martes, 30 de marzo de 2010

Ciencia y magia en México

Gracias a Martín Bonfil por enviarme esta noticia

María de las Heras publicó recientemente una encuesta en el periódico El país, de España, acerca del valor que le dan los mexicanos a la ciencia. A la pregunta "¿qué tan importante cree usted que es la labor de los científicos comparada con otras profesiones?" 72% contestan que "es de las más importantes", no faltaría más. Para 21% la ciencia es importante, pero no tanto. Suena alentador: casi un cuarto de los mexicanos valoran la ciencia; pero, como siempre, las encuestas hay que interpretarlas. Me pregunto yo qué entenderán por "ciencia" los encuestados. María de las Heras comenta en su artículo que, en efecto, en otras encuestas se ha visto que muchas personas en México consideran ciencias la astrología y las curaciones mafufas (estoy parafraseando, claro: doña María no se expresa así). Para muchos compatriotas deslumbrados por la televisión de por acá (que es de las peorcitas del mundo), el científico mexicano más importante es un tal Jaime Maussán, personaje que se dedica a colgar platos de un hilo, filmarlos y hacerlos pasar por naves de otro planeta. No hace falta decir... falso: sí hace falta decir que Maussán no es científico: no tiene ni la formación, ni la actitud ni el reconocimiento de la comunidad profesional pertinente; tampoco presenta sus resultados de manera que se los pueda criticar, como es obligación de todo científico que se respete. Así pues, la primera pregunta no revela gran cosa.

El 21% me recuerda una pifia que cometió en la radio Gaby Vargas, conocida experta en imagen y buenas maneras en la empresa. Comentando sobre el modo correcto de vestir, señaló que los científicos (esos bohemios, fachosos incorregibles) se podían vestir como les diera la gana, pero que en las profesiones "serias" había que ser más circunspecto con el atuendo (parafraseo otra vez: doña Gaby no se expresa así...).

En la encuesta de María de las Heras siguen tres preguntas sobre la confianza de los mexicanos en el poder de la ciencia para resolver tres problemas serios (ésos sí) en los siguientes 10 años. Los problemas son la desnutrición, la escasez de agua y el remedio del cáncer. Cerca de la mitad de los interrogados consideran que es poco probable que la ciencia los resuelva en 10 años. Esta falta de fe no indica de ninguna manera que el entrevistado no tenga confianza en la ciencia en general. Durante un breve intercambio de mails entre varios colegas, iniciado por Martín Bonfil, intervino el biólogo Antonio Lazcano (científico reconocidísimo, ése sí) para decir que él tampoco creía que la ciencia pudiera resolver esos problemas en 10 años. Pero ni Lazcano ni los otros interlocutores pensamos que haya otra manera de encontrarles remedio; no será en 10 años, pero en más, puede que sí, y en todo caso no serán los chamanes ni las astrólogas quienes les pongan fin.

"¿Usted se dejaría hipnotizar para saber algo de sus vidas anteriores?" inquiere María de las Heras. Pues para contestar falta que haya vidas anteriores. La pregunta da por sentado que sí (sin que esto implique que la encuestadora lo cree). Quien contesta que no, no está negando la reencarnación; es decir, no está mostrando necesariamente una actitud científica. En efecto, se puede creer que sí hay vidas antes de la vida y al mismo tiempo no querer saber nada de ellas. ¿Qué tal si uno fue Hitler en su vida anterior, o Marcial Maciel? Así pues, hubiera sido mejor preguntar llanamente si uno cree en la reencarnación y ya. Dicho sea de paso, los científicos en general no creemos en la reencarnación porque esa hipótesis no ha pasado las pruebas de control de calidad que exige la ciencia.

Me parece alentador que 50% de los entrevistados hayan contestado que no creen en el poder curativo de las piedras como el cuarzo y el zafiro, pero para darle más fuerza a la pregunta se podría haber formulado así: "si usted (o sus hijos) estuviera gravemente enfermo, ¿recurriría al cuarzo, los imanes, los zafiros, los cristales, el reiki, la imposición de manos, la "medicina cuántica"....?" Ésa sería una buena prueba de la fe en curaciones mágicas. Es como preguntar si uno consultaría el horóscopo para saber qué coche comprarse. Cuando está en juego el sustento, la mayoría somos más científicos que en otras situaciones ordinarias.

