Aunque los científicos por lo general no creemos en la astrología, tenemos que reconocer que hay una estrella que sí tiene efectos sobre lo que acontece en la Tierra: se llama sol y está aquí cerquita, a 150 millones de kilómetros. El sol es a la Tierra lo que la economía de Estados Unidos a la de México. Cuando al sol le dan agruras, aquí en la Tierra pueden freírse los satélites artificiales, estallar las centrales eléctricas e intensificarse las auroras polares.
Parece que también puede reducirse la intensidad de los huracanes.
James Elsner, climatólogo de la Universidad Estatal de Florida, analizó los datos de huracanes que se han acumulado desde hace más de un siglo. En un artículo publicado el 19 de septiembre en la revista Geophysical Research Letters, Elsner afirma que la intensidad promedio de los huracanes varía en un ciclo que dura entre 11 y 12 años. Según el investigador, el ciclo de los huracanes coincide con el bien conocido ciclo de 11 años de la actividad magnética del sol.
Cuando el sol está en el máximo de actividad, se le llena la cara de manchas y --si Elsner tiene razón-- se reduce la intensidad de los huracanes en 10 % por cada 100 manchas solares. Sería muy útil tener un asidero más para predecir la intensidad de estas tormentas... falta que Elsner tenga razón.
El mecanismo que propone funciona así: cuando hay más manchas solares, el sol emite más radiación ultravioleta. Ésta calienta las capas superiores de la atmósfera de la Tierra, lo que reduce la diferencia de temperatura entre el mar y la atmósfera. A menor diferencia de temperatura, menos fuertes son las corrientes de convección ascendentes y descendentes que dan origen a los huracanes (ayudadas por la fuerza de Coriolis).
Los expertos en huracanes no están convencidos. Alegan, en primer lugar, que las capas de la atmósfera que reciben más calor durante el máximo solar están demasiado altas para afectar los huracanes. En segundo lugar, objetan que Elsner no consideró directamente en su análisis la intensidad de los huracanes. ¡No podía! La escala de intensidad de huracanes existe apenas desde 1971. Para los datos anteriores a esa fecha, Elsner y sus colaboradores tomaron en cuenta cuántos huracanes llegaban a tocar tierra en cada temporada. Su método equivale a identificar la frecuencia de huracanes que tocan tierra con la intensidad promedio de los huracanes de la temporada, método que no ha convencido a los expertos.
Judy Curry, huracanóloga del Instituto Tecnológico de Georgia, Estados Unidos, dice que el resultado es interesante y que puede valr la pena explorarlo, pero que Elsner hizo demasiadas suposiciones para creerle en este momento. Para avanzar en esta investigación habría que: 1) verificar que existe el ciclo de los huracanes (quizá con otra suposición para sustituir la medida de la intensidad en los datos de antes de 1971), y 2) detallar mejor el mecanismo mediante el cual la actividad del sol podría ser la causa de este ciclo.
Como siempre, el artículo de James Elsner es una propuesta y una invitación al debate, y no la revelación de una verdad absoluta.
martes, 30 de septiembre de 2008
lunes, 22 de septiembre de 2008
La astronomía tiene ojos españoles
En la escuela nos imparten una idea de la historia tan falsa como la que nos dejan de la ciencia. Según esta visión escolar, los hechos del pasado se conocen con toda certidumbre, como si los historiadores tuvieran máquinas del tiempo para ver las cosas con sus propios ojos, y como si ver con los propios ojos bastara para comprobar una verdad que es absoluta –como si las cosas en historia no dependieran en buena medida de la interpretación. Así pues, el pasado es inamovible: nada puede hacernos cambiar de parecer acerca de las hazañas de los próceres y las traiciones de los infames. En realidad la cosa es más complicada: los historiadores interpretan documentos, y éstos son más numerosos cuanto más cercano está un acontecimiento en el pasado. Conocemos mejor las andanzas de don Benito Juárez, en el siglo XIX, que las del rey Arturo, en el siglo IV, V o VI (ni siquiera sabemos si existió de veras). Y cuando los historiadores descubren nuevos documentos, es posible que cambie nuestra interpretación de los acontecimientos históricos. Los historiadores andan cambiando el pasado todo el tiempo.
Hace 20 años estaba de moda un juego de preguntas llamado Maratón. Tu turno consistía en sacar una carta y responder una pregunta sobre uno de varios temas. Algunas preguntas tenían que ver con ciencias, y en particular con la historia de la ciencia. Si respondías bien, podías mover tu ficha una casilla hacia delante, si contestabas mal, avanzaba la ficha negra de la ignorancia.
Así, una vez, jugando con unos amigos, me tocó la siguiente pregunta: ¿quién inventó el telescopio? Antes de contestar me dije lo siguiente: “es un error común pensar que el inventor del telescopio fue Galileo Galilei, científico italiano del siglo XVII. Lo dice hasta en la estampita sobre Galileo que te venden en la papelería, pero es falso. Los físicos y los astrónomos sabemos que Galileo perfeccionó un diseño que ya existía en Holanda. El verdadero inventor fue Hans Lipperhey, pero no creo que lo sepan los fabricantes del Maratón, así que mejor seamos prudentes”. Muy ufano, contesté: “La estampita va a decir que fue Galileo, pero no es cierto. Bueno, digamos que mi respuesta es Galileo, aunque les advierto que está mal”. ¡Sorpresa!, la tarjetita atribuía la invención del telescopio a Isaac Newton, quien nació el año en que murió Galileo. Aquello sí que era un error, porque Galileo es famoso por haber usado el telescopio para mirar al cielo y hacer varios descubrimientos importantísimos en 1609, treinta y tres años antes de que Newton viera la luz del día. Con todo, no hubo manera de convencer a mis contendientes, poco versados en historia de la astronomía. Avanzó la ignorancia (¡y en qué modo!).
