viernes, 25 de abril de 2008
Cómo encontrar hoyos negros
Cúmulo globular omega-Centauri: grande, brillante... y extraño
Los hoyos negros vienen en tamaños distintos: los hay de masa relativamente pequeña, que se forman al compactarse una estrella masiva que se apaga, y los hay "supermasivos", de masas iguales a miles de millones de veces la del sol. Los hoyos negros comunes y corrientes se encuentran distribuidos por todo el disco de las galaxias, igual que las estrellas a partir de las cuales se forman; los hoyos negros supermasivos, en cambio, viven en el centro de muchas galaxias, entre ellas la nuestra. Nadie sabe muy bien cómo se forman los hoyos negros supermasivos. Misterio cósmico.
La cosa podría cambiar pronto gracias a una investigación de la astrofísica mexicana Eva Noyola y sus colaboradores, Karl Gebhardt y Marcel Bergmann. En un artículo publicado recientemente en la revista Astrophysical Journal, este equipo internacional estudia los movimientos de las estrellas que forman el cúmulo globular conocido como omega-Centauri (más sobre esto en un momento).
Eva Noyola estudió la carrera de física en la UNAM y luego se fue a hacer el posgrado en el extranjero, como se acostumbra. Hoy trabaja en Alemania, en el Instituto Max Planck de Física Extraterrestre (nada que ver con los marcianos; la física extraterrestre es simplemente la física de fenómenos que ocurren fuera de la Tierra). Sus colaboradores trabajan en el Departamento de Astronomía de la Universidad de Texas en Austin y el Observatorio Géminis, con oficinas en Tucson, Arizona.
Los cúmulos globulares son conjuntos compactos y esféricos de hasta un millón de estrellas. Se los encuentra en órbitas distintas alrededor de la mayoría de las galaxias. La nuestra tiene 158 cúmulos globulares conocidos, que forman una especie de halo esférico -o, como analogía menos poética, de nubes de moscas que rondan la galaxia. De los cúmulos globulares de nuestra galaxia el más grandote, brillante y extraño es omega-Centauri. Tiene nombre de estrella porque así se lo clasificó antes de que William Herschel descubriera, alrededor de 1830, que no es una estrella ni una nebulosa, sino un conjunto de estrellas.
Omega-Centauri es raro primero por su tamaño, segundo porque contiene estrellas de muy diversas antigüedades (a diferencia de los cúmulos clásicos, cuyas estrellas son todas igual de viejas), tercero por las también diversas composiciones químicas de sus estrellas y cuarto por lo nerviosas que parecen éstas: Eva Noyola y sus colaboradores midieron las velocidades con que las estrellas más internas orbitan el centro del cúmulo y notaron que son mucho mayores de lo que cabría esperar. Si omega-Centauri se juzga sólo por lo que vemos, entonces las estrellas deberían moverse más lentamente y la diferencia entre la velocidad de las del centro y la de las periféricas debería ser menor. Por lo tanto, concluyen Noyola y amigos, en el centro del cúmulo debe haber algo que no se ve, y que es a la vez muy compacto y muy masivo. Los cálculos del equipo indican que este efecto podría producirlo un hoyo negro con una masa igual a 40,000 veces la masa del sol.
Como siempre en ciencia, hay otras posibilidades, que Noyola, Gebhardt y Bergmann examinan detalladamente en su artículo: que se trate de un grupo de estrellas apagadas (como enanas blancas o estrellas de neutrones), o bien de un grupo de estrellas con órbitas alargadas. Los autores desechan estas posibilidades con bastante confianza basándose en ciertas suposiciones acerca del comportamiento y desarrollo de los cúmulos globulares.
Así pues, podría ser que las rarezas de omega-Centauri se deban --como ya se sospechaba-- a que no es un cúmulo globular, sino una galaxia pequeña en órbita alrededor de la nuestra y a la cual la Vía Láctea le ha robado la mayoría de sus estrellas. La masa del hoyo negro central (aún hipotético) está entre la de los hoyos negros normales, formados por el colapso de estrellas individuales, y la de los hoyos negros supermasivos . Si se confirma la hipótesis de Noyola, Gebhardt y Bergmann, podría ayudar a explicar cómo se forman los descomunales hoyos negros de los centros de las galaxias.
