.
Bullying intelectual
En un texto de divulgación, la holgura que ofrece Perec a sus lectores
tiene su equivalente en la libertad de disentir de la ciencia, sus métodos, sus
resultados (libertad que también puede apropiarse el divulgador, por cierto).
El público no es tonto, como suponen algunos divulgadores poco avezados.
Tampoco hay que “enseñarle a pensar”, frasecita intolerable que les he oído a
otros divulgadores domingueros. El público es ciudadano y tiene derecho a sus
propias opiniones (incluso cuando el público es niño). “Yo llego a odiar las
cosas verosímiles si me las presentan como infalibles”, escribe Montaigne en un
ensayo sobre la educación, “y prefiero expresiones que moderen la audacia de lo
propuesto. Tales son: ‘quizá, acaso, un tanto, algo, se dice, yo pienso’…”.
Cae mal quien nos muestra los resultados de la ciencia como verdades
absolutas. Me consta. Hace poco, en un evento público en Guadalajara, una
conocida investigadora pronunció una invectiva contra las creencias populares
en la que esgrimió la ciencia y su impepinable verdad como filosa espada que
dejó malheridos a muchos asistentes. “Esto está demostrado científicamente,
¿sí?”, decía, con esa pregunta final que suena más a amenaza. Me causó pésima
impresión (y eso que yo estaba de acuerdo con ella). Creo que esta táctica, más
que alegar en favor de los resultados de la ciencia, es puro mangoneo
intelectual. No se puede conquistar al público para la causa de la ciencia con
los modos del matón del patio de recreo.
Yo prefiero hacerle caso a Jaime Sabines, que algo sabía de comunicación,
y “dar a conocer” la ciencia más que recetarla como remedio para la ignorancia.
El historiador de la ciencia Jonathan Hodge, en una visita a Universum, opinaba
que al público no hay que convertirlo. “Lo importante es que se entere de las
ideas, mostrarle lo que creen los creyentes, pero no tratar de convencerlo”.
¿Divulgatore traditore?
El divulgador interpreta el sentido de la investigación científica y lo
expresa en un lenguaje comprensible para el público; dicho de otro modo, la
divulgación se parece mucho a la traducción.
Hay quien piensa que traducir es fácil: sólo hay que recorrer el texto
original con diccionario en mano y sustituir cada palabra por su equivalente en
el idioma de destino: pollito-chicken,
gallina-hen… Por supuesto, quien
tenga esta idea tontísima de la traducción no apreciará que traducir es crear y
no entenderá cómo puede Javier Marías decir que, de sus novelas, la que más le
satisface es su traducción de Tristram
Shandy. Este traductor ingenuo se figura que una buena traducción es
equivalente a un original porque dice lo mismo, y por lo tanto que el traductor
que no consigue decir lo mismo es un traidor. Pero no. “Traducir significa
siempre ‘limar’ algunas de las consecuencias que el término original
implicaba”, escribe Umberto Eco en Decir
casi lo mismo. “En este sentido, al traducir no se dice nunca lo mismo. La interpretación que precede a la
traducción debe establecer cuántas y cuáles de las posibles consecuencias
ilativas que el término sugiere pueden limarse”.
En esto del limar y el negociar, la traducción y la divulgación de la
ciencia se parecen a la cartografía, la ciencia de verter en un plano lo que
originalmente es esférico. Representar la superficie esférica de la tierra en
un plano exige renuncias: es imposible —y siempre lo será— dar cuenta de todos
los detalles. Hay que elegir qué representar fielmente en cada caso. Si quiero
representar bien las posiciones relativas de los países, tendré que deformar
las distancias; si quiero conservar los tamaños relativos de los continentes,
deformaré sus contornos. No es un defecto de la cartografía; es una
consecuencia matemática ineludible de la traducción de la esfera al plano.
Pero un mapa es valioso por sí mismo, aunque traicione a la esfera.
La redención del mapa
La divulgación, la traducción y el mapa son discursos autónomos y
creativos; aportan puntos de vista distintos de los que manifiestan sus
originales, tienen otra utilidad y, por si fuera poco, pueden ser bellos independientemente de su original.
“Una buena traducción resulta siempre un aporte crítico a la comprensión
de la obra traducida”, dice Umberto Eco.
Una traducción
orienta siempre hacia una determinada lectura de la obra […] porque, si el
traductor ha negociado eligiendo prestar atención a determinados niveles del
texto, de esa forma ha focalizado automáticamente hacia ellos la atención del
lector.
Como mínimo, la traducción, la divulgación y el mapa sirven para
orientar, que no es poca cosa, y podrían tener otros efectos. Según Fontenelle,
Cicerón decía que sus obras, lejos de ser infructuosas, podían impulsar a
muchos legos a convertirse en filósofos por la facilidad de leer los libros de
filosofía en su propia lengua y deleitar a los doctos con la versión latina de
lo que conocen en griego. En el fondo, Fontenelle sabe que su propia obra
tendrá el mismo efecto. Su inquietud de que sus esfuerzos divulgativos resulten
inútiles es pura retórica.