En Micromegas, uno de sus famosos cuentos filosóficos, el escritor francés del siglo XVIII Voltaire cuenta la historia de un extraterrestre que, exiliado de su planeta por hereje, llega a nuestro sistema solar. Luego de algunas peripecias, Micromegas y un saturniano con quien ha trabado amistad llegan a Marte. Los viajeros, escribe Voltaire, “vieron dos lunas que sirven a este planeta y que han escapado a la mirada de nuestros astrónomos. Sé bien”, prosigue Voltaire con su humor característico, “que el padre Castel escribirá, y hasta agradablemente, contra la existencia de estas dos lunas, pero me remito aquí a quienes razonan por analogía. Estos buenos filósofos saben lo difícil que sería que Marte, tan alejado del sol, se las arreglara con menos dos lunas”. (Por cierto, el padre Castel era un jesuita que abogaba por una ciencia basada únicamente en el razonamiento, sin pasar por la experimentación.) Pues bien, resulta que Marte tiene, en efecto, dos lunas, hoy llamadas Fobos y Deimos, que descubrió el astrónomo estadunidense Asaph Hall en 1877, es decir, unos 120 años después de la publicación de Micromegas. Voltaire acertó. ¿Premonición sobrenatural? ¿Visión de genio?
Creo que el propio Voltaire concedería que en lo de las lunas de Marte acertó por casualidad. Su intención no era contribuir al conocimiento científico, sino hacer reír con lo absurdo de la idea de que Marte no se las puede arreglar con menos de dos lunas. ¿Por qué es absurda? Porque supone que las lunas de un planeta tienen un objetivo, que existen para algo. Explicar las cosas atribuyéndoles un propósito se conoce como teleología, y está muy mal visto en ciencias: por ejemplo, decir que el Sol existe para alumbrarnos y darnos energía. Las explicaciones teleológicas implican que la naturaleza planea las cosas y ve el futuro, como si fuera una señora con poderes psíquicos. En otras palabras, son explicaciones que no explican.
Voltaire daba su explicación de las lunas de Marte en broma, pero hay quien lo dice en serio. Tengo aquí una reproducción facsimilar de la primera edición de la Encyclopaedia Britannica, de 1771. En el artículo dedicado a la astronomía hay un párrafo que me gusta mucho. Aunque el artículo es moderno en el sentido de dar por descontado que la tierra gira alrededor del sol, al señalar que en el universo hay muchísimos “soles”, refiriéndose a las estrellas, el autor añade: “No es probable que el Todopoderoso, que siempre actúa con infinita sabiduría y no hace nada en vano, haya creado tantos gloriosos soles, aptos para tantos propósitos importantes, y los haya colocado a tales distancias unos de otros sin objetos propios lo bastante cercanos para beneficiarse de sus influencias. Quien se imagine que sólo fueron creados para ofrecer una pálida luz a los habitantes de nuestro orbe debe tener un conocimiento muy superficial de la astronomía y una opinión muy pobre de la Divina Sabiduría; puesto que, con harto menos esfuerzo de sus poderes creativos, la Deidad podría haberle dado a nuestra tierra mucha más luz con una sola luna adicional”. En otras palabras, las estrellas son centros de sendos sistemas planetarios porque de lo contrario sería un desperdicio de creatividad divina. Las estrellas “sirven” para alumbrar. ¿Qué caso tendría que alumbraran si no alumbran a nadie?
No es difícil ver que estos dos razonamientos teleológicos, el de Voltaire y el de la Britannica, fallan miserablemente porque hacen predicciones que no se cumplen. El primero implica que los planetas tienen más lunas cuanto más lejos están del sol, predicción que falla en Urano, Neptuno y Plutón. El segundo exige que todas las estrellas tengan planetas (es más: planetas habitados por seres inteligentes capaces de apreciar la bondad divina). Hoy sabemos que no es así.
La ciencia es como un juego, una de cuyas reglas más importantes dice: “no recurrirás a lo sobrenatural para explicar lo natural”. Pero el asunto no siempre ha estado tan claro como hoy. El mismísimo Isaac Newton, padre de la física moderna, se sintió obligado a introducir a dios en su modelo del universo cuando se dio cuenta de que, si todas las cosas se atraen por gravedad, el cosmos tendría que estarse derrumbando sobre sí mismo. Yo diría que aún hoy el asunto no está claro: todavía se enseña en algunas escuelas que las vacas y las abejas existen para darnos leche y miel. Pero los científicos hace tiempo que dejaron de apelar a la providencia por tener ésta poco poder explicativo. El reto en ciencias es llegar lo más lejos posible sin acudir a los dioses y hay que decir que no vamos nada mal.
jueves, 25 de diciembre de 2008
miércoles, 24 de diciembre de 2008
Santa Claus y la mecánica cuántica
Cuando los científicos se encuentran con un fenómeno extraño, tratan de entenderlo. Muchas personas piensan que explicarlas cosas les quita la gracia. Es que no están familiarizadas con las explicaciones científicas. Explicar sólo quita la gracia cuando lo que se explica es un truco, como las ilusiones de un mago, o un fraude, como los pronósticos de los astrólogos. Cuando el misterio es legítimo, la explicación puede dejarnos más maravillados que el propio misterio.
Piensen por ejemplo en Santa Claus y el hecho asombroso de que entregue tantos regalos en una sola noche. Piensen también en la clásica restricción santaclosiana: uno no debe estar despierto cuando llegue San Nicolás. Más específicamente, está prohibido ver a Santa Claus. Pues bien, la cosa puede tener una explicación científica asombrosa.
La mecánica cuántica es la teoría física más fundamental y exacta que tenemos. Hasta donde sabemos, todo en el universo cumple las leyes de la mecánica cuántica. En ciertas circunstancias, la mecánica cuántica permite que un objeto esté en muchas posiciones al mismo tiempo. Ese extraño estado es muy delicado: basta un soplo de energía –la más tenue partícula de luz, por ejemplo—para que el objeto se reintegre y aparezca en un solo sitio, como cualquier objeto decente.
Si Santa Claus lograra ponerse en semejante estado quizá podría estar en todo el mundo al mismo tiempo y entregar todos los regalos sin dificultad. Pero recordemos que esta insólita superposición de santacloses por todo el planeta es muy frágil. ¿Será por eso que Santa Claus no se deja ver? ¿Podría ser que la limitación santaclosiana se deba a que San Nicolás teme que al verlo se destruya su superposición de estados cuánticos?
Piensen por ejemplo en Santa Claus y el hecho asombroso de que entregue tantos regalos en una sola noche. Piensen también en la clásica restricción santaclosiana: uno no debe estar despierto cuando llegue San Nicolás. Más específicamente, está prohibido ver a Santa Claus. Pues bien, la cosa puede tener una explicación científica asombrosa.
La mecánica cuántica es la teoría física más fundamental y exacta que tenemos. Hasta donde sabemos, todo en el universo cumple las leyes de la mecánica cuántica. En ciertas circunstancias, la mecánica cuántica permite que un objeto esté en muchas posiciones al mismo tiempo. Ese extraño estado es muy delicado: basta un soplo de energía –la más tenue partícula de luz, por ejemplo—para que el objeto se reintegre y aparezca en un solo sitio, como cualquier objeto decente.
Si Santa Claus lograra ponerse en semejante estado quizá podría estar en todo el mundo al mismo tiempo y entregar todos los regalos sin dificultad. Pero recordemos que esta insólita superposición de santacloses por todo el planeta es muy frágil. ¿Será por eso que Santa Claus no se deja ver? ¿Podría ser que la limitación santaclosiana se deba a que San Nicolás teme que al verlo se destruya su superposición de estados cuánticos?
Cuento de navidad epistemológico
Marley estaba muerto. De eso no cabía ni la menor duda cartesiana. En vida el viejo Jacob Marley había sido un avaro de siete suelas, pero también había sido un empirista. Seguidor del filósofo escocés David Hume, Marley creía que el conocimiento proviene exclusivamente de la información que nos proporcionan los sentidos.