Le escribí a Eva Noyola para preguntarle acerca de su vida. Muchos científicos jóvenes se van por unos años a estudiar e investigar al extranjero. Algunos se quedan ahí, pero otros vuelven. Los egresados de la UNAM por lo general sentimos veneración por nuestra alma mater. Eva Noyola lo expresa de una manera original y poética cuando le pregunto si tiene planes de volver a México y a su universidad. "Mi corazón es azul y mi piel dorada", me escribe, en alusión a los colores emblemáticos de la UNAM (post data: se ha revelado mi ignorancia. En un correo posterior, Eva me informa amablemente que esta frase que me pareció tan "original y poética" es de una porra puma bien conocida. Ay de mí.) Ella quisiera regresar, pero no es fácil. Para empezar, como también ocurre con frecuencia en la vida de los científicos jóvenes, Eva se enamoró en Texas, durante su doctorado y se casó en México con un astrofísico israelí. Hoy viven en Alemania. Para volver a México tendrían que encontrar dos plazas y no una sola, lo que sería, como dice Eva, casi milagroso. Dice Eva Noyola que los sueldos de los científicos en México son perfectamente competitivos; pero lo que más le preocupa es que en México no tendrían, quizá, tan fácil acceso a recursos como "tiempo de telescopio" (el tiempo que se otorga a un investigador para usar un telescopio, recurso muy disputado por relativamente escaso, sobre todo si se quiere usar el Telescopio Espacial Hubble y los del Observatorio Géminis, como Noyola y amigos). Los telescopios mexicanos --muy adecuados para otras investigaciones-- no lo son para el tipo de investigación que hace Eva Noyola. Y por no participar México en el mantenimiento y operación de los grandes telescopios del mundo, los investigadores nacionales sólo pueden solicitar migajas de tiempo que no alcanzan para gran cosa.
Un toque de morbo: si quieren ver qué cara tiene un artículo científico (no de divulgación), descarguen el artículo de Eva Noyola y sus colaboradores de la base de datos ArXiv.org.
viernes, 18 de abril de 2008
Si el sol fuera un chícharo
En días laborables recorro 25 kilómetros a mi trabajo en la Universidad Nacional Autónoma de México. A mí me parece un camino larguísimo. Pero la semana pasada, cuando Pedro Ferriz me sugirió hacer esta cápsula de radio sobre la escala del universo, lo pensé mejor: mis 25 mugrosos kilometritos no son nada comparados con las distancias con las que se las ven diariamente los astrónomos y los 40 minutos que tardo en llegar a mi trabajo palidecen al lado de las distancias y los tiempos que tarda la luz —el agente más rápido del universo— en recorrer los horrorosos abismos del espacio interestelar.
Si hiciéramos una carretera al sol y la recorriéramos en coche a velocidades generosas —digamos, 120 kilómetros por hora— tardaríamos en llegar la friolera de 143 años. El mismo camino le toma a la luz ocho minutos a 300,000 kilómetros por segundo. Casi nada. Decimos que el sol se encuentra a ocho minutos-luz de la Tierra.
El sol está a la vuelta de la esquina en la escala astronómica. Imagínense un chícharo para representar el sol. La Tierra es una mota de polvo invisible que se encuentra a 50 centímetros del chícharo y la nave Voyager 1, el objeto artificial más lejano y que se encuentra en este momento a unas 15 horas-luz de nosotros, anda perdido a unos 56 metros del chícharo. Ése es más o menos el tamaño del sistema solar en la escala en la que el sol se reduce a medio centímetro: digamos, 60 metros, o media cuadra. La luz tarda unas 15 horas en recorrer media cuadra (y el Voyager 1 ha tardado 30 años: despegó en septiembre de 1977 y desde entonces ha ido viajando a varias decenas de kilómetros por segundo). En esta escala un año-luz equivale a unos 35 kilómetros (mi diario peregrinaje a la UNAM equivale entonces a unos 2/3 de año-luz. Con razón tardo tanto en volver, sobre todo con tráfico.)
Pero eso aún no es nada. La estrella más cercana —a unos cuatro años-luz— parpadea tenuemente a 135 kilómetros del chícharo solar, la distancia entre la Ciudad de México y Puebla. ¿Qué pueden significar uno para otro dos chícharos en México D.F. y Puebla? Y eso que estamos hablando apenas de la estrella más cercana.
Nuestra galaxia es un conjunto de unos 300,000 millones de chícharos, canicas y pelotas de basketball (y otros ingredientes) distribuidos en forma de disco a distancias de 100 o 200 kilómetros unas de otras —y en las regiones centrales mucho menos, quizá 10 o 20 kilómetros. Nuestro insignificante chícharo está en los suburbios del disco.