Con este amargo recuerdo en mente leí la noticia que me mandó mi amigo y colega divulgador Rolando Ísita este fin de semana: ¡el telescopio tampoco lo inventó Lippherhey ni ningún holandés, porque se inventó en España! (Bueno, quizá...).
En un artículo recién publicado en la revista History Today, el informático metido a historiador Nick Pelling cuenta que se interesó en el tema cuando encontró en Internet una referencia a una investigación que realizó un historiador aficionado español llamado Simón de Guilleuma. Luego de seguir un tenue rastro histórico durante varias décadas, Guilleuma, a los 73 años, anunció sus descubrimientos en una transmisión de Radio Barcelona. Pero ya se sabe que las ondas hertzianas se las lleva el viento. El trabajo del historiador catalán cayó en el olvido.
En sus investigaciones, rescatadas por Nick Pelling, Guilleuma narra que en 1609 un autor italiano llamado Girolamo Sirtori contó en un libro su encuentro con Juan Roget, fabricante de anteojos catalán. Decía Sirtori que Roget había inventado el anteojo de larga vista, o telescopio. Guilleuma se interesó en este personaje y se puso a hacer indagaciones. Escarbando en los registros de la época, encontró los nombres de varios Rogets, parientes de Juan, que también fueron fabricantes de anteojos. Luego hurgó en los archivos que contienen los inventarios de las pertenencias de las personas muertas en Barcelona y encontró varias menciones de la palabra "ulleras", que significa tanto "anteojos" como "telescopio". La más antigua, y una de las menos ambiguas, era del 10 de abril de 1593. En esa fecha, un tal Don Pedro de Carolona le legó a su esposa "un anteojo largo decorado con bronce". La investigación de Guilleuma quedó incompleta, pero Pelling la retoma y trata de atar varios cabos para mostrar que, contra las afirmaciones de inventores holandeses e italianos de la época, el fabricante de telescopios más antiguo es el catalán de origen francés Roget. Pelling interpreta los pocos datos que hay para construir una verdadera historia de detectives que explicaría por qué en el transcurso de una semana de octubre de 1608 no menos de tres inventores holandeses solicitaron patentes para el telescopio. Uno de esos inventores era el célebre Hans Lipperhey. Según Pelling, las tres solicitudes son fraudulentas.
Así pues, ¿quién inventó el telescopio? En la historia, como en la ciencia, nada es "verdad" hasta que no lo acepta la mayoría de la comunidad de profesionales pertinente. Para eso Pelling los tiene que convencer. Su artículo no es el anuncio de una verdad revelada, sino una invitación al debate, como todo artículo especializado, sea de historia o de ciencia. Entre tanto, podemos ver su narración como una interesante historia de misterio.
He aquí un extracto del artículo de Nick Pelling en History Today, traducido sin permiso por su servidor:
"Que los instrumentos de trabajo de Juan Roget estuvieran oxidados en 1609, como afirma Girolamo Sirtori, y que el artesano ya estuviera retirado para entonces es consistente con la posibilidad de que el telescopio que Don Pedro de Carolona legó a su esposa en 1593 fuera uno de los que fabricó Roget. Esto es lo que creía Simón de Guilleuma. Pero a mí me intriga más la subasta de los bienes de Jaime Galvany, que se llevó a cabo en Barcelona en septiembre de 1608. Si aceptamos, con Guilleuma, que lo que se subastó en esa ocasión fue un telescopio de Roget, creo que se puede reconstruir una secuencia plausible de los hechos más importantes.
"En 1608 la Feria de Frankfurt se celebró de principios hasta finales de septiembre. Esta feria era popularmente considerada la mejor oportunidad en todo el año para vender productos novedosos a precios altísimos. Así pues, supongamos para empezar que el avispado comprador de la subasta lleva este telescopio de Roget a la feria, pero con las prisas le rompe una lente.
"Al llegar a la feria, el mercader no consigue que nadie le haga caso. No tiene influencias para colarse en los círculos adecuados. Entonces se encuentra con un holandés de 20 años llamado Zacharias Janssen, vendedor de anteojos itinerante. El mercader le permite a Janssen tratar de venderles el telescopio a sus contactos de la feria, accediendo a dividirse con él las ganancias.
"Janssen da aviso de que tiene a la venta un artículo insólito y consigue una cita con el acaudalado John Philip Fuchs. Con su arrojo de vendedor, Janssen se declara inventor del artefacto y exige por éste un precio escandaloso. Pero el joven con su lente rota le da mala espina a Fuchs, que rechaza la oferta.
"El comerciante le devuelve el telescopio a su dueño. Pese a lo interesante del aparato, nadie lo quiere comprar en lo que el dueño piensa que vale. Los socios se despiden y el mercader regresa a Barcelona. Supongamos que se trata del marsellés Honorato Graner (otro personaje de la historia de Guilleuma), quien dejaría un telescopio parecido en 1613 y cuyo acento Janssen, en su ignorancia, bien pudo tomar erróneamente por italiano.