Así pues, Marley estaba más muerto que un clavo, por eso, el día de navidad del séptimo año después de su muerte, se quedó patidifuso al verse de pronto en su antigua casa londinense con una pesada cadena enrollada en la cintura y un vendaje sujetándole la quijada al cráneo. Pero sus sentidos le indicaban que aquello era verdad, y ningún empirista que se respetara, como Marley, se iba a poner a dudar de la evidencia de sus sentidos.
Ebenezer Scrooge, quien fuera socio de Marley por espacio de no sé cuántos años, era tan avaro como había sido su colega. Pero Scrooge era racionalista. Lo mismo que el filósofo francés René Descartes, Scrooge creía que la razón es la única fuente de conocimiento. Las ideas eran para él más reales que la experiencia sensorial.
Scrooge no etaba muerto, aunque siendo tan avaro y seco como era no podía decirse que estuviera muy vivo, y por eso se quedó perplejo cuando, en el séptimo aniversario de la muerte de su socio, vio la forma corpórea de Marley materializarse ante sus ojos. El fantasma lo miró fijamente. Scrooge le devolvió la mirada, haciéndose mentalmente el propósito de dejar de comer tanto porridge antes de irse a la cama.
-¡Hola! -dijo Scrooge- ¿Qué quieres de mí?
-¡Mucho! -dijo la horrible aparición.
Luego de estas efusiones, el fantasma de Marley y Scrooge sostuvieron el siguiente interesantísimo diálogo entre un empirista y un racionalista (y lo que sigue es cita textual de Dickens):
"-No crees en mí -observó el fantasma.
-No -dijo Scrooge.
-¿Qué prueba quieres de mi realidad si no te basta lo que te dicen los sentidos?
-No sé -dijo Scrooge.
-¿Por qué dudas de tus sentidos?
-Pues porque cualquier cosa los afecta -dijo Scrooge-. El menor trastorno estomacal los vuelve embusteros. Tú podrías ser un trozo de carne sin digerir, un poco de mostaza, una migaja de queso rancio o un fragmento de papa mal cocida. ¡Tienes más de salsa que de sepultura, seas lo que seas!"
Dicho lo cual, Scrooge se tomó un Alka-Seltzer y se fue a dormir tan tranquilo. El fantasma desapareció.
Si Scrooge no hubiera sido tan cartesiano, a las pocas horas se le habría aparecido el bondadoso fantasma de las navidades pasadas, el cual, con voz llena de dulzura, lo hubiera invitado a aferrarse a sus vestiduras y salir volando por la ventana para hacer una visita al pasado. Scrooge habría puesto los pies en el vacío pensándose inmune a la fuerza de gravedad, se hubiera pegado el porrazo de su vida, y en vez de viajar a su propio pasado, hubiera ido a reunirse con Jacob Marley en el más allá.
A la noche siguiente se le volvió a aparecer el fantasma. Scrooge lo ahuyentó propinándole un librazo con el Discurso del método.
Así pues, Marley estaba más muerto que un clavo, por eso, el día de navidad del séptimo año después de su muerte, se quedó patidifuso al verse de pronto en su antigua casa londinense con una pesada cadena enrollada en la cintura y un vendaje sujetándole la quijada al cráneo. Pero sus sentidos le indicaban que aquello era verdad, y ningún empirista que se respetara, como Marley, se iba a poner a dudar de la evidencia de sus sentidos.
Ebenezer Scrooge, quien fuera socio de Marley por espacio de no sé cuántos años, era tan avaro como había sido su colega. Pero Scrooge era racionalista. Lo mismo que el filósofo francés René Descartes, Scrooge creía que la razón es la única fuente de conocimiento. Las ideas eran para él más reales que la experiencia sensorial.
Scrooge no etaba muerto, aunque siendo tan avaro y seco como era no podía decirse que estuviera muy vivo, y por eso se quedó perplejo cuando, en el séptimo aniversario de la muerte de su socio, vio la forma corpórea de Marley materializarse ante sus ojos. El fantasma lo miró fijamente. Scrooge le devolvió la mirada, haciéndose mentalmente el propósito de dejar de comer tanto porridge antes de irse a la cama.
-¡Hola! -dijo Scrooge- ¿Qué quieres de mí?
-¡Mucho! -dijo la horrible aparición.
Luego de estas efusiones, el fantasma de Marley y Scrooge sostuvieron el siguiente interesantísimo diálogo entre un empirista y un racionalista (y lo que sigue es cita textual de Dickens):
"-No crees en mí -observó el fantasma.
-No -dijo Scrooge.
-¿Qué prueba quieres de mi realidad si no te basta lo que te dicen los sentidos?
-No sé -dijo Scrooge.
-¿Por qué dudas de tus sentidos?
-Pues porque cualquier cosa los afecta -dijo Scrooge-. El menor trastorno estomacal los vuelve embusteros. Tú podrías ser un trozo de carne sin digerir, un poco de mostaza, una migaja de queso rancio o un fragmento de papa mal cocida. ¡Tienes más de salsa que de sepultura, seas lo que seas!"
Dicho lo cual, Scrooge se tomó un Alka-Seltzer y se fue a dormir tan tranquilo. El fantasma desapareció.
Si Scrooge no hubiera sido tan cartesiano, a las pocas horas se le habría aparecido el bondadoso fantasma de las navidades pasadas, el cual, con voz llena de dulzura, lo hubiera invitado a aferrarse a sus vestiduras y salir volando por la ventana para hacer una visita al pasado. Scrooge habría puesto los pies en el vacío pensándose inmune a la fuerza de gravedad, se hubiera pegado el porrazo de su vida, y en vez de viajar a su propio pasado, hubiera ido a reunirse con Jacob Marley en el más allá.
A la noche siguiente se le volvió a aparecer el fantasma. Scrooge lo ahuyentó propinándole un librazo con el Discurso del método.
lunes, 22 de diciembre de 2008
La física de la Navidad
Hace unos cuatro años discutí con Pedro Ferriz, al aire, cómo hacía Santa Claus para entrar en las casas y recorrer el mundo repartiendo regalos en sólo una noche. Para celebrar las fiestas de diciembre aquí están esas cápsulas en forma de blog. Va la primera. Las otras dos o tres las iré poniendo a una por día. Espero que las disfruten.
Algunas personas dejan de creer en Santa Claus porque no se imaginan cómo hace todo lo que hace. Pero es pura falta de imaginación, o quizá de información. La física contemporánea ofrece explicaciones para muchas de las cosas que hace el gordo de rojo.
Hace tiempo Santa Claus entraba en las casas por la chimenea. En México hoy en día pocas casas tienen chimenea. En cualquier caso, será rara la casa que tenga una de tiro lo bastante espacioso para que quepa San Nicolás, conocido por panzón. ¿Cómo podría entrar hoy en las casas para dejar los juguetes?
Bueno, ¿cómo entrarían ustedes en un cuadrado pintado en el suelo? La pregunta es tonta sólo si piensan en tres dimensiones, porque si fuéramos criaturas de dos dimensiones, los lados del cuadrado serían muros infranqueables como lo son para nosotros las caras de un cubo. Pasar por encima no sólo sería imposible: sería impensable para un ser de dos dimensiones. En cambio nosotros, que vivimos en tres dimensiones, vemos perfectamente incluso el interior de la figura. Podríamos tomar a unos de los seres bidimensionales y meterlo en el cuadrado simplemente levantándolo de su plano y haciéndolo pasar por la tercera dimensión, que él no conoce.
Nuestras casas tridimensionales son como el cuadrado. Pueden estar cerradas por todos lados, pero estarían abiertas por una cuarta dimensión, si la hubiera. Pues bien, las teorías de supercuerdas, que tratan de explicar la estructura del espacio y del tiempo, así como las partículas elementales, requieren que el espacio tenga, no sólo una, sino 7 dimensiones más. Si Santa Claus puede meterse en alguna de éstas, no le será difícil entrar en nuestras casas para dejar los regalos.