Al final María de las Heras pregunta "¿usted cree que la fe puede lograr cualquier coas en la vida?", y un demoledor 81% le contestan que sí. ¡Qué bonito! ¡Qué idealistas somos los mexicanos! Bravo. Sin embargo...

Vamos a ver, si yo de veras me empeñara con toda mi fe (en mí mismo, o en el Altísimo), ¿podría elevarme por los aires sacudiendo los brazos como una mariposa?, ¿llegar a Marte en bici?, ¿ser presidente de Ucrania?, ¿curar el cáncer? Porque "cualquier cosa" quiere decir "cualquier cosa", todo. Nada habría, entre lo posible y lo imaginable, que no estuviera a nuestro alcance con sólo tener fe de algún tipo. ¿De veras creemos semejante cosa? Eso de "la fe mueve montañas" es una de esas frases huecas, pero bonitas, que uno dice sin pensar. A mí me parece que los mexicanos no creemos en realidad que baste tener fe para conseguir lo que sea...

lunes, 15 de marzo de 2010

De tal palo tal astilla: el papá de Galileo

A Galileo lo recordamos como físico, matemático y astrónomo, fundador de tradiciones científicas como el usar experimentos y observaciones para justificar la teoría por medio de la práctica. En esto puede haber salido a su padre, según el historiador Stillman Drake, reconocido experto en galileología.

Cuando Galileo tenía 14 años su padre, Vincenzio, se vio implicado en una discusión que duraría muchos años. Lo que estaba en juego no era el futuro de la física ni de las matemáticas, sino de la música europea. Vincenzio era músico profesional. Además de compositor (se conservan varias piezas suyas para mandolina, laúd y otros instrumentos populares en el siglo XVI), era teórico de la música, combinación que, a decir de Drake, no era común: teóricos y prácticos en la música no solían ser las mismas personas. Los teóricos de la música --concepto que puede parecer extraño a quienes no son músicos-- se encargaban, en resumen, de dictar qué combinaciones de sonidos sonaban bien y cuáles no. O sea, qué combinaciones de notas eran consonancias y cuáles eran disonancias. Las consonancias había que conservarlas para usarlas en la música y para afinar los instrumentos musicales; las disonancias, simplemente, había que proscribirlas.





Gioseffo Zarlino, maestro de Vincenzio Galilei, escribió un tratado en el que, en esencia, repetía y trataba de justificar una doctrina de las consonancias y las disonancias que provenía de la antigüedad: que sólo sonaban bien juntas las notas que se podían producir con cuerdas tensas cuyas longitudes estuvieran en proporciones muy simples: 2 a 1, 3 a 2, 4 a 3. Estas cuerdas producen los intervalos que hoy se conocen como octava, quinta y cuarta (si la primera nota es, digamos, do, la segunda es un do más alto en la octava, un sol en la quinta y un fa en la cuarta). La octava, la quinta y la cuarta eran las únicas combinaciones de notas que sonaban bien por poderse representar por medio de cocientes de números enteros muy sencillos.

Ésta era la explicación de las consonancias que había dado la secta de los pitagóricos en el siglo VI antes de Cristo. Los pitagóricos pensaban en lo más profundo de su ser que el universo estaba construido a partir de números enteros y relaciones sencillas entre números enteros. Veinticuatro siglos después Gioseffo Zarlino le dio su imprimatur, pero, con todo, la extendió un poco. Donde los pitagóricos admitían sólo combinaciones de los números 1, 2, 3 y 4, Zarlino añadió los intervalos que se formarían si las cuerdas estuvieran en las proporciones de 5 a 3, 5 a 4 y 6 a 5 para dar un total de seis intervalos consonantes permitidos. Pero hasta ahí: no podían usarse en música otras combinaciones. Zarlino se justificó con un argumento de sabor muy pitagórico: decía que sólo había 6 consonancias porque 6 es el primero de los llamados "números perfectos", números que son iguales a la suma de sus factores (6 = 1 x 2 x 3 = 1 + 2 + 3).