"El holandés, entre tanto, concibe una añagaza: copiar el telescopio del mercader, para lo cual regresa a Middelburg veloz como un rayo. Aunque ignora cómo se combinan las lentes, se convence de que puede resolverlo si manda traer varias del taller de Hans Lipperhey. Pero cuando Lipperhey le muestra el conjunto de lentes, Janssen no puede resistir la tentación de alinearlas para comprobar si está a punto de hacerse rico... y con esta acción precipitada e imprudente, el secreto se hace público.
"Se ha iniciado la carrera, aunque el joven comerciante no se da cuenta. Janssen y Lipperhey poseen el mismo secreto, pero el fabricante de anteojos le lleva la ventaja de la experiencia. Así, mientras Janssen construye trabajosamente su aparato como va pudiendo, Lipperhey lo rebasa por la izquierda, muestra un telescopio al príncipe Mauricio de Nassau el 25 de septiembre y a la semana solicita una patente. Janssen hace una demostración de su propio telescopio el 14 de octubre, pero la oportunidad ha pasado. El cuento del "telescopio holandés" ha empezado sin él.
"Si es correcta esta reconstrucción, coincide en casi todo con el informe de Sirtori y al mismo tiempo explica diversas anomalías provenientes de otras fuentes, como el asunto de la lente rota. De hecho, en la investigación de Simón de Guilleuma, Sirtori queda más como primer investigador de la historia del telescopio que como candidato a inventor de ese aparato.
"Si los historiadores modernos siguen el rastro de la familia Roget de Barcelona, Gerona y Aveyron, quizá emerja un cuadro más completo. Así puede resultar que, como creía Simón de Guilleuma, la historia del telescopio no haya empezado con una serie de extrañas coincidencias en Holanda, sino con un genio solitario en Cataluña. ¿Será que durante 400 años los astrónomos, sin saberlo, han mirado el cielo con ojos españoles?"
Bonita historia, ¿no creen?
Hace 20 años estaba de moda un juego de preguntas llamado Maratón. Tu turno consistía en sacar una carta y responder una pregunta sobre uno de varios temas. Algunas preguntas tenían que ver con ciencias, y en particular con la historia de la ciencia. Si respondías bien, podías mover tu ficha una casilla hacia delante, si contestabas mal, avanzaba la ficha negra de la ignorancia.
Así, una vez, jugando con unos amigos, me tocó la siguiente pregunta: ¿quién inventó el telescopio? Antes de contestar me dije lo siguiente: “es un error común pensar que el inventor del telescopio fue Galileo Galilei, científico italiano del siglo XVII. Lo dice hasta en la estampita sobre Galileo que te venden en la papelería, pero es falso. Los físicos y los astrónomos sabemos que Galileo perfeccionó un diseño que ya existía en Holanda. El verdadero inventor fue Hans Lipperhey, pero no creo que lo sepan los fabricantes del Maratón, así que mejor seamos prudentes”. Muy ufano, contesté: “La estampita va a decir que fue Galileo, pero no es cierto. Bueno, digamos que mi respuesta es Galileo, aunque les advierto que está mal”. ¡Sorpresa!, la tarjetita atribuía la invención del telescopio a Isaac Newton, quien nació el año en que murió Galileo. Aquello sí que era un error, porque Galileo es famoso por haber usado el telescopio para mirar al cielo y hacer varios descubrimientos importantísimos en 1609, treinta y tres años antes de que Newton viera la luz del día. Con todo, no hubo manera de convencer a mis contendientes, poco versados en historia de la astronomía. Avanzó la ignorancia (¡y en qué modo!).
Con este amargo recuerdo en mente leí la noticia que me mandó mi amigo y colega divulgador Rolando Ísita este fin de semana: ¡el telescopio tampoco lo inventó Lippherhey ni ningún holandés, porque se inventó en España! (Bueno, quizá...).
En un artículo recién publicado en la revista History Today, el informático metido a historiador Nick Pelling cuenta que se interesó en el tema cuando encontró en Internet una referencia a una investigación que realizó un historiador aficionado español llamado Simón de Guilleuma. Luego de seguir un tenue rastro histórico durante varias décadas, Guilleuma, a los 73 años, anunció sus descubrimientos en una transmisión de Radio Barcelona. Pero ya se sabe que las ondas hertzianas se las lleva el viento. El trabajo del historiador catalán cayó en el olvido.
En sus investigaciones, rescatadas por Nick Pelling, Guilleuma narra que en 1609 un autor italiano llamado Girolamo Sirtori contó en un libro su encuentro con Juan Roget, fabricante de anteojos catalán. Decía Sirtori que Roget había inventado el anteojo de larga vista, o telescopio. Guilleuma se interesó en este personaje y se puso a hacer indagaciones. Escarbando en los registros de la época, encontró los nombres de varios Rogets, parientes de Juan, que también fueron fabricantes de anteojos. Luego hurgó en los archivos que contienen los inventarios de las pertenencias de las personas muertas en Barcelona y encontró varias menciones de la palabra "ulleras", que significa tanto "anteojos" como "telescopio". La más antigua, y una de las menos ambiguas, era del 10 de abril de 1593. En esa fecha, un tal Don Pedro de Carolona le legó a su esposa "un anteojo largo decorado con bronce". La investigación de Guilleuma quedó incompleta, pero Pelling la retoma y trata de atar varios cabos para mostrar que, contra las afirmaciones de inventores holandeses e italianos de la época, el fabricante de telescopios más antiguo es el catalán de origen francés Roget. Pelling interpreta los pocos datos que hay para construir una verdadera historia de detectives que explicaría por qué en el transcurso de una semana de octubre de 1608 no menos de tres inventores holandeses solicitaron patentes para el telescopio. Uno de esos inventores era el célebre Hans Lipperhey. Según Pelling, las tres solicitudes son fraudulentas.
