La ciencia avanza por ciclos de construcción de nuevas teorías y destrucción (o abandono) de las viejas. El arte también. El álbum The Joshua Tree es uno de los más importantes de U2. Cuando el grupo publicó su siguiente álbum y alguien le preguntó a Bono qué sonido tenía el nuevo disco, el cantante contestó: "el sonido de cuatro individuos talando el Joshua Tree". Si el LHC llegara a mostrar que no existe el bosón de Higgs, los físicos tendrán talar su propio Joshua Tree conceptual y construir una nueva teoría de las partículas y las fuerzas fundamentales. Y lo harán con inmensa alegría. (Hace poco oí en un podcast de la radio francesa a un paleontólogo hablar sobre dinosaurios. El presentador del programa le preguntó si ya se sabía todo acerca de los dinosaurios, a lo que el científico contestó: "espero que no, porque si no los paleontólogos dejaríamos de tener trabajo".)
martes, 31 de marzo de 2009
Innovadores
La ciencia avanza por ciclos de construcción de nuevas teorías y destrucción (o abandono) de las viejas. El arte también. El álbum The Joshua Tree es uno de los más importantes de U2. Cuando el grupo publicó su siguiente álbum y alguien le preguntó a Bono qué sonido tenía el nuevo disco, el cantante contestó: "el sonido de cuatro individuos talando el Joshua Tree". Si el LHC llegara a mostrar que no existe el bosón de Higgs, los físicos tendrán talar su propio Joshua Tree conceptual y construir una nueva teoría de las partículas y las fuerzas fundamentales. Y lo harán con inmensa alegría. (Hace poco oí en un podcast de la radio francesa a un paleontólogo hablar sobre dinosaurios. El presentador del programa le preguntó si ya se sabía todo acerca de los dinosaurios, a lo que el científico contestó: "espero que no, porque si no los paleontólogos dejaríamos de tener trabajo".)
lunes, 23 de marzo de 2009
GOCE en el espacio
jueves, 19 de marzo de 2009
El departamento editorial del cerebro
Cuando Cristóbal Colón “descubrió” América, encontró un continente antes desconocido para los europeos. Muchos milenios antes, alguien (o muchos álguienes) había “descubierto” el fuego; dos maneras muy distintas de “descubrir”.
Descubrir quiere decir destapar lo que estaba tapado, encontrar lo que estaba oculto. Por lo tanto, el verbo descubrir se aplica muy bien a los hallazgos geográficos, pero no necesariamente al progreso científico en general, porque encontrar objetos nuevos –un nuevo tipo de estrella, un elemento químico insospechado o una partícula elemental ignota—es sólo una parte del progreso científico. Los hallazgos científicos más significativos no consisten en toparse con objetos antes ocultos. La ciencia reside más bien (o en muchos casos) en revelar semejanzas entre procesos que a primera vista parecen distintos, en encontrar relaciones ocultas o nunca antes imaginadas. Isaac Newton no descubrió la gravedad–la propiedad de los cuerpos de caer a tierra—; ésta ya se conocía desde la antigüedad. Lo interesante del trabajo de Newton es que, al proponer una expresión matemática para esa fuerza tan conocida, también encontró la relación entre la caída de los cuerpos en la Tierra y el movimiento de la luna alrededor de nuestro planeta y de los planetas alrededor del sol. La teoría gravitacional de Newton unifica la física terrestre con la física celeste al mostrar que es lo mismo caer que orbitar, y ésa revelación es lo que le celebramos a Newton.