A los pocos años el sistema musical de Gioseffo Zarlino le pareció insuficiente a Giovanni Battista Benedetti. Benedetti se dijo que el oído no tenía por qué saber matemáticas. Para él, que dos notas sonaran bien juntas tenía que ver con la relación entre las vibraciones de las cuerdas que las producían. La octava, dada por dos cuerdas, una dos veces más larga que la otra (proporción 2 a 1) sonaba bien porque las vibraciones de las dos cuerdas coincidían cada dos ciclos. La quinta sonaba menos bien (proporción 3 a 2) porque las cuerdas coincidían en sus vibraciones cada seis ciclos. Benedetti no asociaba lo consonante de dos notas a los números enteros y sus abstractísimos cocientes, sino a un fenómeno físico concreto: la vibración de las cuerdas que las producían. Dicho de otro modo, propuso una explicación física de la antigua teoría pitagórica de las consonancias. Lo cual no quiere decir que abriera nuevas puertas a la exploración musical: seguían siendo consonantes los mismos intervalos.

Vincenzio Galilei observó que a los músicos prácticos como él las reglas de los pitagóricos, o de Zarlino o de Benedetti les importaban un cacahuate (o casi). A fin de cuentas, lo que sonaba bien sonaba bien no porque lo justificaran las matemáticas de los números enteros sencillos, sino porque así lo dictaba el oído. Vincenzio Galilei proponía pues abandonar la tradición pitagórica, y sobre todo verificar con experimentos con cuerdas de disinta longitud y tensión qué combinaciones sonaban bien. Así, un día, cuando Galileo tenía 25 años, llegó a casa de su padre y encontró una selva de cuerdas colgadas del techo con pesos en los extremos (era como una selva de péndulos), con las que Vincenzio estaba haciendo experimentos musicales para justificar su punto de vista.





A la muerte de Vincenzio al año siguiente, Galileo se quedó con sus apuntes. Galileo era a la sazón un joven profesor universitario de matemáticas que tenía que hacerse cargo de sus hermanos y su madre ahora que el padre no estaba, pero en un par de decenios sus propios experimentos empezarían a dar de qué hablar --y algunos terminarían trastocando tradiciones milenarias, pero no en música, sino en física y astronomía. La astilla de aquel palo cayó en suelo fértil y floreció como un robustísimo árbol.

Galileo debe de haber ayudado mucho a su padre en aquellos años de experimentos antipitagóricos, porque mucho tiempo después, en uno de sus libros más importantes, retomaría las reflexiones musicales de su padre y las extendería. Según Stillman Drake, la idea que asociamos con Galileo de usar experimentos para verificar nuestras conclusiones teóricas en ciencias podría provenir de su padre músico. Y mientras los trabajos del padre sirvieron para derrocar a Pitágoras en teoría musical, los del hijo dejarían herida de muerte la reputación de otra autoridad griega antigua: Aristóteles. Qué familia.

martes, 2 de marzo de 2010

¡Ay, subsuelo, no te azotes!


Desde hace unos 40 años los geofísicos aceptan que la capa exterior de la Tierra, llamada corteza, es una especie de mosaico formado por placas que cubren el planeta como piezas de rompecabezas. Las placas tectónicas, como se les llama, son rígidas y tienen un espesor de entre 50 y 100 kilómetros. El rompecabezas tectónico descansa sobre una capa de material rocoso semifundido llamada manto, que llega hasta unos 3000 kilómetros de profundidad. El material de la parte más profunda del manto se calienta y tiende a subir a las capas superiores. Cuando sube se enfría y tiende a baja. Así se generan en el manto corrientes de convección, como en una sopa que hierve. Pero el material del manto se desplaza a la velocidad a la que crecen las uñas. La actividad del manto pone en movimiento a las placas tectónicas. En sus desplazamientos de unos cuantos metros por siglo, éstas chocan, se separan, se hunden unas bajo otras o se deslizan unas junto a otras con tremenda fricción. La teoría de tectónica de placas explica en términos de las interacciones de las placas muchos fenómenos geológicos que antes se creían independientes: la formación de montañas, el vulcanismo, la expansión del lecho oceánico, las cadenas de montañas (o dorsales) oceánicas y los terremotos, entre otros.

