Usted ha oído hablar de los niños índigo, esos seres de luz cuántica hiperluminiscente y monocromática que vienen a rompernos los paradigmas. Ahora los científicos John April y George Fool, del Laboratorio Místico Cuántico de la Universidad de Arkham, han descubierto una categoría vibracio-espiritual superior a los niños índigo: los chamacos méndigos.
Los chamacos méndigos, según April y Fool, son seres de luz muy sensibles y vienen al mundo con la misión de poner a prueba nuestra paciencia y cordura, ello para hacernos más tolerantes e instaurar así el reino de paz en el mundo. Aunque los chamacos méndigos son almas puras y bondadosas, llenas de luz, nunca se comen el desayuno, siempre se dejan la carne, no hacen la tarea, muerden a sus compañeritos de escuela y patean a la maestra, profiriendo insultos de taller mecánico. Suelen reprimir sus emociones y no decirle nada bonito a nadie —antes bien todo lo contrario— porque, en su inmensa sensibilidad y luminiscencia, saben que pronto tendrán que partir a cumplir su misión cósmica y les duele pensar en lo tristes que nos podríamos cuando se vayan si llegáramos a encariñarnos con ellos. Eso puede hacer que parezcan antipáticos, maleducados e insoportables, pero hay que tenerles paciencia porque son seres de luz. April y Fool, descubridores del fenómeno, recomiendan a los padres de chamacos méndigos usar sus habilidades intuitivas para sintonizarse con la energía de estos niños y crear ondas cuánticas supercoherentes en estados enredados de Einstein-Podolsky y Rosen de pura bondad infinita; consejo súper práctico que no dudo que aprovecharán muchos de mis radioescuchas.
Lo que sigue es una grabación auténtica, registrada con micrófonos ocultos en la casa de una familia con un chamaco méndigo. Esta grabación puede servirles a los padres como muestra de lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer con estos seres llenos de luz y sabiduría:
Padre: Querida, el niño acaba de provocar un corto circuito que fundió los fusibles de todo el edificio. Metió los dedos en el enchufe.
Madre: ¿Otra vez? ¡Ay, que muchachito tan picarón!
Padre: ¿No crees que sería hora de decirle algo, no sé, un regañito muy chiquito, por ejemplo?
Madre: No seas bruto, Ramiro. Es un ser de luz. Es natural que quiera meter los dedos en la toma de corriente, y si les causa pequeños incovenientes a los vecinos, todo es por el reino de paz que se avecina.
Padre: Querida, el niño acaba de matar al perro.
Madre: ¡Qué inmensa bondad! Seguro que, con su clarividencia, vio que al perro le deparaba el destino mucho dolor y decidió ahorrarle el sufrimiento a la pobre bestezuela.
Padre: No se lo ahorró: se lo adelantó.
Madre: Pero, a ver, ¿está sufriendo el perro?
Padre: Ya no.
Madre: ¿Ves?
Padre: Querida, el niño acaba de saltar por la ventana. ¿Llamo a la ambulancia?
Madre: No. Sin duda ya había llegado su hora de partir en misión cósmica de pacificación.
Padre: No, pos ahora sí va a haber paz…por lo menos en esta casa.
Madre: ¿Qué dijiste, Ramiro?
Padre: Nada, querida.
April y Fool han observado que, con la llegada de los niños índigo, y sobre todo de los chamacos méndigos, cada vez hay menos niños maleducados. Esto puede deberse a la misión de paz y de luz de estos enviados de los dioses…o simplemente, como dicen algunos descreídos malditos, a que los padres somos capaces de inventarnos cualquier justificación, por tonta que sea, con tal de no reconocer que nuestros hijos son un asco.
viernes, 29 de febrero de 2008
"¡Toma tu asqueroso pepino!"
Unas cosas se saben de nacimiento, otras se aprenden. Lo congénito se lo debemos a “natura”, lo aprendido a “cultura”; y estas dos fuerzas moldeadoras nos hacen lo que somos. Por influencia de natura comemos, respiramos, hacemos el amor; por mediación de cultura hablamos una lengua específica, leemos, hacemos ciencia. Somos bichos sociales que hemos construido la comunidad de animales más compleja del planeta. Vivir en sociedad requiere un montón de reglas y habilidades que ponemos en práctica para coexistir armoniosamente con el prójimo. “No matarás" y “no robarás” son pautas sencillas encaminadas en esa dirección; también podrían serlo “no te dejarás matar” y “no permitirás que te roben”. La vida en sociedad conlleva muchas reglas tácitas que norman nuestro comportamiento. Unas nos dicen qué hacer y qué no hacer, otras nos dicen qué permitirles a los demás y qué no. Cuando alguien infringe estas normas, la mayoría reaccionamos con indignación.
La indignación es ese ardor en el pecho, esas palpitaciones que nos dan cuando la combi se nos cierra, cuando un coche se nos mete en la cola para entrar al periférico, cuando un político usa nuestro dinero en su beneficio, cuando nos engañan, en suma. La indignación, una emoción que podría suponerse muy abstracta, produce efectos fisiológicos bien claros: nos sonroja, nos corta el aliento y nos acelera el corazón; ¿la aprendemos, o ya la traemos programada de fábrica? ¿Es la indignación cuestión de natura o de cultura?
Podría pensarse que de cultura, que la indignación se aprende y que esta emoción es una característica muy humana de la cual podríamos ufanarnos. ¿Hay manera de probar esta hipótesis?
Sí, y para hacerlo basta ver si nuestros parientes más cercanos en la evolución, los otros primates, también son capaces de reaccionar a las injusticias. Eso es lo que hicieron los primatólogos Frans de Waal y Sarah Brosnan, de la Universidad Emory de Atlanta, usando chimpancés y monos capuchinos. En un experimento, entrenaron a dos monos para atesorar piedritas, que luego podían intercambiar por una rebanada de pepino que les ofrecían los investigadores. En cada transacción se trataba de observar si los monos cooperaban o no. Los monos aceptaban el intercambio 95 % de las veces. Entonces los investigadores le dieron a uno de los monos una uva —manjar mucho más rico— mientras al otro le propusieron el consabido pepino. En estas condiciones el otro mono sólo cooperaba 60 % de las veces, y podía llegar a rechazar la rebanada de pepino pese a que una rebanada de pepino es mejor que nada. Esto es lo más intereante: en la tercera ronda de experimentos, de Waals y Brosnan le dieron la uva a unos de los monos sin exigirle a cambio la piedrita. El otro mono cooperaba mucho menos, y en varias ocasiones la injusticia lo indignó tanto, que les aventó en la cara el pepino a los investigadores. De Waals y Brosnan concluyen que la indignación nos viene de fábrica, que evolucionó en nosotros porque cumplía una función útil. Dicho de otro modo, que entre nuestros antepasados paleolíticos, los que por casualidad nacían con la capacidad de indignarse tenían más probabilidades de sobrevivir hasta la edad de dejar descendencia. Sus descendientes heredaban esta capacidad y así, poco a poco, la población se fue llenando de individuos que reaccionaban ante las injusticias cometidas contra ellos.
