Los científicos han perfeccionado al máximo el arte de discutir, es decir, de pelear, sin mucho derramamiento de sangre. Como en el box y otros deportes de lucha, hay golpes prohibidos por ser arteros y alevosos. Quien aplica uno de estos golpes se expone a que lo expulsen, o por lo menos al oprobio.
Así, igual que los golpes bajos en box, en una discusión científica se considera artero atacar, no las ideas, sino al contrincante en su persona. “Lo que pasa es que usted es un fascista, un ignorante, un viejito trasnochado, un inmoral…” son ataques a la persona que no afectan la validez de las ideas que ésta exponga. Quien objeta tiene que decir por qué le parece que las ideas no son válidas. Tampoco vale decir “mis ideas son correctas porque sí, porque me apoya el rey (o el papa, o el señor presidente), porque yo soy más listo que usted”. Los expectadores de la contienda no le valdrán estos argumentos al que los esgrima… lo cual no quiere decir que no haya sucedido en la historia de la ciencia.
Newton y Leibniz: A fines del siglo XVII Isaac Newton discutió con Gottfried Wilhelm Leibniz quién había sido el primero en inventar las "fluxiones", que hoy llamamos cálculo diferencial. Newton tenía una personalidad muy desagradable. Era suspicaz, paranoico e implacable. Hoy pensamos que ambos tienen el mismo mérito. Quizá a Newton esto no le hubiera hecho ninguna gracia, porque no estaba en sus capacidades el ser magnánimo. Incluso cuando escribió en una carta su famosa frase "si yo he logrado ver más lejos (aquí no se refiere a Leibniz), es porque me apoyé en hombros de gigantes", la galante alocución no era un gesto de deferencia a sus ilustres antecesores, sino un golpe bajo al destinatario de la carta, Robert Hooke, que era más bien bajito y delgado. Volviendo a Leibniz, aún después de la muerte de éste, Newton siguió dándole patadas, feo comportamiento de nivel tan bajo, que parece extraído del debate político mexicano.
Einstein y Bohr: Los dos científicos de más peso que participaron en la creación de la mecánica cuántica a principios del siglo XX discutieron porque Bohr y sus partidarios alegaban que la teoría cuántica era la explicación más completa posible de los átomos y las partículas subatómicas y Einstein y los suyos decían que no. A partir de un congreso celebrado en Bruselas en 1927, Einstein y Bohr se enfrascaron en una discusión continua que nunca terminó. Einstein ideaba alguna situación física en la que, según él, quedaba claro que la mecánica cuántica no daba la explicación completa; Bohr replicaba con enredados argumentos que, según él, echaban por tierra la objeción de Einstein. Bohr narró la batalla en un artículo muy leído titulado “Discusiones con Einstein” sin faltar ni una sola vez a la gallardía y caballerosidad que se esperaba de una discusión académica en los años 30, 40 y 50. Bohr y Einstein siempre fueron buenos amigos. Einstein murió en 1955. Bohr en 1962. Lo último que dejó escrito Bohr en su pizarrón fue una respuesta nueva a una de las viejas críticas de Einstein: había seguido discutiendo con su fantasma durante siete años.
¿Se acuerdan de aquellas guerras en las que se suponía que uno valoraba a sus enemigos, quizá porque los enemigos lo hacían a uno más fuerte? O bien, pensemos en los deportes como el tenis, donde al final los contrincantes se dan la mano amistosamente (o más o menos). Así ha ocurrido en otras discusiones científicas:
Dennett y Gould: Stephen Jay Gould era un paleontólogo célebre en Estados Unidos y Europa por los bonitos libros sobre evolución que escribió para todo público. Entre los biólogos era famoso por haber sostenido toda su vida que la evolución no avanzaba gradualmente, las especies transformándose poco a poco en otras cuando se daban las condiciones propicias y a lo largo de muchas generaciones, sino por saltos: con largos periodos en que una especie podía permanecer inalterada, salpicados por breves (relativamente) ráfagas de transformación. La hipótesis de Gould se llama “equilibrios punteados” y Gould siempre sostuvo que era una revolución en el pensamiento evolucionista porque la evolución por saltos no era estrictamente darwiniana.
En 1995 Daniel Dennett, que se dedica a explicar el funcionamiento de la mente y de las instituciones humanas a partir de la evolución, escribió un largo argumento para demostrar que, incluso si la hipótesis de equilibrios punteados era correcta — lo que estaba por verse—, no era en realidad ninguna revolución. La evolución por saltos seguía cumpliendo todas las reglas de la selección natural. El argumento aparece como un capítulo del libro La peligrosa idea de Darwin, y se titula “El pastorcillo mentiroso”. Golpe bajo, pero no mucho: se vale hacer mofa del contrincante siempre y cuando uno ataque las ideas solamente.
Gould no se quedó callado. Durante no sé cuántos meses, la revista New York Review of Books estuvo publicando las cartas que enviaban uno y otro (que ahora se pueden leer aquí), largos alegatos que se fueron haciendo más y más amargos y violentos hasta llegar, sí, a los golpes bajos. Dennett llamó a Gould conservador y cosas peores, y Gould acusó a Dennett de ser el perrillo faldero de Richard Dawkins, etólogo británico cuyas ideas ha extendido Dennett.
Pues bien, en un libro de Dennett que estoy leyendo, posterior a la muerte de Gould en 2002, Dennett menciona varias veces con cariño patente a Stephen Jay Gould. Me pareció muy conmovedor, pese a que se podría decir que es fácil para Dennett mostrarse magnánimo ahora que el otro está muerto. Todavía quedan caballeros y caballeras —gente galllarda que puede disentir sin matar.