Artículo publicado en el libro Hacia dónde va la ciencia en México: Comunicación pública de la ciencia. II. El oficio,
Elaine Reynoso (coordinadora), CONACYT, Academia Mexicana de Ciencias y Consejo Consultivo de Ciencias.
Colaboradores fantasma: los cuidados editoriales en la comunicación pública de la ciencia
Escribir es de humanos, editar es de dioses.
--Stephen King, On Writing
Todos los comunicadores de la
ciencia sabemos escribir porque fuimos a la escuela. Si no fue en primaria, fue
en secundaria, en preparatoria o de plano en la universidad, pero al final
todos aprendimos buena ortografía. Así pues, todos sabemos escribir. Si,
además, nos dedicamos a la investigación, estudiamos una carrera científica o
hemos leído mucho del tema, también sabemos de ciencia (por ejemplo, podemos
recitar las tres leyes de Newton y sabemos que el número atómico del
protactinio es 91). Por lo tanto es trivial la labor de correctores y editores,
las personas que se dedican a preparar nuestros textos para publicación: sólo
tienen que restituir los acentos que se nos olvidaron por ahí y enmendar los
errores de dedo que cometimos al teclear, y eso lo puede hacer cualquiera que
haya ido a la escuela (es más: lo puede hacer una máquina).
Esta idea simplista del
trabajo de edición y corrección en la comunicación de la ciencia está más
extendida entre los propios comunicadores de la ciencia de lo que cabría esperar de una comunidad culta e inteligente como la
nuestra. Viniendo, además, de un gremio que aún batalla para darse a respetar
como comunidad de profesionales serios, es todavía más sorprendente por ser
ejemplo del mismo desconocimiento que les reprochamos a los legos que
menosprecian nuestro trabajo. La visión ingenua de las labores editoriales en la
comunicación de la ciencia se funda en dos malentendidos: 1) que saber escribir
no va mucho más allá de tener buena ortografía y pasable sintaxis , y 2) que la
ciencia se reduce a sus resultados. Quizá tres malentendidos: 3) que el público
está obligado a interesarse en la ciencia, se le presente como se le presente,
porque la ciencia es muy importante. El editor y el corrector se vuelven
así personajes casi parásitos, o en el mejor de los casos, superfluos.
Pero hasta los resultados
científicos más sólidos y descritos con impecable ortografía son perfectamente inútiles como comunicación
de la ciencia si nadie los lee, y contraproducentes si alguien los lee, pero
padece la lectura como si fuera un martirio porque el texto es aburrido e
incomprensible. Otra posibilidad es que se lea el texto, pero que el mensaje
que extrae el lector no sea el que pretendía el autor. Como un niño que lleva a
pasear con correa a un gran danés inquieto, el autor poco avezado en escribir
con elocuencia no gobierna el
significado de sus palabras, que lo llevan por donde no quiere ir. Por ejemplo,
un texto que nos explica las leyes de Newton con pedantesco detalle puede
transmitir la idea de que el autor es un pedante, y un texto incomprensible y
aburrido puede clamar a gritos que el autor menosprecia al lector, o que es
incapaz de comunicarse eficazmente. Hace poco me topé con un autor que hacía
referencia a las técnicas metalúrgicas de “los españoles del siglo II”. Hablar
de españoles en el siglo II es como decir “la UNAM en el siglo XIX” o “Vladimir
Putin, presidente de la Unión Soviética”. De metalurgia el autor probablemente
sabía mucho, pero el burdo anacronismo muestra que de historia no tanto. Otro
autor insistía en poner frases con signos de admiración cada tres renglones
(“¡Sí! ¡Leíste bien!”, le decía con forzado entusiasmo a su pobre lector). Era
su idea de transmitir asombro, pero en vez de asombro transmitía exasperación,
esa incomodidad que sentimos cuando no sabemos cómo decirle a nuestra abuelita
que ya no tenemos cuatro años. Su falso entusiasmo se leía como un insulto a la
inteligencia del lector, y tampoco decía nada halagüeño del autor.
En resumen, la ciencia, el
autor y el lector pueden salir muy mal parados de un texto escrito con
excelente ortografía e intachables conocimientos de ciencia, pero con
deficiencias de cultura general y sensibilidad y con desconocimiento de
técnicas de escritura y divulgación que van mucho más allá de poner los acentos
donde se debe y saber que el número atómico del protactinio es 91. El corrector
y el editor están para cuidar la buena imagen del autor, de la ciencia y de la
revista o página web donde aparece su texto.