Así pues, ¿quién inventó el telescopio? En la historia, como en la ciencia, nada es "verdad" hasta que no lo acepta la mayoría de la comunidad de profesionales pertinente. Para eso Pelling los tiene que convencer. Su artículo no es el anuncio de una verdad revelada, sino una invitación al debate, como todo artículo especializado, sea de historia o de ciencia. Entre tanto, podemos ver su narración como una interesante historia de misterio.
He aquí un extracto del artículo de Nick Pelling en History Today, traducido sin permiso por su servidor:
"Que los instrumentos de trabajo de Juan Roget estuvieran oxidados en 1609, como afirma Girolamo Sirtori, y que el artesano ya estuviera retirado para entonces es consistente con la posibilidad de que el telescopio que Don Pedro de Carolona legó a su esposa en 1593 fuera uno de los que fabricó Roget. Esto es lo que creía Simón de Guilleuma. Pero a mí me intriga más la subasta de los bienes de Jaime Galvany, que se llevó a cabo en Barcelona en septiembre de 1608. Si aceptamos, con Guilleuma, que lo que se subastó en esa ocasión fue un telescopio de Roget, creo que se puede reconstruir una secuencia plausible de los hechos más importantes.
"En 1608 la Feria de Frankfurt se celebró de principios hasta finales de septiembre. Esta feria era popularmente considerada la mejor oportunidad en todo el año para vender productos novedosos a precios altísimos. Así pues, supongamos para empezar que el avispado comprador de la subasta lleva este telescopio de Roget a la feria, pero con las prisas le rompe una lente.
"Al llegar a la feria, el mercader no consigue que nadie le haga caso. No tiene influencias para colarse en los círculos adecuados. Entonces se encuentra con un holandés de 20 años llamado Zacharias Janssen, vendedor de anteojos itinerante. El mercader le permite a Janssen tratar de venderles el telescopio a sus contactos de la feria, accediendo a dividirse con él las ganancias.
"Janssen da aviso de que tiene a la venta un artículo insólito y consigue una cita con el acaudalado John Philip Fuchs. Con su arrojo de vendedor, Janssen se declara inventor del artefacto y exige por éste un precio escandaloso. Pero el joven con su lente rota le da mala espina a Fuchs, que rechaza la oferta.
"El comerciante le devuelve el telescopio a su dueño. Pese a lo interesante del aparato, nadie lo quiere comprar en lo que el dueño piensa que vale. Los socios se despiden y el mercader regresa a Barcelona. Supongamos que se trata del marsellés Honorato Graner (otro personaje de la historia de Guilleuma), quien dejaría un telescopio parecido en 1613 y cuyo acento Janssen, en su ignorancia, bien pudo tomar erróneamente por italiano.
"El holandés, entre tanto, concibe una añagaza: copiar el telescopio del mercader, para lo cual regresa a Middelburg veloz como un rayo. Aunque ignora cómo se combinan las lentes, se convence de que puede resolverlo si manda traer varias del taller de Hans Lipperhey. Pero cuando Lipperhey le muestra el conjunto de lentes, Janssen no puede resistir la tentación de alinearlas para comprobar si está a punto de hacerse rico... y con esta acción precipitada e imprudente, el secreto se hace público.
"Se ha iniciado la carrera, aunque el joven comerciante no se da cuenta. Janssen y Lipperhey poseen el mismo secreto, pero el fabricante de anteojos le lleva la ventaja de la experiencia. Así, mientras Janssen construye trabajosamente su aparato como va pudiendo, Lipperhey lo rebasa por la izquierda, muestra un telescopio al príncipe Mauricio de Nassau el 25 de septiembre y a la semana solicita una patente. Janssen hace una demostración de su propio telescopio el 14 de octubre, pero la oportunidad ha pasado. El cuento del "telescopio holandés" ha empezado sin él.
"Si es correcta esta reconstrucción, coincide en casi todo con el informe de Sirtori y al mismo tiempo explica diversas anomalías provenientes de otras fuentes, como el asunto de la lente rota. De hecho, en la investigación de Simón de Guilleuma, Sirtori queda más como primer investigador de la historia del telescopio que como candidato a inventor de ese aparato.
"Si los historiadores modernos siguen el rastro de la familia Roget de Barcelona, Gerona y Aveyron, quizá emerja un cuadro más completo. Así puede resultar que, como creía Simón de Guilleuma, la historia del telescopio no haya empezado con una serie de extrañas coincidencias en Holanda, sino con un genio solitario en Cataluña. ¿Será que durante 400 años los astrónomos, sin saberlo, han mirado el cielo con ojos españoles?"