Hay unas 15 placas tectónicas de distintos tamaños, aunque el número es difícil de precisar porque también hay “microplacas”. La placa de Cocos es una laja pequeña de lecho oceánico que se encuentra prensada entre dos placas enormes, la del Pacífico y la de Norteamérica, sobre la que se encuentra una buena parte de México. La placa de Cocos se sitúa frente a las costas de Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas (y baja hasta Centroamérica). Su borde oriental se está hundiendo bajo la placa de Norteamérica a razón de siete centímetros por año. Pero la subducción no es gradual y suave. Debido a la fricción entre las dos placas de roca (el material se comporta aproximadamente como el vidrio) el hundimiento se produce por tirones de unos metros por vez.

Prueba este experimento: apoya una mano en una mesa de madera y aprieta hacia abajo (¡es importante que la mano esté un poco húmeda de sudor!); sin dejar de apretar contra la mesa empuja hacia delante. Al principio la mano no se mueve debido a la fricción. Cuando se acumula suficiente fuerza, la mano se desliza bruscamente una distancia corta y se detiene otra vez. El proceso se repite y la mano avanza por tirones, igual que las placas tectónicas. En el caso de éstas, además, la placa no avanza parejo en toda la longitud de la zona de subducción. Como las rocas tienen cierta elasticidad (si se les aplica una fuerza deformante tienden a recuperar su forma original, como un resorte) y como las fuerzas que intervienen en el hundimiento no son igual de intensas en todo punto de la zona de hundimiento, la placa avanza ora en un segmento, ora en otro. Cada resquebrajamiento y tirón produce sismos y redistribuye la energía elástica a lo largo de la zona de subducción.

La ruptura y deslizamiento brusco de una sección de falla produce varios tipos de ondas, pero las más importantes son las llamadas P y S. Las P son ondas de compresión. Deforman las rocas en la dirección de propagación de las ondas, como el sonido o como las ondas que se producen en un slinky estirado (resorte muy largo y poco rígido) cuando le das un tirón en la dirección de su eje. Las ondas S son transversales. Deforman las rocas hacia los lados, como las vibraciones de una cuerda. Al pasar las ondas sísmicas las rocas se desplazan. El desplazamiento debido a la vibración puede ser de una diminuta fracción de milímetro, o de varios centímetros.

Las ondas P son más veloces que las S (viajan entre 4.5 y 6.5 kilómetros por segundo). Por eso son las primeras que se detectan y por eso también se llaman ondas primarias. Las ondas S son secundarias porque llegan después.

Aunque en general las ondas se van atenuando con la distancia al origen del temblor, los efectos locales de un sismo dependen de la rigidez, la presión, la temperatura y hasta la composición química del subsuelo de cada lugar. En la Ciudad de México los temblores se sienten más en el centro, donde antes de haber ciudad hubo un lago, que en el norte, por ejemplo, donde el subsuelo es de roca más firme.

Para ubicar el origen de un sismo los geofísicos buscan el epicentro, que es el punto de la superficie que se encuentra exactamente encima del punto de ruptura y deslizamiento que da lugar al sismo. Ese punto se llama foco y se encuentra a varios kilómetros de profundidad. Como las ondas P y las ondas S no viajan a la misma velocidad, una estación sismológica provista de los instrumentos adecuados puede medir el lapso que transcurre entre la llegada de las ondas P y la de las S. Este lapso será mayor cuanto más lejos esté la estación del epicentro. Los sismólogos han descubierto con la experiencia que multiplicando el lapso por 8 se obtiene la distancia al epicentro (aproximadamente: la cosa se complica porque las ondas no se propagan a la misma velocidad en todos los tipos de roca que atraviesan al viajar del epicentro a la estación, y por si fuera poco, al pasar de un tipo de roca a otro las ondas se desvían). ¿Y la dirección? Con un mínimo de tres estaciones sismológicas se puede localizar el epicentro. Conocidas las tres distancias, se traza alrededor de cada estación un círculo de radio igual a la distancia que le corresponde. La intersección de estos círculos da la posición del epicentro.