¿A qué distancia, en nuestra escala?
No sé, ¿diez mil kilómetros?, ¿cien mil kilómetros?
No: en esta escala el sol está distante del centro de la galaxia ¡un millón de kilómetros! Nuestra escala chicharesca se vuelve inútil, porque un millón de kilómetros es difícil de imaginar. Es unas tres veces la distancia a la luna. ¿Inventamos una nueva escala en la que la galaxia se convierte en un hot cake?
(gritos de protesta de los lectores de este blog)
Está bien, está bien. Nada de hot cake. Mejor les voy a contar cómo sabemos dónde está el centro de la galaxia.
Harlow Shapley era periodista, pero quería hacer algo más con su vida, de modo que se procuró la lista de carreras científicas que ofrecía una universidad y eligió la primera. Bueno, no: en realidad eligió la segunda. La primera era “arqueología”, palabra horrible que a Shapley se le dificultaba pronunciar. Resultó que la segunda disciplina de la lista era astronomía. Shapley se volvió astrónomo. Con el tiempo llegaría a ser director del Observatorio Harvard College, situado cerca de Boston, donde en 1912 la astrónoma mal pagada y poco reconocida Henrietta Swann Leavitt dio con una manera de determinar distancias enormes en el cosmos.
Hasta entonces, para medir distancias en el cielo, los astrónomos se habían tenido que conformar con un método geométrico conocido desde la antigüedad y que empleaban desde los arquitectos hasta los artilleros para medir distancias en la Tierra. El método de triangulación daba buenos resultados siempre y cuando el objeto cuya distancia se quería medir estuviera a no más de unos cuantos cientos de años-luz, pero se volvía impráctico a distancias mayores. Por lo tanto, los astrónomos no tenían ni idea del tamaño del universo. Muchos pensaban que esas manchitas de luz oblongas que se veían salpicadas por todo el cielo eran estrellas en formación, y por lo tanto se encontraban relativamente cerca. Pero el método de la señorita Leavitt estaba por cambiar esta imagen.
(Lean mi artículo “Henrietta Swan Leavitt, tenaz medidora del Universo” —revista ¿Cómo ves?, No. 111 (febrero 20008)— picando aquí. ¿Cómo ves? se vende en Sanborns y puestos de periódico).
Antes de ser director del Observatorio Harvard, Shapley había trabajado en el de Monte Wilson, en California. Shapley sabía que algunos de los puntos de luz de la Vía Láctea que a simple vista parecen estrellas son en realidad -como revela el telescopio- grupos de muchas estrellas. Estas familias estelares conocidas como cúmulos globulares pueden contener entre 10,000 y un millón de estrellas. Shapley fotografío con telescopio los cúmulos globulares y usó el método de Henrietta Leavitt para calcular la distancia a la que se encontraban. Descubrió que los cúmulos globulares estaban distribuidos sobre una región esférica del espacio. Shapley conjeturó entonces que los cúmulos globulares formaban “una especie de estructura -un vago esqueleto de la galaxia-, el mejor indicio de su extensión y orientación”.
En noches claras sin luna, lejos de la ciudad, la Vía Láctea presenta un máximo de anchura y luminosidad cerca de la constelación de Sagitario, al sur. Shapley descubrió que una tercera parte de los cúmulos globulares conocidos en su época se concentraba en las inmediaciones de Sagitario, en una región del cielo que representa menos del dos por ciento de toda la bóveda celeste. Allí debía encontrarse el centro de la galaxia -muy lejos, más allá de las estrellas de Sagitario. Era una conjetura muy osada, pero resultó correcta. El sol, entonces, no estaba ni por asomo en la región central de su propia galaxia. Hoy sabemos que el Sol gira alrededor del centro de la galaxia a una distancia de 30 000 años-luz (cerca de un millón de millones de millones de kilómetros) y a razón de una revolución cada 200 millones de años.
Shapley estimó el tamaño de la galaxia y le pareció tan desmesuradamente grande, que se convenció de que debía ser la única galaxia en el universo. Otros pensaban -sin tener la seguridad- que no: nuestra galaxia es una de tantas, y las manchitas de luz oblongas no son estrellas en formación, sino otras galaxias, muy distantes. El debate se centró en Shapley y el astrónomo Edwin Hubble (célebre por descubrir, años después, que el universo se expande). Shapley y Hubble se odiaban y el debate tuvo sus momentos sabrosos, pero tendremos que dejarlo para otra ocasión.