Bonita historia, ¿no creen?
lunes, 8 de septiembre de 2008
Para subir al cielo se necesita...un elevador
El transbordador espacial, armatoste antiguo fabricado con tecnología de hace 40 años, va de salida. Los cohetes con los que se envía carga al espacio desde tiempos del Sputnik son muy caros. Para subir al cielo, lo mejor -según algunos- es un elevador de 100,000 kilómetros de altura, equivalente a un edificio de casi 48 millones de pisos.
No es difícil preverle a este artefacto algunas dificultades técnicas. ¿De dónde se cuelga el cable, por ejemplo? Basta pensar en una honda o unas boleadoras argentinas para imaginarse la solución que han dado quienes proponen este concepto. A esa altura no es necesario colgar el cable, porque la fuerza centrífuga debida a la rotación de la Tierra proporciona ampliamente la fuerza necesaria para mantenerlo tenso. Así, no hace falta construir una estructura sólida que llegue desde la Tierra hasta el extremo del cable, lo que de todos modos sería imposible porque no hay material que aguante el peso de semejante estructura, y por si fuera poco ni el radio de la Tierra (6,400 kilómetros) bastaría para anclar los cimientos del edificio. Así pues, bastaría poner en órbita el cable y luego descolgarlo hacia la superficie del planeta. Y de hecho, por depender la tensión del cable del movimiento de rotación de la Tierra, se podría decir más bien que el elevador está colgado de la superficie terrestre y "cae" hacia el espacio.
Pasemos por alto los obstáculos que esto supondría. Otro problema grave es éste: ¿de qué hacemos el cable? Según Bradley Carl Edwards, ingeniero estadounidense que ha ideado uno de los muchos proyectos de elevador espacial que se están evaluando, el cable podría fabricarse con nanotubos de carbono, material muy resistente descubierto en 1990. Edwards ha calculado que un listón de este material de un metro de ancho, no más espeso que una hoja de papel y de la longitud necesaria pesaría "solamente" 800 toneladas y proporcionaría la resistencia necesaria (aunque hasta hace poco los nanotubos de carbono no habían superado en las pruebas ni la mitad de la resistencia recomendada por los ingenieros para el elevador espacial).
Los vehículos de ascenso que contempla el proyecto de Edwards, uno de los pocos avalados por la NASA, subirían a 200 kilómetros por hora y podrían hacer escala a distintas altitudes: desde las correspondientes a órbitas bajas, como las de los transbordadores espaciales y muchos satélites (unos 400 kilómetros de altura), pasando por la altitud de una órbita geoestacionaria (unos 37,000 kilómetros, donde un objeto le da una vuelta a la Tierra en 24 horas, el mismo tiempo que ésta tarda en girar sobre su eje. Un objeto en semejante órbita sobre el ecuador permanece siempre sobre el mismo punto de la superficie terrestre.), hasta la altitud máxima de 100,000 kilómetros, donde habría una estación-trampolín para proseguir hacia la Luna. El viaje duraría unas 2 horas en el primer caso, más de una semana en el segundo y cerca de un mes en el tercero. Durante los primeros minutos del ascenso los pasajeros del elevador espacial verían pasar el color del cielo de azul a negro azabache mientras la curvatura de la Tierra se haría visible, junto con los contornos de los continentes...sin duda una experiencia que ninguno olvidaría.
Con tecnología previsible para el futuro cercano Edwards y David Raitt, de la Agencia Espacial Europea, calculan que el aparato costaría unos 6,200 millones de dólares. ¿Mucho dinero? Depende. Desarrollar el A380, el avión más grande del mundo, le costó a la empresa europea Airbus 15,000 millones de dólares, por ejemplo. Y la Estación Espacial Internacional ha costado ocho veces más de lo que costaría el elevador (si los cálculos de Edwards y Raitt son correctos). Por si fuera poco, con el elevador se reducen considerablemente los costos: poner un kilo de carga útil en órbita geoestacionaria cuesta en promedio 20,000 dólares con los cohetes de hoy; con el elevador de Edwards costaría 220 dólares.
La idea no es tan nueva como podría pensarse. Aparece ya en una novela del escritor británico de ciencia ficción Arthur C. Clarke, escrita en los años 70. Pero las raíces del concepto se encuentran más atrás, en 1895, cuando el científico ruso Konstantin Tsiolkovsky, pionero de la propulsión por cohetes, fue a París y se quedó embelesado contemplando la torre Eiffel y sus enormes elevadores. Tsiolkovsky concibió un "castillo celeste" en órbita alrededor de la Tierra, al cual se llegaría por medio de trenes que correrían por rieles verticales. Este primitivo elevador espacial no traspasó la frontera de Rusia hasta mucho después. Aunque se discutió en los años 60, durante mucho tiempo el elevador espacial fue una especie de sueño guajiro sin posibilidades de realizarse porque no se conocía material alguno que tuviera ni remotamente la resistencia necesaria. Hoy, los nanotubos de carbono se van acercando cada vez más.