El buen científico no es el que tiene la suerte de dar accidentalmente con algo nuevo (eso no tiene ningún chiste, o tiene muy poco), sino el que es capaz de encontrar relaciones ocultas entre fenómenos disímbolos, el que sabe leer entre líneas en el libro de la naturaleza. Para eso hay que saber interpretar lo que observamos, capacidad que todos los seres humanos tenemos en mayor o menor medida. Según informa el neurofisiólogo Michael Gazzaniga en la revista Scientific American, el cerebro humano viene equipado con un sistema interpretador, que se aloja, al parecer, en el hemisferio izquierdo del cerebro. Esta región del cerebro se encarga de detectar patrones y es tan eficaz en su especialidad, que a veces encuentra patrones hasta donde no los hay. En un experimento que realizó George Wolford en el Dartmouth College, se pidió a los participantes que oprimieran uno de dos botones (arriba y abajo) según donde pensaran que se iba a encender una luz luego de observar una secuencia de encendidos y apagados durante varios minutos. La secuencia estaba programada de tal manera que las luces se encendieran en una sucesión impredecible, pero en 80 por ciento de las veces se encendía la de arriba. Eso quiere decir que oprimiendo sólo el botón de arriba, un participante atinaría 80 por ciento de las veces. Sin embargo, en vez de maximizar los aciertos oprimiendo sólo el botón superior, los participantes trataban de detectar algún orden oculto en la secuencia, con lo cual no rebasaron el 68 por ciento de aciertos. Jamás se les ocurrió pensar que la sucesión de luces fuera aleatoria. Sus cerebros se pusieron a buscar asiduamente un patrón donde no lo había, y buscando patrones, regularidades y relaciones se equivocaron.
¿Por qué tenemos en el cerebro un módulo interpretador? Porque en el ambiente de las cavernas –ambiente en el que vivieron nuestros antepasados durante cientos de miles de años—el poder detectar regularidades y patrones en el entorno era una ventaja. Encontrar patrones permite predecir, y predecir –sobre todo si se predice correctamente—permite sobrevivir. Por eso a nuestros cerebros les gusta tanto interpretar.
¿No les ha pasado que un día descubren que han relacionado dos acontecimientos que siempre se presentan juntos, pero sin haberse fijado? A mí me ocurrió hace mucho tiempo, con el ruido de los aviones que pasaban frente a la ventana de mi estudio. De tanto mirarlos pasar sin poner atención, un día me di cuenta de que podía predecir qué clase de avión iba a pasar a partir del ruido que hacía. Así aprendí a distinguir el Boeing 747 (un retumbar bajo y aterciopelado), el DC-10 (un bramido plañidero de sierra mecánica), el Boeing 727 (un tronar como el del 747, pero no tan redondo) y los aviones rusos de Cubana de Aviación (un estruendo explosivo y desagradable). Ensayé mi habilidad muchas veces sin error, lo que me indicó que no eran figuraciones mías que había aprendido a distinguir los aviones por su ruido sin proponérmelo.
Esa capacidad de relacionar, de interpretar y el placer que nos brinda podría ser la fuente tanto de la ciencia como del arte. La ciencia proviene del observar y compaginar lo exterior al individuo; el arte del observar y relacionar lo interior, por ponerlo de una manera muy simple. Ambas actividades consisten en seleccionar elementos (observaciones en ciencia, trazos y colores en pintura, personajes y episodios en literatura, melodías, ritmos y colores orquestales en música) y ponerlos en relación unos con otros hasta formar una estructura coherente y armoniosa (la teoría o la obra artística).
La pintura no es más que investigación y experimento, decía Picasso. Tal vez la ciencia y el arte, en general, no son más que investigación y experimento que se hacen con miras a interpretar la realidad, o a darle forma a una realidad amorfa y endiabladamente complicada.
La calculadora Hidros
El portal mexicano agua.org.mx acaba de poner en línea su calculadora de huella hídrica, Hidros. La huella hídrica de un individuo es el volumen total de agua implícito en todas sus actividades: desde el consumo directo --bañarse, lavarse, beber-- hasta el indirecto --cuánta agua se requiere para hacer los productos que consume. La calculadora ya está en línea en el portal. Sirve para calcular la huella hídrica de uno y ayudar a tomar medidas para reducirla. La ceremonia de lanzamiento oficial se llevará a cabo en Universum, museo de las ciencias de la UNAM, el lunes 23 de marzo.
martes, 17 de marzo de 2009
Arenas movedizas
jueves, 12 de marzo de 2009
Einstein enamorado
jueves, 5 de marzo de 2009
El mejor error de Galileo
Este martes, por falta de tiempo, no hubo Imagen en la ciencia radiofónica. Como consolación (para mí), comparto con ustedes este artículo que escribí el año pasado para la revista Comunicación y Ciencia, de la Universidad de Guadalajara. Está largo.
