Las mentes inquisitivas como las que nos dio la evolución a los humanos son como aspiradoras que buscan y absorben información para edificar con ella teorías que nos expliquen el mundo; la única desventaja es que nuestra manía explicadora no deja de funcionar cuando los datos escasean, o dicho de otro modo, que cuando no sabemos, inventamos.
Le sucede al estricto racionalista tanto como al rústico supersticioso (digamos, el arzobispo de Guadalajara): todos especulamos, todos construimos conjeturas temporales que nos sirven de andamio para el pensamiento a falta de información concreta. La diferencia entre el racionalista y el supersticioso quizá sea que el primero está más dispuesto a mudar de opinión que el segundo, aunque todos podemos caer en la tentación de aferrarnos a nuestras ideas a medio cocer, que en ese caso se pueden llamar sin tapujos prejuicios. Pero cuando la especulación toma la forma de un juego con el que nos entretenemos mientras esperamos más datos, puede tener resultados muy divertidos.
En 1686 un escritor y dramaturgo francés llamado Bernard de Fontenelle publicó un libro titulado Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos. Además de literato, Fontenelle era científico --o filósofo natural, como se decía entonces-- y estaba de lo más actualizado en astronomía, ciencia que en ese siglo había pasado por la revolución más importante de su historia: casi 60 años antes la iglesia católica había obligado a Galileo a abjurar del movimiento de la tierra; en 1686 la tierra y los planetas se movían alrededor del sol sin que nadie se ofuscara. La astronomía, y la ciencia en general, causaban furor. Fontenelle construyó su libro como una serie de conversaciones ficticias entre un filósofo y una dama de la nobleza parisina que pasan una temporada en el campo. Por las noches, conversan sobre los planetas y las teorías que los filósofos han moldeado para explicar sus movimientos. La marquesa no es versada en ciencias, pero tiene un intelecto y un ingenio agudos que deslumbran a su invitado. A lo largo de cuatro noches, el narrador convence a la condesa de que la luna y todos los planetas del sistema solar están habitados por seres inteligentes, e incluso especula sobre la vida en los otros mundos. Fontenelle usa hábilmente el pretexto de la marquesa y la vida en otros mundos para exponer lo último en astronomía y el libro puede considerarse la primera obra moderna de divulgación de la ciencia.
En la segunda velada el narrador (a quien desde ahora llamaremos Fontenelle) y su guapa marquesa discuten "que la luna es una tierra habitada". Luego de convencer a la marquesa de que la luna se parece más a la tierra de lo que se había pensado desde la antigüedad, Fontenelle extrapola: si se parece tanto, ¿por qué no habría de parecerse también en el estar habitada por seres inteligentes? "¿Hombres en la luna?", pregunta la marquesa. Hombres no, contesta el filósofo. Sin siquiera salir de la tierra vemos grandes diferencias entre los habitantes de un hemisferio y otro, ¿cuánto más grandes serán esas diferencias si las llevamos a la distancia de la luna? Así pues, no serán humanos los selenitas, pero sí seres con intelecto. Con esto Fontenelle se precavía contra quien pudiera alegarle que, si hay humanos en la luna, estos humanos no serían salvos por gracia de Jesucristo y por lo tanto su existencia sería una abominación. A lo mejor habría que mandar gente a la luna para evangelizarlos o matarlos. Fue en vano: para 1687, el libro de Fontenelle ya había sido honrado con un lugar en el Índice de Libros Prohibidos de la iglesia católica, que muchos consideran una excelente guía de buenas lecturas (la iglesia se retractó en 1823, pero luego se re-retractó en 1900).
Ya bien parados en el terreno de la especulación sin freno, Fontenelle y la marquesa se imaginan la vida en la luna.
Para empezar, la luna podría tener otro "aire", o sea, una atmósfera distinta. Fontenelle no duda que un día iremos a la luna, pero no será fácil pasar de un aire al otro para los futuros viajeros. El aire de la tierra es más denso que el de la luna, aproximadamente como el agua es más densa que el aire, y así los selenitas se ahogarían si cayeran en la tierra. Al mismo tiempo, podrían aprender a navegar en nuestro aire y pescarnos.
