Este cuento es el final de mi libro ¡Qué científica es la ciencia!, originalmente titulado El sol muerto de risa. Lo pongo a petición de @nohuyascobarde, que lo leyó de niño y todavía se acuerda.
I.
Hace mucho
tiempo, en una galaxia muy lejana, había una estrella amarilla alrededor de la
cual giraba un cortejo de quince bolas de escombros estelares que el lector
reconocería de inmediato como planetas. Ni la estrella ni su familia planetaria
tenían nada de particular, salvo que, si uno miraba de más cerca, vería que en
dos de los planetas había surgido la vida. Eran planetas de tipo rocoso que
giraban relativamente cerca de la estrella madre. Uno tenía dos lunas y el otro
tres. En éste último la vida había producido una especie inteligente al cabo de
millones y millones de años de selección natural, motor universal que gobierna
el cambio de todo sistema de entes que compiten entre sí, desde las plantas y
animales de un planeta lejano llamado tierra hasta los idiomas, e incluso los
puntitos matemáticos que generan ciertos programas de computadora conocidos
como autómatas celulares.
En este planeta vivía una vieja
científica. No se parecía nada a los científicos de la tierra, que tienen dos
ojos, dos brazos, dos piernas y todo lo demás (y de hecho llamarle “ella” es
cuestión de pura comodidad, porque su especie no se dividía en dos sexos, sino
en cuatro); más bien parecía una especie de mazacote de hule pegajoso y
anaranjado con extrañas protuberancias que le permitían percibir y manipular su
medio ambiente. Sus congéneres --que se llamaban colectivamente “la
hulemanidad”--hasta la consideraban bonita.
Se encontraba un día nuestra científica
percibiendo un hermoso paisaje con una puesta de sol, dos lunas saliendo y una
tercera, en fase creciente, colgada de la nada encima del ocaso, cuando la
belleza del panorama la puso pensativa.
Sabía, desde luego, que había vida en
otro de los planetas de su sistema estelar, pero la vida allí no había
producido especies suficientemente inteligentes para haber inventado la
filosofía, las matemáticas (ese arte sublime), ni las máquinas (quintaesencia
de la creatividad de la hulemanidad). Sabía también, como cualquier mazacote
pegajoso culto, que el universo estaba hecho de cientos de miles de millones de
galaxias, cada una de las cuales contenía miles de millones de estrellas,
alrededor de las cuales giraban planetas, algunos de los cuales sin duda tenían
vida inteligente como los mazacotes pegajosos, aunque seguramente muy
distintos. Los más inocentes de sus congéneres se imaginaban a estos seres de
otro planeta como mazacotes pegajosos, pero verdes y con antenas.
Nuestra científica se preguntaba cómo
podrían los mazacotes pegajosos comunicarse con esos seres. ¿Podía haber algún
interés común entre especies inteligentes separadas por vastísimas distancias
en el espacio y en el tiempo? Algunos filósofos del pasado habían pensado que
cualquier criatura inteligente tendría por fuerza que haber inventado el
civilizadísimo arte de la escultura corporal, que consistía en formar bellas y
gráciles figuras con el cuerpo los mazacotes pegajosos. “Ni hablar”, se dijo
nuestra científica. “Esos seres ni siquiera serían mazacotes pegajosos
(¡pobrecitos!)”. Otros filósofos pensaban que sin duda los seres inteligentes
de otros planetas creerían en el Gran Sembrador de Planetas, el Más Pegajoso de
los Mazacotes Pegajosos, creador del universo.
Pero nuestra moderna científica sabía
que no sería así. Podía haber territorio común entre los mazacotes pegajosos y
otras especies inteligentes en otros rincones del universo, pero no tendría
nada que ver con la estructura corporal, ni con el arte, ni con la religión ni
con ninguna otra característica puramente local de la vida y la cultura.
Tendría que ver más bien con algo que es común a todo el universo, galaxia por
galaxia: las leyes de la naturaleza.
II.
Porque
supongamos --se decía la científica-- que estos seres inteligentes de otro
planeta fueran microscópicos para los mazacotes pegajosos; o que su reloj
biológico marchara a un ritmo totalmente distinto. Entonces aunque estas
criaturas hablaran el idioma mazacote --un imposible, para empezar-- no podría
haber comunicación entre las dos especies. Lo que para un mazacote pegajoso era
un discurso breve bien podría durar toda la vida para los otros seres.
Los mazacotes pegajosos medían el
tiempo en... en fin, no hace falta ocuparnos del nombre que le daban a las
unidades de tiempo en su idioma (era una combinación de sonidos agudos,
impulsos electromagnéticos y cambios de matiz en la piel, como todas las “palabras”
en idioma mazacote). Llamémosles simplemente segundos. Antaño el segundo se había definido como cierta fracción
del tiempo que tardaba el planeta de los mazacotes pegajosos en dar una vuelta
alrededor de su propio eje. Pero con el progreso del conocimiento científico
los mazacotes se dieron cuenta de lo imprecisa que era esta definición, pues
las fuerzas gravitacionales que se ejercían entre el planeta y sus tres lunas
estaban frenando la rotación del planeta. Así que los científicos mazacotes
redefinieron el segundo como cierto múltiplo del periodo de las ondas de luz
que producía la transición atómica más común del átomo más común del universo,
el hidrógeno.