Pero, sobre todo, están
para velar por la satisfacción del lector.
A veces la labor de poner
guapo un texto para la página impresa es como maquillar a una señora ni fu ni
fa para que luzca en el baile, lo que ya tiene su chiste, pero otras veces se
parece más a la cirugía maxilofacial reconstructiva.
Tengo ante mí un texto
para corregir (trabajo en la revista ¿Cómo ves?, de la Dirección General
de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, pero lo que diré aquí está dicho como
opinión personal, no como postura oficial de la revista). Necesito cuidar que
la información sea correcta y pulir la ortografía y la sintaxis, claro, pero
sobre todo necesito convertirlo en una experiencia de lectura placentera. El
lector no paga una suscripción ni va hasta el puesto de periódicos para que lo
torturemos. La ciencia es muy importante, pero no tanto como para flagelarse
por ella. La lectura, en el caso ideal, debería ser como un sueño vívido y
continuo que aferra al lector y no lo suelta, que lo lleva por lugares exóticos
y le muestra rincones del mundo en los que se guardan grandes secretos, que lo hace
sentir asombro, indignación, miedo, compasión, nostalgia… Frente a mí, en
cambio, tengo un árido texto repleto de términos técnicos y anglicismos que
enumera resultados científicos sin explicarlos, redactado en un tono impersonal
y distante, con referencias a publicaciones a las que mi lector no tiene acceso
y, sí: con mala ortografía y peor sintaxis. Podría ser algo así:
Científicos americanos han encontrado evidencia de que la extinción que
vivieron los dinosaurios, fue producida cuando la Tierra fue golpeada por un
meteoro (Alvarez et al., 1980). En estratos
geológicos alrededor del mundo habían altos niveles de iridio. El iridio es un
metal de transición de número atómico 77 que se sitúa en el grupo 9 de la Tabla
Periódica. Ello sugiere que la Tierra fue golpeada por una gran roca de
billones de toneladas que sus pedazos, se esparcieron por todo el mundo
provocando destrucción y muerte, bloqueando la luz del astro rey por meses o
años y deteniendo la fotosíntesis, mismo que llevó a que colapsaran las cadenas
tróficas. El cráter producido por el meteoro se encuentra en Yucatán
(Hildebrand et al., 1991).
Ahora entiendo a Henry
Gee, editor de Nature, quien en 2004 escribió que desenmarañar la prosa
enrevesada de muchos científicos es tan frustrante como tratar de pelar
plátanos con guantes de box. Claramente, el autor no se tomó la
molestia de averiguar quién es el lector de la revista ni qué busca cuando la
lee. Quizá simplemente escribió como siempre escribe para sus colegas pensando,
como tantas personas acostumbradas a expresarse en una jerga técnica, que ésa
es la mejor manera de exponer su tema en cualquier situación. Pero como dice la
periodista Deneen L. Brown en un contexto ligeramente distinto, un artículo es
una solicitud de ingreso a la mente del lector. El lector no
tiene por qué invitar a pasar a un pelmazo. En cambio estaría encantado de
invitar a pasar a alguien que le cuente historias de personas específicas,
narraciones que lo tengan en suspenso porque le permiten hacer predicciones que
a veces se cumplen y a veces no, cuentos de personajes que buscan lo que todos
buscamos (reconocimiento, fortuna, amor, satisfacción personal, la verdad, la
justicia…) y que enfrentan obstáculos que al final superan o no.
Lo primero que puedo hacer
es limpiar el terreno: corregir ese feo “habían” donde lo que toca es el verbo haber
impersonal, eliminar los anglicismos (“alrededor del mundo”, “billones de
toneladas”, “colapsar”), las palabras mal empleadas (“americanos”, “meteoro”),
los lugares comunes (“la extinción que vivieron los dinosaurios”), los
errores de puntuación (la coma después de dinosaurios), las cursilerías
(“el astro rey”) y esa horrible retahíla de gerundios, así como las referencias
académicas, que a mi lector no le sirven para nada:
Unos científicos estadounidenses han encontrado evidencia de que los
dinosaurios se extinguieron a causa del impacto de un meteorito.