Algunas personas dejan de creer en Santa Claus porque no se imaginan cómo hace todo lo que hace. Pero es pura falta de imaginación, o quizá de información. La física contemporánea ofrece explicaciones para muchas de las cosas que hace el gordo de rojo.
Hace tiempo Santa Claus entraba en las casas por la chimenea. En México hoy en día pocas casas tienen chimenea. En cualquier caso, será rara la casa que tenga una de tiro lo bastante espacioso para que quepa San Nicolás, conocido por panzón. ¿Cómo podría entrar hoy en las casas para dejar los juguetes?
Bueno, ¿cómo entrarían ustedes en un cuadrado pintado en el suelo? La pregunta es tonta sólo si piensan en tres dimensiones, porque si fuéramos criaturas de dos dimensiones, los lados del cuadrado serían muros infranqueables como lo son para nosotros las caras de un cubo. Pasar por encima no sólo sería imposible: sería impensable para un ser de dos dimensiones. En cambio nosotros, que vivimos en tres dimensiones, vemos perfectamente incluso el interior de la figura. Podríamos tomar a unos de los seres bidimensionales y meterlo en el cuadrado simplemente levantándolo de su plano y haciéndolo pasar por la tercera dimensión, que él no conoce.
Nuestras casas tridimensionales son como el cuadrado. Pueden estar cerradas por todos lados, pero estarían abiertas por una cuarta dimensión, si la hubiera. Pues bien, las teorías de supercuerdas, que tratan de explicar la estructura del espacio y del tiempo, así como las partículas elementales, requieren que el espacio tenga, no sólo una, sino 7 dimensiones más. Si Santa Claus puede meterse en alguna de éstas, no le será difícil entrar en nuestras casas para dejar los regalos.
jueves, 18 de diciembre de 2008
Hormiguitas
Imagínense una sociedad en la que sólo a unos cuantos se les permite tener hijos. Los demás trabajan para procurarles a los elegidos techo y sustento: consiguen comida, construyen las casas, patrullan las calles, reparan los desperfectos, mantienen a raya a los enemigos y velan en general por que las cosas marchen sobre ruedas. En una sociedad humana, para que los más sirvan a los menos se requiere bastante opresión e injusticia, y tal organización genera muchísimo descontento e indignación entre la mayoría (como quizá se habrán dado cuenta). Pero imagínense una comunidad en la que todos están conformes con su destino y nadie se siente pisoteado ni exprimido. ¿Existe semejante asociación de altruistas?
Sí: se llama “organismo” y sus habitantes son células de tipos muy diversos: células del sistema nervioso, musculares, hepáticas, células de la sangre, células del tejido conectivo, células de la piel, células de las gónadas: los ovarios y los testículos. En esta comunidad sólo las gónadas tienen la capacidad de efectuar la reproducción. Las demás células llevan a cabo otras tareas de administración e intendencia que mantienen al organismo saludable y en operación. Dicho de otro modo, un organismo es una federación de células que han decidido unirse por el bien común, con las prerrogativas y renuncias que tales uniones conllevan.
Hay otro caso de federación provechosa para todos sus miembros, o mejor dicho, una clase de casos: los insectos eusociales, como llaman los expertos a las hormigas y las abejas. La organización de las abejas es muy sencilla: todas son trabajadoras, menos una, que es la reina y que se encarga exclusivamente de reproducirse. Las demás construyen el panal, traen alimento y cuidan a las larvas. Los hormigueros tienen más variedad que los panales: las hormigas que los habitan pueden diferir en forma y tamaño más que un perro chihuahueño y un San Bernardo pese a ser de la misma especie, y pese a tener los mismos genes. Cada casta, como se llama a las distintas clases de individuo en una misma comunidad de hormigas, tiene un tamaño y una forma particulares, adaptados a la especialidad que le toca desempeñar en la economía del hormiguero. Entre las hormigas cortadoras hay no menos de cuatro castas: los soldados, hormigas grandes de cabeza bulbosa llena de músculos que controlan las mandíbulas; las trabajadoras medianas, que cortan hojas y las llevan al hormiguero; las trabajadoras menores, que patrullan las inmediaciones de la columna de hormigas forrajeras para defenderla; y las trabajadoras mínimas. Las hormigas trabajadoras no se comen las hojas, se alimentan de la savia de las plantas. Las hojas que llevan al nido son para cortarse y masticarse hasta producir una pulpa, a la cual las mínimas añaden gotitas de excremento, para dar sabor, digamos. Este sabroso puré sirve de alimento, pero no para las hormigas, sino para un hongo que sólo crece en los nidos de las hormigas cortadoras. El hongo produce excrecencias que las hormigas usan para alimentar a las larvas. Es decir que una comunidad de hormigas cortadoras tiene brazos para ir a buscar comida, un sistema inmunitario que mantiene a raya a los enemigos, un aparato digestivo y un aparato reproductor: son, en el mismo orden, las trabajadoras medias, los soldados y las menores, las mínimas y el hongo y finalmente la reina.
Los biólogos Edward O. Wilson y Bert Hölldobler, célebres expertos en hormigas, llaman a estas asociaciones de insectos “superorganismos” porque en una comunidad de insectos eusociales como estos, el individuo es a su comunidad lo que las células son a un organismo. Igual que nuestras células no gonádicas, las hormigas cumplen distintas funciones para mantener, no a la reina, sino al hormiguero completo. La reina cumple la función de producir larvas. Éstas se convierten en ejemplares de las distintas castas según la alimentación que les den las trabajadoras. Algunas están destinadas a convertirse en reinas –las hormigas con alas--, que va a fundar otra colonia en otra parte: el hormiguero también se reproduce.
Las historias de hormiguitas y abejitas suelen terminar con una moraleja: seamos altruistas como las hormiguitas y las abejitas. Pero a veces el altruismo es egoísmo escondido, y en cierta forma tal es el caso de nuestras hormiguitas. En la lógica descarnada de la naturaleza el bien máximo es dejar descendencia. Todos los demás bienes –la comida, el techo, el prestigio—se miden en términos del grado en que favorecen nuestras posibilidades de transmitir nuestros genes. Visto a la manera del biólogo británico Richard Dawkins, es como si nuestros genes tuvieran una sola misión: pasar a la siguiente generación. Ser altruista quiere decir sacrificar parte del bien propio por el bien de otros, o favorecer las posibilidades de reproducirse de otros a expensas de las nuestras. Los animales –y muchas personas—son altruistas sólo con sus parientes, y mientras más cercano sea el parentesco, mejor, porque favoreciendo a un pariente cercano favorecemos a una buena parte de nuestros genes.
Las células de esa federación llamada organismo tienen todas los mismos genes, por lo que, en el fondo, no están trabajando para otros. Las hormiguitas y las abejitas no tienen exactamente los mismos genes, pero, por su peculiar modo de reproducción, están más emparentadas que los hermanos en otras especies. Eso explica su ejemplar altruismo…y también explica por qué nosotros, por más que queramos, no las podemos imitar.
Quede pues la historia sin moraleja. Es biológicamente imposible.
Sí: se llama “organismo” y sus habitantes son células de tipos muy diversos: células del sistema nervioso, musculares, hepáticas, células de la sangre, células del tejido conectivo, células de la piel, células de las gónadas: los ovarios y los testículos. En esta comunidad sólo las gónadas tienen la capacidad de efectuar la reproducción. Las demás células llevan a cabo otras tareas de administración e intendencia que mantienen al organismo saludable y en operación. Dicho de otro modo, un organismo es una federación de células que han decidido unirse por el bien común, con las prerrogativas y renuncias que tales uniones conllevan.