¿Quiere usted enterarse de qué hacen los científicos hoy? Pues prepárese, porque no le va a ser fácil. Los científicos contemporáneos comunican sus actividades, sus hallazgos y sus cavilaciones en artículos que se publican en archivos electrónicos en internet y en revistas especializadas con títulos impenetrables. He aquí una breve lista de horrores: Classical and Quantum Gravity, Developmental Psychopathology, Astrophysical Journal, Physical Review D, Annals of Medicine; títulos muy poco apetitosos y que uno no encontrará nunca en su puesto de periódicos.
Con todo y sus títulos de espantar, las revistas científicas especializadas se cuentan en decenas de miles. No hay que confundirlas con las revistas de divulgación científica. Éstas buscan traducir la ciencia para los legos, están dirigidas a un público amplio y emplean el lenguaje de una conversación inteligente, pero coloquial. Las revistas especializadas, en cambio, hablan a públicos muy reducidos, compuestos por los especialistas del campo al que dedica la revista sus páginas. Algunas de estas revistas no tienen más de 200 o 300 lectores en todo el mundo. El lenguaje en que están escritos los artículos que se publican allí es incomprensible, no sólo para los legos, sino incluso para los que, siendo científicos, se especializan en otra cosa.
Antes de que hubiera revistas especializadas, los científicos (o filósofos naturales, como se llamaban antaño) comunicaban sus hallazgos y dirimían sus controversias a librazos. Un libro era un llamado a la discusión (como hoy lo es un artículo) y tenía eco: una retahíla de respuestas, entre ataques y defensas, que mantenían animado el diálogo y caldeados los ánimos. El libro se escribía en latín, lengua de los doctos en teología y filosofía. Los legos no estaban invitados a la fiesta tampoco en esa época.
La bomba de Copérnico
Como un terrorista suicida, el astrónomo y sacerdote polaco Nicolás Copérnico soltó una bomba conceptual y se murió. La bomba era el libro De las revoluciones de las esferas celestes, en el que Copérnico alegaba que los cálculos astronómicos se simplificaban si uno ponía el Sol en el centro del universo y la Tierra girando a su alrededor en vez de lo contrario, que había sido lo acostumbrado desde hacía dos mil años. El libro de Copérnico fue, en efecto, una bomba, pero de tiempo: el heliocentrismo tardaría en levantar erupciones de oposición e inspirar prohibiciones.
Es más: se puede decir que a Copérnico casi nadie le hizo caso. En su época se evitó controversias muriéndose convenientemente el día en que salió su libro de la imprenta (técnica para ahorrarse disgustos que no recomiendo, pese a que a Copérnico le resultó eficaz). Posteriormente se las evitó gracias a un censor oficioso que tuvo a bien prologar el libro anónimamente (y sin permiso del autor) con un texto en el que apaciguaba a los posibles opositores afirmando que no era la intención del autor que sus ideas se tomaran demasiado en serio. El sistema copernicano sólo tenía por objeto simplificar los cálculos astronómicos, pero no había que pensar que la Tierra de veras giraba alrededor del Sol. Por si fuera poco, unos 30 años después de muerto Copérnico, Tycho Brahe, el astrónomo más importante de la época, inventó un sistema intermedio entre el antiguo y el nuevo, en el que la Tierra seguía siendo el centro del universo con el Sol girando a su alrededor, pero los planetas giraban alrededor del Sol. El sistema de Tycho fue como una válvula. Los que no estaban conformes con el modelo astronómico antiguo podían adoptar el de Tycho sin violentar demasiado las tradiciones. Copérnico yació tranquilo en su tumba por espacio de varios decenios.
Hasta que lo despertó Galileo Galilei.