No es difícil imaginarse qué función cumplía la indignación: cuando nuestros antepasados vivían en tribus pequeñas la capacidad de indignarse (y de avergonzarse) les señalaba a todos los implicados cuando una transacción era injusta. Esto contribuía seguramente a la armonía de la banda eliminando a los tramposos —o por lo menos garantizando que la tranza y la marrullería salieran caras desde el punto de vista social— y a la larga beneficiaba a todos los individuos. Hoy en día muchos vivimos en comunidades gigantescas llamadas ciudades, donde nadie nos conoce. En la ciudad se pierde la vergüenza que normalmente causaría en nosotros la indignación del prójimo. Podemos impunemente hacer trampa al manejar, por ejemplo, porque la indignación del desconocido del coche de junto nos importa un pepino.
La indignación es ese ardor en el pecho, esas palpitaciones que nos dan cuando la combi se nos cierra, cuando un coche se nos mete en la cola para entrar al periférico, cuando un político usa nuestro dinero en su beneficio, cuando nos engañan, en suma. La indignación, una emoción que podría suponerse muy abstracta, produce efectos fisiológicos bien claros: nos sonroja, nos corta el aliento y nos acelera el corazón; ¿la aprendemos, o ya la traemos programada de fábrica? ¿Es la indignación cuestión de natura o de cultura?
Podría pensarse que de cultura, que la indignación se aprende y que esta emoción es una característica muy humana de la cual podríamos ufanarnos. ¿Hay manera de probar esta hipótesis?
Sí, y para hacerlo basta ver si nuestros parientes más cercanos en la evolución, los otros primates, también son capaces de reaccionar a las injusticias. Eso es lo que hicieron los primatólogos Frans de Waal y Sarah Brosnan, de la Universidad Emory de Atlanta, usando chimpancés y monos capuchinos. En un experimento, entrenaron a dos monos para atesorar piedritas, que luego podían intercambiar por una rebanada de pepino que les ofrecían los investigadores. En cada transacción se trataba de observar si los monos cooperaban o no. Los monos aceptaban el intercambio 95 % de las veces. Entonces los investigadores le dieron a uno de los monos una uva —manjar mucho más rico— mientras al otro le propusieron el consabido pepino. En estas condiciones el otro mono sólo cooperaba 60 % de las veces, y podía llegar a rechazar la rebanada de pepino pese a que una rebanada de pepino es mejor que nada. Esto es lo más intereante: en la tercera ronda de experimentos, de Waals y Brosnan le dieron la uva a unos de los monos sin exigirle a cambio la piedrita. El otro mono cooperaba mucho menos, y en varias ocasiones la injusticia lo indignó tanto, que les aventó en la cara el pepino a los investigadores. De Waals y Brosnan concluyen que la indignación nos viene de fábrica, que evolucionó en nosotros porque cumplía una función útil. Dicho de otro modo, que entre nuestros antepasados paleolíticos, los que por casualidad nacían con la capacidad de indignarse tenían más probabilidades de sobrevivir hasta la edad de dejar descendencia. Sus descendientes heredaban esta capacidad y así, poco a poco, la población se fue llenando de individuos que reaccionaban ante las injusticias cometidas contra ellos.
No es difícil imaginarse qué función cumplía la indignación: cuando nuestros antepasados vivían en tribus pequeñas la capacidad de indignarse (y de avergonzarse) les señalaba a todos los implicados cuando una transacción era injusta. Esto contribuía seguramente a la armonía de la banda eliminando a los tramposos —o por lo menos garantizando que la tranza y la marrullería salieran caras desde el punto de vista social— y a la larga beneficiaba a todos los individuos. Hoy en día muchos vivimos en comunidades gigantescas llamadas ciudades, donde nadie nos conoce. En la ciudad se pierde la vergüenza que normalmente causaría en nosotros la indignación del prójimo. Podemos impunemente hacer trampa al manejar, por ejemplo, porque la indignación del desconocido del coche de junto nos importa un pepino.
jueves, 21 de febrero de 2008
La más remota antigüedad
¿Cuántas veces has empezado a escribir con la frase “desde la más remota antigüedad”? No estás sólo: se le ocurre a todo el mundo cuando quieren empezar con una recapitulación histórica de su tema, o bien simplemente darle a éste un toque de interés que quizá no tiene de por sí: esto es interesante porque nos ha preocupado “desde la más remota antigüedad”. Puse la frase entrecomillada en la ventana de Google y el buscador me devolvió más de ocho mil entradas. Algunos ejemplos:
“Desde la más remota antigüedad los hombres han reconocido que la validez de ciertas normas…”
“Desde la más remota antigüedad la paloma…”
“DLMRA hemos tratado de describir nuestra posición en el Universo…”
“DLMRA el ser humano reza.”
Un buen porcentaje de los textos que corrijo y edito para la revista ¿Cómo ves?, o que me entregan mis alumnos en los cursos de redacción, empiezan evocando este tiempo lejanísimo y primigenio para justificar cualquier tema. Yo sistemáticamente elimino esta expresión aburrida, pisoteada, anodina… y perfectamente falsa: ¿quién puede saber qué sucedió en “la más remota antigüedad”? ¿Qué rayos quiere decir “la más remota antigüedad”? Yo creo que los únicos que pueden remontarse a la más remota antigüedad para hablar de lo suyo son los astrónomos y las prostitutas. Nada más. Quizá los cazadores…
Esa antigüedad tan remota que nada es más antiguo sólo puede corresponder a una cosa: el origen, el principio de principios, la Creación. O, para no ponernos solemnes ni sublimes a lo tonto, la creación, así, con minúsculas. En el siglo XVII, Johannes Kepler y luego Isaac Newton, dos personajes muy conocidos por tener calle en la colonia Anzures y en Polanco (y por otras cosillas), calcularon la antigüedad de esa más remota de las antigüedades. Para hacerlo echaron mano del relato del Génesis. En ese libro hay una sección en la que se enumeran los patriarcas que se fueron engendrando unos a otros desde Adán hasta Abraham: Adán engendró a Set, Set engendró a Enós, Enós engendró a Cainán…Taré engendró a Abram (primero se llamaba así). El Génesis especifica también la edad a la que cada patriarca engendró al que le sigue, de modo que en principio se puede calcular cuánto tiempo pasó desde Adán (“la más remota antigüedad”, según la Biblia) hasta Abram sumando las edades de los “engendró a”. Se me escapan muchos detalles del método, pero sumando los “engendró a” tanto Kepler como Newton le calculan al mundo una antigüedad de unos seis mil años.