Hay otro caso de federación provechosa para todos sus miembros, o mejor dicho, una clase de casos: los insectos eusociales, como llaman los expertos a las hormigas y las abejas. La organización de las abejas es muy sencilla: todas son trabajadoras, menos una, que es la reina y que se encarga exclusivamente de reproducirse. Las demás construyen el panal, traen alimento y cuidan a las larvas. Los hormigueros tienen más variedad que los panales: las hormigas que los habitan pueden diferir en forma y tamaño más que un perro chihuahueño y un San Bernardo pese a ser de la misma especie, y pese a tener los mismos genes. Cada casta, como se llama a las distintas clases de individuo en una misma comunidad de hormigas, tiene un tamaño y una forma particulares, adaptados a la especialidad que le toca desempeñar en la economía del hormiguero. Entre las hormigas cortadoras hay no menos de cuatro castas: los soldados, hormigas grandes de cabeza bulbosa llena de músculos que controlan las mandíbulas; las trabajadoras medianas, que cortan hojas y las llevan al hormiguero; las trabajadoras menores, que patrullan las inmediaciones de la columna de hormigas forrajeras para defenderla; y las trabajadoras mínimas. Las hormigas trabajadoras no se comen las hojas, se alimentan de la savia de las plantas. Las hojas que llevan al nido son para cortarse y masticarse hasta producir una pulpa, a la cual las mínimas añaden gotitas de excremento, para dar sabor, digamos. Este sabroso puré sirve de alimento, pero no para las hormigas, sino para un hongo que sólo crece en los nidos de las hormigas cortadoras. El hongo produce excrecencias que las hormigas usan para alimentar a las larvas. Es decir que una comunidad de hormigas cortadoras tiene brazos para ir a buscar comida, un sistema inmunitario que mantiene a raya a los enemigos, un aparato digestivo y un aparato reproductor: son, en el mismo orden, las trabajadoras medias, los soldados y las menores, las mínimas y el hongo y finalmente la reina.
Los biólogos Edward O. Wilson y Bert Hölldobler, célebres expertos en hormigas, llaman a estas asociaciones de insectos “superorganismos” porque en una comunidad de insectos eusociales como estos, el individuo es a su comunidad lo que las células son a un organismo. Igual que nuestras células no gonádicas, las hormigas cumplen distintas funciones para mantener, no a la reina, sino al hormiguero completo. La reina cumple la función de producir larvas. Éstas se convierten en ejemplares de las distintas castas según la alimentación que les den las trabajadoras. Algunas están destinadas a convertirse en reinas –las hormigas con alas--, que va a fundar otra colonia en otra parte: el hormiguero también se reproduce.
Las historias de hormiguitas y abejitas suelen terminar con una moraleja: seamos altruistas como las hormiguitas y las abejitas. Pero a veces el altruismo es egoísmo escondido, y en cierta forma tal es el caso de nuestras hormiguitas. En la lógica descarnada de la naturaleza el bien máximo es dejar descendencia. Todos los demás bienes –la comida, el techo, el prestigio—se miden en términos del grado en que favorecen nuestras posibilidades de transmitir nuestros genes. Visto a la manera del biólogo británico Richard Dawkins, es como si nuestros genes tuvieran una sola misión: pasar a la siguiente generación. Ser altruista quiere decir sacrificar parte del bien propio por el bien de otros, o favorecer las posibilidades de reproducirse de otros a expensas de las nuestras. Los animales –y muchas personas—son altruistas sólo con sus parientes, y mientras más cercano sea el parentesco, mejor, porque favoreciendo a un pariente cercano favorecemos a una buena parte de nuestros genes.
Las células de esa federación llamada organismo tienen todas los mismos genes, por lo que, en el fondo, no están trabajando para otros. Las hormiguitas y las abejitas no tienen exactamente los mismos genes, pero, por su peculiar modo de reproducción, están más emparentadas que los hermanos en otras especies. Eso explica su ejemplar altruismo…y también explica por qué nosotros, por más que queramos, no las podemos imitar.
Quede pues la historia sin moraleja. Es biológicamente imposible.
lunes, 15 de diciembre de 2008
Beethoven artificial
Ludwig van Beethoven cumple hoy 238 años, lo cual no le ha impedido componer algunas cosas recientemente, como por ejemplo, esta variación sobre el primer movimiento de su sonata Op. 27 No. 2, o bien el primer movimiento de su décima sinfonía, que se estrenó en 1988.
Beethoven lleva muerto 181 años, pero su estilo de componer sobrevive por lo menos en dos cerebros, uno electrónico y el otro humano. El cerebro electrónico al que me refiero compuso el fragmento al que conduce el vínculo del párrafo anterior y se llama EMI, siglas de Experiments in Musical Intelligence. EMI es un programa de computadora creado por el compositor David Cope para simplificarse la vida. Cope empezó alrededor de 1980, con un programa muy sencillo que pudiera sugerirle cómo continuar una composición cuando la musa se mostraba arisca. Al paso de los años, y con mejores computadoras para hacer el trabajo difícil, Cope construyó un sistema que analiza piezas musicales y puede producir imitaciones convincentes. De hecho, EMI compuso una "sinfonía número 42 de Mozart" que se estrenó en San Francisco hace algunos años. Lo más interesante de este programa analizador de música es que si uno lo alimenta con piezas de dos compositores distintos, produce música que suena como una mezcla de los dos estilos, según cuenta el filósofo contemporáneo Daniel Dennett en un artículo que se puede descargar de su página web. Muy bien: Cope ha producido un programa que hace viles imitaciones de los "grandes compositores" (y de los pequeños también: EMI es una computadora y trabaja sobre lo que le dé su programador). Pero no sólo eso: nada impide alimentar a EMI con mucha música de muchos compositores. EMI mezcla los estilos obedientemente. ¿Y si luego se le alimenta con sus propias producciones? Eso es lo que ha hecho Cope. Lo que otuvo es música cada vez más original y alejada de sus "maestros", aunque con claras influencias, como cualquier compositor humano. Hoy en día el programa EMI es un compositor hecho y derecho, y no sólo de imitaciones de los clásicos. Los resultados están en la página web de Cope.
Daniel Dennett sugiere que el proceso mecánico de producción con excedentes y selección que se encuentra en la base de la evolución darwiniana podría ser en el fondo la única manera de crear, sea uno ingeniero, artista o la madre naturaleza. Dennett muestra (como Darwin en El origen de las especies) que el proceso ciego de la selección natural basta para crear organismos que parecen “diseñados” sin necesidad de diseñador. Luego Dennett invade un terreno que Darwin (como los ángeles) no se atrevió a hollar: aplica la selección natural al origen de la mente, de la cultura y de todas las producciones humanas. Detrás de todo lo creado (por la naturaleza o por la humanidad) hay algún proceso de generar cosas y ponerlas a prueba.
A la luz de estas ideas las obras de arte pueden considerarse como productos diseñados igual que son productos diseñados las ballenas, los lenguajes y las computadoras. En el caso de la creatividad individual, ¿dónde ocurre el proceso de generar y probar que da como resultado la obra terminada? En la mente del artista. Crear música, por ejemplo, es relacionar ideas musicales de una manera evocativa, equilibrada y expresiva. Para eso el compositor selecciona melodías, patrones rítmicos, colores orquestales y otros elementos musicales que puede sacar del mundo exterior (por ejemplo, Chaikovsky al usar temas folclóricos rusos en su Capricho italiano) o del interior. A veces una idea surge formada en la mente, otras veces la idea proviene de pasear los dedos más o menos al azar por el teclado del piano. En cuanto aparece algún elemento útil, el gusto de artista (otro mecanismo cerebral) lo selecciona. El compositor anota la idea y ésta pasa a formar parte de la materia prima con que luego construirá la obra.