La unidad de distancia, otrora definida
como la longitud promedio de uno de los apéndices del cuerpo del mazacote
pegajoso, se redefinió como un múltiplo específico del tamaño de un átomo de
hidrógeno en su estado base (sí, los mazacotes pegajosos ya habían dado con la
mecánica cuántica, aunque por supuesto no le llamaban así).
Consideremos los dos tipos de
definiciones --se dijo nuestro mazacote pegajoso preferido. El primero es más
bien rústico y provincial, pues depende de factores locales como la duración
del día de un planeta particular y el tamaño de una parte del cuerpo de una
criatura particular, que no existe en ningún otro lugar del universo. Estas
definiciones están demasiado vinculadas con la cultura que las produjo para
podérselas comunicar a un extraño. El segundo tipo de definición, basado en
fenómenos físicos comunes a todo el cosmos, es realmente universal en el
sentido estricto de la palabra. Un gran porcentaje de la masa del universo
visible está hecho de hidrógeno, el más simple de todos los átomos existentes
(y el más simple de todos los átomos posibles). Hay hidrógeno en todas partes;
además, el hidrógeno se comporta de la misma manera en todas partes, así que su
tamaño es una especie de unidad de longitud universal y la frecuencia de la luz
que emite se puede usar para definir una unidad universal de tiempo. He aquí
una manera en que los mazacotes pegajosos podían iniciar una conversación con
seres inteligentes de otro planeta.
Al poco tiempo nuestra científica dio
una conferencia ante una congregación de sus colegas. Un escéptico se puso en
pie y dijo:
--¿Y qué les vamos a decir? ¿”Hola. E =
mc2”?
--¿Y por qué no? --replicó nuestro
mazacote pegajoso preferido.
III.
--¡Qué gran momento para la
hulemanidad! --le susurró un colega en el órgano sensor de sonido a nuestra
científica. Ella asintió con la cabeza, tan cautivada por el lento movimiento
de la descomunal antena parabólica que no pudo responder verbalmente. Una
oleada de azul le corrió por la piel al detenerse la antena. El aparato estaba
listo para enviar el mensaje.
El mensaje había sido elaborado
minuciosamente por un grupo de científicos que se integró a raíz de la
histórica conferencia en la que nuestro mazacote pegajoso explorara la
posiblidad de comunicarse con civilizaciones de otros planetas por medio del
lenguaje universal de las leyes de la naturaleza. Empezaba, como tantos libros
de texto, con una introducción al sistema numérico y unidades de medición que
se emplearían en todo el mensaje. Por supuesto, sería absurdo transmitir los
numerales que usaban los mazacotes pegajosos y esperar que los alienígenas los
descifraran. Las pobres criaturas ya tenían bastante que hacer dilucidando cómo
estaba codificada la información en las ondas electromagnéticas del mensaje.
Esa información, una vez descifrada, tendría que ser lo más simple posible. Los
científicos habían decidido decirlo todo con imágenes con la esperanza apenas
más razonable de que las criaturas estuvieran dotadas de vista. Las unidades de
tiempo y de distancia se construían a partir de la frecuencia de la luz que más
emiten los átomos de hidrógeno y el tamaño de un átomo de hidrógeno en su
estado base, propiedades físicas que parecían ser constantes por todo el
universo.
Los mazacotes pegajosos no podían
imaginarse que su mensaje sería escuchado un día en cierta galaxia remotísima
y, por supuesto, muchos millones de años después.
La antena apuntaba hacia cierto cúmulo
estelar en el que los mazacotes pegajosos sabían que había muchas estrellas de
la misma clase espectral que la suya propia. Como no tenían ni la más remota
idea de cómo podía ser la vida en otros planetas, era mejor buscar en sistemas
estelares parecidos al suyo que en una dirección cualquiera. Los generadores se
pusieron en marcha, alimentando de energía el potente transmisor conectado a la
antena, y el mensaje emprendió su marcha hacia el futuro...
El mensaje
llegó a su destino cuatro mil años terrestres después. En las inmediaciones de
una estrella amarilla muy parecida a la
que alumbraba al planeta de los mazacotes pegajosos había un planeta
rocoso que alguna vez albergó vida inteligente. Pero cuando llegó el mensaje
hacía ya cientos de años que, con sus parajes calcinados y tierras desiertas,
giraba silencioso y muerto alrededor de su estrella madre. Unas descomunales
antenas parabólicas que, ya sordas e inservibles, aún apuntaban orgullosas al cielo,
interceptaron el mensaje, pero no había nadie para descifrarlo.
El mensaje siguió su trayecto pasando
por miles de sistemas planetarios desiertos; alcanzó los límites de la galaxia,
los traspuso, se internó en el espacio intergaláctico debilitándose a cada
paso. Transcurrieron millones de años. En el planeta de origen la raza de los
mazacotes pegajosos se extinguió luego de una horripilante guerra.
Muchos millones de años después el
mensaje, ya reducido al más leve temblor electromagnético pero aún legible,
llegó a otra galaxia. Luego alcanzó los confines de cierto sistema estelar de
nueve planetas. Al amanecer del 19 de diciembre de 1994 el mensaje envolvió en
su hálito fantasmal al planeta tierra.
--Hay mucha interferencia hoy --dijo un
astrónomo que esa noche trabajaba en el observatorio radioastronómico de
Arecibo--. ¿Qué hacemos? ¿Paramos las cintas?
--No --dijo su colaborador--. Déjalas
correr. Mañana veremos si podemos eliminar el ruido.