Lo que sigue no se entiende sin saber qué dice el artículo de Alvarez et
al., de modo que voy y lo leo. Una vez que entendí a qué se refiere el
autor con “altos niveles de iridio en estratos geológicos”, puedo enmendar:
La evidencia es el alto contenido de iridio que encontraron en una capa
de arcilla descubierta en los años 60 entre los estratos geológicos del periodo
Cretácico y los de la era Terciaria. El iridio no es común en la Tierra, pero
sí en los asteroides y cometas. Como esta capa de arcilla iridiada se encuentra
por todo el mundo, los científicos han concluido que proviene de un impacto que
tuvo efectos mundiales. El asteroide posiblemente tenía unos 15 kilómetros de
diámetro.
Nótese que eliminé la mini
lección de química sacada de la Wikipedia (”el iridio es un metal de
transición…”), que ni se entiende ni aporta nada a la narración. (“Como toda
persona que trata de agotar un tema, agotaba a sus oyentes”, dice Oscar Wilde
de un personaje pedante en El retrato de Dorian Gray.) También he
enriquecido el texto con información que no estaba en el original. Por cierto,
hoy la era Terciaria ya no se llama así. Desde hace unos años los geólogos
llaman Paleógeno al periodo posterior al Cretácico, pero parece que mi
autor no se había enterado. Así pues, corrijamos: los estratos geológicos
del periodo Cretácico y los del periodo posterior, hoy llamado Paleógeno y
sigamos.
El polvo que levantó este impacto se esparció por toda la atmósfera y
obstruyó la luz del sol durante varios meses. Las plantas no pudieron hacer la
fotosíntesis, las temperaturas se desplomaron y muchas especies se extinguieron
en poco tiempo. Tras muchos años de búsqueda, se ha encontrado en Yucatán un
cráter que podría ser la huella de este impacto.
El texto ha quedado más
diáfano. Por si fuera poco, lo hemos mejorado
actualizando los términos geológicos (Paleógeno por Terciario) y suavizando las
afirmaciones categóricas para dar a entender que en la ciencia no siempre cabe la
certeza absoluta. Así como está no quedaría mal en la sección de noticias de ¿Cómo
ves?, pero todavía no me convence como para artículo extenso. En primer
lugar, el texto está desierto: no menciona ni una sola persona específica. Las
únicas referencias a personas son esos indeterminados “científicos
estadounidenses” y esos impersonales “Alvarez et al.” y “Hildebrand et
al.”.
Para poder decir que
comunicamos la ciencia tenemos que comunicar el proceso, no solamente los
resultados. Como dice John Durant, profesor de comunicación pública de la
ciencia, citado por Jane Gregory y Steve Miller en Science in Public, “el
público necesita algo más que puros hechos [...] y más que imágenes idealizadas
de ‘la actitud científica’ y ‘el método científico’. Lo que necesita, sin duda,
es entender intuitivamente cómo opera en realidad el sistema social llamado
ciencia para dar lo que, por lo general, es conocimiento confiable acerca de la
naturaleza”. Gregory y Miller comentan:
Muchos científicos consideran que el déficit de
comprensión pública de la ciencia se puede remediar aplicando dosis generosas
de conocimientos científicos. Pero Durant alega que saber mucha ciencia no es
lo mismo que entender la ciencia. Si bien los hechos pueden ser interesantes, y
en sí mismos no tienen nada de malo, saberse los hechos no implica que se
comprendan su significado, sus implicaciones ni su lugar en el panorama de la
ciencia.
Así pues, no basta reportar fríamente lo que descubrieron “unos
científicos”. Necesito saber quiénes son Alvarez, Hildebrand y sus respectivos et
al. Necesito averiguar en qué universidad trabajan, dónde publicaron, qué
datos tomaron y cómo los interpretaron, cómo fueron recibidos sus papers,
quién se opuso a ellos y por qué. El tema del artículo debería ser éste, y no
un hermético “descubrimiento” que deja al lector con la impresión de que los
científicos encontraron el impacto por accidente y como por arte de magia.