¿Cómo se ve el cielo en la luna? Las atmósferas son como vidrios que tiñen y deforman las imágenes de lo que está afuera. En la tierra vemos el cielo azul porque el aire es azul. Las estrellas son doradas porque así las vería cualquiera que se pusiera un vidrio azul ante el ojo. En la luna quizá el aire es rojo y las estrellas verdes. A la marquesa no le gusta la combinación, pero el filósofo alega que para los selenitas será tan hermosa como para nosotros es la que nos tocó.
El día en la luna dura alrededor de 15 días terrestres. Con tanto tiempo de sol, las temperaturas deben ser abrasadoras. Así pues, los selenitas sin duda viven en ciudades subterráneas.
Fontenelle explica perfectamente por qué le vemos siempre la misma cara a la luna: porque su movimiento de rotación dura lo mismo que su movimiento de traslación, y así, al mismo tiempo que cambia de ángulo, gira la cara y no llegamos a ver el otro lado de la luna. En el cielo lunar (del lado que vemos desde aquí), la tierra debe verse siempre en la misma posición mientras que el resto de los astros --el sol, las estrellas y los planetas-- pasan por el cielo con un ritmo general de una vuelta cada 15 días terrestres. Esta gran bola fija en el cielo sólo cambia de fases, como la luna vista desde la tierra: cuando nosotros vemos luna nueva (cuando la luna está entre el sol y la tierra y la cara que nos ofrece está a oscuras) los selenitas ven tierra llena, y viceversa. Debe ser un espectáculo muy bonito. A lo mejor los poetas selenitas usan la tierra como símbolo de persistencia y para adular a los gobernantes los comparan con la tierra, siempre en la misma posición en el cielo. Los selenitas del hemisferio contrario podrían hacer peregrinaciones para ver la tierra con sus propios ojos. Quizá los habitantes de la luna se imaginan que la tierra está habitada y prestan a sus hipotéticos habitantes la forma y los gustos de los selenitas.
El resto de las veladas campiranas del filósofo y la dama se va en imaginarse la vida en los otros mundos, y Fontenelle lo hace con el entusiasmo deslumbrado del espeleólogo que de un golpe de zapapico abre sin querer una galería inexplorada repleta de cristales maravillosos. Si, encima, el espeleólogo es libre de explorar a sus anchas; si ya no lo lastran las supersticiones tradicionales, a las que hasta hacía poco estaba obligado a rendir pleitesía, más grande es su alegría de encontrar mundos nuevos. Vive la liberté! Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos es un libro escrito con júbilo que se nota; quizá por eso fue un best seller de su época.
Con todo, Fontenelle no fue el primero en decorar la luna con habitantes inteligentes; ni siquiera el primero en su siglo. Hacia 1602 el astrónomo alemán Johannes Kepler escribió un libro muy parecido al de Fontenelle en intención y en técnica. Titulado Sueño, es la historia de un pobre islandés que viaja a la luna con ayuda de unos demonios mágicos convocados por su madre. En la luna encuentra lagos y bosques, y una sociedad entregada al culto del globo azul suspendido en sus cielos. Kepler, como Fontenelle más tarde, da forma de cuento a lo que, en el fondo, es un libro de astronomía para difundir las nuevas ideas. Su autor lo consideraba un pequeño tratado de astronomía lunar (además de una especie de locura juvenil, de la que siempre estuvo orgulloso). Mucho tiempo después, Kepler hizo circular el manuscrito entre sus amigos. Después de la muerte del astrónomo, su hijo se encargó de publicarlo. El Sueño de Kepler es claro antecesor de las Conversaciones de Fontenelle, pero yo no diría que le gana el título de primera obra de divulgación moderna, porque el libro de Kepler circuló poco, mientras el de Fontenelle cundió como la pólvora.