Si hiciéramos una carretera al sol y la recorriéramos en coche a velocidades generosas —digamos, 120 kilómetros por hora— tardaríamos en llegar la friolera de 143 años. El mismo camino le toma a la luz ocho minutos a 300,000 kilómetros por segundo. Casi nada. Decimos que el sol se encuentra a ocho minutos-luz de la Tierra.
El sol está a la vuelta de la esquina en la escala astronómica. Imagínense un chícharo para representar el sol. La Tierra es una mota de polvo invisible que se encuentra a 50 centímetros del chícharo y la nave Voyager 1, el objeto artificial más lejano y que se encuentra en este momento a unas 15 horas-luz de nosotros, anda perdido a unos 56 metros del chícharo. Ése es más o menos el tamaño del sistema solar en la escala en la que el sol se reduce a medio centímetro: digamos, 60 metros, o media cuadra. La luz tarda unas 15 horas en recorrer media cuadra (y el Voyager 1 ha tardado 30 años: despegó en septiembre de 1977 y desde entonces ha ido viajando a varias decenas de kilómetros por segundo). En esta escala un año-luz equivale a unos 35 kilómetros (mi diario peregrinaje a la UNAM equivale entonces a unos 2/3 de año-luz. Con razón tardo tanto en volver, sobre todo con tráfico.)
Pero eso aún no es nada. La estrella más cercana —a unos cuatro años-luz— parpadea tenuemente a 135 kilómetros del chícharo solar, la distancia entre la Ciudad de México y Puebla. ¿Qué pueden significar uno para otro dos chícharos en México D.F. y Puebla? Y eso que estamos hablando apenas de la estrella más cercana.
Nuestra galaxia es un conjunto de unos 300,000 millones de chícharos, canicas y pelotas de basketball (y otros ingredientes) distribuidos en forma de disco a distancias de 100 o 200 kilómetros unas de otras —y en las regiones centrales mucho menos, quizá 10 o 20 kilómetros. Nuestro insignificante chícharo está en los suburbios del disco.
¿A qué distancia, en nuestra escala?
No sé, ¿diez mil kilómetros?, ¿cien mil kilómetros?
No: en esta escala el sol está distante del centro de la galaxia ¡un millón de kilómetros! Nuestra escala chicharesca se vuelve inútil, porque un millón de kilómetros es difícil de imaginar. Es unas tres veces la distancia a la luna. ¿Inventamos una nueva escala en la que la galaxia se convierte en un hot cake?
(gritos de protesta de los lectores de este blog)
Está bien, está bien. Nada de hot cake. Mejor les voy a contar cómo sabemos dónde está el centro de la galaxia.
Harlow Shapley era periodista, pero quería hacer algo más con su vida, de modo que se procuró la lista de carreras científicas que ofrecía una universidad y eligió la primera. Bueno, no: en realidad eligió la segunda. La primera era “arqueología”, palabra horrible que a Shapley se le dificultaba pronunciar. Resultó que la segunda disciplina de la lista era astronomía. Shapley se volvió astrónomo. Con el tiempo llegaría a ser director del Observatorio Harvard College, situado cerca de Boston, donde en 1912 la astrónoma mal pagada y poco reconocida Henrietta Swann Leavitt dio con una manera de determinar distancias enormes en el cosmos.
Hasta entonces, para medir distancias en el cielo, los astrónomos se habían tenido que conformar con un método geométrico conocido desde la antigüedad y que empleaban desde los arquitectos hasta los artilleros para medir distancias en la Tierra. El método de triangulación daba buenos resultados siempre y cuando el objeto cuya distancia se quería medir estuviera a no más de unos cuantos cientos de años-luz, pero se volvía impráctico a distancias mayores. Por lo tanto, los astrónomos no tenían ni idea del tamaño del universo. Muchos pensaban que esas manchitas de luz oblongas que se veían salpicadas por todo el cielo eran estrellas en formación, y por lo tanto se encontraban relativamente cerca. Pero el método de la señorita Leavitt estaba por cambiar esta imagen.
(Lean mi artículo “Henrietta Swan Leavitt, tenaz medidora del Universo” —revista ¿Cómo ves?, No. 111 (febrero 20008)— picando aquí. ¿Cómo ves? se vende en Sanborns y puestos de periódico).