Eso en cuanto a compositores puramente biológicos. Pero nada impide que el músico, como David Cope, emplee máquinas para la etapa de generar ideas o incluso para la de desarrollarlas por selección darwiniana. El compositor británico Brian Eno es una especie de cyborg musical, cuyo sistema de composición es un híbrido biológico-tecnológico. “Hace años que uso reglas para componer. Por ejemplo, he usado sistemas múltiples de cintas sin fin que se pueden reconfigurar de varias maneras. Yo sólo proporciono los sonidos o elementos musicales originales y dejo que el sistema genere patrones con ellos. Es una máquina musical caleidoscópica que genera variaciones continuamente”.
El otro cerebro donde pervive el estilo de Beethoven (o al menos una buena parte) es el del compositor británico Barry Cooper. Cooper es experto en Beethoven. En los años 80 examinó los manuscritos del genio de Bonn y construyó con los fragmentos sueltos una versión de lo que podría haber sido la décima sinfonía de Beethoven. La obra se estrenó en 1988. Luego Cooper produjo una segunda versión, más pulida, de la cual, al parecer, hay varias grabaciones. Las décimas sinfonías de Beethoven, ¡de Cooper!, son lo bastante buenas para convencer a los expertos, como la sinfonía 42 de Mozart, de EMI. Al parecer, pues, el estilo de un compositor es analizable, y no sólo eso: se puede transformar en un algoritmo que puede ser reproducido por una persona, o por una simple (bueno...) computadora. ¿No es maravilloso?
¿Dicen ustedes que no? Piénsenlo así: conocemos a una persona por la apariencia, la voz, la forma de caminar, el tipo de chistes que cuenta, los gustos… Toda esa información está guardada en nuestra mente, de tal modo que, incluso si la persona está ausente -o aún si está muerta- recordamos todos estos detalles, y hasta las opiniones que emite o emitía. En nuestro cerebro residen modelos de las personas que conocemos y con esos modelos nos las representamos y hasta podemos conversar con ellas. (Quizá sea esta la única forma en que vivimos después de la muerte…) El algoritmo beethoveniano (al que llamaremos algoritmo B para ahorrar saliva) sería una especie de modelo mental del lenguaje musical de Beethoven. Todos los músicos que hayan hecho el ejercicio de componer una pieza beethoveniana (y recuerdo que la pianista Eva María Zuk tocaba en son de broma Las mañanitas como si las hubiera compuesto Beethoven, haciéndolas sonar como la sonata de arriba) tienen grabados en el cerebro por lo menos unos cuantos renglones del algoritmo B.
¿Puede la creatividad ser un algoritmo que reside en el cerebro? Al parecer, hay muy buenas razones neurológicas para pensar que sí. En ese caso, ¿es el compositor humano indispensable? ¿Qué implicaría para el arte la existencia de máquinas artistas? ¿Habría que negarles ese calificativo? En esta época en la que se celebra la diversidad por todas partes, ¿habría que lamentar la diversidad de entes inteligentes y creativos? Si acaso su inteligencia resultara muy distinta a la humana, ¿qué formas de pensar inimaginables podrían aportar las máquinas? Tener otra vez a Beethoven –o a todos los demás, o a unos nuevos que jamás existieron— ¿no sería maravilloso? Tenerlos en cada computadora personal, ¿acabaría por trivializarlos?
Beethoven lleva muerto 181 años, pero su estilo de componer sobrevive por lo menos en dos cerebros, uno electrónico y el otro humano. El cerebro electrónico al que me refiero compuso el fragmento al que conduce el vínculo del párrafo anterior y se llama EMI, siglas de Experiments in Musical Intelligence. EMI es un programa de computadora creado por el compositor David Cope para simplificarse la vida. Cope empezó alrededor de 1980, con un programa muy sencillo que pudiera sugerirle cómo continuar una composición cuando la musa se mostraba arisca. Al paso de los años, y con mejores computadoras para hacer el trabajo difícil, Cope construyó un sistema que analiza piezas musicales y puede producir imitaciones convincentes. De hecho, EMI compuso una "sinfonía número 42 de Mozart" que se estrenó en San Francisco hace algunos años. Lo más interesante de este programa analizador de música es que si uno lo alimenta con piezas de dos compositores distintos, produce música que suena como una mezcla de los dos estilos, según cuenta el filósofo contemporáneo Daniel Dennett en un artículo que se puede descargar de su página web. Muy bien: Cope ha producido un programa que hace viles imitaciones de los "grandes compositores" (y de los pequeños también: EMI es una computadora y trabaja sobre lo que le dé su programador). Pero no sólo eso: nada impide alimentar a EMI con mucha música de muchos compositores. EMI mezcla los estilos obedientemente. ¿Y si luego se le alimenta con sus propias producciones? Eso es lo que ha hecho Cope. Lo que otuvo es música cada vez más original y alejada de sus "maestros", aunque con claras influencias, como cualquier compositor humano. Hoy en día el programa EMI es un compositor hecho y derecho, y no sólo de imitaciones de los clásicos. Los resultados están en la página web de Cope.
Daniel Dennett sugiere que el proceso mecánico de producción con excedentes y selección que se encuentra en la base de la evolución darwiniana podría ser en el fondo la única manera de crear, sea uno ingeniero, artista o la madre naturaleza. Dennett muestra (como Darwin en El origen de las especies) que el proceso ciego de la selección natural basta para crear organismos que parecen “diseñados” sin necesidad de diseñador. Luego Dennett invade un terreno que Darwin (como los ángeles) no se atrevió a hollar: aplica la selección natural al origen de la mente, de la cultura y de todas las producciones humanas. Detrás de todo lo creado (por la naturaleza o por la humanidad) hay algún proceso de generar cosas y ponerlas a prueba.
A la luz de estas ideas las obras de arte pueden considerarse como productos diseñados igual que son productos diseñados las ballenas, los lenguajes y las computadoras. En el caso de la creatividad individual, ¿dónde ocurre el proceso de generar y probar que da como resultado la obra terminada? En la mente del artista. Crear música, por ejemplo, es relacionar ideas musicales de una manera evocativa, equilibrada y expresiva. Para eso el compositor selecciona melodías, patrones rítmicos, colores orquestales y otros elementos musicales que puede sacar del mundo exterior (por ejemplo, Chaikovsky al usar temas folclóricos rusos en su Capricho italiano) o del interior. A veces una idea surge formada en la mente, otras veces la idea proviene de pasear los dedos más o menos al azar por el teclado del piano. En cuanto aparece algún elemento útil, el gusto de artista (otro mecanismo cerebral) lo selecciona. El compositor anota la idea y ésta pasa a formar parte de la materia prima con que luego construirá la obra.
Eso en cuanto a compositores puramente biológicos. Pero nada impide que el músico, como David Cope, emplee máquinas para la etapa de generar ideas o incluso para la de desarrollarlas por selección darwiniana. El compositor británico Brian Eno es una especie de cyborg musical, cuyo sistema de composición es un híbrido biológico-tecnológico. “Hace años que uso reglas para componer. Por ejemplo, he usado sistemas múltiples de cintas sin fin que se pueden reconfigurar de varias maneras. Yo sólo proporciono los sonidos o elementos musicales originales y dejo que el sistema genere patrones con ellos. Es una máquina musical caleidoscópica que genera variaciones continuamente”.
El otro cerebro donde pervive el estilo de Beethoven (o al menos una buena parte) es el del compositor británico Barry Cooper. Cooper es experto en Beethoven. En los años 80 examinó los manuscritos del genio de Bonn y construyó con los fragmentos sueltos una versión de lo que podría haber sido la décima sinfonía de Beethoven. La obra se estrenó en 1988. Luego Cooper produjo una segunda versión, más pulida, de la cual, al parecer, hay varias grabaciones. Las décimas sinfonías de Beethoven, ¡de Cooper!, son lo bastante buenas para convencer a los expertos, como la sinfonía 42 de Mozart, de EMI. Al parecer, pues, el estilo de un compositor es analizable, y no sólo eso: se puede transformar en un algoritmo que puede ser reproducido por una persona, o por una simple (bueno...) computadora. ¿No es maravilloso?