Galileo se arranca la careta
Durante mucho tiempo Galileo fue copernicano de clóset. Luego, en 1610, se las ingenió para construir un telescopio a partir de la descripción de un artefacto que se había patentado en Holanda. Galileo dirigió su anteojo al cielo y encontró por fin la prueba contundente de que la Tierra no era el centro obligado de los movimientos de todos los astros: alrededor de Júpiter giraban cuatro estrellitas que nadie había visto antes. También encontró evidencia de que Venus giraba alrededor del Sol y no de la Tierra, vio montañas en la Luna y se extrañó de que Saturno, en el telescopio, no apareciera como una bolita, sino como una mancha oblonga (Galileo siempre pensó que Saturno tenía dos satélites muy grandes y muy juntos). Ni duda cabía ya de que los cielos no eran como creyeron Aristóteles y sus seguidores por espacio de 20 siglos. Con estas pruebas en mano, las cuales publicó en un librito titulado Sidereus nuncius (“El mensajero celeste”), Galileo se sintió seguro de proclamarse copernicano.
A Galileo le gustaban los buenos pleitos. Arrogante y pendenciero, no tenía la menor duda acerca de sus dotes intelectuales y le gustaba lucirlas. A sus críticos solía ajusticiarlos con mordacidad asesina… siempre y cuando no fueran altos jerarcas de la iglesia o de la nobleza, eso sí. Galileo, que de tonto no tenía un pelo, sabía cuándo convenía doblegarse. Con todo, el mayor pleito de su vida fue el que lo enfrentó a la jerarquía católica a propósito de la arquitectura del cosmos: la iglesia era aristotélica y Galileo copernicano. Los descubrimientos telescópicos que virtió en el Sidereus nuncius eran para su autor la demostración objetiva de que la Tierra giraba alrededor del Sol. Nadie que pegara el ojo al telescopio y viera las mismas cosas que Galileo podría sustraerse al copernicanismo.
Así lo creía Galileo, lo cual no obstó para que, pese a todo, la mayoría sí se sustrajera. Hubo quien, viendo aparecer los satélites de Júpiter ante sus ojos (mediados por el telescopio) afirmó que eran efectos de luz debidos al aparato. Hubo quien se negó a mirar siquiera por el anteojo. Los teólogos aristotélicos deben haberse sentido acorralados, porque en 1616 la obra de Copérnico por fin tuvo el honor de ingresar en el índice de libros prohibidos. Copérnico era oficialmente anatema, en buena medida gracias a su fan número uno.
Galileo, pensador independiente donde los haya, era al mismo tiempo buen católico y no quería tener problemas con las autoridades eclesiásticas, de modo que canceló el proyecto, largamente acariciado, de publicar un libro de exposición del heliocentrismo. Pero no tardó en encontrar un modo de colar de contrabando sus ideas acerca de la estructura del cosmos: en vez de presentar directamente sus pruebas de que Copérnico no andaba errado, Galileo optó por exponer mejor su propio método de razonar en filosofía de la naturaleza y su propio criterio de verdad. Quien los adoptara, tendría que reconocer sin remedio que había pruebas bastantes para aceptar el heliocentrismo. Bueno, con suerte quizá…
Tres cometas agoreros
La oportunidad se le presentó a los pocos años de la prohibición. Todo empezó con un golpe maestro del azar: entre agosto de 1618 y enero de 1619 aparecieron en el cielo tres cometas en rápida sucesión, lo nunca visto. Galileo no los pudo ver por estar confinado en su casa con achaques diversos, pero sus numerosos visitantes casi no le hablaban de otra cosa. Resulta que Galileo tenía sus propias ideas acerca de los cometas. Quizá eso también contribuyó a que no se tomara la molestia de salir a examinar a los visitantes cósmicos con sus propios ojos, ¡él, que tanto defendía la observación directa de la naturaleza!