Esta maraña de ideas y
personas sólo se puede presentar con claridad de una manera: en forma de
narración o de historia. En los últimos años la forma narrativa se ha
convertido en un procedimiento estándar en el género literario que en inglés se
llama creative nonfiction, el cual abarca el periodismo de
investigación, la divulgación científica literaria, la confesión, la autobiografía,
la escritura de viajes, y, en general, todo lo que quepa dentro del lema true
stories well told (“historias verdaderas y bien contadas” es como define
este género la revista Creative Nonfiction). Se alega que la forma
narrativa es una manera heurística de presentar y procesar información
complicada acerca de las relaciones humanas, con todas sus implicaciones
prácticas y emocionales. La narrativa transmite y vuelve memorables estas
implicaciones con una fuerza que una simple enumeración de sucesos no tendría,
por detallada que sea. Alguien ha observado que la diferencia entre una
enumeración y una narrativa es que la primera dice “esto y esto y esto”,
mientras que la segunda tiene la estructura “esto, luego esto y por lo tanto
esto”. La narrativa muestra la conexión lógica y emotiva entre los sucesos que
componen una historia.
Hace poco leí un documento
del Departamento de Defensa de Estados Unidos. Se titula The Encyclopaedia
of Ethical Failures y está encaminado a dictar pautas de comportamiento ético
para los empleados del gobierno de ese país. En vez de una aburridísima
enumeración de faltas a la ética y maneras de evitarlas, el documento presenta
la información como casos concretos: el de la señora que tomaba llamadas de sus
negocios personales a través de su número en el Pentágono, el del individuo que
desviaba contratos gubernamentales a la empresa de su hermano y aceptaba en
pago citas con prostitutas. El documento es una sabrosa colección de lo más
negro de la naturaleza humana. Pero sobre todo, se lee con avidez y se queda
grabado en la memoria porque está presentado en forma narrativa.
Para transformar el texto
que tengo en narración necesito convertir a los “científicos estadounidenses”
en personajes de carne y hueso. Resulta que “los científicos” son el geólogo
Walter Alvarez, su padre, el físico Luis Alvarez (premio Nobel 1968 por su
trabajo en partículas elementales) y los químicos Frank Asaro y Helen Michel.
El que los Alvarez de este artículo sean padre e hijo (¡y el padre premio Nobel!)
me sugiere ya un montón de posibilidades narrativas en forma de preguntas:
¿cómo se llevan el padre físico y el hijo geólogo?, ¿qué aportó cada cual a la
investigación?, ¿cómo interesó Walter a su padre en un problema básicamente
geológico? Escarbando un poco en esta historia me entero de que Walter Alvarez
originalmente se interesaba en poner a prueba la flamante teoría de la
tectónica de placas usándola para demostrar que la península italiana había
girado hasta su posición actual. ¿De dónde viene la tectónica de placas? ¿Cómo
quería Alvarez demostrar tal cosa? ¿Por qué cambió de objetivo a medio camino?
La madeja narrativa se va enriqueciendo. Ya tengo mucho material para captar y
conservar el interés de mi lector.
En cuanto a Hildebrand et
al., se trata de un geólogo canadiense y dos geólogos petroleros, Glen
Penfield y Antonio Camargo, ¡que trabajaban para Pemex! La historia de la
identificación del cráter, independiente de la del impacto, tiene sus propias
grandes posibilidades narrativas. Buscarlas, ponerles cara a los personajes y
entender la secuencia de acontecimientos que gradualmente fueron llevando a los
personajes de la bruma al conocimiento me ha exigido un considerable esfuerzo
de investigación, además de ejercitar mis habilidades como narrador para ir
suministrando la información en forma de historia en vez de soltarla toda de un
tirón al principio, como el texto original.
Y yo sólo soy el
corrector, una especie de fantasma del proceso editorial.
Si el texto fuera mío, y
por lo tanto tuviera plenos poderes para dejarlo como a mí me gusta, todavía
iría más lejos. El lenguaje llano puede ser poco expresivo. Se necesitan muchas
palabras para decir pocas cosas. Definamos la densidad semántica de un texto
como el cociente del contenido (en en sentido de información) entre el número
de palabras. Un principio fundamental del buen escribir con el que machaco en
mis clases es que a mayor densidad semántica, mayor elocuencia, lo que no
quiere decir que haya que escribir telegráficamente, sino más bien que hay que
escoger las palabras. Un ejemplo sencillo: “estoy realmente cansado” se puede
sustituir por “estoy extenuado”, que transmite la misma idea de cansancio
extremo con una palabra menos. Ya es algo. Un buen diccionario de sinónimos es
una herramienta para comprimir textos sin volverlos telegráficos. Si el texto
fuera mío, lo escudriñaría con la lente de mi diccionario de sinónimos
preferido para sacarles el máximo jugo a las palabras.