¿Dicen ustedes que no? Piénsenlo así: conocemos a una persona por la apariencia, la voz, la forma de caminar, el tipo de chistes que cuenta, los gustos… Toda esa información está guardada en nuestra mente, de tal modo que, incluso si la persona está ausente -o aún si está muerta- recordamos todos estos detalles, y hasta las opiniones que emite o emitía. En nuestro cerebro residen modelos de las personas que conocemos y con esos modelos nos las representamos y hasta podemos conversar con ellas. (Quizá sea esta la única forma en que vivimos después de la muerte…) El algoritmo beethoveniano (al que llamaremos algoritmo B para ahorrar saliva) sería una especie de modelo mental del lenguaje musical de Beethoven. Todos los músicos que hayan hecho el ejercicio de componer una pieza beethoveniana (y recuerdo que la pianista Eva María Zuk tocaba en son de broma Las mañanitas como si las hubiera compuesto Beethoven, haciéndolas sonar como la sonata de arriba) tienen grabados en el cerebro por lo menos unos cuantos renglones del algoritmo B.
¿Puede la creatividad ser un algoritmo que reside en el cerebro? Al parecer, hay muy buenas razones neurológicas para pensar que sí. En ese caso, ¿es el compositor humano indispensable? ¿Qué implicaría para el arte la existencia de máquinas artistas? ¿Habría que negarles ese calificativo? En esta época en la que se celebra la diversidad por todas partes, ¿habría que lamentar la diversidad de entes inteligentes y creativos? Si acaso su inteligencia resultara muy distinta a la humana, ¿qué formas de pensar inimaginables podrían aportar las máquinas? Tener otra vez a Beethoven –o a todos los demás, o a unos nuevos que jamás existieron— ¿no sería maravilloso? Tenerlos en cada computadora personal, ¿acabaría por trivializarlos?
miércoles, 10 de diciembre de 2008
La fuerza de los cuentos
"Cada cabeza es un mundo”, dice un refrán para dar a entender que cada individuo piensa distinto, pero es falso: al nivel más profundo –el del funcionamiento del cerebro—todas las cabezas son el mismo mundo.
Mi cerebro y el de usted manipulan los estímulos que les llegan por los órganos de los sentidos de la misma manera (o casi). Si, por ejemplo, nos presentan la ilusión óptica que encabeza esta entrada, es muy posible que usted y yo la percibamos igual (le recomiendo hacer clic en la imagen para verla más grande). De hecho, por eso se pueden diseñar ilusiones ópticas: el diseñador cuenta con que todos los cerebros procesarán la información de la misma manera y que no ocurrirá, por ejemplo, que uno vea bolas azules donde otro ve triángulos violetas.
Es como comparar tostadores de pan o coches: en el fondo, todos son iguales. Un tostador de pan es un artefacto que tiene que resolver un problema específico. Su diseño responde al problema que está llamado a resolver. Los cerebros también son artefactos cuyo funcionamiento responde a los problemas que están llamados a resolver (sólo que en el caso de los cerebros el diseñador es la evolución por selección natural).
En el transcurso de la evolución de los humanos, nuestros antepasados, para sobrevivir, tenían que ser hábiles para hacer predicciones acerca del entorno y del prójimo. Había que saber cuándo iba a hacer frío, dónde podía encontrarse buena cacería, quiénes eran los compañeros de clan y qué haría fulano si uno le robaba el alimento. Al paso de las generaciones, los individuos que por casualidad estaban mejor dotados para resolver estos problemas tuvieron más probabilidades de vivir lo suficiente para dejar descendencia. Sus hijos heredaron esa característica, la cual les confirió aptitudes para sobrevivir que sus congéneres no tenían. Poco a poco fueron quedando sólo organismos que nacían programados (es un decir) para resolver bien todos estos problemas.
Los neurofisiólogos y psicólogos han identificado algunas de las características que vienen programadas en nuestros cerebros porque fueron útiles para nuestros antepasados. Dicho de otro modo, las funciones que realizan todos los cerebros como resultado de la larga evolución de nuestra especie, y no sólo de la cultura y la actualidad del individuo. Por ejemplo, hablar chino es función de la cultura y actualidad de un individuo, pero ser capaz de aprender a hablar no, porque todas las personas normales aprenden a hablar. Como alega el psicólogo canadiense Steven Pinker, el cerebro humano no es nada más una computadora muy potente a la que se le puede enseñar a hablar, sino una máquina especialmente programada para absorber palabras y reglas sintácticas. Buscando en mi propio cerebro me doy cuenta de que tiene ciertas características que no necesariamente me vienen de fábrica, por así decirlo. Por ejemplo, estoy seguro de que mi manía de repetir lo que me dicen con las sílabas tergiversadas no resuelve ningún problema importante de mis antepasados de las cavernas. ¿Cómo identificar las funciones cerebrales que sí?
Los psicólogos evolucionistas y los neurocientíficos piensan que un buen indicio de que una característica del cerebro nos viene de nuestra evolución es que la característica sea universal, es decir, que se encuentre en todas las culturas y en todos los tiempos. Una característica con estas…ejem…características…es nuestro gusto por las historias, como alega el periodista científico Jeremy Hsu en un artículo que apareció en agosto en la revista Scientific American Mind. Todo el mundo narra, desde Homero hasta los papás de hoy cuando les contamos cuentos a nuestros hijos antes de irse a dormir. Los científicos han empezado a estudiar los cuentos y los modos de contarlos para reconstruir parte de nuestra historia evolutiva y desentrañar el origen de las emociones y la empatía (la capacidad de ponerse en los zapatos de los demás).
Parte del interés de estos estudios es encontrarle la utilidad a la característica en cuestión: ¿por qué favoreció la supervivencia de nuestros antepasados primitivos? En el caso de los cuentos no faltan hipótesis. Una de ellas es que, en una comunidad de animales sociales, los cuentos sirven como entrenamiento para las relaciones humanas. Los niños empiezan a aprender acerca de las regles de interacción social que rigen en su comunidad por medio de las historias. Como dice Keith Oatley, profesor de psicología cognitiva aplicada de la Universidad de Toronto, esto tiene las mismas ventajas que entrenarse para volar aviones practicando en un simulador de vuelo: uno puede cometer en la imaginación todos los errores sociales concebibles sin poner en peligro sus relaciones con su comunidad.
Al mismo tiempo, en una comunidad de animales sociales es fundamental que cada cual entienda que el prójimo tiene motivaciones, preferencias, proyectos y ganas de sobrevivir, igual que uno mismo. En otras palabras, es fundamental que los niños desarollen lo que los psicólogos llaman una “teoría de la mente”, que les permitirá interpretar las acciones de los demás como acciones orientadas a satisfacer las necesidades y los deseos de quien las realiza. (Los niños muy pequeños y los autistas, por ejemplo, no tienen bien desarrollada la teoría de la mente; viven en un mundo donde sólo ellos actúan deliberadamente y las acciones de los demás son un misterio.) Debido a esta necesidad de atribuirles mentes a nuestros congéneres, nuestros cerebros tienen la tendencia a atribuirle mente a todas las cosas. En un estudio realizado en 1944, Fritz Heider y Mary-Ann Simmel pusieron a los participantes a ver una animación de dos triángulos y un círculo que daban vueltas alrededor de un cuadrado. Cuando les pedían que describieran qué estaba pasando, los participantes decían, por ejemplo, “el círculo está persiguiendo a los triángulos”, como si el círculo pudiera tener intenciones. He aquí la semilla de una historia, ¿no creen? Podría ser, pues, que nuestros cerebros inventen cuentos (y los disfruten) porque en su afán de entender al prójimo, tienden a atribuirle intenciones, motivos e intereses a todo, no sólo a las personas.