Antes de ser director del Observatorio Harvard, Shapley había trabajado en el de Monte Wilson, en California. Shapley sabía que algunos de los puntos de luz de la Vía Láctea que a simple vista parecen estrellas son en realidad -como revela el telescopio- grupos de muchas estrellas. Estas familias estelares conocidas como cúmulos globulares pueden contener entre 10,000 y un millón de estrellas. Shapley fotografío con telescopio los cúmulos globulares y usó el método de Henrietta Leavitt para calcular la distancia a la que se encontraban. Descubrió que los cúmulos globulares estaban distribuidos sobre una región esférica del espacio. Shapley conjeturó entonces que los cúmulos globulares formaban “una especie de estructura -un vago esqueleto de la galaxia-, el mejor indicio de su extensión y orientación”.
En noches claras sin luna, lejos de la ciudad, la Vía Láctea presenta un máximo de anchura y luminosidad cerca de la constelación de Sagitario, al sur. Shapley descubrió que una tercera parte de los cúmulos globulares conocidos en su época se concentraba en las inmediaciones de Sagitario, en una región del cielo que representa menos del dos por ciento de toda la bóveda celeste. Allí debía encontrarse el centro de la galaxia -muy lejos, más allá de las estrellas de Sagitario. Era una conjetura muy osada, pero resultó correcta. El sol, entonces, no estaba ni por asomo en la región central de su propia galaxia. Hoy sabemos que el Sol gira alrededor del centro de la galaxia a una distancia de 30 000 años-luz (cerca de un millón de millones de millones de kilómetros) y a razón de una revolución cada 200 millones de años.
Shapley estimó el tamaño de la galaxia y le pareció tan desmesuradamente grande, que se convenció de que debía ser la única galaxia en el universo. Otros pensaban -sin tener la seguridad- que no: nuestra galaxia es una de tantas, y las manchitas de luz oblongas no son estrellas en formación, sino otras galaxias, muy distantes. El debate se centró en Shapley y el astrónomo Edwin Hubble (célebre por descubrir, años después, que el universo se expande). Shapley y Hubble se odiaban y el debate tuvo sus momentos sabrosos, pero tendremos que dejarlo para otra ocasión.
jueves, 10 de abril de 2008
La insoportable movilidad del aquí
Cuando vuelvan del trabajo esta tarde su casa no estará donde estaba por la mañana. No se preocupen: de todos modos llegarán, pero, respecto a las estrellas, la casa se habrá movido. Lo cual se debe, of course, a que la Tierra está en movimiento: da vueltas alrededor de su eje una vez cada 24 horas y completa un giro alrededor del sol en unos 365 días y feria. Piénsenlo: mientras están sentados en casa o en la oficina leyendo este blog van disparados por el espacio a velocidades escalofriantes.
La rotación del planeta nos desplaza hacia el oeste a una velocidad constante de unos 440 metros por segundo (en la latitud de la Ciudad de México). El movimiento alrededor del sol nos añade otros 30 kilómetros por segundo (aunque la velocidad orbital y la de rotación están cambiando de orientación la una respecto a la otra todo el tiempo; los 440 metros por segundo a veces se suman, y a veces se restan, a los 30 kilómetros por segundo).
Se podría pensar que ahí para la cosa. Como nos dijeron en primaria, la Tierra tiene sólo dos movimientos. Pues no: la rotación y la traslación son solamente los movimientos de nuestro planeta respecto al sol. Pero éste, a su vez, se desplaza. Nuestra estrella vive en los suburbios galácticos de la Vía Láctea, a unos 30,000 años luz del centro. Como todas las estrellas de nuestra galaxia, el sol orbita el centro galáctico, un poco como los planetas alrededor del sol (y por la misma razón: la fuerza de atracción gravitacional). Como las distancias en la escala galáctica son inmensamente superiores a las distancias interplanetarias que nos separan del sol, éste tarda 240 millones de años en darle una vuelta al centro de la Vía Láctea. Podríamos definir un “año galáctico” de 240 millones de años terrestres. Hace un año galáctico los dinosaurios medraban en la Tierra y no había ni rastro de los seres humanos. El movimiento del sol alrededor del centro de la galaxia nos agrega otros 236 kilómetros por segundo.