Pero la madre de todos los cálculos de la antigüedad del mundo sumando “engendrós” se la debemos a James Ussher, arzobispo de la localidad de Armagh, Irlanda. Ussher era contemporáneo de Kepler (y por lo tanto anterior a Newton). Después de mucho pensarlo —y de muchos años de estudios—, Ussher llegó a la conclusión de que la creación había ocurrido el 26 de octubre del año 4004 a. C., ¡a las 9 de la mañana! No sé cómo alcanzó tan refinada precisión, especialmente tomando en cuenta que el Génesis no refiere la hora de los nacimientos de los patriarcas. Pero otros tomaron sus cálculos y los mejoraron (es un decir), usando cronologías de los acontecimientos narrados en el Génesis elaboradas con datos astronómicos. Un siglo y medio después, los redactores de la primera edición de la Encyclopaedia Britannica (1771) elaboraron una tabla de fechas importantes en la historia del mundo, tabla que aparece en el largo y divertidísimo artículo sobre astronomía de esa obra. El mundo, según la Britannica, fue creado en el año 4007 a. C., para que lo sepan.
Uno de los primeros científicos que trató de determinar experimentalmente la edad de nuestro planeta fue Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, acaudalado terrateniente y naturalista francés. Buffon creía que la Tierra se había formado a consecuencia de la colisión de un cometa con el Sol. El choque había liberado grandes cantidades de material solar incandescente que se reunió en una esfera caliente. La Tierra primigenia se había ido enfriando desde entonces.
En 1779 Buffon se fue al campo a recoger barro. Con el barro hizo varias bolitas de diversos tamaños, las calentó al rojo vivo en un horno y se las llevó al oscuro sótano de su mansión, donde se puso a medir cuánto tiempo tardaba el barro incandescente en confundirse con las tinieblas, es decir, en enfriarse hasta alcanzar la temperatura de la habitación. Luego Buffon extrapoló sus resultados a una esfera del tamaño de la Tierra.
Equiparar la Tierra a una enorme bola de barro sólido puede parecer un poco burdo, pero tiene el mérito de ser el primer intento de dar una respuesta científica al problema de la antigüedad de la Tierra. Buffon calculó que la Tierra tenía alrededor de 75 000 años, y por supuesto no trató de ponerle fecha de nacimiento exacta, ni mucho menos hora.
A principios del siglo XX la geocronología rebasó por la izquierda a Ussher, a Buffon y a los demás. Ernest Rutherford, físico neozelandés que investigó el origen de la radiactividad, encontró una manera de determinar la antigüedad de las rocas a partir de los átomos de elementos radiactivos que contenían (método emparentado con la famosa prueba del carbono 14). Se cuenta que en cierta ocasión, recién descubierto el método, Rutherford se presentó ante un geólogo de la universidad donde trabajaba:
—Adams —le dijo al geólogo—. ¿Qué edad se supone que tiene la Tierra?
A lo cuál el tal Adams replicó que, según varios métodos, la Tierra tenía unos 100 millones de años. Entonces Rutherford sacó una piedra que llevaba en el bolsillo y dijo en tono tranquilo:
—Pues yo sé con toda certeza que esta piedra tiene 700 millones de años.
Para los años 20 el método radiométrico de fechamiento estaba bastante perfeccionado y los geólogos empezaban a aceptar que la antigüedad de la Tierra se medía más bien en miles de millones de años. Más tarde se obtuvieron muestras de roca en Groenlandia cuya antigüedad resultó ser de unos 3,700 millones de años. Y cuando los astronautas trajeron muestras de rocas lunares, se descubrió que éstas tenían 4,600 millones de años, lo que cuadra bien con la antigüedad que los astrónomos obtiene por otros métodos para el Sol. Hoy en día se acepta que la Tierra —y con ella todo el sistema solar— existe desde hace unos 5000 millones de años.
Pero ésa es sólo la más remota antigüedad de la Tierra. La más, más, más remota sería, claro está, el origen del universo. Ése será el tema de otra entrada en este blog. Baste aquí decir que hoy creemos (aunque lo creemos con bastante certeza) que el universo tiene un poco menos de 14,000 millones de años, o sea, unas tres veces la antigüedad de la Tierra. ¿Cómo lo sabemos? Para usar una frase tan manoseada como “desde la más remota antigüedad”: no se pierdan el próximo episodio.
“Desde la más remota antigüedad los hombres han reconocido que la validez de ciertas normas…”
“Desde la más remota antigüedad la paloma…”
“DLMRA hemos tratado de describir nuestra posición en el Universo…”
“DLMRA el ser humano reza.”
Un buen porcentaje de los textos que corrijo y edito para la revista ¿Cómo ves?, o que me entregan mis alumnos en los cursos de redacción, empiezan evocando este tiempo lejanísimo y primigenio para justificar cualquier tema. Yo sistemáticamente elimino esta expresión aburrida, pisoteada, anodina… y perfectamente falsa: ¿quién puede saber qué sucedió en “la más remota antigüedad”? ¿Qué rayos quiere decir “la más remota antigüedad”? Yo creo que los únicos que pueden remontarse a la más remota antigüedad para hablar de lo suyo son los astrónomos y las prostitutas. Nada más. Quizá los cazadores…
Esa antigüedad tan remota que nada es más antiguo sólo puede corresponder a una cosa: el origen, el principio de principios, la Creación. O, para no ponernos solemnes ni sublimes a lo tonto, la creación, así, con minúsculas. En el siglo XVII, Johannes Kepler y luego Isaac Newton, dos personajes muy conocidos por tener calle en la colonia Anzures y en Polanco (y por otras cosillas), calcularon la antigüedad de esa más remota de las antigüedades. Para hacerlo echaron mano del relato del Génesis. En ese libro hay una sección en la que se enumeran los patriarcas que se fueron engendrando unos a otros desde Adán hasta Abraham: Adán engendró a Set, Set engendró a Enós, Enós engendró a Cainán…Taré engendró a Abram (primero se llamaba así). El Génesis especifica también la edad a la que cada patriarca engendró al que le sigue, de modo que en principio se puede calcular cuánto tiempo pasó desde Adán (“la más remota antigüedad”, según la Biblia) hasta Abram sumando las edades de los “engendró a”. Se me escapan muchos detalles del método, pero sumando los “engendró a” tanto Kepler como Newton le calculan al mundo una antigüedad de unos seis mil años.