Si los cometas son presagios, éstos presagiaron una de las batallas librescas más interesantes de la historia de la ciencia. El padre Orazio Grassi, del Colegio Romano, expuso al poco tiempo la posición de los influyentes jesuitas respecto a los cometas y la estructura del universo en un libro en latín que tituló Discurso astronómico de los tres cometas. Allí tomaba partido por el sistema de Tycho Brahe (y por lo tanto contra Copérnico) y afirmaba (¡acertadamente!) que los cometas son cuerpos celestes con órbitas parecidas a las de los planetas. Galileo detestaba el sistema de Tycho Brahe por percibirlo como principal obstáculo para que la iglesia aceptara a Copérnico. Había que atacar a Grassi y a Tycho. Galileo y un discípulo suyo llamado Mario Guiducci planearon la campaña. Guiducci impartió dos conferencias en las que, con ideas de su maestro, polemizaba con Grassi acerca de la naturaleza de los cometas. Éstos no son cuerpos celestes, sino fenómenos ópticos debidos al reflejo de la luz del Sol en los “vapores” terrestres, como los arcoiris y los halos solares. Las conferencias de Guiducci se publicaron en forma de libro. La pelota estaba en la cancha del jesuita, el cual, furioso, le contestó directamente a Galileo con una crítica burlona de sus argumentos. Grassi firmó su libro con el seudónimo de Lothario Sarsi, ficticio discípulo suyo, y lo tituló Balanza astronómica y filosófica porque pretendía sopesar con balanza las ideas de Galileo.
Cómo defender bien ideas malas
El golpe de gracia de Galileo es el libro El ensayador, publicado en 1623 luego de dos años de afanosa labor. Un “ensayador” es el artesano encargado de probar la ley de los metales preciosos por medio de una balanza finísima. Galileo no pierde tiempo y ataca a su adversario desde el título de la obra: Grassi será aquilatado a su vez con minucia implacable.
Galileo opina que los cometas no son cuerpos celestes. Dicho de otro modo, el argumento principal del libro es, como sabemos hoy, completamente erróneo. Si El ensayador se tratara solamente de los cometas tendría hoy poco valor (salvo el valor formativo que tiene el ver que los personajes más conocidos de la historia de la ciencia yerran como cualquier hijo de vecino). Pero en esta obra Galileo puso mucho más: junto a sus alegatos descaminados acerca de los cometas se encuentran expuestos los fundamentos de una nueva forma de pensar y proceder en filosofía natural, una actitud escéptica y crítica que reconocerá cualquier científico contemporáneo.
Una de las joyas de El ensayador —que además es la frase galileana más citada— se encuentra en las primeras páginas del libro, donde Galileo le reprocha a Sarsi (seudónimo con que firma Grassi) el depender intelectualmente de los autores antiguos. “Me parece […] que Sarsi tiene la firme convicción de que para filosofar es necesario apoyarse en la opinión de cualquier célebre autor, de manera que si nuestra mente no se esposara con el razonamiento de otra, debería quedar estéril e infecunda”. Y sigue:
Tal vez piensa que la filosofía [la ciencia, diríamos hoy] es como las novelas, producto de la fantasía de un hombre […] donde lo menos importante es que aquello que en ellas se narra sea cierto. Sr. Sarsi, las cosas no son así. La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el universo, [el cual] está escrito en lengua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto [pp. 60-61].
Las auctoritates, tan importantes para los pensadores medievales, pierden todo valor en ciencia, donde se trata de observar el mundo sin prejuicios (en la medida de lo posible) y de describirlo matemáticamente. Los aristotélicos enemigos de Galileo buscan en el mundo las huellas de la mano de Dios, manifiestas como un fin, una razón para el cosmos. Galileo, en cambio, se afana en encontrar leyes generales que se puedan expresar en forma matemática, sin ocuparse del propósito de la naturaleza.
Para esto es fundamental saber reconocer la propia ignorancia, conducta novedosísima para un filósofo en el siglo XVII (y para algunos maestros de escuela de hoy, amén de todos los políticos). Los antecesores de Galileo se esfuerzan por explicarlo todo, aun a costa de enturbiar los argumentos con sofismas. Cualquier cosa con tal de no decir “no sé”. Pero a veces ésa la respuesta correcta, “repuesta más tolerable que las otras, por cuanto una cándida sinceridad es más bella que una engañosa doblez” [p. 84].