En mis cursos de divulgación de la ciencia siempre recomiendo contar historias, o comunicar en forma narrativa. La información llana es insípida, pero las historias, con personas que persiguen objetivos y superan obstáculos puestos por otras personas, nunca fallan cuando uno quiere captar la atención del público. Después de leer el artículo de Jeremy Hsu por fin entiendo por qué.
martes, 9 de diciembre de 2008
Marte en la Tierra
En 1976 los dos laboratorios robotizados Viking se posaron en la superificie de Marte. Llevaban a cuestas las esperanzas de un equipo de científicos muy grande, además de instrumentos para analizar el suelo marciano. Buscaban vida, pero no la encontraron. ¿Había que concluir que Marte es yermo?
No necesariamente, dice un equipo encabezado por Rafael Navarro, del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM. Navarro es el fundador del Laboratorio de Química de Plasmas y Estudios Planetarios de ese instituto. La historia la narra Antígona Segura, investigadora y divulgadora científica del ICN, además de colaboradora frecuente en la revista ¿Cómo ves?, que editamos en la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM.
Antígona cuenta que Rafael Navarro y sus colaboradores cuestionaron recientemente los resultados de la misión Viking. En su opinión, los instrumentos que llevaban esas naves de hace tres décadas no eran lo bastante sensibles como para concluir, a partir de esos resultados, que no hay vida en Marte. Para demostrarlo, en 2001 Rafael Navarro y Christopher McKay, de la NASA, recorrieron el mundo en busca de lugares terrestres que se parecieran a Marte por sus condiciones físicas. El primer lugar que examinaron fue el desierto de Atacama, en el sur de Perú y el norte de Chile. El desierto es tan seco, que en su región central no hay organismos vivos, pero el viento lleva cantidades mínimas de material orgánico de otras regiones. Navarro y sus colaboradores usaron la misma técnica que los laboratorios Viking para ver si detectaban esta minúscula cantidad de materia orgánica. Descubrieron que no: las naves no hubieran podido detectar nada en el desierto de Atacama.
En otras localidades desérticas (en África, Estados Unidos y la Antártida) ocurría lo mismo: pese a sí haber materia orgánica y organismos vivos, la técnica de los Viking fallaba, o sólo detectaba una fracción muy pequeña de lo que había. Sólo cuando los científicos calentaban la muestra de suelo por encima de las temperaturas que usaron las naves de 1976 detectaban signos de compuestos orgánicos. Navarro y sus colaboradores publicaron sus resultados en 2006. Klaus Biermann, encargado de los experimentos de los Viking, estaba furioso, pero pese a que trató de rebatir los resultados de Rafael Navarro y su equipo, al final la NASA decidió cambiar de estrategia para buscar materia orgánica en Marte: las nuevas naves que se envíen a explorar el planeta rojo llevarán instrumentos adicionales para resolver el problema.
Para entonces, empero, el más reciente emisario de la Tierra ya estaba en construcción. La sonda Phoenix se posó cerca del polo norte de Marte en mayo de 2008. La misión era buscar hielo y materia orgánica. Rafael Navarro predijo que los instrumentos de esta nave tampoco podrían detectar cantidades bajas de materia orgánica. La NASA lo invitó a estar presente cuando llegaran los primeros resultados.
En el Laboratorio de Química de Plasmas y Estudios Planetarios se llevan a cabo otras investigaciones que tienen la particularidad de explorar otros mundos sin salir de éste. Por ejemplo, en el Pico de Orizaba, la cima más alta de México, los colaboradores de Rafael Navarro investigan a qué obedece que no haya árboles a partir de cierta altitud. Ahí han encontrado una especie de pino que prolifera a altitudes que ninguna otra especie de árbol ha podido conquistar. Los investigadores proponen que, si algún día alquien se anima a emprender la terraformación de Marte (hacerlo hospitalario para la vida, labor que llevaría varios siglos), se emplee esta variedad de pino como primer árbol marciano.
El artículo de Antígona Segura aparece en nuestro número del 10 aniversario de ¿Cómo ves?, que ya está a la venta en puestos de periódico y localres cerrados, pero también lo pueden leer en la sección "índice" de la página web de la revista.
No necesariamente, dice un equipo encabezado por Rafael Navarro, del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM. Navarro es el fundador del Laboratorio de Química de Plasmas y Estudios Planetarios de ese instituto. La historia la narra Antígona Segura, investigadora y divulgadora científica del ICN, además de colaboradora frecuente en la revista ¿Cómo ves?, que editamos en la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM.
Antígona cuenta que Rafael Navarro y sus colaboradores cuestionaron recientemente los resultados de la misión Viking. En su opinión, los instrumentos que llevaban esas naves de hace tres décadas no eran lo bastante sensibles como para concluir, a partir de esos resultados, que no hay vida en Marte. Para demostrarlo, en 2001 Rafael Navarro y Christopher McKay, de la NASA, recorrieron el mundo en busca de lugares terrestres que se parecieran a Marte por sus condiciones físicas. El primer lugar que examinaron fue el desierto de Atacama, en el sur de Perú y el norte de Chile. El desierto es tan seco, que en su región central no hay organismos vivos, pero el viento lleva cantidades mínimas de material orgánico de otras regiones. Navarro y sus colaboradores usaron la misma técnica que los laboratorios Viking para ver si detectaban esta minúscula cantidad de materia orgánica. Descubrieron que no: las naves no hubieran podido detectar nada en el desierto de Atacama.
En otras localidades desérticas (en África, Estados Unidos y la Antártida) ocurría lo mismo: pese a sí haber materia orgánica y organismos vivos, la técnica de los Viking fallaba, o sólo detectaba una fracción muy pequeña de lo que había. Sólo cuando los científicos calentaban la muestra de suelo por encima de las temperaturas que usaron las naves de 1976 detectaban signos de compuestos orgánicos. Navarro y sus colaboradores publicaron sus resultados en 2006. Klaus Biermann, encargado de los experimentos de los Viking, estaba furioso, pero pese a que trató de rebatir los resultados de Rafael Navarro y su equipo, al final la NASA decidió cambiar de estrategia para buscar materia orgánica en Marte: las nuevas naves que se envíen a explorar el planeta rojo llevarán instrumentos adicionales para resolver el problema.
Para entonces, empero, el más reciente emisario de la Tierra ya estaba en construcción. La sonda Phoenix se posó cerca del polo norte de Marte en mayo de 2008. La misión era buscar hielo y materia orgánica. Rafael Navarro predijo que los instrumentos de esta nave tampoco podrían detectar cantidades bajas de materia orgánica. La NASA lo invitó a estar presente cuando llegaran los primeros resultados.
En el Laboratorio de Química de Plasmas y Estudios Planetarios se llevan a cabo otras investigaciones que tienen la particularidad de explorar otros mundos sin salir de éste. Por ejemplo, en el Pico de Orizaba, la cima más alta de México, los colaboradores de Rafael Navarro investigan a qué obedece que no haya árboles a partir de cierta altitud. Ahí han encontrado una especie de pino que prolifera a altitudes que ninguna otra especie de árbol ha podido conquistar. Los investigadores proponen que, si algún día alquien se anima a emprender la terraformación de Marte (hacerlo hospitalario para la vida, labor que llevaría varios siglos), se emplee esta variedad de pino como primer árbol marciano.
El artículo de Antígona Segura aparece en nuestro número del 10 aniversario de ¿Cómo ves?, que ya está a la venta en puestos de periódico y localres cerrados, pero también lo pueden leer en la sección "índice" de la página web de la revista.
jueves, 4 de diciembre de 2008
Las orejas de Saturno
A veces no basta ser testigo presencial de las cosas para saber cómo sucedieron exactamente. Es más: puede ser que nunca baste. La policía en los países desarrollados ya sabe que haber "visto" no es evidencia impepinable de nada, porque los testigos oculares son muy poco confiables. Creo que se debe a que cuando vemos no sólo captamos información del exterior, sino que la interpretamos.