Pero la madre de todos los cálculos de la antigüedad del mundo sumando “engendrós” se la debemos a James Ussher, arzobispo de la localidad de Armagh, Irlanda. Ussher era contemporáneo de Kepler (y por lo tanto anterior a Newton). Después de mucho pensarlo —y de muchos años de estudios—, Ussher llegó a la conclusión de que la creación había ocurrido el 26 de octubre del año 4004 a. C., ¡a las 9 de la mañana! No sé cómo alcanzó tan refinada precisión, especialmente tomando en cuenta que el Génesis no refiere la hora de los nacimientos de los patriarcas. Pero otros tomaron sus cálculos y los mejoraron (es un decir), usando cronologías de los acontecimientos narrados en el Génesis elaboradas con datos astronómicos. Un siglo y medio después, los redactores de la primera edición de la Encyclopaedia Britannica (1771) elaboraron una tabla de fechas importantes en la historia del mundo, tabla que aparece en el largo y divertidísimo artículo sobre astronomía de esa obra. El mundo, según la Britannica, fue creado en el año 4007 a. C., para que lo sepan.
Uno de los primeros científicos que trató de determinar experimentalmente la edad de nuestro planeta fue Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, acaudalado terrateniente y naturalista francés. Buffon creía que la Tierra se había formado a consecuencia de la colisión de un cometa con el Sol. El choque había liberado grandes cantidades de material solar incandescente que se reunió en una esfera caliente. La Tierra primigenia se había ido enfriando desde entonces.
En 1779 Buffon se fue al campo a recoger barro. Con el barro hizo varias bolitas de diversos tamaños, las calentó al rojo vivo en un horno y se las llevó al oscuro sótano de su mansión, donde se puso a medir cuánto tiempo tardaba el barro incandescente en confundirse con las tinieblas, es decir, en enfriarse hasta alcanzar la temperatura de la habitación. Luego Buffon extrapoló sus resultados a una esfera del tamaño de la Tierra.
Equiparar la Tierra a una enorme bola de barro sólido puede parecer un poco burdo, pero tiene el mérito de ser el primer intento de dar una respuesta científica al problema de la antigüedad de la Tierra. Buffon calculó que la Tierra tenía alrededor de 75 000 años, y por supuesto no trató de ponerle fecha de nacimiento exacta, ni mucho menos hora.
A principios del siglo XX la geocronología rebasó por la izquierda a Ussher, a Buffon y a los demás. Ernest Rutherford, físico neozelandés que investigó el origen de la radiactividad, encontró una manera de determinar la antigüedad de las rocas a partir de los átomos de elementos radiactivos que contenían (método emparentado con la famosa prueba del carbono 14). Se cuenta que en cierta ocasión, recién descubierto el método, Rutherford se presentó ante un geólogo de la universidad donde trabajaba:
—Adams —le dijo al geólogo—. ¿Qué edad se supone que tiene la Tierra?
A lo cuál el tal Adams replicó que, según varios métodos, la Tierra tenía unos 100 millones de años. Entonces Rutherford sacó una piedra que llevaba en el bolsillo y dijo en tono tranquilo:
—Pues yo sé con toda certeza que esta piedra tiene 700 millones de años.
Para los años 20 el método radiométrico de fechamiento estaba bastante perfeccionado y los geólogos empezaban a aceptar que la antigüedad de la Tierra se medía más bien en miles de millones de años. Más tarde se obtuvieron muestras de roca en Groenlandia cuya antigüedad resultó ser de unos 3,700 millones de años. Y cuando los astronautas trajeron muestras de rocas lunares, se descubrió que éstas tenían 4,600 millones de años, lo que cuadra bien con la antigüedad que los astrónomos obtiene por otros métodos para el Sol. Hoy en día se acepta que la Tierra —y con ella todo el sistema solar— existe desde hace unos 5000 millones de años.
Pero ésa es sólo la más remota antigüedad de la Tierra. La más, más, más remota sería, claro está, el origen del universo. Ése será el tema de otra entrada en este blog. Baste aquí decir que hoy creemos (aunque lo creemos con bastante certeza) que el universo tiene un poco menos de 14,000 millones de años, o sea, unas tres veces la antigüedad de la Tierra. ¿Cómo lo sabemos? Para usar una frase tan manoseada como “desde la más remota antigüedad”: no se pierdan el próximo episodio.
jueves, 14 de febrero de 2008
Ahora sí no fuimos nosotros: el campo magnético de la Tierra se está apagando
Las brújulas siempre apuntan hacia el norte, ¿cierto? Depende de qué significado le demos a “siempre”. La aguja de la brújula se alínea con el campo magnético terrestre, el cual tiene dos lados llamados “polos”. Los dos lados del campo magnético terrestre se llaman “norte” y “sur” por convención (y el polo norte geográfico es el polo sur magnético por razones históricas complicadas). Pero el imán terrestre no siempre ha estado orientado como hoy.
En los años 50 y 60 los geofísicos estaban muy ocupados recogiendo datos acerca del pasado del planeta y construyendo lo que poco después sería la gran teoría unificadora de la física de la Tierra: la tectónica de placas. Algunas rocas al formarse quedan magnetizadas como imanes muy débiles. La orientación de esos imanes obedece a la del campo magnético terrestre al momento de solidificarse la roca. Así, las rocas son una especie de registro histórico del campo magnético terrestre. Midiendo la magnetización de las rocas del fondo del mar unos geofísicos descubrieron que éstas formaban bandas de magnetización normal y magnetización invertida. Concluyeron que el campo magnético de la Tierra cambiaba de orientación de vez en cuando. Hoy tenemos un registro bastante preciso de las inversiones del imán terrestre en los últimos 150 millones de años. Sabemos, por ejemplo, que no suceden regularmente. En la época de los dinosaurios hubo un periodo de unos 35 millones de años durante los cuales la personalidad del campo magnético no cambió; pero hay otros periodos en los que al imán terrestre le da la esquizofrenia y cambia de polaridad varias veces en un millón de años. El promedio es de unos 500,000 años entre cambios (pero las desviaciones son tan numerosas y tan grandes que este promedio no dice gran cosa).