En 2004 la Spaceward Foundation, asociación sin fines de lucro asociada a la NASA, lanzó el concurso Elevator:2010 para darle prisa al mal paso y estimular el desarrollo de la tecnología necesaria para construir el elevador espacial. En su edición de 2008 el concurso, dotado con un total de cuatro millones de dólares a repartir en varios rubros, atrajo equipos de Japón, Canadá, Estados Unidos y Europa. Estos equipos compiten en dos grandes ramas: 1) diseño de un vehículo ligero y rápido para subir la carga por el cable. Los participantes tienen que resolver también el problema de la fuente de energía; y 2) fabricación de un material ligero y resistente para el cable. Los vehículos tienen que escalar un cable de colgado de un helicóptero. La energía se le suministra al vehículo por rayo láser superpotente transmitido desde la superficie y dirigido hacia unas celdas fotovoltaicas especiales que lleva el aparato. El concurso sigue la tradición de los "Air shows", o exposiciones de aeronáutica, que se usaron a principios del siglo XX para demostrar lo útiles que podían ser los aviones. También se basa en el modelo del "American Solar Challenge", concurso anual para diseñar vehículos impulsados por energía solar en el que participan los estudiantes de ingeniería de muchas universidades.
Según los pronósticos más optimistas, como el de Brad Edwards, se podría construir un elevador espacial elemental para el año 2012; otros opinan que la cosa es para fines de este siglo. Sea como sea, una vez que exista el elevador espacial, habrá que resolver también un problema social relacionado con los elevadores que me parece grave: ¿cómo vamos a aguantar una semana haciendo los esfuerzos sobrehumanos que todos hacemos para no posar la vista sobre nuestros compañeros de elevador? A que nadie se lo ha preguntado...
No es difícil preverle a este artefacto algunas dificultades técnicas. ¿De dónde se cuelga el cable, por ejemplo? Basta pensar en una honda o unas boleadoras argentinas para imaginarse la solución que han dado quienes proponen este concepto. A esa altura no es necesario colgar el cable, porque la fuerza centrífuga debida a la rotación de la Tierra proporciona ampliamente la fuerza necesaria para mantenerlo tenso. Así, no hace falta construir una estructura sólida que llegue desde la Tierra hasta el extremo del cable, lo que de todos modos sería imposible porque no hay material que aguante el peso de semejante estructura, y por si fuera poco ni el radio de la Tierra (6,400 kilómetros) bastaría para anclar los cimientos del edificio. Así pues, bastaría poner en órbita el cable y luego descolgarlo hacia la superficie del planeta. Y de hecho, por depender la tensión del cable del movimiento de rotación de la Tierra, se podría decir más bien que el elevador está colgado de la superficie terrestre y "cae" hacia el espacio.
Pasemos por alto los obstáculos que esto supondría. Otro problema grave es éste: ¿de qué hacemos el cable? Según Bradley Carl Edwards, ingeniero estadounidense que ha ideado uno de los muchos proyectos de elevador espacial que se están evaluando, el cable podría fabricarse con nanotubos de carbono, material muy resistente descubierto en 1990. Edwards ha calculado que un listón de este material de un metro de ancho, no más espeso que una hoja de papel y de la longitud necesaria pesaría "solamente" 800 toneladas y proporcionaría la resistencia necesaria (aunque hasta hace poco los nanotubos de carbono no habían superado en las pruebas ni la mitad de la resistencia recomendada por los ingenieros para el elevador espacial).
Los vehículos de ascenso que contempla el proyecto de Edwards, uno de los pocos avalados por la NASA, subirían a 200 kilómetros por hora y podrían hacer escala a distintas altitudes: desde las correspondientes a órbitas bajas, como las de los transbordadores espaciales y muchos satélites (unos 400 kilómetros de altura), pasando por la altitud de una órbita geoestacionaria (unos 37,000 kilómetros, donde un objeto le da una vuelta a la Tierra en 24 horas, el mismo tiempo que ésta tarda en girar sobre su eje. Un objeto en semejante órbita sobre el ecuador permanece siempre sobre el mismo punto de la superficie terrestre.), hasta la altitud máxima de 100,000 kilómetros, donde habría una estación-trampolín para proseguir hacia la Luna. El viaje duraría unas 2 horas en el primer caso, más de una semana en el segundo y cerca de un mes en el tercero. Durante los primeros minutos del ascenso los pasajeros del elevador espacial verían pasar el color del cielo de azul a negro azabache mientras la curvatura de la Tierra se haría visible, junto con los contornos de los continentes...sin duda una experiencia que ninguno olvidaría.
Con tecnología previsible para el futuro cercano Edwards y David Raitt, de la Agencia Espacial Europea, calculan que el aparato costaría unos 6,200 millones de dólares. ¿Mucho dinero? Depende. Desarrollar el A380, el avión más grande del mundo, le costó a la empresa europea Airbus 15,000 millones de dólares, por ejemplo. Y la Estación Espacial Internacional ha costado ocho veces más de lo que costaría el elevador (si los cálculos de Edwards y Raitt son correctos). Por si fuera poco, con el elevador se reducen considerablemente los costos: poner un kilo de carga útil en órbita geoestacionaria cuesta en promedio 20,000 dólares con los cohetes de hoy; con el elevador de Edwards costaría 220 dólares.