Otra forma de decir más
con menos palabras es el lenguaje figurado: la metáfora. Si yo digo “mi amiga
Libia Elena se ríe muy fuerte”, doy una idea pálida de la risa de mi amiga con
un lenguaje simplemente denotativo. En cambio si digo “mi amiga Libia Elena se
ríe en grados Richter” uso una palabra más, pero proporciono una imagen mucho
más vívida y memorable de las explosiones de hilaridad de Libia. La metáfora
puede contener más información que el lenguaje llano porque hace uso de las
connotaciones de las palabras; da a entender una relación sin mencionarla
explícitamente, aprovecha la información que ya está en la cabeza del lector.
En efecto, el lector sabe que los grados Richter se usan para medir la magnitud
de los sismos y también sabe que los ruidos fuertes tienen el poder de sacudir
las cosas. La risa de Libia es un ruido tan fuerte que sacude la mismísima
tierra. Pero no lo dije yo. Sólo lo di a entender, lo que es más interesante y
económico.
Hay otras maneras de dar a
entender que, como el lenguaje figurado, tienen la ventaja sobre el lenguaje
llano de hacer participar al lector proponiéndole pequeños enigmas. Estas
técnicas tienen que ver con la sonoridad o musicalidad de las palabras. En un
artículo publicado en ¿Cómo ves? Gerardo Gálvez describe el entierro de
Ignaz Semmelweiss con palabras que, en el oído de la mente, suenan como el
tañido de una campana fúnebre: “...un hombre que en vida había sido escarnecido
y difamado por sus superiores, sus compañeros, sus sucesores”. Esto
refuerza la atmósfera de entierro sin tener que atiborrar el texto de adjetivos
y adverbios. En un texto reciente, para enfatizar el final de una descripción
del paso de un meteorito sobre la ciudad rusa de Cheliábinsk le dí a la última
frase la musicalidad de un verso: “En la plaza se levanta un revuelo de
palomas”.
Al mismo tiempo que voy
puliendo el lenguaje para sacarle el brillo de la elocuencia, cuido que la
narración tenga ritmo para que el lector no se canse. Si hay varias líneas
narrativas, no las agoto una por una en bloques continuos de texto, sino que
las voy entrelazando, suspendiendo una para continuar con otra. Para dar ritmo
también puedo alternar narraciones con momentos de explicación y comentarios
personales que relacionen el tema con aspectos más generales de la ciencia.
La comunicación de la
ciencia se vuelve más eficaz cuando se comunica el proceso más que los simples
resultados y cuando se emplean las técnicas de elocuencia que describí:
distribuir la información en forma narrativa, apretar el texto escogiendo
cuidadosamente las palabras, darle colorido por medio de metáforas y
sonoridades evocativas y disponerlo en una estructura ritmada. Casi no hace
falta decir que en mi trabajo como corrector-editor rara vez recibo originales
con estas características. Padecemos una plaga de apego a lo denotativo y a la
literalidad y falta de confianza en lo connotativo y la libertad, quizá porque
confundimos la comunicación de la ciencia con la ciencia misma. El lenguaje de
la comunicación de la ciencia no tiene por qué parecerse al del paper
científico. Para hacerse apetecible, nuestro trabajo requiere un lenguaje más
rico (y también más sabroso), un lenguaje literario, que en cierta forma es lo
contrario del lenguaje ultrapreciso del paper, que tiene algo de camisa
de fuerza.
En un futuro ideal me
imagino que los comunicadores de la ciencia aprenderán técnicas finas de
escritura literaria, así como los difíciles oficios de editor y de corrector, o
por lo menos aprenderán a apreciar su valor y sabrán que nunca debe mandarse
nada a la imprenta sin que haya pasado por las manos de estos personajes, que
pueden salvar del ridículo al autor y a la ciencia, y del tedio al sufrido
lector. Todo artículo que aparece en una publicación que se respete es, en el
fondo, una colaboración aunque sólo lleve una firma, y es importante que lo sepan
los autores en potencia.