Así pues, las brújulas no “siempre” apuntan hacia el norte. Hace 780,000 años apuntaban al revés (o habrían apuntado si hubieran existido). Como ha transcurrido bastante más tiempo que el promedio entre inversiones, algunos geofísicos piensan que ya toca otra. Y parece que hay signos de que está empezando a ocurrir.
Desde que se midió por primera vez, en 1830, la intensidad del campo magnético en la superficie de la Tierra se ha reducido entre 10 y 15 por ciento. Hay quien piensa que el campo magnético se nos está yendo de las manos como arena, que está disminuyendo muy rápido. Cuando los geofísicos dicen “rápido”, empero, no hay necesidad de precipitarse hacia la salida gritando “¡vamos a morir!”. Te puedes quedar sentado bostezando, si quieres, porque “rápido” para un geofísico quiere decir “en varios miles, o hasta millones, de años”: las inversiones del campo magnético terrestre tardan entre 4,000 y 10,000 años en consumarse.
Nadie sabe bien a qué se deben las inversiones. En años recientes, varios grupos de investigadores en geofísica han ideado descripciones matemáticas del campo magnético terrestre para hacer simulaciones por computadora. Como el fenómeno es complicado (y no está entendido cabalmente), las simulaciones requieren fuerza bruta: una de ellas, por ejemplo, exigió la atención absoluta de una supercomputadora 12 horas al día durante un año para simular 300,000 años de la historia magnética del planeta. El campo magnético de la Tierra se genera en el interior del planeta, donde hay roca fundida rica en hierro. Este fluido sube y baja como el agua hirviente debido al calor del interior de la Tierra, pero a un ritmo muchísimo más lento. A eso hay que añadir la rotación del planeta y la turbulencia. La turbulencia es muy difícil de modelar con ecuaciones matemáticas, pero los geofísicos piensan que las inversiones del campo magnético tienen que ver con los efectos de la turbulencia en el material del centro de la Tierra.
Según las simulaciones, cuando la inversión es inminente empiezan a aparecer parcelas de campo magnético invertido a profundidades de unos 3,000 kilómetros, donde se unen las dos zonas del interior del planeta llamadas núcleo y manto. Las parcelas son como islas de campo magnético invertido en un mar de campo normal. En el espacio de unos cuantos siglos, las islas proliferan, crecen y se desplazan hacia los polos. Al cabo de unos cuantos miles de años la inversión se hace total. Estos resultados teóricos cuadran bien con lo que se ha observado entre 1980 y 2000. En ese lapso, dos satélites de mediciones magnéticas —el Magsat y el Oersted— documentaron la evolución de varias islas de polaridad invertida, la más grande de las cuales se encuentra bajo el Océano Índico. Las islas han crecido y se han desplazado ligeramente hacia los polos. Muchos geofísicos piensan que se está operando una inversión de la polaridad del campo magnético terrestre.
¿Y qué? El campo magnético desvía como un escudo buena parte de las partículas cargadas que lanza el Sol en todas direcciones (llamadas colectivamente viento solar). Si el escudo se debilita, las partículas pueden penetrar hasta la superficie y causar estragos. Cuando el viento solar arrecia (acontecimiento que se conoce como tormenta solar) los circuitos electrónicos de los satélites artificiales se pueden hacer fosfatina y las plantas generadoras de electricidad pueden dañarse. Al mismo tiempo —y quizá para compensarnos de tanta desgracia— las auroras boreales se hacen más frecuentes y más intensas, y se ven más al sur. Algunos satélites ya se han dañado al pasar sobre la gran mancha de polaridad invertida del Océano Índico. Por si fuera poco, el viento solar destruye el ozono que nos protege de los excesos de radiación ultravioleta proveniente del Sol. Más radiación ultravioleta implica más riesgo de cáncer en la piel, entre otras lindezas.
Muchos organismos —entre tortugas, insectos, aves y hasta bacterias— usan el campo magnético terrestre para orientarse y planear sus desplazamientos. Si el campo magnético se nos derrumba, estas especies podrían verse en aprietos; aunque los biólogos informan que hasta hoy ninguna inversión del campo magnético ha producido extinciones. Será porque las inversiones tardan lo suficiente como para que se adapten las especies que dependen del campo magnético...
Con todo, nosotros podemos dormir tranquilos (que se preocupen nuestros descendientes MUY lejanos): en primer lugar, y a diferencia de otras desgracias terrestres con que nos torturan los medios de comunicación, ésta no va a ocurrir mañana, y en segundo lugar, podemos consolarnos sabiendo que ésta no es de ninguna manera culpa nuestra. Menos mal.
En los años 50 y 60 los geofísicos estaban muy ocupados recogiendo datos acerca del pasado del planeta y construyendo lo que poco después sería la gran teoría unificadora de la física de la Tierra: la tectónica de placas. Algunas rocas al formarse quedan magnetizadas como imanes muy débiles. La orientación de esos imanes obedece a la del campo magnético terrestre al momento de solidificarse la roca. Así, las rocas son una especie de registro histórico del campo magnético terrestre. Midiendo la magnetización de las rocas del fondo del mar unos geofísicos descubrieron que éstas formaban bandas de magnetización normal y magnetización invertida. Concluyeron que el campo magnético de la Tierra cambiaba de orientación de vez en cuando. Hoy tenemos un registro bastante preciso de las inversiones del imán terrestre en los últimos 150 millones de años. Sabemos, por ejemplo, que no suceden regularmente. En la época de los dinosaurios hubo un periodo de unos 35 millones de años durante los cuales la personalidad del campo magnético no cambió; pero hay otros periodos en los que al imán terrestre le da la esquizofrenia y cambia de polaridad varias veces en un millón de años. El promedio es de unos 500,000 años entre cambios (pero las desviaciones son tan numerosas y tan grandes que este promedio no dice gran cosa).