Los médicos nos percuten como si fuéramos tambores para obtener información acerca del estado de nuestros órganos internos. Un buen médico sabe distinguir el sonido del hígado del de los pulmones. Los geofísicos hacen lo mismo con el interior de la Tierra, pero en vez de percutirla, aprovechan las ondas producidas por los sismos.

Las ondas sísmicas de un terremoto intenso se pueden detectar en todo el planeta. Las ondas S no pueden penetrar en las capas de la Tierra que no son sólidas, pero las P sí. Las ondas P pueden atravesar el manto, llegar al núcleo y reflejarse en las fronteras entre las diversas capas. Este desordenado rebotar hace vibrar a la Tierra como un gong. Los geofísicos registran las ondas de un sismo por todo el mundo y usan los datos para extraer información acerca del interior del planeta. Con este método, llamado sugerentemente tomografía sísmica, se ha hecho un mapa del manto (la capa de 3,000 kilómetros de espesor que va de la corteza hasta el núcleo exterior), se ha descubierto la estructura de la zona limítrofe entre el manto y el núcleo y se ha revelado la causa de que el continente africano se haya elevado 300 metros en los últimos 20 millones de años (se debe a una inmensa burbuja de magma que ha subido desde las capas inferiores y está empujando las superiores). Pero las técnicas tradicionales de tomografía sísmica son muy toscas; no permiten distinguir estructuras de menos de 2,000 kilómetros. Hace 25 años el geofísico Thorne Lay empezó a desarrollar un método de tomografía sísmica con computadoras que permitiera ver estructuras más finas. Lo malo es que ni el número ni la distribución de los sismos en todo el planeta bastan para obtener una panorámica del interior de la Tierra con esta técnica más fina.

Con el establecimiento de la teoría de tectónica de placas a fines de los años 60 y principios de los 70, los sismólogos se pusieron muy contentos porque pensaron que pronto podrían predecir los terremotos. En febrero de 1975 unos científicos chinos midieron cambios en la elevación del terreno, los niveles de los lagos, la sismicidad y hasta el comportamiento de los animales en la provincia de Haicheng. A partir de esas observaciones anunciaron la inminencia de un terremoto. Las autoridades hicieron evacuar la provincia. A los dos días un terremoto de magnitud 7.3 sacudió Haicheng. Las medidas preventivas salvaron muchas vidas.

Pero al año siguiente un terremoto de 7.8 grados –que nadie previó— asoló la ciudad de Tangshan. El desastre causó 250,000 muertes. La “predicción” de Haicheng había sido coincidencia. Después de todo, si uno predice muchas veces, a veces acertará aunque sea por casualidad.

Hasta el día de hoy, nadie ha encontrado en los fenómenos atmosféricos, ni en el comportamiento de los animales, signos claros y consistentes que permitan predecir temblores. Ni siquiera en el comportamiento de las rocas y los gases subterráneos. Muchos sismólogos, por lo tanto, han perdido la fe. Tan mala fama tiene hoy la predicción de sismos, que hace unos años los participantes en un congreso de sismólogos la mencionaban recatadamente como “esa palabra que empieza con p”, como si no quisieran decir una grosería. Pese a todo, con los nuevos aparatos y técnicas para recoger datos geológicos, la palabra que empieza con p está volviendo por sus fueros.