Sarsi alega que el cometa es una especie de planeta porque lo dice Tycho Brahe. Galileo lo rebate con este razonamiento, más sabroso por ser un alegato impecable en defensa de una premisa errónea:
No sé si basta para hacer que el cometa sea un semi-planeta […] con que Sarsi, su Maestro [o sea, Grassi] y otros autores lo hayan querido y nombrado así, pues si su voluntad y su voz son tan potentes como para dar el ser a las cosas queridas y nombradas por ellos, les suplicaría que me hicieran la gracia de querer y nombrar como oro a muchos hierros viejos que tengo por la casa [p. 140].
Sarsi insiste en emplear el argumento de autoridad, y no conforme con citar autores antiguos en defensa de sus puntos de vista, amontona las citas como si así estuviera mejor apoyado. Galileo se exaspera:
Si el discurrir sobre un problema difícil fuese como el transportar pesos, donde muchos caballos son capaces de llevar más sacos de grano que uno solo, yo estaría de acuerdo en que muchos razonamientos unidos son mejor que uno solo; pero el discurrir es como el correr y no como el transportar; un caballo árabe correrá más que cien frisones. Así, cuando Sarsi nos viene con tal multitud de autores, no me parece que refuerce en absoluto su conclusión, sino más bien que ennoblezca [la mía], mostrando que [he] discurrido mejor que muchos hombres de gran crédito [p. 277]
¡Pobre Grassi!
En otra parte los contendientes discuten si las flechas tiradas con arco se calientan en el aire. Grassi dice que sí. ¿Cómo lo sabe? Ah, pues porque lo dice Aristóteles y lo repite una sarta de poetas y filósofos antiguos muy respetados. Galileo opina que no. Hoy sabemos que un objeto que surca la atmósfera se calentará o enfriará según las circunstancias, y por lo tanto que ambos autores tenían algo de razón en este apartado, pero no es el tener razón en el argumento lo que me interesa señalar aquí, sino la diferencia entre los razonamientos de Grassi y de Galileo. Para reforzar su argumento en favor del calentamiento de los proyectiles Grassi cita la opinión de otros autores, que informan que los babilonios cocían huevos haciéndolos girar con una honda sobre su cabeza. Eso le parece razón suficiente para creerlo y tener por demostrado que los proyectiles se calientan. He aquí la respuesta de Galileo, uno de los pasajes más mordaces de El ensayador:
Si Sarsi pretende que yo crea que los babilonios cocían los huevos haciendo girar violentamente la honda, lo creeré, pero diré que la causa de tal efecto es muy diferente de la que le viene atribuida; para hallar la verdadera, yo discurriré así: ‘Si a nosotros no nos sucede un efecto que a otros ha sucedido, ha de ser porque en nuestro operar carecemos de aquello que fue causa del éxito de ese efecto; si carecemos de una sola cosa, esta sola cosa ha de ser la verdadera causa; ahora bien, ni nos faltan huevos, ni hondas, ni hombres robustos que las hagan girar; y, sin embargo, no se cuecen, antes al contrario, si estaban calientes se nos enfrían; luego no nos falta sino estar en Babilonia; luego el estar en Babilonia es la causa de que se endurezcan los huevos y no el rozamiento del aire’” [pp. 277.8].
El jesuita se extraña de que Galileo tenga la mala educación de contradecir a tanta luminaria añeja. Grassi (dice Grassi) no lo haría por parecerle imprudente no creer los dichos de personajes tan respetados. Galileo, sublime, declara:
[yo en cambio] no quiero ser de los que, desconocedores e ingratos hacia la naturaleza y hacia Dios, que me ha dado sentidos y razón, quiera posponer tan grandes dones a las falacias de un hombre, y creer ciega y cobardemente aquello que oigo decir, y hacer sierva la libertad de mi entendimiento de quien puede errar igual que yo [p. 279].