Así pues, las brújulas no “siempre” apuntan hacia el norte. Hace 780,000 años apuntaban al revés (o habrían apuntado si hubieran existido). Como ha transcurrido bastante más tiempo que el promedio entre inversiones, algunos geofísicos piensan que ya toca otra. Y parece que hay signos de que está empezando a ocurrir.
Desde que se midió por primera vez, en 1830, la intensidad del campo magnético en la superficie de la Tierra se ha reducido entre 10 y 15 por ciento. Hay quien piensa que el campo magnético se nos está yendo de las manos como arena, que está disminuyendo muy rápido. Cuando los geofísicos dicen “rápido”, empero, no hay necesidad de precipitarse hacia la salida gritando “¡vamos a morir!”. Te puedes quedar sentado bostezando, si quieres, porque “rápido” para un geofísico quiere decir “en varios miles, o hasta millones, de años”: las inversiones del campo magnético terrestre tardan entre 4,000 y 10,000 años en consumarse.
Nadie sabe bien a qué se deben las inversiones. En años recientes, varios grupos de investigadores en geofísica han ideado descripciones matemáticas del campo magnético terrestre para hacer simulaciones por computadora. Como el fenómeno es complicado (y no está entendido cabalmente), las simulaciones requieren fuerza bruta: una de ellas, por ejemplo, exigió la atención absoluta de una supercomputadora 12 horas al día durante un año para simular 300,000 años de la historia magnética del planeta. El campo magnético de la Tierra se genera en el interior del planeta, donde hay roca fundida rica en hierro. Este fluido sube y baja como el agua hirviente debido al calor del interior de la Tierra, pero a un ritmo muchísimo más lento. A eso hay que añadir la rotación del planeta y la turbulencia. La turbulencia es muy difícil de modelar con ecuaciones matemáticas, pero los geofísicos piensan que las inversiones del campo magnético tienen que ver con los efectos de la turbulencia en el material del centro de la Tierra.
Según las simulaciones, cuando la inversión es inminente empiezan a aparecer parcelas de campo magnético invertido a profundidades de unos 3,000 kilómetros, donde se unen las dos zonas del interior del planeta llamadas núcleo y manto. Las parcelas son como islas de campo magnético invertido en un mar de campo normal. En el espacio de unos cuantos siglos, las islas proliferan, crecen y se desplazan hacia los polos. Al cabo de unos cuantos miles de años la inversión se hace total. Estos resultados teóricos cuadran bien con lo que se ha observado entre 1980 y 2000. En ese lapso, dos satélites de mediciones magnéticas —el Magsat y el Oersted— documentaron la evolución de varias islas de polaridad invertida, la más grande de las cuales se encuentra bajo el Océano Índico. Las islas han crecido y se han desplazado ligeramente hacia los polos. Muchos geofísicos piensan que se está operando una inversión de la polaridad del campo magnético terrestre.
¿Y qué? El campo magnético desvía como un escudo buena parte de las partículas cargadas que lanza el Sol en todas direcciones (llamadas colectivamente viento solar). Si el escudo se debilita, las partículas pueden penetrar hasta la superficie y causar estragos. Cuando el viento solar arrecia (acontecimiento que se conoce como tormenta solar) los circuitos electrónicos de los satélites artificiales se pueden hacer fosfatina y las plantas generadoras de electricidad pueden dañarse. Al mismo tiempo —y quizá para compensarnos de tanta desgracia— las auroras boreales se hacen más frecuentes y más intensas, y se ven más al sur. Algunos satélites ya se han dañado al pasar sobre la gran mancha de polaridad invertida del Océano Índico. Por si fuera poco, el viento solar destruye el ozono que nos protege de los excesos de radiación ultravioleta proveniente del Sol. Más radiación ultravioleta implica más riesgo de cáncer en la piel, entre otras lindezas.
Muchos organismos —entre tortugas, insectos, aves y hasta bacterias— usan el campo magnético terrestre para orientarse y planear sus desplazamientos. Si el campo magnético se nos derrumba, estas especies podrían verse en aprietos; aunque los biólogos informan que hasta hoy ninguna inversión del campo magnético ha producido extinciones. Será porque las inversiones tardan lo suficiente como para que se adapten las especies que dependen del campo magnético...
Con todo, nosotros podemos dormir tranquilos (que se preocupen nuestros descendientes MUY lejanos): en primer lugar, y a diferencia de otras desgracias terrestres con que nos torturan los medios de comunicación, ésta no va a ocurrir mañana, y en segundo lugar, podemos consolarnos sabiendo que ésta no es de ninguna manera culpa nuestra. Menos mal.
viernes, 8 de febrero de 2008
Tres ideas descabelladas
Todo científico que se respete está dolorosamente consciente de una cosa: el que una hipótesis suene convincente no basta para que sea aceptada por la comunidad como resultado científico sólido. Dicho de otro modo, lo que es simplemente posible no por ello es necesario. Para complicar las cosas, a veces las hipótesis más insólitas acaban por convencer a la mayoría; por eso para ser científico hay que mantener la mente abierta, pero no tanto que se le salgan a uno las ideas. He aquí una historia que lo ilustra.
En los años 70, el geólogo estadounidense Walter Alvarez y su padre, Luis, físico premio Nobel, se interesaron en una delgada franja de arcilla oscura que se veía en los estratos geológicos, hecha sandwich entre los estratos correspondientes al periodo cretácico y el periodo terciario. Esta capa de arcilla se apreciaba en todo el mundo, por lo que debía ser el rastro de algún acontecimiento importante: algo había sucedido a fines del cretácico y principios del terciario. En efecto, algo había sucedido: como sabían bien los Alvarez, en ese instante de transición (instante que duró varios millones de años; así son los instantes en geología) se había extinguido un alto porcentaje de las especies de la Tierra, entre ellas, todos los dinosaurios. ¿Qué tenía que ver esa capa de material oscuro con la gran extinción del cretácico?
Al analizar la composición del material los Alvarez encontraron altas concentraciones del metal iridio. El iridio no es común en la Tierra, pero en los cometas y asteroides sí. Luis y Walter Alvarez sugirieron que el material había llegado del espacio y que era, de hecho, el rastro del impacto de un objeto espacial con la Tierra. El impacto debía de haber levantado millones de toneladas de polvo que se esparcieron por toda la atmósfera, obstruyeron la luz del Sol y con eso precipitaron la extinción masiva del cretácico. Y si esa extinción se debía al impacto de un objeto del espacio, ¿por qué no las otras grandes extinciones que salpican la historia de la vida en este planeta? Los Alvarez publicaron su sugerencia y nadie les creyó. ¿El destino venía del cielo? Sonaba a tonterías astrológicas.