En los últimos 15 años los sismólogos han estudiado dos fenómenos sísmicos antes desconocidos que podrían ser más regulares (y fáciles de predecir) que los sismos normales. El primero se ha llamado terremoto silencioso. Los terremotos silenciosos son deslizamientos de las placas tectónicas que se producen a profundidades de entre 30 y 40 kilómetros y pueden durar desde un día hasta un año. Durante ese lapso un terremoto silencioso puede liberar una energía equivalente a la de un sismo de 7 grados. La diferencia en duración, sin embargo, hace que no se sienta en la superficie. Sus efectos se miden usando el Sistema Mundial de Localización (GPS por sus siglas en inglés). El segundo fenómeno sísmico nuevo es una clase de movimiento telúrico que se parece a los que produce la acumulación de magma bajo los volcanes, pero que ocurre lejos de zonas volcánicas, y por lo general en zonas de subducción, donde una placa tectónica se hunde debajo de otra. Kazushige Obara, del Instituto Nacional de Ciencias de la Tierra y Prevención de Desastres, de Japón, piensa que esta clase de temblor se debe a la presión del agua de mar que la placa tectónica arrastra al hundirse.

Desempolvando datos de terremotos pasados en la zona de subducción del noroeste de los Estados Unidos los sismólogos han descubierto que los dos fenómenos recién descubiertos han ocurrido juntos. Al parecer, además, durante los últimos seis años estos fenómenos se han producido aproximadamente en ciclos de 14 meses. Los científicos buscan regularidades en la naturaleza. Ésta podría ser la primera regularidad confiable que se relaciona con los sismos.

Otro paso hacia la predicción es la hipótesis de interacción entre terremotos, formulada por Ross Stein y sus colaboradores. Hasta hace poco todos los sismólogos pensaban que los grandes terremotos eran acontecimientos independientes que ocurrían al azar. Ross y sus colaboradores alegan que los terremotos no sólo disipan tensiones localmente, además las transfieren a otras regiones de la misma falla, e incluso a fallas vecinas. Además, dicen los investigadores, aún los cambios pequeños pueden afectar notablemente la sismicidad de una falla. En consecuencia, los terremotos “conversan”. Ross tiene ejemplos de series de terremotos, extendidas a lo largo de años y hasta decenios, que se pueden relacionar. Según Ross, los 13 terremotos importantes que se produjeron en la falla de Anatolia, en Turquía, entre 1939 y 1999, se han ido propiciando unos a otros –una especie de reacción en cadena— mediante el mecanismo de transferencia de esfuerzos en la falla. Un terremoto en un punto de la falla altera las probabilidades de sismo en otros puntos de una manera que se puede calcular.

En agosto de 1999 un terremoto asoló la ciudad de Izmit, en Turquía. El geólogo turco Aykut Barka, colaborador de Stein, calculó el aumento de esfuerzos a lo largo de la falla de Anatolia debido al temblor de Izmit y publicó sus resultados en el semanario científico especializado Science. Los ingenieros turcos reaccionaron y decidieron hacer cerrar algunas escuelas de la ciudad de Düzce, 100 kilómetros al este, que tenían daños ligeros a causa del sismo de Izmit. En noviembre del mismo año se produjo cerca de Düzce un terremoto que echó abajo varias de esas escuelas. Según Ross y sus colaboradores, estos dos temblores han incrementado la probabilidad de terremotos intensos en Estambul en los próximos años.

Con todo, los sismólogos siguen refiriéndose a sus cálculos como pronósticos en vez de predicciones. El pronóstico compromete menos porque se entiende que es un simple cálculo de probabilidades. Los terremotos pronosticados pueden suceder y pueden no suceder. Una predicción como la de Haicheng, en cambio, se podría interpretar como una certeza de que se producirá el sismo y provocar pánico. Los pronósticos, empero, van mejorando. Por ejemplo, con el método de Ross Stein se pueden calcular los cambios de probabilidad de sismos en las regiones vecinas al epicentro de un terremoto intenso. Así se puede estimar qué regiones se encuentran en mayor peligro y enfocar allí esfuerzos para prevenir y mitigar daños. No ha llegado el día en que se predigan sismos con la certeza con que se predicen los eclipses y las conjunciones de los planetas. ¿Llegará pronto?