Tratado de humildad científica
Se cuenta que el papa Urbano VIII, que como cardenal Maffeo Barberini había sido amigo de Galileo, disfrutaba muchísimo que su ayuda de cámara le leyera pasajes de El ensayador. Su parte favorita era el cuento del sonido de la cigarra con que Galileo ilustra lo difícil que es llegar a conocimientos positivos por ser muy arriesgado extraer leyes generales a partir de observaciones particulares.
A manera de preámbulo Galileo escribe: “Me parece haber observado que la condición humana es tal, que cuanto menos se entiende y se sabe de una cosa, tanto más decididamente se habla sobre ella; y al contrario, que la cantidad de cosas entendidas y conocidas hace más lento e indeciso el sentenciar sobre alguna novedad” [p. 153]. Luego relata que hubo un individuo que cuidaba pájaros por diversión y porque le maravillaba que pudieran formar sonidos tan bonitos con el aire que respiraban. El individuo sale un día a recorrer el mundo y oye un delicado canto. Suponiendo que no puede ser más que el canto de un pájaro (los únicos cantos que conoce), se acerca y se lleva la sorpresa de su vida al descubrir que el sonido que lo atrajo lo produce un pastor con una flauta. “Reflexionando después a solas”, escribe Galileo, “reconoció que si no hubiera acertado a pasar por allí el pastor, nunca habría aprendido que existían en la naturaleza dos modos de formar voces y cantos suaves” [p. 153]. En sus andares va descubriendo mucho más de dos formas de producir sonidos agradables, cada una de las cuales es para él motivo de asombro: el frotar de las cuerdas de un violín, el rechinido de bisagras viejas, el roce de las patas de un grillo…
Al final se encuentra con una cigarra y no acierta a descubrir cómo produce su clamoroso zumbido. La examina por todos lados “hasta que presionando con una aguja más adentro, le quitó con la voz la vida”. Luego de esta experiencia, el pobre explorador “mostró tal desconfianza en su saber, que al preguntársele cómo se producían los sonidos, modestamente respondía que conocía algunos modos, pero que daba por seguro que podían existir cien otros desconocidos e inopinables” [p. 155].
El gran retórico
En opinión del público contemporáneo Grassi “perdió” —y con él los jesuitas en conjunto, lo que para Galileo bien puede haber sido una victoria pírrica, porque la enemistad de los jesuitas iba a costarle cara años más tarde. Lo cierto es que, como dice Stillman Drake, biógrafo y estudioso de Galileo, Grassi no era ningún tonto. Galileo exagera, o caricaturiza, cuando en El ensayador deja a su adversario como un necio. Pero eso es parte legítima de la técnica retórica.
Orazio Grassi no era manco y no tardó en replicar con sorna igualable a la de su adversario. El título del libro de Galileo en italiano es Il saggiatore, pero Grassi lo llamaba Assaggiatore, que quiere decir “catador”, para insinuar que Galileo estaba borracho cuando lo escribió. El diálogo científico ha perdido mucho colorido al paso de los siglos. Lástima.
Galileo fue un retórico extraordinario. Sabía convencer, y no sólo escogiendo sus palabras, sino la lengua en la que las expresaba. Uno de sus más grandes aciertos de marketing fue escribir sus libros en italiano. Mientras otros eruditos se aferraban al latín, lengua de los cultos (un público muy reducido en toda época), Galileo les dio a sus ideas pasaporte para transitar por la calle.
Menos de 40 años después, la Tierra giraba alrededor del Sol sin que nadie se ofuscara por ello.
Bibliografía
· De Régules, Sergio, Las orejas de Saturno, México: Paidós, 2003
· Drake, Stillman, Discoveries and Opinions of Galileo, Nueva York: Doubleday, 1957
· Galilei, Galileo, El ensayador, (trad. José Manuel Revuelta) Madrid: SARPE, 1984
· Galilei, Galileo, La gaceta sideral, en Galileo-Kepler: El mensaje y el mensajero sideral, México: Alianza, 1988
· Koestler, Arthur, The Sleepwalkers, Londres: Arkana, 1989
· Sobel, Dava, Galileo’s Daughter: A Historical Memoir of Science, Faith, and Love, Nueva York: Penguin, 2000
martes, 3 de marzo de 2009
¿Exclusividad humana?