La idea no es tan nueva como podría pensarse. Aparece ya en una novela del escritor británico de ciencia ficción Arthur C. Clarke, escrita en los años 70. Pero las raíces del concepto se encuentran más atrás, en 1895, cuando el científico ruso Konstantin Tsiolkovsky, pionero de la propulsión por cohetes, fue a París y se quedó embelesado contemplando la torre Eiffel y sus enormes elevadores. Tsiolkovsky concibió un "castillo celeste" en órbita alrededor de la Tierra, al cual se llegaría por medio de trenes que correrían por rieles verticales. Este primitivo elevador espacial no traspasó la frontera de Rusia hasta mucho después. Aunque se discutió en los años 60, durante mucho tiempo el elevador espacial fue una especie de sueño guajiro sin posibilidades de realizarse porque no se conocía material alguno que tuviera ni remotamente la resistencia necesaria. Hoy, los nanotubos de carbono se van acercando cada vez más.
En 2004 la Spaceward Foundation, asociación sin fines de lucro asociada a la NASA, lanzó el concurso Elevator:2010 para darle prisa al mal paso y estimular el desarrollo de la tecnología necesaria para construir el elevador espacial. En su edición de 2008 el concurso, dotado con un total de cuatro millones de dólares a repartir en varios rubros, atrajo equipos de Japón, Canadá, Estados Unidos y Europa. Estos equipos compiten en dos grandes ramas: 1) diseño de un vehículo ligero y rápido para subir la carga por el cable. Los participantes tienen que resolver también el problema de la fuente de energía; y 2) fabricación de un material ligero y resistente para el cable. Los vehículos tienen que escalar un cable de colgado de un helicóptero. La energía se le suministra al vehículo por rayo láser superpotente transmitido desde la superficie y dirigido hacia unas celdas fotovoltaicas especiales que lleva el aparato. El concurso sigue la tradición de los "Air shows", o exposiciones de aeronáutica, que se usaron a principios del siglo XX para demostrar lo útiles que podían ser los aviones. También se basa en el modelo del "American Solar Challenge", concurso anual para diseñar vehículos impulsados por energía solar en el que participan los estudiantes de ingeniería de muchas universidades.
Según los pronósticos más optimistas, como el de Brad Edwards, se podría construir un elevador espacial elemental para el año 2012; otros opinan que la cosa es para fines de este siglo. Sea como sea, una vez que exista el elevador espacial, habrá que resolver también un problema social relacionado con los elevadores que me parece grave: ¿cómo vamos a aguantar una semana haciendo los esfuerzos sobrehumanos que todos hacemos para no posar la vista sobre nuestros compañeros de elevador? A que nadie se lo ha preguntado...
viernes, 5 de septiembre de 2008
Misión suicida en el intestino
Las personas tenemos muchos motivos para ayudar al prójimo, o sea, para sacrificar por ellos una parte de la tajada de beneficios que nos depara la tómbola de la vida. Ayudamos a nuestros familiares y a nuestros amigos, ayudamos a nuestros compatriotas, y ante un ataque de extraterrestres exterminadores, seguro que ayudaríamos a nuestros congéneres sin importar nada aparte de que son humanos.
Pero entre los organismos sin nuestra complejidad cultural la cooperación obedece a unos criterios más implacables. Se ayuda más a quien más se nos parece genéticamente: primero a los hijos y a los hermanos, luego a los sobrinos y a los primos, luego a los primos segundos, y así, reduciéndose el grado de sacrificio que un organismo está dispuesto a hacer por los demás conforme se reduce el grado de parentesco. Y a quien no es ni remotamente de nuestra familia, ni un vaso de agua le sacrificamos. Así operan, en general, muchos organismos cooperadores, que van desde mamíferos hasta bacterias, pasando por los insectos.
La cosa tiene lógica. Los biólogos han logrado explicar la cooperación en términos del beneficio que ésta brinda, pero no a los individuos, sino a sus genes. Si no fuera así, no se entendería por qué, por ejemplo, los vampiros regurgitan parte de su comida para compartirla con sus parientes en desgracia (sí: los vampiros cooperan), ni por qué las abejas obreras, que no pueden tener descendencia, trabajan a fin de cuentas para la reina y su prole. Si el individuo fuera la unidad fundamental no habría cooperación (como es claro en el caso de los humanos más egoístas y tramposos, que sólo ven por sí mismos). En cambio si lo que cuenta es que sobrevivan los genes, es fácil ver que una tía soltera obtiene un beneficio al ayudar a criar a sus sobrinos, igual que las abejas obreras, que tienen muchos genes en común con la reina.
Pero hay de sacrificios a sacrificios. Una cosa es cederles parte del alimento a los parientes, o cuidar hijos ajenos, y otra muy distinta es sacrificar la vida por el bien común. Los pilotos kamikaze de la Segunda Guerra Mundial morían socavando las defensas del enemigo para que sus compatriotas pudieran atacar más fácilmente. ¿Qué beneficio obtenían de su inmolación?
Los kamikaze eran japoneses y en la cultura japonesa el honor es más importante que la vida, por lo que se entiende que estos pilotos se sacrificaran por los demás, pero también hay bacterias kamikaze, para las que esta explicación no basta. En una población de salmonelas idénticas que invaden el intestino de un hospedero, unas cuantas (alrededor de 15 por ciento) presenta un comportamiento especial: invaden las paredes del intestino, donde son prontamente eliminadas por el sistema inmunitario de ese órgano. ¿Qué ganan con el sacrificio? Ellas, nada. Pero la invasión produce una respuesta inmunitaria más generalizada que tiene el efecto de eliminar a otros microorganismos que compiten con las salmonelas por proliferar en el intestino. Así, las salmonelas sobrevivientes (las que no se inmolan) tienen la vía libre. Sin el sacrificio de unas cuantas la infección terminaría muy pronto con el triunfo del sistema inmunitario del organismo hospedero.