El historiador del arte Ernst Gombrich cuenta la historia de un grabado de la catedral de Chartres, pintado del natural por un artista de tiempos del romanticismo. En el grabado la catedral tiene ventanas ojivales. Pero en la realidad las ventanas de la catedral de Chartres no son ojivas medievales, sino arcos. El pintor, que al realizar el grabado tenía el modelo frente a las narices, se dejó llevar por su gusto romántico por lo medieval y vio ojivas donde había arcos. Así influye en lo que vemos lo que tenemos en la cabeza.
Los pintores románticos no son los únicos que se dejan llevar por sus preferencias, teorías y expectativas. Según Gombrich, le pasó a Leonardo da Vinci. Leonardo abrió corazones humanos para ver cómo estaban hechos y, claro, dibujó lo que vio. Pues bien, resulta que en los dibujos de Leonardo se ve claramente, más que la realidad, la influencia de las teorías del médico griego antiguo Galeno.
Y le pasó a Galileo. La semana pasada hablamos de sus observaciones con el telescopio que se fabricó en 1609, y de cómo asestaron esas observaciones el golpe de gracia a la teoría antigua de un cosmos centrado en la Tierra. En alguna ocasión Galileo se burló de un contemporáneo suyo, que creyó ver el planeta Mercurio pasar frente a la refulgente cara del sol, cuando en realidad estaba viendo manchas solares (identificadas por Galileo). ¡Qué tonto!, se dice, muy ufano, Galileo. Pero hace mal, porque ni él estaba exento de interpretar los datos de una manera que, a la postre, resultó incorrecta.
Después de observar la luna (y descubrirle montañas), Júpiter (y verle lunas) y Venus (y encontrar que tenía fases), Galileo dirigió su telescopio a Saturno, el más lejano de los planetas que se ven a simple vista. Con su aparato, que aumentaba unas 30 veces, Galileo vio una especie de manchita alargada en vez de la bolita que esperaba ver. Luego de mucho pensarlo, Galileo concluyó que, puesto que ya se sabía que Júpiter tiene satélites, quizá lo que se veía en Saturno era un par de lunas muy grandes y muy ceñidas al planeta. Por el resto de su vida Galileo se refirió a ese planeta como "Saturno tricorpóreo" (Saturno de tres cuerpos) y en una carta a un colega explicó que las lunas estaban a los lados del planeta, como unas orejas.
Las orejas, claro está, son los anillos. Pero nosotros vemos anillos porque ya sabemos que ahí están. Descubrirlos en el siglo XVII requirió un telescopio más potente, amen de más experiencia con las observaciones telescópicas; y no ocurrió sino unos 20 años después de la muerte de Galileo (los anillos los identificó el astrónomo y matemático holandés Christiaan Huygens). Galileo no podía adivinar que nosotros veríamos anillos. Confrontado a los datos que arrojaba su instrumento, Galileo, como todo el mundo, interpretó. A la postre resultó que estaba equivocado. (¿Qué creencias de hoy resultarán evidentemente falsas mañana, con más observaciones? ¡Me da una curiosidad!)
P.D. Aprovecho para recomendarles alevosamente mi libro Las orejas de Saturno, que empieza con esta historia y sigue con muchas otras igual de sabrosas.
lunes, 1 de diciembre de 2008
Venus, Júpiter, la luna y Galileo
El cielo nocturno se puso espectacular para recibir el último mes antes del Año Internacional de la Astronomía. Venus y Júpiter se han venido acercando desde hace unos días. La noche de ayer (1 de diciembre) quedaron muy juntos, con la luna creciente un poco más arriba. El trío destacó hasta en los cielos cenagosos de la Ciudad de México. Venus es el que se ve más brillante y blanco, Júpiter un poco más amarillo.
Me parece muy interesante que ocurra esta triple conjunción precisamente un mes antes de 2009, porque resulta que la luna, Venus y Júpiter están muy relacionados con el hecho de que la UNESCO y la Unión Astronómica Internacional hayan decidido celebrar el Año Internacional de la Astronomía. En los primeros días de 2009 se cumplen 400 años de que Galileo Galilei se pusiera a mirar el cielo con un "anteojo" que construyó de oído, por así decirlo: había oído hablar de un aparato que se vendía en las ferias en Holanda y que servía para ver cercanas las cosas lejanas por medio de dos lentes ingeniosamente dispuestas. En enero de 1609 Galileo desafió el frío para escudriñar el cielo nocturno con su juguete nuevo.
Cuando apuntó a Júpiter se llevó la sorpresa de su vida: junto al disco del planeta había cuatro estrellitas casi alineadas. Todavía podía tratarse de una casualidad. Podía ser que las cuatro lucecitas fueran simplemente estrellas mucho más lejanas que por un accidente de perspectiva se veían alineadas cerca de Júpiter. De modo que Galileo reanudó las observaciones a la noche siguiente. Las estrellitas estaban allí otra vez, pero en distintas posiciones. Galileo siguió observándolas durante varias noches y se dio cuenta de que a veces había sólo tres y hasta dos. Hizo una secuencia de dibujos con Júpiter en el centro y las estrellitas en las posiciones que iban tomando cada noche y no tardó en darse cuenta de que las estrellitas debían estar girando alrededor de Júpiter como Júpiter y los otros planetas giraban alrededor del sol.
Resulta que Galileo era de los pocos que en el siglo XVII creía que la Tierra giraba alrededor del sol. Los demás pensaban, con Aristóteles 15 siglos antes, que el sol, la luna, los planetas y las estrellas giraban como vasallos alrededor de la Tierra imperial. En 1609 Galileo aún no se había atrevido a confesarlo muy abiertamente. Era un fino político y más fino promotor de sí mismo, de modo que no quería hacer enojar a las autoridades de su tiempo. Pero si Júpiter tenía cuerpos girándole alrededor, Aristóteles esta errado como un caballo. Si Júpiter podía ser el centro de un movimiento de rotación entonces los cuerpos celestes no estaban obligados todos a girar alrededor de la Tierra. En pocas palabras, que Júpiter tuviera cuatro lunas era buen argumento en favor de la hipótesis de que la Tierra no era el centro del Universo, sino uno más de los planetas.
Por la misma época Galileo también observó la luna y vio las sombras que proyectan al atardecer lunar las montañas y los bordes de los cráteres. La luna era un mundo, como la Tierra, no una esfera etérea de material perfecto e inmutable. Una luna prosaica era otro argumento en favor del heliocentrismo.
Lo que vio en Venus le pareció a Galileo el argumento más contundente. Venus se ve como un lucero muy brillante a simple vista y basta verlo esta noche para darse cuenta de que no hay manera de saber qué forma tiene. Con el telescopio Galileo observó que Venus se veía como una lunita creciente a veces, como una media luna otras: Venus tenía "fases". Galileo lo interpretó así: a Júpiter no le vemos fases porque está más lejos del sol que nosotros, por lo tanto siempre vemos su cara iluminada y nunca la parte de noche; si Venus tiene fases --si le vemos el lado de noche-- es porque está más cerca del sol que nosotros. Cuando Venus y la Tierra se encuentran del mismo lado del sol, desde aquí le vemos parcialmente el lado oscuro. Conclusión: Venus no gira alrededor de la Tierra, sino alrededor del sol, Júpiter también y por si fuera poco, la Tierra también: no hay escapatoria.
Galileo se puso entonces a dar demostraciones del telescopio en plazas públicas...pero no para el pueblo, sino para las autoridades (siempre político, Galileo). Hubo quien, temeroso de ver algo que chocaría con sus creencias, prefirió no mirar por el anteojo. El debate no se zanjó de la noche a la mañana, pero con sus observaciones telescópicas Galileo le asestó el golpe de gracia a la teoría aristotélica del cosmos.
Feliz Año Internacional de la Astronomía.
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