Con el tiempo, empero, la hipótesis fue examinada con más cuidado. Se encontró (en Yucatán ni más ni menos) la ruina de un gigantesco cráter de impacto cuya antigüedad coincidía con la de la capa de arcilla de la transición cretácico-terciario y muchos paleontólogos le reconocieron mérito a la idea. Hoy en día la mayoría acepta que por lo menos la extinción del cretácico se debió al impacto de un cometa con la Tierra, hace 65 millones de años, aunque no hay unanimidad (la unanimidad en la ciencia es rara). Hay quien propone hipótesis alternativas, como un aumento violento y duradero de la actividad volcánica en todo el planeta, cuyo rastro serían la descomunal extensión de lava de millones de kilómetros cuadrados conocida como “las gradas del Deccan” y situada en India.
La segunda idea descabellada de esta historia data de cuatro años después de la de los Alvarez. Los paleontólogos David Raup y John Sepkoski publicaron en ese año un artículo en el que reunían datos de las tasas de extinción de varias familias de especies a lo largo de los últimos 250 millones de años. Las líneas subían y bajaban al compás de las extinciones, pero presentaban picos muy pronunciados: extinciones masivas. Raup y Sepkoski observaron que los picos estaban espaciados de manera aproximadamente regular, a intervalos de unos 30 millones de años, y propusieron que las extinciones en masa, en vez de estar distribuidas al azar en el tiempo, eran periódicas. Al final del artículo sugerían que, si su hipótesis era correcta (los científicos siempre dudan, hasta de sí mismos), habría que buscar la razón de que las extinciones fueran periódicas y proponían mirar en el entorno espacial de la Tierra porque no se conocía ningún proceso geológico ni biológico que pudiera imponer una periodicidad de decenas de millones de años. Raup y Sepkoski mencionan la hipótesis de los Alvarez como apoyo de esta idea.
Luis Alvarez, muy alarmado, irrumpió en la oficina de su amigo el físico Richard Muller blandiendo el artículo de Raup y Sepkoski. Aquello era una locura. Las extinciones en masa (o por lo menos algunas) las precipitaban impactos de cometas. ¿Cómo podían producirse éstos a intervalos regulares? Richard Muller se puso a pensar. Los científicos no se conforman con creer que una idea es tonta: se afanan en demostrarlo, y para eso buscan todos los argumentos en favor de esa idea. Si no encuentran ninguno, se justifica desechar la idea. Pero Richard Muller encontró uno.
¿Qué tal —le propuso a Alvarez— si el Sol tuviera una estrella compañera hasta hoy sin descubrir? La mayoría de las estrellas vienen en grupos de dos o más. Una estrella compañera que fuera muy tenue y muy lejana podría estar acercándose periódicamente al Sol en su órbita alrededor de éste. Al acercarse podría invadir la nube de Oort. La nube de Oort es un gigantesco enjambre de rocas, polvos y hielos que quedan como escombros de la formación del sistema solar. Según calculó el astrónomo holandés Jan Oort hace unos 60 años, estos escombros deberían haber terminado en una región esférica que envuelve al Sol y los planetas a una distancia de alrededor de 1.5 años-luz (varios billones de kilómetros). Cuando algo perturba la estabilidad de las órbitas de esos trozos de roca y hielo (por ejemplo, una estrella que acierta a pasar cerca de la nube de Oort), algunos se precipitan hacia el interior del sistema solar. Son los cometas. A veces los cometas chocan con los planetas. Muller propuso que la hipotética compañera del Sol tenía una órbita que la acercaba (es un decir: tendría que estar a unos tres años-luz) cada 26 millones de años a la nube de Oort, lo que desencadenaba rachas de impactos cometarios en los planetas (rachas de varios millones de años, claro). Luis Alvarez se quedó pensativo. La idea era OTRA locura, pero podía ser…
Richard Muller se asoció con el físico Marc Davis y el astrónomo Piet Hut para afinar la idea de la compañera del Sol para explicar la (posible) periodicidad de las extinciones en masa. Llamaron a la estrella “Némesis”, como la diosa griega que castigaba a los arrogantes. Publicaron su artículo en 1984. Luego emprendieron la búsqueda de estrellas pequeñas y tenues que estuvieran relativamente cerca del Sol, pero al poco tiempo se quedaron sin fondos para continuar.
Hasta hoy nadie ha encontrado a Némesis. Muchos astrónomos piensan que una estrella tan pequeña y lejana no podría haber permanecido mucho tiempo unida al Sol. En efecto, el menor tirón gravitacional debido al paso de una estrella, por ejemplo, la habría sacado de su órbita hace mucho tiempo. Richard Muller y Piet Hut han respondido con cálculos y simulaciones de computadora para tratar de demostrar que Némesis puede tener una órbita estable y duradera.
De las tres ideas locas de esta historia sólo una ha convencido a la mayoría: la hipótesis de las extinciones en masa por impacto de objeto espacial de Luis y Walter Alvarez. Raup y Sepkoski y Richard Muller, Marc Davis y Piet Hut, no han tenido la misma suerte, pero ninguna de las dos ideas se puede desechar a la ligera, porque ninguna de las dos es imposible. Lo único que falta son pruebas, eso sí. Así es la ciencia
Para saber más lean el artículo que publicaré en la revista ¿Cómo ves? de marzo de 2008. Y de paso lean mi artículo sobre Henrietta Swan Leavitt en el número de este mes, que está a la venta en puestos de periódico y locales cerrados.
En los años 70, el geólogo estadounidense Walter Alvarez y su padre, Luis, físico premio Nobel, se interesaron en una delgada franja de arcilla oscura que se veía en los estratos geológicos, hecha sandwich entre los estratos correspondientes al periodo cretácico y el periodo terciario. Esta capa de arcilla se apreciaba en todo el mundo, por lo que debía ser el rastro de algún acontecimiento importante: algo había sucedido a fines del cretácico y principios del terciario. En efecto, algo había sucedido: como sabían bien los Alvarez, en ese instante de transición (instante que duró varios millones de años; así son los instantes en geología) se había extinguido un alto porcentaje de las especies de la Tierra, entre ellas, todos los dinosaurios. ¿Qué tenía que ver esa capa de material oscuro con la gran extinción del cretácico?