Muy bien. Así pues, tu casa se mueve de una manera enredada, a 440 metros por segundo hacia el oeste, 30 kilómetros por segundo alrededor del sol y 236 kilómetros por segundo en torno al centro de la galaxia. ¡Con razón te cuesta tanto trabajo encontrarla cuando estás borracho!
La cosa se pone peor. El sol, en sus revoluciones galácticas, no describe un círculo sencillo, sino que sube y baja como un corcho en las olas -o como los caballitos del carrusel-, movimiento que lo lleva unos 260 años luz hacia arriba y hacia abajo del plano galáctico (si la galaxia, vista de lado, es como una hamburguesa, el plano galáctico es donde está la carnita). Añadamos este subir y bajar a la ensalada de movimientos a los que se abandonan nuestras casas mientras no estamos ahí (y también cuando sí estamos, claro). Ya tenemos el pretexto perfecto para llegar tarde el sábado por la noche.
Pero, ¡momento! La cosa se pone aún peor, porque la galaxia también se está moviendo: se desplaza alrededor del centro de masa del “Grupo Local” de galaxias (nuestras vecinas galácticas más cercanas, a las que estamos unidos gravitacionalmente), y el Grupo Local va lanzado a toda velocidad hacia el Supercúmulo de Virgo (un grupo de galaxias muy numeroso que nos atrae gravitacionalmente junto con las otras galaxias del Grupo Local). Y para terminar, el Supercúmulo de Virgo se está alejando de todos los otros cúmulos del universo porque éste se expande.
¡Qué mareo! ¿Será efecto del eterno girar del universo a mi alrededor? ¿Las revoluciones cósmicas de planetas, soles y galaxias hirviendo en un caldo de espacio-tiempo en expansión? ¿El vértigo metafísico de una mente diminuta en presencia de lo indescifrable? ¿El llamado de auxilio del alma atrapada en un vórtice cartesiano?
…o será que están pintando mi casa y huele a thinner…
La rotación del planeta nos desplaza hacia el oeste a una velocidad constante de unos 440 metros por segundo (en la latitud de la Ciudad de México). El movimiento alrededor del sol nos añade otros 30 kilómetros por segundo (aunque la velocidad orbital y la de rotación están cambiando de orientación la una respecto a la otra todo el tiempo; los 440 metros por segundo a veces se suman, y a veces se restan, a los 30 kilómetros por segundo).
Se podría pensar que ahí para la cosa. Como nos dijeron en primaria, la Tierra tiene sólo dos movimientos. Pues no: la rotación y la traslación son solamente los movimientos de nuestro planeta respecto al sol. Pero éste, a su vez, se desplaza. Nuestra estrella vive en los suburbios galácticos de la Vía Láctea, a unos 30,000 años luz del centro. Como todas las estrellas de nuestra galaxia, el sol orbita el centro galáctico, un poco como los planetas alrededor del sol (y por la misma razón: la fuerza de atracción gravitacional). Como las distancias en la escala galáctica son inmensamente superiores a las distancias interplanetarias que nos separan del sol, éste tarda 240 millones de años en darle una vuelta al centro de la Vía Láctea. Podríamos definir un “año galáctico” de 240 millones de años terrestres. Hace un año galáctico los dinosaurios medraban en la Tierra y no había ni rastro de los seres humanos. El movimiento del sol alrededor del centro de la galaxia nos agrega otros 236 kilómetros por segundo.
Muy bien. Así pues, tu casa se mueve de una manera enredada, a 440 metros por segundo hacia el oeste, 30 kilómetros por segundo alrededor del sol y 236 kilómetros por segundo en torno al centro de la galaxia. ¡Con razón te cuesta tanto trabajo encontrarla cuando estás borracho!
La cosa se pone peor. El sol, en sus revoluciones galácticas, no describe un círculo sencillo, sino que sube y baja como un corcho en las olas -o como los caballitos del carrusel-, movimiento que lo lleva unos 260 años luz hacia arriba y hacia abajo del plano galáctico (si la galaxia, vista de lado, es como una hamburguesa, el plano galáctico es donde está la carnita). Añadamos este subir y bajar a la ensalada de movimientos a los que se abandonan nuestras casas mientras no estamos ahí (y también cuando sí estamos, claro). Ya tenemos el pretexto perfecto para llegar tarde el sábado por la noche.