La revista electrónica SEED publica un artículo que muestra una de las tendencias más importantes en las ciencias de la mente, desde la neurobiología hasta la psiquiatría.
Para eso la revista presenta la historia de una psiquiatra que examina el caso de un adolescente que, junto con otros de su edad, mató a más de 100 víctimas. La investigadora se asombra porque nunca había sucedido nada parecido en esa comunidad. Luego se entera de que los asesinos, de niños, presenciaron el asesinato de sus propios familiares, tras lo cual los enviaron a vivir a otra comunidad, donde no encontraron adultos del sexo masculino que los guiaran.
La psiquiatra encuentra en esto la explicación del caso —típico de la desintegración social— y recomienda la terapia acostumbrada para los que padecen trastorno de estrés post traumático.
Pero el paciente no es un muchacho, sino un elefante africano.
¿Será posible que la terapia que funciona en las personas le sirva a un elefante? Más aun: ¿será posible que las mentes de los animales funcionen —aunque sea remotamente— como las de las personas?
Al parecer, la respuesta que dan hoy los científicos de la mente es “sí”.
Y pensándolo bien, ¿por qué no? Nuestros organismos funcionan muy parecido a los de otros vertebrados, al grado de que la industria farmacéutica da por sentado que lo que cura a un animal curará a una persona. ¿Por qué no iban a funcionar igual las mentes de humanos y animales?
Pues porque durante mucho tiempo (casi toda la historia) se dijo que los animales no tienen mente. Aristóteles, en el siglo IV antes de Cristo, definía al ser humano como un “animal racional”. 2400 años después a mí me tocó que me salieran con eso en la escuela.
En el siglo XVII René Descartes consideraba a los animales “autómatas”: que sólo parece que piensan, se entristecen y en general tienen emociones y razonan, pero que en realidad no. Y punto.
Hoy hay cada vez más investigaciones que apuntan fuertemente a borrar esa frontera artificial que siempre nos ha gustado poner entre nosotros y otros animales. Si las ratas se ríen, los pulpos tienen personalidades, las ovejas interpretan las emociones de sus parientes a partir de su expresión facial, los cuervos y los chimpancés se valen de herramientas y los elefantes y los simios pueden sufrir trastorno de estrés post traumático, van quedando pocas funciones de la mente que se puedan declarar exclusivamente humanas.
Las nuevas técnicas de imagenología del cerebro que permiten ver el cerebro del paciente en acción cuando desempeña distintas actividades están revelando que todos los vertebrados, y algunos invertebrados como los pulpos, comparten con nosotros estructuras biológicas y procesos que en los humanos explican las emociones, la personalidad, la cultura, el lenguaje, el uso de herramientas.
De todas estas investigaciones está surgiendo una imagen de la psique mucho más incluyente, pero la idea todavía les molesta a algunas personas. Hace unos días una lectora de este blog me escribió para contarme cómo le había ido en su lugar de trabajo cuando osó decir que los animales tienen mente. Sus compañeros se burlaron de ella, le repitieron alguna versión del "animal racional" de Aristóteles (una teoría bastante añeja) y se quedaron muy ufanos, con sus mentes súper racionales, pero mal informadas.
Charles Darwin borró la frontera biológica entre personas y bestias con su teoría de la evolución por selección natural. Luego escribió un libro sobre la expresión de las emociones en los animales que se puede considerar como precursor de estas nuevas ideas. La imagen de la mente que está surgiendo de las nuevas investigaciones tanto psicológicas como neurológicas terminará por borrarles del rostro la sonrisa a los compañeros de mi lectora. Y a los demás, ¿qué cambios en nuestra imagen de nosotros mismos nos traerá este nuevo punto de vista? Si por lo menos algunos animales “piensan” y “sienten” como nosotros, ¿qué quiere decir ser humano?