Al analizar la composición del material los Alvarez encontraron altas concentraciones del metal iridio. El iridio no es común en la Tierra, pero en los cometas y asteroides sí. Luis y Walter Alvarez sugirieron que el material había llegado del espacio y que era, de hecho, el rastro del impacto de un objeto espacial con la Tierra. El impacto debía de haber levantado millones de toneladas de polvo que se esparcieron por toda la atmósfera, obstruyeron la luz del Sol y con eso precipitaron la extinción masiva del cretácico. Y si esa extinción se debía al impacto de un objeto del espacio, ¿por qué no las otras grandes extinciones que salpican la historia de la vida en este planeta? Los Alvarez publicaron su sugerencia y nadie les creyó. ¿El destino venía del cielo? Sonaba a tonterías astrológicas.
Con el tiempo, empero, la hipótesis fue examinada con más cuidado. Se encontró (en Yucatán ni más ni menos) la ruina de un gigantesco cráter de impacto cuya antigüedad coincidía con la de la capa de arcilla de la transición cretácico-terciario y muchos paleontólogos le reconocieron mérito a la idea. Hoy en día la mayoría acepta que por lo menos la extinción del cretácico se debió al impacto de un cometa con la Tierra, hace 65 millones de años, aunque no hay unanimidad (la unanimidad en la ciencia es rara). Hay quien propone hipótesis alternativas, como un aumento violento y duradero de la actividad volcánica en todo el planeta, cuyo rastro serían la descomunal extensión de lava de millones de kilómetros cuadrados conocida como “las gradas del Deccan” y situada en India.
La segunda idea descabellada de esta historia data de cuatro años después de la de los Alvarez. Los paleontólogos David Raup y John Sepkoski publicaron en ese año un artículo en el que reunían datos de las tasas de extinción de varias familias de especies a lo largo de los últimos 250 millones de años. Las líneas subían y bajaban al compás de las extinciones, pero presentaban picos muy pronunciados: extinciones masivas. Raup y Sepkoski observaron que los picos estaban espaciados de manera aproximadamente regular, a intervalos de unos 30 millones de años, y propusieron que las extinciones en masa, en vez de estar distribuidas al azar en el tiempo, eran periódicas. Al final del artículo sugerían que, si su hipótesis era correcta (los científicos siempre dudan, hasta de sí mismos), habría que buscar la razón de que las extinciones fueran periódicas y proponían mirar en el entorno espacial de la Tierra porque no se conocía ningún proceso geológico ni biológico que pudiera imponer una periodicidad de decenas de millones de años. Raup y Sepkoski mencionan la hipótesis de los Alvarez como apoyo de esta idea.
Luis Alvarez, muy alarmado, irrumpió en la oficina de su amigo el físico Richard Muller blandiendo el artículo de Raup y Sepkoski. Aquello era una locura. Las extinciones en masa (o por lo menos algunas) las precipitaban impactos de cometas. ¿Cómo podían producirse éstos a intervalos regulares? Richard Muller se puso a pensar. Los científicos no se conforman con creer que una idea es tonta: se afanan en demostrarlo, y para eso buscan todos los argumentos en favor de esa idea. Si no encuentran ninguno, se justifica desechar la idea. Pero Richard Muller encontró uno.
¿Qué tal —le propuso a Alvarez— si el Sol tuviera una estrella compañera hasta hoy sin descubrir? La mayoría de las estrellas vienen en grupos de dos o más. Una estrella compañera que fuera muy tenue y muy lejana podría estar acercándose periódicamente al Sol en su órbita alrededor de éste. Al acercarse podría invadir la nube de Oort. La nube de Oort es un gigantesco enjambre de rocas, polvos y hielos que quedan como escombros de la formación del sistema solar. Según calculó el astrónomo holandés Jan Oort hace unos 60 años, estos escombros deberían haber terminado en una región esférica que envuelve al Sol y los planetas a una distancia de alrededor de 1.5 años-luz (varios billones de kilómetros). Cuando algo perturba la estabilidad de las órbitas de esos trozos de roca y hielo (por ejemplo, una estrella que acierta a pasar cerca de la nube de Oort), algunos se precipitan hacia el interior del sistema solar. Son los cometas. A veces los cometas chocan con los planetas. Muller propuso que la hipotética compañera del Sol tenía una órbita que la acercaba (es un decir: tendría que estar a unos tres años-luz) cada 26 millones de años a la nube de Oort, lo que desencadenaba rachas de impactos cometarios en los planetas (rachas de varios millones de años, claro). Luis Alvarez se quedó pensativo. La idea era OTRA locura, pero podía ser…
Richard Muller se asoció con el físico Marc Davis y el astrónomo Piet Hut para afinar la idea de la compañera del Sol para explicar la (posible) periodicidad de las extinciones en masa. Llamaron a la estrella “Némesis”, como la diosa griega que castigaba a los arrogantes. Publicaron su artículo en 1984. Luego emprendieron la búsqueda de estrellas pequeñas y tenues que estuvieran relativamente cerca del Sol, pero al poco tiempo se quedaron sin fondos para continuar.
Hasta hoy nadie ha encontrado a Némesis. Muchos astrónomos piensan que una estrella tan pequeña y lejana no podría haber permanecido mucho tiempo unida al Sol. En efecto, el menor tirón gravitacional debido al paso de una estrella, por ejemplo, la habría sacado de su órbita hace mucho tiempo. Richard Muller y Piet Hut han respondido con cálculos y simulaciones de computadora para tratar de demostrar que Némesis puede tener una órbita estable y duradera.
De las tres ideas locas de esta historia sólo una ha convencido a la mayoría: la hipótesis de las extinciones en masa por impacto de objeto espacial de Luis y Walter Alvarez. Raup y Sepkoski y Richard Muller, Marc Davis y Piet Hut, no han tenido la misma suerte, pero ninguna de las dos ideas se puede desechar a la ligera, porque ninguna de las dos es imposible. Lo único que falta son pruebas, eso sí. Así es la ciencia
Para saber más lean el artículo que publicaré en la revista ¿Cómo ves? de marzo de 2008. Y de paso lean mi artículo sobre Henrietta Swan Leavitt en el número de este mes, que está a la venta en puestos de periódico y locales cerrados.
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