Pero, ¡momento! La cosa se pone aún peor, porque la galaxia también se está moviendo: se desplaza alrededor del centro de masa del “Grupo Local” de galaxias (nuestras vecinas galácticas más cercanas, a las que estamos unidos gravitacionalmente), y el Grupo Local va lanzado a toda velocidad hacia el Supercúmulo de Virgo (un grupo de galaxias muy numeroso que nos atrae gravitacionalmente junto con las otras galaxias del Grupo Local). Y para terminar, el Supercúmulo de Virgo se está alejando de todos los otros cúmulos del universo porque éste se expande.
¡Qué mareo! ¿Será efecto del eterno girar del universo a mi alrededor? ¿Las revoluciones cósmicas de planetas, soles y galaxias hirviendo en un caldo de espacio-tiempo en expansión? ¿El vértigo metafísico de una mente diminuta en presencia de lo indescifrable? ¿El llamado de auxilio del alma atrapada en un vórtice cartesiano?
…o será que están pintando mi casa y huele a thinner…
viernes, 4 de abril de 2008
En primavera las plantas azulecen
"¡Qué bonita es la primavera, cuando los campos y los bosques se ponen azules!". Tal vez con esta frase celebran en algún planeta la llegada de la estación en que crecen y proliferan los organismos fotosintéticos. En otro planeta, alumbrado por una estrella de otras características, podrían decir: "Todo se ve tan lleno de vida. ¡Negro por todas partes!"
En efecto, las plantas de otros planetas podrían ser de otros colores, como explica en un artículo del número de este mes de la revista Scientific American la biometeoróloga Nancy Kiang, del Instituto Goddard de Estudios Espaciales, de la NASA. Nancy Kiang y sus colaboradores, entre ellos Antígona Segura, del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM, se interesan en buscar modos de detectar vida en planetas lejanos. Uno de esos métodos podría ser buscar en la luz de esos planetas indicios de que albergan organismos que obtienen su energía de la luz de sus estrellas.
¿Por qué son verdes las plantas en la Tierra? Las plantas son organismos que dieron con una forma muy eficaz de procurarse alimento: alimentarse del sol. Lo hacen por medio de pigmentos (como la clorofila) que extraen energía de la luz que emite nuestra estrella. Para hacerlo de la manera más eficiente, los pigmentos absorben una parte de los colores que componen esa luz. Las plantas en la Tierra son verdes porque la parte verde de las luz del sol no les sirve y la reflejan. El proceso se llama fotosíntesis y es el motor de casi todos los ecosistemas en la Tierra.
¿Puede haber en otros planetas organismos que hagan la fotosíntesis, que extraigan su energía directamente de la estrella que los alumbra? Nancy Kiang y sus colegas piensan que sí. La fotosíntesis surgió en la Tierra al poco tiempo de haberse iniciado la vida ("poco" quiere decir unos 100 millones de años después). Eso podría interpretarse como indicio de que, una vez que la vida surge en un planeta, es relativamente fácil que la evolución dé con la fotosíntesis.
Pero otras estrellas emiten luz con otras combinaciones de colores --o sea, con otro espectro--. Al mismo tiempo, las atmósferas de otros planetas tendrán otras composiciones químicas y por lo tanto filtrarán la luz de sus estrellas de otra manera. El resultado es que los colores más útiles para la fotosíntesis serán otros. Por lo tanto, las plantas de esos planetas serán de otros colores.
Así, si la estrella es una enana roja (una estrella tenue y de luz rojiza), las plantas podrían necesitar absorber todos los colores de la luz disponible para impulsar la fotosíntesis. El color de la vida sería el negro. Si también hay seres inteligentes en esos planetas, los partidos políticos dedicados a defender el ambiente podrían llamarse Partido Negro; o quizá tienen una organización internacional muy aguerrida llamada Blackpeace...
Ciertas estrellas jóvenes son muy fogosas. Emiten grandes cantidades de radiación ultravioleta, por lo que los organismos fotosintéticos, para no acabar fritos como berengenas, tal vez tendrían que vivir bajo el agua. En ese caso, sus colores dependerán de la profundidad a la que vivan.
En otras estrellas con menos radiación ultravioleta pero luz muy intensa, quizá las plantas tendrían que reflejar una buena parte de la luz, incluso una buena parte de la luz útil para la fotosíntesis si ésta fuera excesiva. En ese caso las plantas quizá se verían blancas, o con tonos azulados. E incluso podrían estar parcialmente recubiertas de membranas que reflejan la luz como espejos. Plantas plateadas. ¡Qué bonito!