En el número del 21 de agosto de 2008 de la revista Nature un equipo de científicos suizos y canadienses reportan una investigación que sugiere las condiciones para que un organismo desarrolle en el curso de su evolución esta tendencia al sacrificio kamikaze. Usando un modelo matemático basado en probabilidades y en cuantificar los beneficios que obtienen los individuos y sus genes –y empleando observaciones experimentales del proceso de infección por Salmonella Typhimurium— Martin Ackerman, del Instituto Federal de Tecnología de Zurich, Suiza, y sus colaboradores proponen que la conducta suicida puede evolucionar sólo si los genes que la dictan, estando presentes en todos los individuos, sólo se encienden en algunos. Aún no se entiende el mecanismo de esta ruleta rusa microscópica. Si lo entendiéramos, quizá podría idearse una manera de evitar que las bacterias emprendan su misión suicida y así mitigar la infección.
El interés de estos científicos no es explicar cómo avanza la infección por salmonelas, sino investigar en qué condiciones puede evolucionar una conducta altruista extrema como ésta. El trabajo es un bonito ejemplo de la interacción entre modelos matemáticos y experimentación, antes coto casi exclusivo de la física, pero hoy muy usado también en biología.
Pero entre los organismos sin nuestra complejidad cultural la cooperación obedece a unos criterios más implacables. Se ayuda más a quien más se nos parece genéticamente: primero a los hijos y a los hermanos, luego a los sobrinos y a los primos, luego a los primos segundos, y así, reduciéndose el grado de sacrificio que un organismo está dispuesto a hacer por los demás conforme se reduce el grado de parentesco. Y a quien no es ni remotamente de nuestra familia, ni un vaso de agua le sacrificamos. Así operan, en general, muchos organismos cooperadores, que van desde mamíferos hasta bacterias, pasando por los insectos.
La cosa tiene lógica. Los biólogos han logrado explicar la cooperación en términos del beneficio que ésta brinda, pero no a los individuos, sino a sus genes. Si no fuera así, no se entendería por qué, por ejemplo, los vampiros regurgitan parte de su comida para compartirla con sus parientes en desgracia (sí: los vampiros cooperan), ni por qué las abejas obreras, que no pueden tener descendencia, trabajan a fin de cuentas para la reina y su prole. Si el individuo fuera la unidad fundamental no habría cooperación (como es claro en el caso de los humanos más egoístas y tramposos, que sólo ven por sí mismos). En cambio si lo que cuenta es que sobrevivan los genes, es fácil ver que una tía soltera obtiene un beneficio al ayudar a criar a sus sobrinos, igual que las abejas obreras, que tienen muchos genes en común con la reina.
Pero hay de sacrificios a sacrificios. Una cosa es cederles parte del alimento a los parientes, o cuidar hijos ajenos, y otra muy distinta es sacrificar la vida por el bien común. Los pilotos kamikaze de la Segunda Guerra Mundial morían socavando las defensas del enemigo para que sus compatriotas pudieran atacar más fácilmente. ¿Qué beneficio obtenían de su inmolación?
Los kamikaze eran japoneses y en la cultura japonesa el honor es más importante que la vida, por lo que se entiende que estos pilotos se sacrificaran por los demás, pero también hay bacterias kamikaze, para las que esta explicación no basta. En una población de salmonelas idénticas que invaden el intestino de un hospedero, unas cuantas (alrededor de 15 por ciento) presenta un comportamiento especial: invaden las paredes del intestino, donde son prontamente eliminadas por el sistema inmunitario de ese órgano. ¿Qué ganan con el sacrificio? Ellas, nada. Pero la invasión produce una respuesta inmunitaria más generalizada que tiene el efecto de eliminar a otros microorganismos que compiten con las salmonelas por proliferar en el intestino. Así, las salmonelas sobrevivientes (las que no se inmolan) tienen la vía libre. Sin el sacrificio de unas cuantas la infección terminaría muy pronto con el triunfo del sistema inmunitario del organismo hospedero.
En el número del 21 de agosto de 2008 de la revista Nature un equipo de científicos suizos y canadienses reportan una investigación que sugiere las condiciones para que un organismo desarrolle en el curso de su evolución esta tendencia al sacrificio kamikaze. Usando un modelo matemático basado en probabilidades y en cuantificar los beneficios que obtienen los individuos y sus genes –y empleando observaciones experimentales del proceso de infección por Salmonella Typhimurium— Martin Ackerman, del Instituto Federal de Tecnología de Zurich, Suiza, y sus colaboradores proponen que la conducta suicida puede evolucionar sólo si los genes que la dictan, estando presentes en todos los individuos, sólo se encienden en algunos. Aún no se entiende el mecanismo de esta ruleta rusa microscópica. Si lo entendiéramos, quizá podría idearse una manera de evitar que las bacterias emprendan su misión suicida y así mitigar la infección.
El interés de estos científicos no es explicar cómo avanza la infección por salmonelas, sino investigar en qué condiciones puede evolucionar una conducta altruista extrema como ésta. El trabajo es un bonito ejemplo de la interacción entre modelos matemáticos y experimentación, antes coto casi exclusivo de la física, pero hoy muy usado también en biología.
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