En los próximos años se lanzarán al espacio instrumentos especiales para buscar planetas parecidos a la Tierra en las inmediaciones de otras estrellas.Con estos estudios, Nancy Kiang, Antígona Segura y sus colaboradores quieren identificar "marcadores" de vida --signos detectables en la luz de los planetas lejanos que indicarían que allí hay vida fotosintetizadora.
Post Data:
Antígona Segura es colaboradora frecuente de la revista ¿Cómo ves?, de la cual soy coordinador científico. En la página de la revista, sección "Temas", subsección "Astronomía" encontrarán un artículo de Antígona Segura acerca de la búsqueda de planetas parecidos a la Tierra en otras estrellas.
En efecto, las plantas de otros planetas podrían ser de otros colores, como explica en un artículo del número de este mes de la revista Scientific American la biometeoróloga Nancy Kiang, del Instituto Goddard de Estudios Espaciales, de la NASA. Nancy Kiang y sus colaboradores, entre ellos Antígona Segura, del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM, se interesan en buscar modos de detectar vida en planetas lejanos. Uno de esos métodos podría ser buscar en la luz de esos planetas indicios de que albergan organismos que obtienen su energía de la luz de sus estrellas.
¿Por qué son verdes las plantas en la Tierra? Las plantas son organismos que dieron con una forma muy eficaz de procurarse alimento: alimentarse del sol. Lo hacen por medio de pigmentos (como la clorofila) que extraen energía de la luz que emite nuestra estrella. Para hacerlo de la manera más eficiente, los pigmentos absorben una parte de los colores que componen esa luz. Las plantas en la Tierra son verdes porque la parte verde de las luz del sol no les sirve y la reflejan. El proceso se llama fotosíntesis y es el motor de casi todos los ecosistemas en la Tierra.
¿Puede haber en otros planetas organismos que hagan la fotosíntesis, que extraigan su energía directamente de la estrella que los alumbra? Nancy Kiang y sus colegas piensan que sí. La fotosíntesis surgió en la Tierra al poco tiempo de haberse iniciado la vida ("poco" quiere decir unos 100 millones de años después). Eso podría interpretarse como indicio de que, una vez que la vida surge en un planeta, es relativamente fácil que la evolución dé con la fotosíntesis.
Pero otras estrellas emiten luz con otras combinaciones de colores --o sea, con otro espectro--. Al mismo tiempo, las atmósferas de otros planetas tendrán otras composiciones químicas y por lo tanto filtrarán la luz de sus estrellas de otra manera. El resultado es que los colores más útiles para la fotosíntesis serán otros. Por lo tanto, las plantas de esos planetas serán de otros colores.
Así, si la estrella es una enana roja (una estrella tenue y de luz rojiza), las plantas podrían necesitar absorber todos los colores de la luz disponible para impulsar la fotosíntesis. El color de la vida sería el negro. Si también hay seres inteligentes en esos planetas, los partidos políticos dedicados a defender el ambiente podrían llamarse Partido Negro; o quizá tienen una organización internacional muy aguerrida llamada Blackpeace...
Ciertas estrellas jóvenes son muy fogosas. Emiten grandes cantidades de radiación ultravioleta, por lo que los organismos fotosintéticos, para no acabar fritos como berengenas, tal vez tendrían que vivir bajo el agua. En ese caso, sus colores dependerán de la profundidad a la que vivan.
En otras estrellas con menos radiación ultravioleta pero luz muy intensa, quizá las plantas tendrían que reflejar una buena parte de la luz, incluso una buena parte de la luz útil para la fotosíntesis si ésta fuera excesiva. En ese caso las plantas quizá se verían blancas, o con tonos azulados. E incluso podrían estar parcialmente recubiertas de membranas que reflejan la luz como espejos. Plantas plateadas. ¡Qué bonito!
En los próximos años se lanzarán al espacio instrumentos especiales para buscar planetas parecidos a la Tierra en las inmediaciones de otras estrellas.Con estos estudios, Nancy Kiang, Antígona Segura y sus colaboradores quieren identificar "marcadores" de vida --signos detectables en la luz de los planetas lejanos que indicarían que allí hay vida fotosintetizadora.
Post Data:
Antígona Segura es colaboradora frecuente de la revista ¿Cómo ves?, de la cual soy coordinador científico. En la página de la revista, sección "Temas", subsección "Astronomía" encontrarán un artículo de Antígona Segura acerca de la búsqueda de planetas parecidos a la Tierra en otras estrellas.
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